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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (3 page)

—¿Quién quiere probar un bocado menos saludable que el beicon? —pregunto mientras abandono los relucientes corredores institucionales del edificio de oficinas Rayburn House y abro la puerta de la habitación B-308. Los relojes murales me contestan con dos estridentes zumbidos electrónicos. Es la señal de que están votando en el hemiciclo de la Cámara de Representantes. La votación está en marcha. Y yo también…

Sin perder un segundo, giro rápidamente a la izquierda al llegar a la manta sioux tejida a mano que cuelga en el corredor, y me dirijo directamente a nuestra recepcionista, una mujer negra que siempre tiene al menos un lápiz clavado en el moño de su pelo prematuramente gris.

—Aquí tienes, Roxanne, el almuerzo está servido —digo en voz alta, al tiempo que dejo caer dos perritos calientes envueltos sobre su escritorio cubierto de papeles. Como empleado profesional del Comité de Asignaciones, soy una de las cuatro personas destinadas al subcomité de Interior. Y el único, aparte de Roxanne, que come carne.

—¿De dónde los has sacado? —pregunta.

—De una reunión de la Asociación de la Carne. ¿No dijiste que tenías hambre?

Roxanne echa un vistazo a las salchichas, luego alza la vista.

—¿Qué pasa contigo últimamente? ¿Estás tomando pastillas
guapas
o algo así?

Me encojo de hombros y fijo la vista en el pequeño televisor que hay detrás de su escritorio. Al igual que la mayoría de los televisores que hay en el edificio, está sintonizado en C-SPAN para seguir el desarrollo de la votación. Mis ojos comprueban el marcador. Demasiado temprano. Ningún sí, ningún no.

Roxanne sigue la dirección de mi mirada y se gira hacia el televisor. Me detengo allí mismo. No… es imposible. No es posible que lo sepa.

—¿Estás bien? —pregunta, leyendo mi tez ahora pálida.

—¿Con toda esta vaca muerta en las tripas? Por supuesto —contesto, palmeándome el estómago—. ¿Ha llegado Trish?

—Está en la sala de audiencias —dice Roxanne—. Pero antes de que entres allí, hay alguien en tu escritorio.

Mientras cruzo la gran sala que alberga cuatro escritorios separados, me siento completamente confundido. Roxanne conoce las reglas: con todo el papeleo que hay en este lugar, no se permite entrar a nadie, especialmente cuando nos encontramos en período preelectoral, lo que significa que, quienquiera que esté aquí, debe de ser alguien importante…

—¿Matthew? —llama alguien con un agudo acento de Carolina del Norte… o alguien conocido.

—Ven a darle un abrazo a tu cabildero favorito —dice Barry Holcomb desde el sillón que hay junto a mi escritorio.

Como siempre, su pelo rubio está perfectamente cortado, al igual que su traje de rayas finas, ambas cosas cortesía para los clientes importantes, como la industria de la música, los chicos de las telecomedias famosas y, si no recuerdo mal, la Asociación de la Carne.

—Huelo a perritos calientes —bromea Barry, siempre un paso por delante—. Te lo aseguro, la comida gratis siempre funciona.

En el mundo del Capitolio hay dos clases de cabilderos: los que se lanzan en picado desde arriba y los que excavan desde abajo. Si te lanzas en picado desde arriba, es porque tienes conexiones directas con los honorables miembros de la Cámara. Si excavas desde abajo, es porque tienes conexiones con el personal o, en este caso, porque fuiste a la misma universidad, celebrasteis vuestros dos últimos cumpleaños juntos y tendéis a veros al menos una vez al mes para compartir unas cervezas. Lo extraño es que, puesto que es algunos años mayor que yo, Barry siempre ha sido más amigo de Harris que mío, lo que significa que esta visita es más de negocios que social.

—Y bien, ¿cómo va todo? —pregunta. Allí está. Como cabildero para Pasternak&Asociados, Barry sabe que tiene dos cosas para ofrecer a sus clientes: acceso e información. Acceso es la razón de que estemos aquí. Ahora Barry está concentrado en lo segundo.

—Todo va bien —le digo.

—¿Tienes alguna idea aproximada de cuándo estará acabado el proyecto de ley?

Echo un vistazo a los otros tres escritorios de la sala. Están todos vacíos. Es una buena señal. Mis otros tres compañeros de oficina ya tienen sus propias razones para odiarme. Desde que Cordell se hizo cargo del subcomité de Asignaciones Internas y reemplazó a su anterior colega por mí, he quedado fuera de juego con ellos. No tengo necesidad de tensar aún más la cuerda permitiendo que me sorprendan en compañía de un cabildero. Naturalmente, Barry puede ser la única excepción.

Sentado justo debajo de la litografía del Gran Cañón que cuelga de mi pared, Barry apoya un codo en el escritorio, que está atestado de montañas de papeles de trabajo, incluyendo mis notas sobre todos los proyectos que hemos patrocinado hasta hoy. Los clientes de Barry pagarían miles, quizá millones de dólares, por esas notas. Se encuentran a diez centímetros a la izquierda de Barry.

