El juego de los Vor (28 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Metzov no parecía divertirse.


¿Quiénes son?
—volvió a preguntar Cavilo.

—Poder. Dinero. Influencia estratégica. Más de lo que puedas imaginar —respondió Metzov.

—Problemas —agregó Miles—. Más de los que pueda imaginar.

—Tú eres una cuestión aparte, mutante —dijo Metzov.

—Le ruego que nos diferencie, general —dijo Gregor con su mejor tono imperial. Trataba de hacer pie en esta conversación flotante, aunque también ocultaba su confusión.

—Debemos llevarlos al
Kurin
de inmediato. Sacarlos de la vista —dijo Metzov a Cavilo, y se volvió hacia el escuadrón de arresto—. No deben escucharnos. Continuaremos con esto en privado.

Se marcharon de allí escoltados por la patrulla. La mirada de Metzov era como un cuchillo clavado en la espalda de Miles. Atravesaron varios compartimientos desiertos, hasta que llegaron a uno más grande. Allí había una gran actividad al servicio de una nave. La nave comando, a juzgar por el número y la formalidad de los guardias.

—Llevadlos al dispensario para ser interrogados —le ordenó Cavilo al escuadrón mientras el oficial a cargo les abría una escotilla,

—Un momento —dijo Metzov con nerviosismo, mirando a su alrededor—. ¿Tienes un guardia que sea sordo y mudo?

—¡Por supuesto que no! —Cavilo miró a su subordinado con indignación—. A la cárcel, entonces.

—No —dijo Metzov con dureza. No se atrevía a arrojar al emperador a una celda, comprendió Miles. El general se volvió hacia Gregor con el rostro muy serio—. ¿Puedo contar con su palabra, Maj… señor?

—¿Qué? —gritó Cavilo—. ¿Has perdido un tornillo, Stanis?

—La palabra —observó Gregor gravemente— es una promesa entre dos enemigos honorables. Estoy dispuesto a aceptarlo como un hombre de honor. ¿Pero esto significa que usted se está declarando nuestro enemigo?

Una excelente respuesta, pensó Miles.

Los ojos de Metzov se posaron sobre Miles y sus labios se apretaron.

—Tal vez no el suyo. Pero usted tiene mal ojo para elegir a sus favoritos. Por no mencionar a sus consejeros.

Ahora resultaba muy difícil adivinar lo que Gregor estaba pensando.

—Algunas relaciones me son impuestas. Como también algunos consejeros.

—A mi cabina. —Cavilo abrió la boca para protestar, pero Metzov alzó una mano—. Por ahora. Para nuestra conversación inicial. Sin testigos ni micrófonos. Después de eso decidiremos, Cavie.

Cavilo lo miró fijamente y cerró la boca.

—Muy bien, Stanis. Te seguimos. —Con un gesto irónico, extendió una mano para señalar el camino.

Metzov apostó dos guardias frente a la puerta de su cabina y despidió al resto. Cuando la puerta estuvo cerrada, ató a Miles y lo sentó en el suelo. Luego, con gran deferencia, acomodó a Gregor en el mullido sillón de su escritorio, lo mejor que tenía para ofrecer en ese cuarto espartano.

Cavilo se sentó sobre la cama y cruzó las piernas mientras los observaba.

—¿Por qué atar al pequeño y dejar suelto al grande? —objetó.

—Puedes desenfundar tu aturdidor si te preocupa —le dijo Metzov, y respirando profundamente, posó las manos sobre las caderas y estudió a Gregor. Entonces sacudió la cabeza, como si todavía no pudiese creer lo que veían sus ojos.

—¿Por qué no desenfundas el tuyo?

—Aún no he decidido si quiero sacar un arma en su presencia.

—Ahora estamos
solos
, Stanis —dijo Cavilo con tono sarcástico—. ¿Tendrías la amabilidad de explicarme esta locura? Y más vale que sea una buena explicación.

