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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (33 page)

A Sofía le brillaban los ojos de ansiedad. Estaba pendiente de cada una de las palabras de su abuelo.

—¿Trucoo magia?

Strauss miró fijamente a Sofía. Levantó la mano derecha y le enseñó la palma. Juntó los dedos y apareció una rosa de color amarillo, la señaló con el dedo índice de su mano izquierda y se convirtió en un ramillete de cuatro rosas de diferentes colores, que entregó a su nieta.

Sofía se quedó sin palabras.

—Esto es magia —dijo Strauss.

—Abuelo... —Sofía no salía de su asombro, hundió la nariz entre las rosas y aspiró su fragancia—. ¿Cómo pudiste hacerlo?

—¿Recuerdas el hombre del que te hablé, el señor de Welldone? De él aprendí que la magia existe, que lo que yo hacía en el circo se podía hacer sin recurrir a ningún truco. Y me enseñó mucho más, que yo después puse en práctica con gran éxito. Podría decirte que él me inició como un ávido buscador de algo más en la vida, que la simpleza de engañar a las personas o de ganar dinero a cambio de trucos. Como decía siempre: «El poder está en la mente».

—No comprendo cómo un hombre así pudo haber tenido interés en un muchacho que trabajaba en un circo —dijo Sofía, dubitativa.

—He ahí el
quid
de la cuestión. Yo también me hice la misma pregunta. Cuando se lo pregunté, su respuesta fue: «Yo provengo del tiempo, he sido testigo de gran parte de la historia. Yo advertí a mis amigos María Antonieta y Luis XVI que huyeran de París porque los iban a guillotinar y no me hicieron caso... también predije a Napoleón su caída y se rió de mí».

—¿Cómo pudo estar presente en aquellos lugares en fechas tan lejanas?

Ella empezaba a pensar que su abuelo le estaba contando un cuento.

—No eran cuentos. Y después me arrepentí por no haber seguido sus consejos.

—Entonces... es verdad que eres un mago.

—Así es.

Sofía no tenía más preguntas. Estaba silenciosa, una profunda admiración empezaba a alojarse en su pecho, pero por momentos el miedo inicial volvía a hacerse presente. Prefirió no tocar el tema que tenía en la punta de la lengua.

—Acompáñame, haremos una pequeña visita —Strauss dio el brazo a su nieta y juntos se encaminaron al castillo.

Ya dentro, en una de las paredes de la cocina, introdujo una llave en la ranura de un adorno de madera en la pared y la giró. Una puerta angosta dio paso a una escalera que se perdía en la oscuridad. Strauss apretó un interruptor y se iluminaron las gradas. Descendió por la escalera de piedra seguido por Sofía, rodeados de la luz amarillenta que emitían unos faroles que, cada cierto trecho, colgaban de pequeñas dovelas. Sofía había estado antes ahí con Fasfal, buscando comestibles. Cuando llegaron al suelo, su abuelo se dedicó a encender las otras luces, dando vivacidad al tétrico lugar. Alineados sobre los anaqueles, gran cantidad de frascos etiquetados con el nombre del contenido se exhibían como en un supermercado: mermelada de fresas, de moras, setas, alubias, y tubérculos y hortalizas aguardaban en grandes canastos ser usados alguna vez. Como en una bodega, donde podían encontrarse desde duraznos hasta papel higiénico.

—¿Qué te parece? —preguntó Strauss.

—Me parece... interesante. Creo que no necesitas ir de compras —respondió Sofía, preguntándose si su abuelo se estaba burlando de ella, o esperaba alguna respuesta más inteligente.

—Lo que tú ves, es lo mismo que hallaron los alemanes cuando vinieron a buscarme. Había menos víveres que ahora, pero básicamente es lo que encontraron: una despensa. Así que se fueron y no regresaron más por aquí. De haberlo hecho, no hubieran encontrado otra cosa.

—¿Y dónde estabas tú? —preguntó Sofía intrigada.

—Aquí —dijo sonriendo Strauss.

—¿Aquí? ¿Te refieres a que eras invisible?

—No, querida Sofía, no era invisible, aunque... pudiera haberlo sido —agregó con picardía—. Yo me encontraba en
mi sótano
.

—Tu sótano...

—Ven, salgamos de este lugar, volvamos a la cocina.