Pero Barry no las ve. En realidad, no ve nada. La justicia es ciega. Y a causa de un glaucoma congénito, él es uno de los cabilderos jóvenes más conocidos del Congreso.

Mientras avanzo hacia el otro lado del escritorio, los ojos azules e inexpresivos de Barry miran a la distancia, pero su cabeza se vuelve mientras sigue mis pasos. Entrenado desde su nacimiento, absorbe los sonidos. Mis brazos oscilando contra mi cuerpo. El sonido de la respiración. Incluso las leves pisadas sobre la alfombra. En la universidad tenía un perdiguero dorado llamado
Reagan
que era fantástico para conocer chicas. Pero en el Capitolio, después de haber sido demorado centenares de veces por extraños que querían acariciar al perro, Barry amplió su círculo de actividades por su cuenta. Actualmente, si no fuese por el bastón blanco, no sería más que otro tío con un traje llamativo. O, como le gusta decir a Barry: la visión política no tiene nada que ver con la vista.

—Estamos esperando el primero de octubre —le digo—. Ya casi hemos acabado con el Servicio de Aparcamiento.

—¿Qué hay de tus compañeros de oficina? ¿Ellos también están tan contentos?

Lo que Barry quiere saber en realidad es si las negociaciones van igualmente bien. Barry no es ningún tonto. Los cuatro que compartimos esta oficina nos dividimos todos los informes —o secciones— del proyecto de Interior, cada uno en su especialidad. En el último cálculo, el proyecto tenía un presupuesto de veintiún mil millones de dólares. Cuando divides esa cifra entre cuatro, eso significa que tenemos a nuestro cargo un gasto superior a los cinco mil millones de pavos. Cada uno. ¿Por qué, entonces, está Barry tan interesado? Porque nosotros controlamos los cordones de la Bolsa. En efecto, el propósito del Comité de Asignaciones es rellenar los cheques para todo el dinero discrecional que gasta el gobierno.

Es uno de los pequeños secretos más sucios del Capitolio: los congresistas pueden aprobar una ley, pero si la ley necesita fondos, no llegará a ninguna parte si no cuenta con un asignador. Caso pertinente: el año pasado, el presidente de la nación firmó una ley que permite la vacunación gratuita para niños de hogares con bajos ingresos. Pero, a menos que Asignaciones aparte el dinero destinado a pagar esas vacunas, el presidente habrá logrado grandes titulares en los medios de comunicación, pero nadie conseguirá un solo pinchazo. Y ésa es la razón, como reza el viejo chiste, de que en el Congreso haya en realidad tres partidos: Demócrata, Republicano y Asignaciones. Como he dicho, es un secreto sucio, pero Barry es perfectamente consciente de ello en este momento.

—¿O sea que todo el mundo es bueno? —pregunta.

—Por qué quejarse, ¿verdad?

Al oír el tictac del reloj, enciendo el televisor que tengo encima del archivador. Cuando C-SPAN llena la pantalla, Barry gira la cabeza en la dirección del sonido. Compruebo nuevamente el recuento de votos.

—¿Cómo va el marcador? —pregunta Barry.

Me vuelvo al oír la pregunta.

—¿Qué has dicho?

Barry hace una pausa. Su ojo izquierdo es de cristal; el derecho es de un azul muy pálido y está completamente velado. La combinación hace que sea prácticamente imposible leer la expresión de su rostro. Pero el tono de la voz es suficientemente inocente.

—El marcador —repite—. ¿Cómo va la votación?

Sonrío para mí, sin dejar de observarlo atentamente. Para ser sincero, si estuviese practicando el juego, no me sorprendería lo más mínimo. Lo acepto. Harris dijo que sólo puedes invila! a una persona a entrar en el juego. Harris me invitó a mí. Si Barry también está dentro, otra persona lo invitó a participar.

Convencido de que sólo se trata de mi imaginación, compruebo los totales en C-SPAN. Lo único que me importa es el número de síes y noes. En la pantalla, las letras blancas están superpuestas en una imagen de la sala aún vacía en su mayor parte: treinta y un «sí», ocho «no».

—Quedan trece minutos. Treinta y uno a ocho —informo a Barry—. Será una carnicería.

—No me sorprende —dice, orientado hacia el televisor—. Hasta un ciego podría haberlo visto.

Me echo a reír ante su chiste, uno de los favoritos de Barry. Pero no puedo dejar de pensar en lo que dijo Harris: «Es la mejor parte del juego, no saber quién más está jugando».

—Escucha, Barry, ¿podemos vernos más tarde? —le pregunto mientras recojo mis notas—. Tengo a Trish esperando…

—Nada de estrés —dice, no queriendo forzar nunca la situación. Los buenos cabilderos lo saben—. Te llamaré dentro de una hora.

—Me parece bien, aunque quizá aún esté en la reunión.

—Digamos dos horas, entonces. ¿Te parece bien a las tres?