—Oh, sí. Él… —dijo señalando a Miles— es lord Miles Vorkosigan, hijo del primer ministro de Barrayar, el almirante Aral Vorkosigan. Supongo que habrás oído hablar de él.

Cavilo bajó las cejas.

—¿Y qué estaba haciendo en Pol Seis, disfrazado de traficante betanés?

—No estoy seguro. Lo último que supe de él era que estaba bajo arresto en Seguridad Imperial, aunque por supuesto nadie creía que fuese en serio.

—Detenido —le corrigió Miles.

—Y él —continuó Metzov volviéndose para señalar a Gregor— es el emperador de Barrayar. Gregor Vorbarra. Lo que hace
él
aquí es algo que no logro imaginar.

—¿Estás seguro? —Cavilo pareció desconcertada, pero al ver que Metzov asentía con la cabeza, su mirada se tornó especulativa. Entonces miró a Gregor por primera vez—.
Vaya
. Qué
interesante
.

—¿Pero dónde está su escolta? Debemos movernos con mucha cautela, Cavie.

—¿Cuánto vale para ellos? ¿O para cualquier otro postor? Gregor le sonrió.

—Soy un Vor, señora. En cierto sentido, el más importante de ellos. Los riesgos del servicio son la marca de los Vor. Yo no daría por sentado que mi valor es infinito si fuera usted.

Había algo de cierto en las palabras de Gregor, pensó Miles. Cuando no actuaba como emperador parecía perder toda identidad. Pero sin duda conocía muy bien su papel.

—Es una oportunidad, sí —dijo Metzov—, pero si creamos un enemigo que luego no podemos manejar…

—Si lo tenemos a
él
como rehén, no creo que nos resulte muy difícil manejarlos —observó Cavilo con expresión pensativa.

—Una alternativa más prudente —intervino Miles— sería ayudarnos a continuar nuestro camino a salvo, con lo cual se ganarían un lucrativo y honorable agradecimiento. Con esa estrategia no podrían perder.

—¿Honorable? —Los ojos de Metzov ardieron. El general guardó un sombrío silencio y entonces murmuró—: ¿Pero qué están haciendo aquí? ¿Y dónde está esa serpiente de Illyan? En todo caso, yo quiero al mutante. ¡Maldición! Esta carta debe jugarse con audacia o no jugarse. —Observó a Miles con expresión malévola—. Vorkosigan… ¿y qué? ¿Qué es ahora Barrayar para mí? Un Servicio que me apuñaló por la espalda después de treinta y cinco años… —Se enderezó con actitud decidida, pero todavía no se atrevía a sacar un arma en presencia del emperador, notó Miles—. Si, llévalos a la cárcel, Cavie.

—No tan rápido —dijo Cavilo, todavía pensativa—. Envía al pequeño a la cárcel si lo deseas. ¿Él no es nadie, dices tú?

Por esta vez, el hijo único del más poderoso líder militar de Barrayar mantuvo la boca cerrada.

—Comparado con el otro —le aclaró Metzov, quien de pronto parecía temer que le arrebatasen su presa.

—Muy bien. —Cavilo enfundó su aturdidor y fue hasta la puerta para llamar a los guardias—. Llevadlo a la cabina Nueve, cubierta G —dijo señalando a Gregor—. Desconectad el intercomunicador, cerrad la puerta y apostad a un guardia armado. Pero proporcionadle cualquier comodidad razonable que solicite. —Entonces se volvió hacia Gregor—. Es la mejor cabina que el
Kurin
puede suministrar a sus visitantes, eh…

—Llámeme Greg —suspiró Gregor.

—Greg. Lindo nombre. La cabina Nueve está junto a la mía. Continuaremos esta conversación más tarde, cuando te hayas refrescado un poco. Tal vez durante la cena. Acompáñalo hasta allí, ¿quieres, Stanis? —Favoreció a los dos hombres con una sonrisa radiante y se marchó. Cuando había dado unos pasos se volvió para señalar a Miles.

