Read El legado. La hija de Hitler Online

Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (29 page)

Rodeado de empleados fieles, a los que en su mayoría había ayudado a sobrevivir durante la invasión nazi, también trabajaban para él algunos miembros de la resistencia, partisanos que lo seguían considerando «El Padrone», y le facilitaban importantes contactos con la gente más insospechada. Tres años después de finalizada la guerra, su fortuna, que ya era apreciable, se incrementó de manera sorprendente. Massimo, el cabecilla de los antiguos partisanos, dio con el paradero de un oscuro contable del extinto
Reichsbank
. Vivía en una pequeña aldea suiza colindante con la frontera italiana. El alemán era casi un ermitaño, excepto cuando encontraba a alguien que le invitase a un par de tragos, lo que no era nada frecuente. Fue así como el ex partisano se enteró del oro del Reich que aún se encontraba oculto en los Alpes bávaros, en Alemania. Específicamente, en las montañas bávaras cercanas a Garmisch Partenkirchen, un pueblo cercano al lago Wolkensen. Enterado por Massimo, Conrad Strauss se interesó en hablar con él, pensando que tal vez fuese posible que el otrora contador supiese el paradero del tesoro del Reich. Él sabía que Alemania había saqueado obras de arte de los países conquistados; oro, joyas, papel moneda y antiquísimas piezas valiosas, muchas de ellas en propiedad de Hermann Goering, que los norteamericanos habían recuperado en un vagón de tren cerca de Partenkirchen. Después de la guerra corrían muchos rumores, pero Conrad Strauss quería cerciorarse si, en efecto, el hombre era quien decía ser. Acordaron un encuentro en una cabaña de su propiedad.

Lo reconoció enseguida. Pese a su apariencia descuidada, era el mismo detallista y minucioso empleado de confianza del Banco del Reich; un hombre probo, honesto, que a la postre, ejercía de cajero, y que con seguridad sabía de qué hablaba.

—Sírvase tomar asiento,
Herr
Netseband —ofreció Strauss con gentileza.

—Gracias, señor —respondió el hombre, intimidado al saberse reconocido.

Netseband notaba a las claras que trataba con un hombre importante, pese a la modesta cabaña en la que lo recibía. El rostro de Strauss le traía vagos recuerdos, pero no acertó a definirlos.

—Massimo dijo que usted tenía relatos muy interesantes que contar —dijo Strauss, al retirarse el partisano.

—Tal vez.

Los ojos de Netseband, pequeños y cada uno de diferente color, rehuían la mirada de Strauss. Empezó a fijarse en los botones de su abrigo, tan raído como si hubiese sido usado sin quitárselo durante años.

—Me encanta escuchar historias...
Herr
Netseband. Yo viví largo tiempo en Alemania, tengo buenos recuerdos del Führer —comentó Strauss, en tono confidencial

—Eran buenos tiempos, pero ya acabó todo —alegó el hombre con nostalgia, sin despegar la vista de uno de sus botones.

—¿Cómo es posible que alguien con su capacidad, se encuentre en estas circunstancias? Massimo dijo que no tiene trabajo y tampoco vivienda fija. Con lo que sabe, podría ser millonario.

—¿A qué se refiere? —preguntó Netseband. Sus pequeños ojos se achicaron aún más hasta quedar convertidos en dos pequeñas arrugas que con dificultad podían apreciarse a través de las gafas.

—Usted sabe a qué me refiero,
mein Freund
... aunque no comprendo cómo no ha hecho nada para recuperar el oro que ayudó a esconder.

—Yo no escondí nada. No sé de qué habla.

Strauss sirvió un vaso de vino casi hasta el borde y se lo ofreció. Netseband parecía renuente a aceptar, pero alargó la mano temblorosa y se aferró al vaso. Tomó varios sorbos seguidos, exhaló con fuerza y puso el vaso en la mesa sin soltarlo. Arrugó la frente y oteó a través de la ventana con sus ojos bicolores un grupo de pinos nevados que se confundía con el resto del paisaje.

