El juego del cero (4 page)

Read El juego del cero Online

Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

—Os daré trescientos cincuenta mil —ofrece Trish, esperando que yo me sienta satisfecho.

—Hecho —le digo, sonriendo para mí. Si ella hubiese insistido, yo habría aceptado incluso por doscientos mil.

—La bahía de Chesapeake en Maryland —añade Trish, pasando al siguiente punto. Echo un vistazo a la hoja de cálculo. El Senado dio seis millones para la estabilización, nosotros no dimos nada.

Trish sonríe. Esa es la razón por la que me estaba besando el culo en el último punto. Los seis millones en Chesapeake fueron asignados por su jefe, el senador Ted Apelbaum, quien resulta que también es el presidente del subcomité, o sea, el equivalente en el Senado de mi jefe, Cordell. En la jerga local, a los presidentes se los conoce como los Cardenales. Y es ahí donde acaban todas las discusiones. Lo que los Cardenales quieren, los Cardenales lo consiguen.

En salas silenciosas alrededor del Capitolio, la escena es la misma. Olvídense de la imagen de congresistas importantes regateando en habitaciones llenas de humo de puros habanos.

Ésta es la forma en que se corta el bacalao y así es como se gasta en realidad la cuenta bancaria de Estados Unidos: con cuatro empleados del Capitolio sentados alrededor de una mesa de conferencias bien iluminada sin un solo congresista a la vista. Los dólares de sus impuestos en plena faena. Como siempre dice Harris: el verdadero gobierno en la sombra es el personal.

Mi busca vuelve a vibrar sobre mi regazo. El mensaje de Harris es simple: «Pánico». Miro otra vez hacia el televisor. Ciento setenta y dos «sí», sesenta y cuatro «no».

¿Sesenta y cuatro? No puedo creerlo. Ya están casi a mitad de camino.

«¿Cómo?», escribo.

«Tal vez tengan los votos», responde Harris casi al instante.

«No puede ser», contesto a mi vez.

Durante los dos minutos siguientes Trish argumenta sobre por qué siete millones de dólares es demasiado para gastar en el Parque Nacional de Yellowstone. Apenas si registro sus palabras. En C-SPAN los noes aumentan de sesenta y cuatro a ochenta y uno. Es imposible.

—¿No estás de acuerdo, Matthew? —pregunta Trish.

Yo sigo con la mirada fija en C-SPAN.

—¡Matthew! —exclama Trish—. ¿Estás con nosotros o no?

—¿Qué? —digo, volviéndome finalmente hacia ella.

Siguiendo mi mirada hacia su última posición, Trish mira por encima de su hombro y descubre el televisor.

—¿Eso es lo que te tiene tan enganchado? —pregunta—. ¿Una insignificante votación sobre béisbol?

Ella no lo entiende. De acuerdo, es una votación sobre béisbol, pero no es una votación cualquiera. De hecho, se remonta al año 1922, cuando la Corte Suprema dictaminó que el béisbol era un deporte —no un negocio— y que, por tanto, se le concedía una exención especial de las normas antitrust que regían en la época. El fútbol americano, el baloncesto, todos los demás deportes tenían que observar las normas, pero el béisbol, decidió la Corte Suprema, era especial. Hoy, el Congreso está tratando de fortalecer esa exención, otorgando a los propietarios un mayor control sobre las dimensiones que puede alcanzar la liga. Para el Congreso, se trata de una votación relativamente sencilla: si perteneces a un estado que cuenta con un equipo de béisbol, votas por el béisbol (incluso los Reps de la zona rural del estado de Nueva York no se atreven a votar contra los Yankees). Si perteneces a un estado que no tiene un equipo de béisbol —o a un distrito que quiere contar con un equipo, como Charlotte o Jacksonville—, votas contra el béisbol.

Cuando echas cuentas —una estimación para favores políticos por parte de poderosos propietarios—, eso deja una clara mayoría que vota a favor del proyecto de ley, y un máximo de cien congresistas que votan en contra, ciento cinco si tienen suerte. Pero en este momento hay alguien en el Congreso que está convencido de que puede llegar a los ciento diez votos en contra. Eso era imposible, decidimos Harris y yo. Por eso apostamos en contra.

—¿Estamos todos preparados para abordar algunos asuntos? —pregunta Trish, sin dejar de examinar la lista de la Conferencia. En los diez minutos siguientes asignamos tres millones de dólares para reparar el rompeolas de la isla de Ellis, dos millones y medio para restaurar la escalinata del Jefferson Memorial y trece millones para llevar a cabo una mejora estructural del carril bici y el área de recreo junto al Golden Gate. Ninguno opone demasiados reparos. Al igual que sucede en el caso del béisbol, nadie vota contra lo que es bueno.

Mi busca vuelve a bailar dentro del bolsillo. Como antes, leo el mensaje debajo de la mesa. «97», dice el mensaje de Harris.

No puedo creer que estén llegando tan lejos. Naturalmente, esto es lo divertido del juego.

