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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (2 page)

—¿Divertido? ¿Crees que esto tiene algo que ver con la diversión, Matthew? ¿Qué crees que diría Lorax si oyese lo que acabas de decir? —pregunta, haciendo un gesto con la barbilla hacia el pin de Lorax, del doctor Seuss, que llevo prendido en la solapa de mi traje azul marino.

Como de costumbre, Harris sabe perfectamente dónde se encuentran los puntos de presión. Cuando empecé a trabajar en cuestiones medioambientales para el congresista Cordell, mi sobrino de cinco años me regaló el pin para hacerme saber lo orgulloso que estaba de mí. «Yo soy Lorax, hablo en nombre de los árboles», repetía, recitando de memoria pasajes del libro que yo solía leerle. Ahora, mi sobrino tiene trece años. Para él, el doctor Seuss no es más que un autor de libros infantiles, pero para mí, aunque se trate solamente de una baratija… cuando miro el diminuto Lorax anaranjado con su esponjoso bigote rubio… algunas cosas todavía importan.

—Así es —dice Harris—. Lorax siempre defiende las causas justas. Habla en nombre de los árboles. Incluso cuando no es divertido.

—Tú eres la persona menos indicada para hablar de ello.

—Esa no es una respuesta muy Lorax, que digamos —añade con una voz cantarina—. ¿No crees, LaRue? —pregunta, volviéndose hacia el hombre negro que está instalado permanentemente en la silla de limpiabotas detrás de nosotros.

—Nunca he oído hablar de ese tal Lorax —responde LaRue, con los ojos fijos en el pequeño televisor que hay encima de la puerta y donde puede verse el canal C-SPAN—. Yo siempre he sido fan de Horton. —Su mirada se pierde en la distancia—. Bonito elefante…

Antes de que Harris pueda añadir otro kilómetro al viaje de la culpa, las puertas giratorias del lavabo se abren de golpe y un hombre vestido con un traje gris y una pajarita roja irrumpe en la estancia. Lo reconozco al instante: es el congresista William E. Enemark de Colorado, decano de la Cámara de Representantes y miembro más antiguo del Congreso. A lo largo de los años, lo ha visto todo, desde la supresión de la segregación y el
Red Scare
, desde Vietnam y el Watergate, hasta el escándalo Lewinsky y la guerra de Iraq. Pero mientras cuelga la chaqueta en el perchero de caoba tallado y se apresura hacia el retrete de madera que hay en el fondo, Enemark no nos ve. Y mientras nosotros nos subimos las cremalleras, Harris y yo apenas si hacemos algún gesto para mirarlo.

—Es a eso a lo que me refiero —le susurro a Harris.

—¿Qué? ¿A él? —susurra a su vez, señalando el retrete en el que ha desaparecido el congresista por Colorado.

—Ese tío es una leyenda viviente, Harris. ¿Sabes lo agotados que debemos de estar para dejar que pase junto a nosotros sin saludarlo?

—El tío va a…

—Pero aun así puedes saludarlo, ¿verdad?

Harris hace una mueca y luego señala con un gesto a LaRue, quien eleva el volumen del canal C-SPAN. Sea lo que sea lo que Harris pretenda decirle, es evidente que él no tiene ningún deseo de oírlo.

—Matthew, odio tener que decirte esto, pero la única razón por la que tú no le soltaste un «¿Qué hay, congresista?» es porque piensas que sus antecedentes en cuestiones medioambientales son una mierda.

Es difícil rebatir esa afirmación. El año pasado, Enemark fue el principal beneficiario de una campaña de recaudación de fondos de las industrias maderera, petrolera y de energía nuclear. Habría barrido Oregon, instalado vallas publicitarias en el Gran Cañón del Colorado y votado para pavimentar su propio jardín con pieles de crías de foca si hubiera creído que esas acciones le reportarían dinero.

