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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (5 page)

—¿Estás bien? —me pregunta, advirtiendo mi mirada.

—Absolutamente —digo—. Perfecto.

Y durante los últimos seis meses ha sido exactamente de esa manera. La sangre bombeando, la adrenalina corriendo por mis venas… Participo del secreto mejor guardado de la ciudad. Después de ocho años en el tajo, casi había olvidado lo que se siente. Incluso perder no tiene importancia. La excitación está en el juego.

Como he dicho, los amos de las mazmorras saben lo que se hacen. Y, afortunadamente para mí, están a punto de hacerlo otra vez. En cualquier momento. Miro el reloj de la pared. Las dos. «Exactamente a las dos», eso lue lo que dijo Harris cuando le pregunté por primera vez cómo sabríamos cuándo sería la próxima apuesta.

—No te preocupes —dijo con calma—. Ellos enviarán una señal.

—¿Una señal? ¿Qué clase de señal?

—La verás… una señal. De ese modo, cuando lleguen las instrucciones estarás en tu oficina.

—¿Pero qué pasa si no la veo? ¿Qué pasa si estoy en el hemiciclo… o en otro lugar del Capitolio? ¿Qué pasa si envían la señal y yo no estoy aquí para recibirla?

—Confía en mí, es una señal que no podrás perderte —insistió Harris—. No importa donde estés…

Echo un vistazo por encima del hombro de Trish y me fijo en el televisor. Ahora que la votación ha terminado, la cámara regresa al estrado del portavoz, la plataforma de varios niveles que el presidente utiliza para pronunciar su discurso sobre el Estado de la Nación. En este momento, sin embargo, estoy más concentrado en la pequeña mesa ovalada de caoba que se encuentra delante del estrado. Todos los días, las estenógrafas del Congreso se sientan a esa mesa, y teclean sin cesar. Todos los días registran todas y cada una de las palabras que se pronuncian en el hemiciclo. Y todos los días, como un reloj, los únicos objetos que hay sobre esa mesa son dos vasos de agua vacíos y los dos portavasos blancos sobre los que se apoyan. Durante doscientos años —según el rumor—, el Congreso coloca dos vasos, uno para cada lado. Todos los días. Hoy, sin embargo, es diferente. Hoy, si cuentas los vasos, sólo hay uno. No tiene pérdida. Un vaso y un portavasos.

Ahí está nuestro código. Esa es la señal. Un vaso de agua vacío, exhibido por televisión durante todo el día para que lo vea el mundo entero.

En ese momento se oye un leve golpe en la puerta y los cuatro nos volvemos al mismo tiempo. Un chico vestido con pantalones grises, una chaqueta basta azul marino y corbata de rayas azules y rojas entra en la sala. No tendrá más de dieciséis años, y si el uniforme no fuese suficiente para delatarlo, la identificación que lleva fijada a la solapa sí lo es. Escritas sobre un fondo negro, las letras blancas y simples dicen:

MENSAJERO DE LA CÁMARA DE REPRESENTANTES

NATHAN LAGAHIT

Es uno de unas pocas docenas, un mensajero que reparte el correo y va a por agua. La única persona en el poste totémico por debajo de un interno.

—Lo… lo siento… —comienza a decir al darse cuenta de que está interrumpiendo—. Estoy buscando a Matthew Mercer.

—Soy yo —digo, agitando la mano.

El chico se acerca rápidamente y me entrega un sobre cerrado casi sin mirarme a los ojos.

—Gracias —le digo, pero ya se ha marchado de la sala.

El correo ordinario puede ser abierto por una secretaria. Y también los mensajes que se envían entre las diferentes oficinas. Un envío por FedEx requiere las señas del remitente. Y un servicio de mensajería representaría una pequeña fortuna si se empleara de manera regular. Pero los mensajeros del Congreso y el Senado apenas si dejan rastros. Están aquí todo el día, y aunque lo único que hacen son recados de un lado a otro, es muy fácil que pasen inadvertidos. Fantasmas con chaquetas azules. Nadie los ve venir, nadie los ve alejarse. Y, lo mejor de todo, como los mensajeros reciben las instrucciones verbalmente, no existe ningún registro físico del destino de un paquete específico.

Un vaso de agua vacío me dice que debo estar en mi escritorio. Un sobre cerrado entregado por un mensajero me dice lo que debo hacer a continuación. Bien venido al día del juego.

—Trish, ¿no puedes simplemente partir la diferencia? —ruega Ezra mientras Trish niega con la cabeza.

Negándome a participar en ese tema, aparto mi silla del grupo y examino el sobre. Como siempre, está en blanco. Ni siquiera un nombre o un número de habitación. Y si le preguntase al mensajero de dónde lo ha sacado, me diría que alguien en el guardarropa le pidió que le hiciera un favor. Después de seis meses, he desistido de intentar descubrir cómo es la dinámica interna del juego.