En realidad, como me explicó Harris la primera vez que me invitó, el juego comenzó hace años como una broma pesada. Según cuenta la historia, un empleado menor del Senado se estaba quejando porque tenía que ir a recoger la ropa de un senador al tinte, de modo que para levantarle el ánimo, su compañero incluyó las palabras «hacer la colada» en el borrador del próximo discurso que debía pronunciar el senador: «… para algunos, aplicar medidas para mantener limpio el medio ambiente puede ser tan tedioso como preocuparse de hacer la colada cada semana. Sin embargo, la protección de nuestro entorno debería ser una prioridad para todos…» Nunca pretendió ser más que un chiste fácil, algo que se quitaría antes de que el discurso se pasara a limpio para su exposición. Entonces, otro de los empleados desafió al primero a que dejase la expresión tal como estaba.

—Lo haré —amenazó su autor.

—No, no lo harás —replicó su amigo.

—¿Quieres apostar?

En ese momento nació el juego. Y aquella tarde, el distinguido senador apareció en el canal C-SPAN y le habló a todo el país de la importancia de la «limpieza en seco».

Al principio mantuvieron el juego a pequeña escala: frases ocultas en una declaración, un acronimo inserto en un discurso inaugural. Luego la cosa empezó a crecer. Hace algunos años, en el Senado, un senador que estaba buscando el pañuelo metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y procedió a enjugarse el sudor de la frente con unas bragas de seda. El hombre salió rápidamente del apuro atribuyéndolo a un error inocente cometido por su servicio de lavandería. Pero no había sido un accidente.

Aquélla fue la primera vez que el juego rompió el envoltorio… y lo que provocó que los organizadores elaborasen las reglas actuales. Hoy la cosa es muy simple: los proyectos de ley sobre los que apostamos son aquellos donde el resultado está claramente decidido. Hace un par de meses, la Ley de Diamantes Limpios fue aprobada por 408 votos a 6; la semana pasada, la Ley de Refugios para Huracanes se aprobó por 401 a 10; y hoy, la Ley de Béisbol para Estados Unidos se esperaba que fuese aprobada por aproximadamente 300 a 100. Una victoria aplastante. Y el proyecto de ley perfecto para jugar.

Cuando estaba en el instituto solíamos intentar adivinar si aquel día Jennifer Luftig llevaría sujetador. En la escuela universitaria de graduados fabricábamos cartones de bingo con los nombres de los tíos que más hablaban, y luego esperábamos a que abriesen la boca. Todos hemos practicado nuestros juegos. ¿Puedes conseguir doce votos más? ¿Puedes conseguir que el congresista por Vermont vote contra el proyecto de ley? ¿Puedes lograr que los votos no lleguen a ciento diez, incluso cuando cien es lo único razonablemente posible? Siempre se ha dicho que la política es un juego para adultos. Entonces, ¿por qué tendría que sorprenderse nadie de que la gente apueste en él?

Naturalmente, al principio me mostré escéptico, pero luego me di cuenta de cuán inocente era realmente el juego. Nosotros no cambiamos las leyes, ni aprobamos una mala legislación, ni mesamos nuestras diabólicas perillas mientras derrocamos la democracia tal como la conocemos. Jugamos en los márgenes del sistema; allí es donde es seguro… y donde es divertido. Es como estar en una reunión y apostar cuántas veces el plasta de la oficina repite la palabra «yo». Puedes estimularlo y dedicar tus mejores esfuerzos a alterar el resultado, pero al final los resultados son muy parecidos. En el mundo del Capitolio, si bien estamos divididos entre demócratas y republicanos, el 99 por ciento de nuestra legislación es aprobada por mayorías abrumadoras. Los pocos proyectos de ley controvertidos son los únicos que concitan la atención de los medios de comunicación. El resultado es un trabajo que puede convertirse en una actividad repetitiva y monótona… a menos que encuentres alguna manera de volverlo interesante.

El busca vuelve a temblar en mi puño. «103» es el nuevo mensaje de Harris.

—Muy bien, ¿qué hay de la Casa Blanca? —pregunta Trish sin dejar de repasar su lista. Se ha estado reservando para este momento. En el Congreso asignamos siete millones de dólares para realizar mejoras estructurales en el complejo de la Casa Blanca. El Senado— gracias al jefe de Trish, rechazó el proyecto.

—Venga, Trish —ruega Ezra—. No puedes darles un cero.

Trish enarca una ceja.

—Ya veremos…

Es típico del Senado. La única razón por la que el jefe de Trish está haciendo el capullo es porque el presidente ha estado presionando para que se llegue a un acuerdo en una demanda por discriminación racial contra la Biblioteca del Congreso. El jefe de Trish, el senador Apelbaum, es una de las pocas personas que intervienen en la negociación. A tan poco tiempo para las elecciones, él preferiría congelar el asunto y mantener la demanda lejos de la prensa. Esta es la forma que tiene el senador de manifestar su rechazo. Y por la expresión satisfecha en el rostro de Trish, ella está disfrutando de cada minuto.

—¿Por qué no partimos la diferencia? —dice Ezra, que conoce nuestro modo habitual de negociar—. Dales tres millones y medio y pídele al presidente que la próxima vez traiga consigo la tarjeta de la biblioteca.