Strauss apagó las luces, cerró la puerta del sótano y salieron de la cocina en dirección al salón principal, hasta llegar junto a la escalera de piedra en forma de caracol que llevaba al estudio de la torre. Al lado del primer escalón había una pequeña columna de piedra con intrincadas tallas. Unas hendiduras confundidas entre la cantidad de extraños diseños, encajaban perfectamente con los dedos pulgar y meñique de Strauss; apretó y se situó detrás de la escalera de caracol a esperar, mirando su reloj. Al cabo de un minuto, el hermoso suelo de baldosas antiguas se corrió hacia un lado. Diez baldosas por diez. Quedó a la vista una escalera, similar a la del sótano de la cocina, tan oscura como ella. Strauss encendió la primera antorcha con un encendedor. Un olor acre, extraño, mezclado con un sutil perfume saturó el ambiente. Con la antorcha en la mano, Strauss empezó a bajar.

—Es una composición de almizcle, aceite de sándalo y sebo —explicó viendo la expresión de su nieta—. Baja con cuidado, al lado izquierdo no hay muro.

Dieciséis escalones abajo, Strauss colocó la antorcha en un candelero vacío y encendió la que estaba al lado. La escalera doblaba a la derecha. Prosiguieron bajando otros dieciséis escalones y otro descansillo. Un candelero vacío donde Strauss colocó la antorcha emitió un sonido parecido a un clic. Bajaron cuatro gradas más y llegaron al suelo del sótano. Strauss se dio a la tarea de terminar de iluminar el lugar encendiendo lámparas de gas, cuya luz mucho más pareja, alumbró la penumbra reinante.

—Querida Sofía, las antorchas son muy importantes. Son la clave de todo esto —explicó Strauss.

Ella no contestó. No comprendía lo que su abuelo decía y en aquel momento prestaba más atención a lo que veía. Estaba maravillada. Acababa de entrar a un mundo que se le antojaba irreal y mágico. No tenía apariencia de un sótano común y corriente, los tapices que pendían de las paredes de piedra borraban la imagen de sótano tenebroso, sin ella, era posible que fuese un lugar bastante tétrico, pensó Sofía, mirando los muchos cojines sobre una hermosa y gruesa alfombra de seda retorcida. Un confort inesperado. Strauss abrió la pequeña puerta de una caja pegada a la pared donde se hallaban dos palancas. Movió una, y una ligera brisa se sintió en el pesado ambiente del sótano. Seguidamente, hizo conocer a Sofía el resto del subterráneo.

En un nicho había una pileta, como la de las iglesias para el agua bendita. Strauss abrió un pequeño grifo de donde salió agua bastante fría.

—Proviene directamente del glaciar —dijo Strauss. Procedió a lavarse las manos y la cara, alentando a su nieta a hacer lo mismo. Cogió una toalla de una repisa de piedra y se secaron. A un lado había una hilera de zapatillas blancas; calzaron un par cada uno. Strauss abrió una puerta de dos hojas de madera oscura y penetró en una sala bastante amplia. Al lado derecho un desnivel en el suelo formaba un círculo, en cuyo centro se veía un triángulo pintado de negro.

—Te estoy mostrando un lugar al que muy pocas personas han tenido acceso.

Pero Sofía no atinaba a decir palabra. Estaba ensimismada con la majestad del lugar. No existían imágenes, la roca estaba desnuda, en el suelo, únicamente el círculo con el triángulo, rodeado de trece grandes cojines. Al lado izquierdo del salón había un escritorio de madera con muchos cajones, pero sin nada a la vista. Detrás, estantes atiborrados de manuscritos, libros, y más que nada, pergaminos enrollados. El techo de piedra situado por encima del círculo estaba formado por cuatro triángulos dispuestos en forma de pirámide.

—Abuelo... y ¿qué es todo esto?

—El día que tú así lo desees, empezará aquí tu iniciación. El círculo que ves, tiene un extraordinario poder, no debes traspasarlo si no estás preparada para ello, de lo contrario puede provocarte graves trastornos mentales, por lo menos temporalmente. El círculo es la figura que tiene mayor poder en la creación.

—¿Por qué?

—Porque... es el inicio de la vida. ¿Nunca te has preguntado por qué los planetas tienen esa forma? ¿Y el principio de la vida? Sin embargo, el triángulo también es importante, la trilogía de la creación. Todo se sucede de tres en tres, la Luna nueva, la Luna llena y la Luna creciente... la Doncella, la Madre y la Vieja sabia... hasta la Iglesia católica adoptó la trilogía conocida como Padre, Hijo y Espíritu Santo... ¿Recuerdas lo que te dije acerca de la tercera generación?

—Sí... —Sofía volvió a sentir el temor que la acompañaba cada vez que se sabía cerca de aquel asunto.