—Creo que sí sabe. Y yo puedo ayudarle a dar con ese oro.


Ellos
están en todos lados, jamás me atrevería a tocar un centavo. Debo cuidarme tanto de alemanes como de americanos.

Strauss se dio cuenta de que el hombre estaba aterrorizado, pero sabía mucho. ¡Por Dios! ¡Había sido el tesorero del
Reichsbank
!

—Si yo le garantizo su seguridad y la de su familia, porque... ¿Tiene usted familia, verdad?

—Sí, pero en Sudamérica, en Argentina. Fue el favor que pedí a cambio de mi silencio. Mi familia embarcó casi a finales de abril del cuarenta y cinco. Sólo sé de ellos por lo que me dicen en sus cartas...

Dio un profundo suspiro y calló.

—Comprendo... ¿No le gustaría reunirse con ellos? Puedo hacer que usted salga de Suiza, incluso cambiar su identidad para que no despierte sospechas.

—¿Quién es usted? —preguntó el hombre. Sus anteojos temblaban sobre su larga nariz.

—Un amigo. Sólo deseo hacer una transacción: algo que yo quiero, por algo que usted desea. Piénselo. Puede quedarse en esta cabaña el tiempo que quiera, hay suficiente vino y una cama limpia. La señora Bechman estará a su disposición, es ya un poco vieja, pero cocina muy bien.

Strauss se puso de pie, Netseband lo hizo también.

—Gracias,
Herr
... pero no es necesario. Yo puedo...

—Insisto. No deseo que enferme, este año el invierno es crudo.

—Está bien,
Herr..
. lo pensaré. Pero usted olvida algo: es probable que los norteamericanos aún merodeen por la zona.

—Usted no se preocupe por eso. Cuando haya tomado la decisión, sólo avise a la señora Bechman y ella sabrá localizarme.

Strauss había investigado la zona, los americanos mantenían una vigilancia muy relajada, y con pocos hombres. La fiebre del oro que se desató en el cuarenta y cinco había dado paso a la incredulidad después de haber localizado unos pocos lugares con unos cuantos lingotes. El verdadero tesoro debía permanecer oculto en algún sitio, si es que los propios alemanes no lo habían rescatado ya, lo cual parecía improbable. Y él tenía a Netseband, el que a ciencia cierta sabía cuánto, cómo y dónde estaba el oro. Hasta podría asegurar que guardaba una relación minuciosa de cada pieza. Algo típico de los nazis. Pero no era un soldado, pensaba y actuaba como un burócrata, y a las claras se notaba que el temor aún hacía estragos en él, después de todo, llevaba encima un valioso secreto. Lo sorprendente era que estuviese vivo.

El contador Netseband se tomó su tiempo. Casi un mes después, Strauss recibió de él un dibujo con las señas precisas de la localización de los fosos donde habían sido enterrados lingotes de oro, francos suizos, libras esterlinas y gran cantidad de dólares, en simples bolsas de lona del
Reichsbank
de Berlín.

Se trasladaron a Partenkirchen, un pueblo pequeño rodeado de montañas, en cuyas escarpadas faldas se encontraba el lugar indicado en el croquis. Intricado, casi inaccesible, el acceso no permitía otro medio de carga que mulas, tal como según Netseband, se había hecho el traslado en su momento. Strauss comprendió el motivo por el que los americanos no pudieron dar con el lugar. En el lapso de dos semanas, haciendo incursiones diurnas y otras veces nocturnas, lograron dar con la fortuna. Pero el tesoro no parecía estar completo, la minuciosa lista que conservaba Netseband no concordaba con la cantidad que habían encontrado; aún así, era más de lo que Strauss esperaba: trescientos ochenta y cinco lingotes de oro puro, y treinta bolsas repletas de billetes, en hoyos de tres metros por tres, con paredes revestidas de madera. Strauss repartió gran parte del papel moneda entre los miembros de la expedición y guardó en una bóveda los lingotes, en una casa de aspecto inofensivo en Partenkirchen. Todos estuvieron conformes, era peligroso que grupos de ex guerrilleros o cualquier persona anduviese por ahí con semejantes barras de oro. Tiempo después, lograría sacar el oro, en varios viajes, para no levantar sospechas, camuflado en camiones de repollos.