Nuevamente, acepto. Aun cuando no desee hacerlo, Barry no puede impedir ejercer cierta presión. Lo mismo sucedía en la universidad. Siempre que nos preparábamos para ir a una fiesta recibíamos dos llamadas de Barry. La primera era para comprobar a qué hora pensábamos salir. La segunda era para volver a comprobar a qué hora pensábamos salir. Harris siempre lo llamaba una sobrecompensación por la ceguera; yo lo llamaba una inseguridad comprensible. Cualquiera que fuese la verdadera razón Barry siempre tenía que trabajar un poco más para asegurarse de que no lo dejasen fuera.

—Te llamaré a las tres, entonces —dice, poniéndose de pie y saliendo de la sala.

Meto mis libretas debajo del brazo como si fuesen un balón de fútbol y me dirijo hacia la puerta que comunica con la sala de audiencias contigua. Una vez allí, mis ojos pasan por alto la enorme mesa de conferencias ovalada e incluso los dos sofás negros que hay contra la pared del fondo y que utilizamos habitualmente para echar una cabezada. En cambio, como antes, encuentro el pequeño televisor en la parte trasera de la habitación y…

—Llegas tarde —me espeta Trish desde la mesa de conferencias.

Me doy la vuelta, casi olvidando por qué estoy aquí.

—¿Ayudaría en algo si trajese unos perritos calientes? —tartamudeo.

—Soy vegetariana.

Harris tendría una réplica genial para ese comentario. Yo esbozo una sonrisa torpe.

Apoyada en el respaldo del sillón, Trish tiene los brazos cruzados sobre el pecho, sin ningún encanto. A los treinta y seis años, Trish Brennan tiene al menos seis años más de experiencia que yo, y es la clase de persona que dice que llegas tarde aunque hayas llegado temprano. Su pelo rojizo, los ojos verde oscuro y la piel ligeramente cubierta de pecas le confieren un aspecto inocente que resulta sorprendentemente atractivo. Por supuesto, en este momento, la cosa más caliente que hay en la habitación es el pequeño televisor de la parte trasera. Tengo que mirar de soslayo para poder ver la pantalla. Cuarenta y dos «sí», diez «no». El panorama sigue siendo bueno.

Cuando retiro una silla para sentarme frente a Trish a la mesa de conferencias, la puerta principal de la sala se abre de par en par y finalmente llegan los dos últimos empleados. Georgia Rudd y Ezra Ben-Shmuel. Preparado ya para la batalla, Ezra luce una barba rala de pobre-hombre-medioambientalista («mi-primera-barba», así es como la llama Trish) y una camisa azul de etiqueta arremangada a la altura de los codos. Georgia es exactamente lo contrario. Demasiado conformista como para correr riesgos, es una chica tranquila, lleva un traje pantalón formal azul marino y es feliz siguiendo las directrices de Trish.

Cada uno armado con una enorme carpeta con fuelle, ocupan rápidamente diferentes lados de la mesa. Ezra a mi lado, Georgia junto a Trish. Los cuatro caballeros están aquí. Cuando se trata de la Conferencia yo represento a la mayoría de la Cámara y Ezra a la minoría. Al otro lado de la mesa, Trish y Georgia hacen lo propio para el Senado. Independientemente del hecho de que Ezra y yo estemos en partidos políticos diferentes, incluso los republicanos y los demócratas del Congreso pueden dejar de lado sus diferencias para hacer frente a nuestro enemigo común: el Senado.

El busca vibra en mi bolsillo y lo saco para comprobar el mensaje. Es de Harris. «¿Estás mirando?», pregunta en letras digitales negras.

Miro por encima del hombro de Trish hacia el televisor en el fondo de la sala. Ochenta y cuatro «sí», cuarenta y un «no».

Mierda. Necesito que los «no» se mantengan por debajo de 110. Si ya han alcanzado los cuarenta y uno a estas alturas de la votación, tenemos problemas.

«¿Qué hacemos?», pulso en el diminuto teclado del busca, escondiendo las manos debajo de la mesa para que las tías del Senado no puedan ver lo que estoy haciendo. Antes de que envíe el mensaje, el busca vuelve a vibrar.

«No te dejes llevar por el pánico», insiste Harris. Me conoce demasiado.

—¿Podemos continuar con esto, por favor? —pregunta Trish. Es el sexto día consecutivo que tratamos de poner contra las cuerdas al otro y Trish sabe que aún queda mucha tela por cortar—. Bien, ¿dónde lo habíamos dejado?

—Cabo Cod —dice Ezra.

Como si fuésemos concursantes en una competición de lectura rápida, los cuatro nos lanzamos a hojear los documentos de cientos de páginas que descansan delante de nosotros y que muestran la diferencia de gastos entre los proyectos de ley del Congreso y el Senado. El mes pasado, cuando el Congreso aprobó su versión del proyecto de ley, asignamos setecientos mil dólares para rehabilitar el litoral de Cabo Cod; una semana más tarde, el Senado aprobó su versión del proyecto de ley, que no asignó un centavo. Ese es el propósito de la Conferencia: encontrar las diferencias y llegar a un acuerdo: punto por punto. Cuando los dos proyectos de ley quedan fusionados, son devueltos al Congreso y al Senado para su aprobación final. Si ambos cuerpos aprueban el mismo proyecto de ley, es entonces cuando pasa a la Casa Blanca para que le estampen la firma que lo convertirá finalmente en una ley.

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