Introduzco el pulgar debajo de la solapa del sobre y lo abro. En su interior, como es habitual, la noticia es la misma: una única hoja de papel con el membrete color esmalte de cobalto de la CAG, la Coalición Contra el Juego. El membrete es una broma obvia, pero es el primer recordatorio de que esto se hace simplemente por diversión. A continuación, la carta comienza: «Aquí presentamos algunos de los próximos temas en los que nos gustaría centrarnos…» Justo debajo hay una lista de quince puntos que van desde:

—(3) Convencer a los dos senadores por Kentucky de que voten contra el proyecto de ley de Dairy Compact de Hesselbach
hasta
:

—(12) En los próximos siete días, reemplazar la chaqueta del traje del congresista Edward Berganza por una chaqueta de esmoquin.

Como de costumbre, busco directamente el último punto de la lista. El resto es basura —una forma de librarse de la gente en caso de que la lista caiga en manos de un extraño—, pero el último… ése es el que realmente importa.

Mientras leo las palabras, me quedo boquiabierto. No puedo creerlo.

—¿Va todo bien? —pregunta Trish.

Cuando no contesto, los tres se vuelven hacia mí.

—¿Matthew, sigues respirando? —repite ella.

—Sí… no… por supuesto —digo, echándome a reír—. Es sólo otra nota de Cordell.

Mis tres colegas vuelven a concentrarse de inmediato en su enfrentamiento verbal. Miro la carta. Y, por tercera vez, releo las palabras y trato de contener la risa.

—(15) Intercalar el proyecto de venta de tierras del congresista Richard Grayson en el proyecto de ley de Asignaciones de Interior del Congreso.

Una señal. Una única señal de Interior. Puedo sentir la sangre que me calienta las mejillas. No es un tema cualquiera. Es mi tema.

Por una vez en mi vida, no puedo perder.

Capítulo 3

—¿Qué piensas? —pregunto cuando irrumpo en la oficina de Harris en el cuarto piso del edificio Russell del Senado. Con sus ventanas en arco y sus techos altos, es más bonita que la mejor oficina en el lado del Congreso.

Se supone que las dos ramas del gobierno son iguales. Bien venidos al Senado.

—Dímelo tú —dice Harris, levantando la vista de unos papeles en los que está trabajando—. ¿Realmente crees que puedes incluir la venta de esas tierras en el proyecto de ley?

—Harris, eso es precisamente lo que hago todos los días. Estamos hablando de un asunto insignificante en un proyecto al que nadie echará un vistazo. Incluso al congresista Grayson, quien formuló la solicitud original, este asunto no podría interesarle menos.

—A no ser que él también participe en el juego.

Pongo los ojos en blanco.

—¿Quieres dejarlo ya?

Desde el mismo día en que me invitó a incorporarme al juego, éste ha sido el sueño húmedo más recurrente de Harris: que no sólo es el personal quien participa en el juego, sino que los honorables miembros también están en el ajo.

—Es posible —insiste.

—En realidad, no lo es. Si eres miembro del Congreso, no arriesgas tu credibilidad y toda tu carrera política por un puñado de dólares y una partida de ajedrez.

—¿Estás de broma? A esos tíos les hacen mamadas en los lavabos del Capitol Grille. Quiero decir, cuando van de copas, todos ellos tienen a cabilderos que rondan la barra y seleccionan a las chicas para que sus señorías puedan abandonar el local sin compañía. ¿Crees que algunos de ellos no se meterían en este juego? Piensa por un momento, Matthew. Hasta Pete Rose apuesta en el béisbol.

—No me importa. El proyecto de Grayson no es una prioridad de cuatro estrellas que llegue al nivel de los miembros de las dos cámaras, es trabajo de la infantería. Y considerando que se trata de mi jurisdicción, no pienso mover un dedo hasta que no lo vea claro. Te lo prometo, Harris, ya lo he comprobado. Estamos hablando de un pequeño trozo de tierra en mitad de Dakota del Sur. Los derechos de la tierra pertenecen al Tío Sam; los derechos minerales subterráneos solían ser propiedad de una compañía minera desaparecida hace tiempo.

—¿Se trata de una mina de carbón?

—Esto no es Pennsylvania, hermano. Allí, en Dakota del Sur, hacen agujeros en la tierra para buscar oro o, al menos, eso es lo que hacían en una época. La compañía había estado excavando la mina de Homestead desde 1876, los auténticos días de la fiebre del oro. Con el tiempo solicitaron una patente para comprar la tierra, pero cuando hubieron chupado hasta la última pepita, la compañía se declaró en quiebra y la tierra pasó a ser propiedad del gobierno, que aún está tratando con los problemas medioambientales derivados del cierre de uno de esos tubos de aspiración. En cualquier caso, hace algunos años, una compañía llamada Wendell Mining decidió que podía encontrar más oro empleando nuevas tecnologías, de modo que compraron los títulos de la compañía en quiebra, se pusieron en contacto con el Departamento de Administración de Tierras y llegaron a un acuerdo para comprar la propiedad.

—¿Desde cuándo vendemos tierras del gobierno a compañías privadas?