Herr
Netseband, muchas gracias por sus servicios. Aquí tiene lo prometido, ya no tiene nada que temer —dijo Strauss alargándole un pasaporte suizo, un pasaje de barco, y un grueso sobre.

Netseband lo abrió y se fijó en su nuevo nombre. Lo único conocido era su rostro extrañamente triangular. Abrió el sobre y su contenido le hizo parpadear.

—Gracias,
Herr
... Jamás podré pagarle...

—Ya lo hizo. Por favor, en cuanto llegue a Buenos Aires abra una cuenta en un banco y envíe el número a esta dirección —le entregó una pequeña tarjeta— le haré una transferencia para que pueda iniciar un negocio, aunque le aconsejaría salir de ese país. Hay demasiados alemanes.

—Dios se lo pague, señor, Él lo puso en mi camino —Netseband llevó la mano de Strauss a sus labios y estampó un beso.

—Si necesita ayuda, cualquiera que sea, sólo escriba a esa dirección —dijo Strauss al despedirse.

La inusitada fortuna le sirvió a Strauss para iniciar su primer negocio en la banca. Por lo demás, su vida seguía el ritmo que él mismo marcaba. Una vez al mes en su castillo de San Gotardo celebraba una ceremonia en compañía de un grupo selecto de discípulos, del que formaban parte hombres y mujeres prominentes de la sociedad suiza: banqueros, políticos, y miembros de alto nivel de la policía y del gobierno. Sesiones donde se mezclaba lo espiritual con lo material. Los iniciados pasaban horas en profunda meditación y después se entregaban a ceremonias y rituales milenarios, en los que su búsqueda principal consistía en el acercamiento a su mundo interior para lograr obtener el dominio absoluto de sus sentidos, ya que ello les proveería según sus más íntimas creencias del poder para la obtención de sus deseos que, dada su naturaleza humana, consistía en la preservación de las riquezas que ya tenían, o la obtención de nuevos logros personales.

Conrad Strauss había aprendido que el poder era peligroso si se ponía al alcance de gente inadecuada; concluía que era menos peligroso que un individuo fuese rico, a que obtuviese potestad sobre la gente. Pero sabía que no siempre el dinero iba muy alejado del poder, y con el tiempo, sus relaciones con personas claves en la política le dieron la razón.

Sentado frente al escritorio en su casa de Zurich, Hanussen acariciaba maquinalmente su anillo y pasaba revista mental a los acontecimientos del pasado reciente. La caída de Hitler tenía un gran significado en su vida. Más que un logro personal, la consideraba una reivindicación ante los ojos de Welldone, donde quiera que se encontrase. La Lanza de Longino, objeto de adoración por parte de Hitler, no le había servido de mucho; una leve sonrisa iluminó su rostro al recordar que hizo bien en ocultarle su verdadera fuerza. A su otrora «amigo», le habría hecho falta saber que la sagrada lanza únicamente servía si se hacía el bien. La lucha por las causas justas... ¿es que acaso había alguna? Tal vez Hitler liberado de la máscara de hipocresía consideró su causa justa. La verdad es que la lanza pertenecía a la mayor potencia del mundo, aunque los austriacos jurasen que estaba otra vez en Viena. Conrad Strauss se preguntaba cuánto tiempo duraría la supremacía norteamericana. Welldone había sido ambiguo al decir: «La nación que la guarde tendrá hegemonía en el camino a las estrellas»... Sus predicciones fueron siempre tan ambiguas, y en ocasiones tan absurdas, que no les dio verdadera importancia. De todas, la única a la que prestó más atención fue a la que se refería a su propia estirpe. Sentía profunda inquietud por el futuro de su nieta. Era necesario que aquellos vaticinios no se cumplieran, por suerte, Sofía era aún muy joven.