—Pero, aun así, si yo fuese un tío de veintidós años recién salido de la universidad, habría alzado la mano para un rápido «¿Qué hay, congresista?». Escucha lo que te digo, Harris: ocho años es suficiente, la diversión se esfumó hace tiempo.

De pie todavía delante del urinario, Harris se detiene. Sus ojos verdes se convierten en dos líneas y me estudia con esa misma expresión maliciosa que una vez hizo que me arrojaran al asiento trasero de un coche de la policía cuando ambos estudiábamos en Duke.

—Vamos, Matthew, esto es Washington, D.C., hay juegos y diversión por todas partes —bromea—. Sólo tienes que saber dónde encontrarlos.

Antes de que pueda reaccionar, sus manos saltan como muelles y me quita el pin de Lorax de la solapa. Echa un vistazo a LaRue y luego desvía la mirada hacia la chaqueta del congresista que descansa en el perchero de caoba.

—¿Qué estás haciendo?

—Animarte un poco —dice—. Confía en mí, te encantará. No miento.

Eso es. «No miento». La frase preferida de Harris… y la primera señal de un problema garantizado.

Pulso el botón de mi urinario con el codo. Harris lo hace apoyando el puño. Nunca le preocupa ensuciarse las manos.

—¿Cuánto me das si lo pongo en la solapa de Enemark? —susurra, sosteniendo a Lorax en el aire y acercándose a la chaqueta del congresista.

—Harris, no… —siseo—. Te matará.

—¿Quieres apostar?

Desde el interior del retrete llega el sonido del papel higiénico que gira sobre sí mismo. Enemark casi ha terminado.

Cuando Harris me sonríe trato de cogerle el brazo, pero consigue eludirme con su elegancia habitual. Así es como opera en todas las luchas políticas. Una vez que se ha propuesto llegar a una meta, no se lo puede detener.

—Soy Lorax, Matthew. «¡Hablo en nombre de los árboles!» Se echa a reír mientras pronuncia las palabras. Al observar cómo se acerca de puntillas a la chaqueta de Enemark no puedo evitar reírme con él. Es un truco mudo, pero si lo consigue…

Retiro eso. Harris nunca falla en nada. Por esa razón, a los veintinueve años, era uno de los jefes de personal más jóvenes jamás contratados por un senador. Y la razón de que, a los treinta y cinco, no hay nadie —ni siquiera los tíos mayores— que pueda tocarlo. Lo prometo, podría cobrar por algunas de las cosas que salen de su boca. Afortunado de mí, los viejos amigos de la universidad lo consiguen gratis.

—¿Cómo está el tiempo, LaRue? —le pregunta Harris al señor Limpiabotas, quien, desde su asiento próximo al suelo embaldosado, tiene una mejor visión de lo que está sucediendo debajo del retrete.

Si se tratara de cualquier otra persona, LaRue hablaría por los codos y se largaría. Pero no es cualquier otra persona. Es Harris.

—Claro y soleado dice LaRue —mientras agacha la cabeza hacia el retrete del congresista—. Aunque se aproxima una tormenta…

Harris le da las gracias asintiendo con la cabeza y se ajusta la corbata roja que yo sé que le ha comprado al tío que las vende en el metro. Como jefe de personal del senador Paul Stevens, debería llevar algo más refinado, pero teniendo en cuenta la forma en que trabaja Harris, no necesita impresionar a nadie.

—Por cierto, LaRue, ¿qué ha pasado con tu bigote?

—A mi esposa no le gustaba, decía que era demasiado Burt Reynolds.

—Te lo dije, no puedes tener el bigote y el Trans Am… es una cosa o la otra —añade Harris.