—¿Cómo crees que colonizamos el Oeste, Kimosabe? La mayoría de las veces incluso entregamos las tierras gratis. El problema aquí es que, aunque el DAT ha aprobado la venta, el Departamento de Interior los ha enterrado debajo de tanto papeleo burocrático que llevará años acabar el proceso, a menos que consigan un enchufe de algún congresista amigo.

—De modo que Wendell Mining donó una pasta al congresista local Grayson y le pidió que les diese un pequeño empujón para llegar hasta la primera base.

—Así es como funcionan las cosas.

—¿Y estamos seguros con respecto a la tierra? Quiero decir, no le estamos vendiendo una reserva natural a una gran compañía que quiere construir un centro comercial con un zoológico insignificante en su interior, ¿verdad?

—¿De pronto te has vuelto nuevamente un idealista?

—Nunca he dejado de serlo, Matthew.

Harris cree en lo que está diciendo. Siempre lo ha creído. Nacido y criado en las afueras de Gibsonia, Pennsylvania, Harris no sólo fue el primer miembro de su familia que entró en la universidad, sino que fue el primero de todo el pueblo. Aunque suene absurdo, Harris decidió venir a Washington para cambiar el mundo. El problema es que, una década más tarde, el mundo lo cambió a él. Como consecuencia, es la peor clase de cínico que existe, la clase que no sabe que lo es.

—Si hace que te sientas mejor, lo veté el año pasado y volví a vetarlo hace algunos meses —le digo—. La mina de oro está abandonada. Esta ciudad está deseando que Wendell Mining se haga cargo de su explotación. La ciudad consigue puestos de trabajo, la compañía consigue oro, y lo que es más importante, una vez que Wendell interviene, la compañía es responsable por la parte más dura, que es la limpieza del medio ambiente. Victoria, victoria, victoria absoluta.

Harris permanece en silencio y coge la raqueta de tenis que habitualmente conserva apoyada en el costado de su escritorio. He visto el pueblo donde creció Harris. Jamás ha dicho que fuese pobre. Pero yo lo haría. No hay necesidad de decir que en Gibsonia nadie juega al tenis. Es un deporte para ricos, pero el mismo día en que Harris pisó Washington, D.C., lo hizo suyo. No fue una sorpresa para nadie, era algo completamente natural. Es la misma razón por la que fue capaz de correr el maratón del Cuerpo de Infantería de Marina, aunque apenas si se entrenaba. La mente sobre la materia. En este momento, casi ha llegado.

—¿De modo que todo está verificado? —pregunta.

—Hasta el último detalle —digo mientras mi voz se acelera—. No miento.

Por primera vez desde que he entrado en su oficina percibo la sonrisa tranquila y carismática en los ojos de Harris. Sabe que aquí tenemos un ganador. Un enorme ganador si sabemos jugar nuestras cartas.

—De acuerdo… —dice Harris, haciendo rebotar la raqueta de tenis contra la palma de la mano—. ¿Cuánta pasta tienes en el banco?

Capítulo 4

Exactamente a las 9.35 de la mañana siguiente estoy sentado solo frente a mi escritorio, preguntándome por qué mi entrega se retrasa. En C-SPAN, un rabino de Aventura, Florida, dice una breve plegaria mientras todo el mundo en la tribuna del presidente de la Cámara inclina la cabeza. En la mesa de las estenógrafas, los dos vasos de agua han vuelto a su sitio. Cualquiera podría haberlos movido. Permanecen allí todo el día. En mi teléfono tengo siete mensajes de cabilderos, catorce de personal y dos de honorables miembros, todos ellos muriéndose por saber si hemos concedido fondos a sus proyectos. Todo ha vuelto a la normalidad, o tan normal como puede llegar a serlo un día como éste.

Levanto el auricular del teléfono y marco la extensión de cinco dígitos de nuestra recepcionista en el escritorio de enfrente.

—Roxanne, si llega algún paquete…

—Te he oído las primeras treinta y cuatro veces —se queja—. Te los enviaré en cuanto hayan llegado. ¿Qué es lo que estás esperando, los resultados de una prueba de embarazo?

No me molesto en responderle.

—Sólo asegúrate de que…

—¡Treinta y cinco! Oficialmente, me lo has repetido treinta y cinco veces —me interrumpe—. No te preocupes, cariño… no te decepcionaré.

Diez minutos más tarde hace honor a su palabra. La puerta de recepción se abre y una joven mensajera asoma la cabeza.

—Estoy buscando a…

—Soy yo —digo abruptamente.

Entra en la oficina con su chaqueta azul y sus pantalones grises, me entrega el sobre de papel manila cerrado y echa un vistazo a la habitación.

—Eso no es auténtico, ¿verdad? —pregunta, al tiempo que señala el hurón disecado que hay en una estantería.

—Hay que dar las gracias a los cabilderos de la NRA. ¿Acaso no es mucho más práctico que mandar flores como todo el mundo?

La chica se echa a reír y abandona la oficina. Miro el sobre. El día de ayer estuvo dedicado a repartir las cartas. Hoy ha llegado el momento de apostar.

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