Lo que su hija le había contado de ella no era suficiente. Sólo noticias vagas, la única fotografía que recibió reflejaba un rostro de rasgos marcados, en nada parecidos a los de Alicia. Pero sabía que cuando se vieran cara a cara, ambos se reconocerían. Era un sentimiento que llevaba dentro y no sabía explicarlo; Strauss, seguidor de las teorías de la reencarnación, de los karmas, y de las vidas anteriores, creía firmemente en elementos que para los demás no tenían una explicación lógica, sabía que había fuerzas muy poderosas a las cuales sólo hombres como él, podían acceder. Esperaba que no estuviese muy lejano el día del encuentro con su nieta, pero para eso, como para todo, debía llegar el momento apropiado y tenía la certeza de que sería su nieta quien daría los primeros pasos para ese acercamiento.

26
Confesiones

Sofía se graduó con honores, y como predijera su madre tantas veces, y en ocasiones Albert, se había llevado a cabo en ella una transformación. No poseía la belleza clásica de su madre, pero era una joven cuyos rasgos indicaban gran personalidad, sus ojos grandes y grises tenían la mirada penetrante, su nariz fina y pronunciada se suavizaba con la forma de sus labios, llenos y de agradable sonrisa, su abundante cabellera castaña que le llegaba hasta los hombros, tenía preciosos visos dorados, y recogida, le daba un aire soberbio. De su madre había heredado la estatura, y ya se columbraba que Sofía sería una mujer de físico excepcional.

Quería ser farmacéutica, en eso había influido su padre, como en casi todo. Alice en cambio, se mantenía un poco alejada de esos temas. Aceptaba lo que su hija quisiera ser, se sentía orgullosa de ella y sabía que lograría lo que se propusiera. El único punto que ensombrecía su vida era la reciente insistencia de Sofía por conocer a su abuelo. La parte que Alice deseaba mantener en el olvido, porque temía los designios de su padre. La correspondencia con él se había ido espaciando y su última carta había sido hacía tres años. Ella no le había respondido, y al parecer, Strauss había tomado aquello como un distanciamiento voluntario, y no había vuelto a escribirle. Hacía años, desde que empezó a tener éxito en los negocios y a petición de ella misma, su padre había dejado de enviarle dinero, y lo prefería así. Pero últimamente hasta Albert se había encargado de recordarle que tenía un padre que aún se encontraba vivo.

—Cuando llegué a América quise dejarlo todo atrás —respondió Alice a una pregunta de Albert.

—Nunca indagué, te acepté tal como tú me aceptaste a mí, tampoco ahora te pido que me cuentes los pormenores de tu vida en Europa, únicamente deseo saber la dirección de tu padre —dijo Albert observando su reacción—. Es una promesa que le hice a Sofía y debo cumplirla.

Alice se lo quedó mirando con un gesto de extrañeza.

—Sí. Él es mi padre —confirmó ella—: el «tío Conrad» Creo que te debo algunas explicaciones para que comprendas mi actitud. No creas que soy una hija insensible, Dios sabe cuánto me costó desapegarme de mi padre. —Sofía suspiró profundamente y con sus maneras finas, delicadas, cambió de postura en el sofá donde se hallaba recostada adoptando una posición más cómoda, propia de quien se dispone a iniciar un relato—. Mi querido Albert —prosiguió—, jamás hice alusión a mis orígenes porque quise sepultarlos para siempre, pero creo te has ganado el derecho de saber la verdad sobre mí.

Other books

It's Fine By Me by Per Petterson
Lulu in LA LA Land by Elisabeth Wolf
Winter Birds by Turner, Jamie Langston
Bloodrage by Helen Harper
I Don't Want to Lose You by James-Fisher, Loreen
A Bona Fide Gold Digger by Allison Hobbs
Blue Lavender Girl by Judy May