—Llevadlo al calabozo.

El segundo guardia movió su arma para indicarle que caminase y lo empujó con su cachiporra eléctrica, que afortunadamente no estaba activada.

A juzgar por lo que Miles pudo ver al pasar, el
Kurin
era una nave comando mucho más grande que el
Triumph
, capaz de albergar a una mayor cantidad de tropas de combate, pero por ese mismo motivo resultaba mucho más difícil de maniobrar. Su prisión también era más grande, descubrió Miles poco después, y contaba con una seguridad formidablemente mayor. Una entrada única se abría a un puesto de guardia equipado con monitores, desde el cual se accedía a dos sectores con celdas.

El capitán del carguero estaba abandonando el puesto de guardia bajo la atenta mirada del soldado destacado para vigilarlo. El hombre intercambió una mirada hostil con Cavilo.

—Tal como ha podido ver, todavía gozan de buena salud —le dijo Cavilo—. Mi parte del trato, capitán. Ocúpese de continuar hasta completar la suya.

Veamos qué ocurre

—Ha visto una grabación —le informó Miles—. Exija verlos personalmente.

Cavilo apretó sus dientes blancos con fuerza, pero esbozó una sonrisa ladina cuando el capitán del carguero se volvió hacia ella.

—¿Qué? Usted… —Se detuvo y permaneció como clavado al suelo—. Muy bien, ¿cuál de ustedes está mintiendo?

—Capitán, no puede pedir más garantía que ésta —dijo Cavilo señalando los monitores—. Si decide aventurarse, puede hacerlo.

—Entonces éste —dijo señalando a Miles— es el último resultado que obtendrá.

Un movimiento sutil de la mano de Cavilo hizo que los guardias desenfundaran rápidamente sus aturdidores.

—Sacadlo de aquí —les ordenó.

—¡No!

—Muy bien —dijo ella con exasperación—. Llevadlo a la celda Seis. —Mientras el capitán del carguero se volvía, desgarrado entre la resistencia y la ansiedad, Cavilo hizo una seña al guardia para que se apañase del prisionero. El hombre obedeció, alzando las cejas con expresión interrogante. Cavilo miró a Miles y esbozó una sonrisa malévola, como diciendo «muy bien, sabelotodo, mírame». Con un movimiento rápido y frío. Cavilo desenfundó un disruptor nervioso, apuntó con cuidado y disparó sobre la nuca del capitán. El hombre sufrió una convulsión y se desmoronó: murió antes de tocar el suelo.

Ella se acercó y tocó el cuerpo con la punta de la bota. Entonces se volvió hacia Miles quien tenía la boca abierta.

—La próxima vez mantendrás la boca cerrada, ¿verdad,
pequeñín?

Miles cerró la boca.

Tenías que experimentar
… Al menos ahora sabía quién había matado a Liga. La expresión exaltada de Cavilo al matar al capitán le había resultado tan fascinante como aterradora.
¿A quién has visto realmente por la mira, querida?

—Sí, señora —dijo con voz ahogada, tratando de ocultar los temblores que delataban su reacción. Miles maldijo su lengua.

Ella regresó al puesto de guardia y habló con la guardiana, una mujer que se encontraba petrificada en su lugar.

—Entrégame lo que se ha grabado durante la última media hora en la cabina del general Metzov y continúa grabando. ¡No, no la rebobines! —Se guardó el disco en el bolsillo.

—Poned a éste en la celda Catorce —dijo señalando a Miles—, O… si se encuentra vacía, que sea la Trece—. Descubrió sus dientes en una breve sonrisa.

Los guardias volvieron a registrar a Miles e inspeccionaron sus papeles. Cavilo les informó con suavidad que debía ser registrado bajo el nombre de Victor Rotha.

Mientras era obligado a ponerse de pie, llegaron dos hombres con insignias para retirar el cuerpo en una camilla flotante.