—Escuchadme bien… —advierte Trish, inclinándose sobre la mesa—. No conseguirá un puto dólar.

«107», puede leerse en mi busca.

No tengo más remedio que sonreír a medida que se acerca. Quienesquiera que sean los organizadores —o, como los llamamos nosotros, los
amos de las mazmorras
—, esos tíos saben lo que se hacen. El ritmo de las apuestas puede oscilar entre dos veces por semana a una vez cada pocos meses, pero cuando identifican un tema, siempre fijan el juego al nivel de dificultad perfecto. Hace dos meses, cuando el nuevo fiscal general vino a testificar ante el Comité de Servicios Armados del Senado, la apuesta consistió en lograr que uno de los senadores formulase la siguiente pregunta: «¿Qué parte de su éxito atribuye al apoyo recibido de su familia?» Una sencilla pregunta para cualquier testigo, pero cuando a ella le sumas el hecho de que pocos días antes el fiscal general había insistido en que las figuras públicas deberían ser capaces de mantener sus vidas familiares en privado, bueno… ahora teníamos una carrera de caballos. Esperando que alguien pronunciara esas palabras, contemplábamos aquella aburrida audiencia del Senado como si fuese el último asalto de
Rocky
. Hoy estoy pendiente de una votación que fue decidida por una mayoría hace casi diez minutos. Incluso los cabilderos del béisbol han apagado sus televisores. Pero yo no puedo apartar los ojos de la pantalla. No se trata de los setenta y cinco dólares que aposté por el resultado. Es el desafío. Cuando Harris y yo pusimos el dinero, pensamos que jamás se acercarían a los ciento diez votos. Quienquiera que se encuentre del otro lado obviamente piensa que pueden conseguirlo. En este momento están en ciento siete. Sin duda es impresionante… pero son los últimos tres votos los que equivaldrán a empujar una montaña.

«108», parpadea en mi busca.

Un timbre resuena en la sala. Queda un minuto en el reloj oficial.

—¿Cómo va el recuento de votos? —pregunta Trish, girándose hacia el televisor al oír el sonido.

—Por favor, ¿podemos no cambiar de tema? —implora Ezra.

A Trish no le importa. Sigue con la mirada clavada en la pantalla.

—Ciento ocho —le digo mientras el número se coloca en su lugar en C-SPAN.

—Estoy impresionada —reconoce—. No pensé que llegaría tan lejos.

La sonrisa en mi rostro se hace más amplia. ¿Es posible que Trish también esté jugando? Hace seis meses, Harris me invitó a entrar en el juego y, un día de éstos, yo invitaré a alguien más. Sólo conoces a las dos personas con las que estás conectado: una arriba, otra debajo. En realidad, es por cuestiones de seguridad; en el caso de que alguien se entere, no puedes señalar a nadie si no sabes quiénes son. Naturalmente, eso también le da un nuevo significado a la expresión «juego de cualquiera».

Echo un vistazo a mi alrededor. Mis tres colegas miran subrepticiamente el canal C-SPAN. Georgia es demasiado tranquila para ser una jugadora. Ezra y Trish son una historia completamente diferente.

En la televisión, el congresista Virgil Witt de Louisiana se pasea por la pantalla. El jefe de Ezra.

—Ahí está tu hombre —dice Trish.

—¿Realmente hablas en serio cuando te refieres a este asunto de la biblioteca? —replica Ezra. No le importa ver a su jefe en la tele. Aquí, eso sucede todos los días.

«109», dice mi busca.

En la televisión, el jefe de Ezra vuelve a pasar por la pantalla.

Debajo del escritorio tecleo una última pregunta: «¿Qué votó Witt?» Mis ojos no se apartan de Ezra mientras el busca vibra en mi mano. Aquí llega la respuesta de Harris: «No». Antes de que pueda contestar, el busca vibra por última vez: «110».El juego ha acabado.

Me echo a reír. Setenta y cinco pavos a la basura.

—¿Qué? —pregunta Georgia.

—Nada —digo, apoyando con fuerza el busca contra el tablero de la mesa de conferencias—. Sólo un estúpido correo electrónico.

—De hecho, eso me recuerda… —comienza a decir Trish, sacando su busca y comprobando un mensaje.

—¿Hay alguien aquí que no esté completamente distraído? —pregunta Ezra—. Ya está bien de los jodidos Blackberries. Tenemos una cuestión importante; si la Casa Blanca se ve en apuros, amenazará con el veto.

—No, no lo hará —insiste Trish, tecleando en su busca sin alzar la vista—. No con la fecha de las elecciones encima. Si aplica el veto ahora, parecerá como si estuviesen impidiendo la provisión de fondos para todo el gobierno para poder pavimentar sus caminos particulares.

Ezra sabe que Trish tiene razón y se queda inusualmente en silencio. Lo miro fijamente buscando una señal, pero no hay nada. Si está en el juego, el tío es un gran maestro.

Other books

A Wedding Wager by Jane Feather
Odd Girl In by Jo Whittemore
Gold by Matthew Hart
Wicked Girls by Stephanie Hemphill
Shatterproof by Roland Smith
Mercy's Prince by Katy Huth Jones