LaRue se echa a reír y yo sacudo la cabeza. Cuando los Padres Fundadores establecieron el gobierno, separaron la rama legislativa en dos partes: la Cámara de Representantes y el Senado. Yo estoy aquí, en la Cámara, que ocupa la mitad sur del Capitolio. Harris trabaja en el Senado, que se encuentra hacia el ala norte. Aquél es un mundo completamente diferente pero, de alguna manera, Harris aún recuerda la última actualización en el pelo facial de nuestro limpiabotas. No sé por qué me sorprende. A diferencia de los monstruos que recorren estos pasillos, Harris no habla con nadie como una maniobra política. Lo hace porque ése es su don, como hijo de un barbero tiene el don del parloteo. Y la gente lo ama por ello. Ésa es la razón de que, cuando entra en una habitación, los senadores se reúnan casualmente a su alrededor, y cuando entra en la cafetería la camarera le ponga una ración extra de pollo en su burrito.

Cuando llega a la chaqueta gris de Enemark, Harris la descuelga del perchero y busca la solapa. Detrás de nosotros se oye el chorro de agua de la cisterna del retrete. Harris y yo nos volvemos. Harris aún sostiene la chaqueta en las manos. Antes de que podamos reaccionar, la puerta del retrete comienza a abrirse.

Si fuésemos empleados novatos, éste sería el momento del pánico. En cambio, me muerdo el interior de la mejilla y observo la absoluta tranquilidad de Harris. Los viejos instintos se ponen en marcha. Cuando la puerta del retrete se abre, me dirijo hacia el congresista. Sólo tengo que ganar unos pocos segundos para Harris. El único problema es que Enemark se mueve de prisa.

Esquivándome sin siquiera alzar la vista, Enemark es alguien que evita a la gente para ganarse la vida. Se aleja del retrete y se dirige directamente al perchero. Si sorprende a Harris con su chaqueta en las manos…

—¡Congresista…! —lo llamo.

Pero no reduce el paso. Me vuelvo para seguirlo, pero justo cuando me giro veo que la chaqueta gris de Enemark cuelga inanimada en el perchero. A la derecha del lavabo se oye el sonido del agua corriente. Harris se está lavando las manos. Delante de él, LaRue mira la tele con la barbilla apoyada en la palma de la mano y los dedos sobre la boca. Es como esos monos que no ven nada, no oyen nada, no dicen nada.

—¿Perdón? —pregunta Enemark, cogiendo la chaqueta. Por la forma en que la ha doblado sobre el brazo, no alcanzo a ver la solapa. El pin no está a la vista.

Echo un vistazo a Harris, que transmite una calma que resulta casi hipnótica. Sus ojos verdes desaparecen en una mirada furtiva y sus cejas negras parecen apoderarse de su rostro. El japonés es más fácil de leer.

—Hijo, ¿has dicho algo? —repite Enemark.

—Sólo queríamos saludarlo, señor —interrumpe Harris, acudiendo en mi ayuda—. Es realmente un honor conocerlo. ¿No es cierto, Matthew?

—Por… por supuesto —digo.

El pecho de Enemark se eleva ante el cumplido.

—Muchas gracias.

—Soy Harris… Harris Sandler —dice, presentándose, aunque Enemark no se lo ha preguntado. Alejándose del lavamanos, Harris estudia al congresista como si fuese un tablero de ajedrez. Es la única manera de mantenerse diez movimientos por delante.

El congresista extiende la mano para estrechar la de Harris, pero éste la retira.

—Lo siento… tengo las manos mojadas —explica—. Por cierto, congresista, éste es mi amigo Matthew Mercer. Se encarga de las Asignaciones Internas para el congresista Cordell.

—Lamento oír eso —me pincha Enemark con una sonrisa impostada mientras me estrecha la mano. Gilipollas. Sin decir otra palabra, abre su chaqueta e introduce un brazo dentro de la manga. Compruebo la solapa: no hay nada en ella.

—Que tenga un buen día, señor —dice Harris cuando Enemark desliza el otro brazo dentro de la chaqueta. Enemark hace girar los omóplatos y se acomoda la chaqueta. Cuando la otra mitad de la chaqueta queda sobre su pecho, un mínimo destello me llama la atención. Allí… en la otra solapa… hay un minúsculo pin con la bandera norteamericana… un diminuto triángulo con un pozo de petróleo en su interior… y los grandes ojos de Lorax que me sonríen.