Cavilo los observó sin mostrar ninguna emoción en el rostro y habló a Miles con voz fatigada.

—Tú has causado este daño a mi doble agente. Una jugarreta vandálica. Él no estaba aquí para servir de lección a un tonto. Yo no colecciono sujetos inservibles. Te sugiero que comiences a pensar en la forma de resultarme útil, ya que a mí no me interesa que seas el juguete preferido de Metzov. —Esbozó una leve sonrisa—. Aunque realmente te tiene inquina, ¿verdad? Tendré que explorar mejor sus motivos.

—¿Y para qué le sirve su «Stanis querido»? —la desafió Miles furioso, invadido por la culpa. ¿Metzov sería su amante? La idea era repulsiva.

—Es un experto comandante de combate terrestre.

—¿Y para qué le sirve un comandante terrestre a una flota espacial cuya misión es custodiar los conductos de agujeros de gusano?

—Bueno… —Ella sonrió con dulzura—. Entonces debe de ser que me divierte.

Se suponía que ésa era la respuesta a su pregunta.

—Sobre gustos no hay nada escrito —murmuró Miles tomando la precaución de que ella no lo escuchase. ¿Debía advertirle sobre Metzov? O, si lo pensaba mejor, ¿debía advertir a Metzov sobre
ella
?

La mente de Miles todavía daba vueltas a su nuevo dilema cuando la puerta de su celda solitaria se cerró dejándolo dentro.

Miles no necesitó demasiado tiempo para explorar las novedades de su nueva morada. Era un espacio de poco más de dos metros cuadrados cuyo único mobiliario eran dos bancos acojinados y un lavabo plegable. No había ninguna biblioteca de vídeo, nada para escapar a la rueda de sus pensamientos, sumidos en el fango de las recriminaciones.

La ración de campaña que le pasaron más tarde por una abertura en la puerta demostró ser aún más repelente que la versión imperial barrayarana, parecida a un trozo de cuero que sólo un perro querría mascar. Humedecida con saliva se ablandaba un poco, lo suficiente para arrancar unos trozos gomosos si uno gozaba de buena salud dental. Más que una distracción temporal, prometía durar hasta la siguiente comida. Probablemente era muy nutritiva. Miles se preguntó qué le estaría sirviendo Cavilo a Gregor para la cena. ¿Sus vitaminas estarían tan bien calculadas?

Habían estado tan cerca de la meta… incluso ahora, el consulado barrayarano se hallaba a menos de un kilómetro de distancia; si tan sólo pudiese llegar hasta allí… Si se le presentaba la oportunidad… Por otro lado, ¿cuánto tardaría Cavilo en ignorar las costumbres diplomáticas y violar el consulado si veía alguna utilidad en ello? Tanto como había tardado en dispararle al capitán del carguero por la espalda, calculó Miles. Sin duda para ese entonces ya habría hecho vigilar el consulado y a todos los agentes barrayaranos conocidos en la Estación Vervain. Miles desenterró los dientes de un trozo de su ración-cuero y suspiró.

Un zumbido en el cerrojo codificado le indicó que estaba a punto de recibir una visita. ¿Venían a interrogarlo? ¿Tan pronto? Había imaginado que Cavilo cenaría, bebería y evaluaría a Gregor primero, para después seguir con él. ¿O pensaría ponerlo en manos de sus subordinados? Miles tragó un bocado con dificultad y enderezó la espalda, tratando de parecer tranquilo.

La puerta se deslizó descubriendo al general Metzov, quien todavía tenía un aspecto muy militar y eficiente con su uniforme negro y pardo de los Guardianes.

—¿Seguro que no me necesita, señor? —preguntó un guardia mientras Metzov entraba en la celda.

Metzov miró con desprecio a Miles, quien se veía débil y con poco porte marcial con las ropas de Victor Rotha. Tanto la camisa de seda verde como los pantalones anchos estaban sucios y arrugados, y los guardias le habían quitado las sandalias.

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