Hago un gesto a Harris; él alza la vista y finalmente sonríe. Cuando yo era estudiante de primer curso en la Universidad de Duke, Harris estaba en el último. Fue él quien me hizo entrar en la fraternidad y, años más tarde, me consiguió mi primer trabajo aquí, en el Capitolio. Mentor entonces, héroe ahora.

—Mirad eso —le dice Harris al congresista—. Veo que lleva la mascota de la explotación forestal.

Me vuelvo hacia LaRue, pero tiene la mirada fija en el suelo para no soltar una carcajada.

—Sí… supongo —ladra Enemark, verificando la presencia de Lorax en su solapa. Ansioso por acabar con esta conversación trivial, el congresista abandona los lavabos y cruza el pasillo hacia la Cámara de Representantes. Ninguno de nosotros se mueve hasta que la puerta se cierra.

—¿La mascota de la explotación forestal? —consigo articular finalmente.

—Te dije que aún podías encontrar diversión por aquí —dice Harris, mirando el pequeño televisor y comprobando que el programa de C-SPAN sigue en el aire. Sólo otro día en el trabajo.

—Tengo que contarle esto a mi Rosey… —dice LaRue mientras sale disparado de la habitación—. Harris, acabarán por cogerte tarde o temprano.

—Sólo si son más listos que nosotros —contesta Harris mientras la puerta vuelve a cerrarse.

Yo no puedo dejar de reír. Harris continúa mirando el C-SPAN.

—¿Te has dado cuenta de que Enemark no se ha lavado las manos? —pregunta—. Aunque eso no impidió que estrechase la tuya.

Miro mi mano abierta y me dirijo al lavamanos.

—Allá vamos… Aquí está el clip para el número estelar… —dice Harris, señalando el televisor.

En la pantalla puede verse al congresista Enemark, que se acerca al estrado con su andar característico de viejo vaquero. Pero si miras bien —cuando la luz incide en el lugar adecuado—, Lorax brilla como una diminuta estrella sobre su pecho.

—Soy el congresista William Enemark y hablo en nombre del pueblo de Colorado —anuncia a través de la televisión.

—Eso es divertido —digo—. Pensé que hablaba en nombre de los árboles…

Pero, ante mi sorpresa, Harris no sonríe. Se está rascando el hoyuelo del mentón.

—¿Te sientes mejor? —pregunta.

—Por supuesto… ¿por qué?

Se inclina hacia la pared revestida de caoba y nunca aparta los ojos del televisor.

—Antes hablaba en serio. En este lugar se practican algunos juegos realmente interesantes.

—¿Te refieres a juegos como éste?

—Algo parecido.

En su voz se advierte un tono desconocido. Completamente serio.

—No te entiendo.

—Oh, santo Dios, Matthew, lo tienes delante de tus narices —dice con una rara visión fugaz del acento rural de Pennsylvania.

Le lanzo una mirada larga y dura, y froto la parte trasera de mi pelo color rubio arena. Soy una cabeza más alto que él. Pero él sigue siendo la única persona a la que respeto en este lugar.

—¿De qué estás hablando, Harris?

—Querías recuperar la diversión, ¿verdad?

—Depende de la clase de diversión a la que te refieras.

Apartándose de la pared, Harris sonríe y se dirige hacia la puerta.

—Confía en mí, será más divertido que todo lo que hayas experimentado en tu vida. No miento.

Capítulo 2

Seis semanas después

Habitualmente odio setiembre. Al acabar el receso de agosto, los corredores vuelven a llenarse de gente, los honorables miembros exhiben el rictus malhumorado del período previo a las elecciones y, lo que es aún peor, con la fecha límite del 1 de octubre impuesta a todos los proyectos de ley de Asignaciones, estamos cronometrando las horas más que en cualquier otra época del año. Este setiembre, sin embargo, apenas si lo noto.

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