—Mi querida niña... tal vez ahora no sea importante para ti, porque eres demasiado joven, y ves el futuro muy lejano, estamos hablando de un hijo tuyo, ¿quién más que yo desearía la perpetuación de mi especie? Pero no se trata de lo que yo desee, algo más trascendente para la humanidad puede estar en juego. Escucha: la sangre heredada es poderosa y sagrada. —Strauss pronunció las últimas palabras como si efectuara una oración. Su respiración se hizo jadeante, parecía estar muy afectado.

—Abuelo, si es así de importante, entonces yo te prometo no tener descendencia. —dijo Sofía, esperando tranquilizar a su abuelo.

—Dejemos que el tiempo y el conocimiento te haga tomar esa decisión conscientemente. No se trata de una decisión que debas tomar a la ligera —respondió pensativo Strauss. Esta vez lo haría todo como debía ser.

29
La huida

Todos los años durante las vacaciones, Albert y Alice viajaban a visitar a Sofía. Ella siempre se mostraba renuente a regresar a Estados Unidos, parecía encontrarse muy a gusto en Zurich, dedicándose de lleno a los estudios, y la compañía de su abuelo le era más que suficiente. Sofía, como se previó desde un comienzo, se convirtió en una mujer segura de sí misma, afianzándose las características que se dibujaban en ella desde pequeña. Era doctora en medicina, especializada en bioquímica.

Strauss y su nieta mantenían un peculiar vínculo que iba más allá del mero amor filial; para él, ella significaba su redención. Sofía se avino con entereza a la petición de su abuelo. Lo admiraba y creía en él, comprendió que debía poner de su parte; por otro lado, su vida dedicada a la ciencia y a la investigación la absorbía casi por completo, dejando asuntos como la maternidad en manos de mujeres para quienes aquello era la prioridad en sus vidas. Sofía fue iniciada por su abuelo en el sótano de San Gotardo; aún recordaba que dentro del círculo mágico, vestida con una túnica blanca, soportaba el agua helada que él vertía sobre ella recitando una oración en sánscrito. Una ceremonia íntima y solitaria, aunque su abuelo afirmó que cada uno de los trece cojines aparentemente vacíos que rodeaba el círculo, estaba ocupado por la presencia de un iniciado que en alguna oportunidad estuvo en la tierra.

Con el correr de los años, la transformación de aquella chiquilla llena de curiosidad había dado paso a una mujer que seguía unos lineamientos poco comunes para el resto de los mortales. Parca en el hablar, sin ser demasiado callada, comprendía todo de una manera más profunda que los demás. No hacía uso de la riqueza que poseía por parte de su abuelo, y se había acostumbrado a ser ella misma quien atendiese sus necesidades. Se encontraba alejada de las frivolidades. Había cumplido la promesa hecha a sí misma de no traer hijos al mundo, y en cierta forma era una promesa que le había sido relativamente fácil de cumplir, ya que los dos únicos pretendientes que tuvo no llegaron a concretarse en nada: uno había perecido en un accidente automovilístico, y el otro, simplemente un buen día no volvió a aparecer más. De ahí en adelante, Sofía se sumió en un ostracismo que le sirvió de pantalla protectora para evitar más frustraciones. No habían sido los grandes amores de su vida, pero eran los únicos que se atrevieron a acercarse a ella buscando algo más que una amistad. Nunca tuvo oportunidad de saber qué se sentía al amar. Se había envuelto en un aura de misticismo que evitaba cualquier acercamiento demasiado íntimo con algún hombre, dedicándose íntegramente a los estudios y a la investigación en uno de los laboratorios de su abuelo, que veía con complacencia los avances de Sofía, aunque en ocasiones le invadía una infinita tristeza. Le parecía injusta la vida que le había tocado en suerte a su nieta, pero sabía que no existía otro camino.

Por aquellos días, una noticia hacía furor: la píldora anticonceptiva acababa de ser descubierta, y Strauss empezó a trabajar en sus laboratorios en una fórmula que le permitiera fabricar una píldora similar. Hasta ese momento al único que se le había ocurrido hacerlo era al doctor Pincus, un norteamericano. Sofía consiguió la composición de una fórmula eficiente mezclando acetato de
magestrol
con
mestrenol
, el resultado fue un eficaz método anticonceptivo que salió a la venta con éxito. Mientras hacía el trabajo no dejaba de pensar en que tal vez sería la única forma en la que finalmente ella podría disfrutar del amor. Había conocido a un hombre que le producía sentimientos confusos. Deseaba que la tocase más que ninguna otra cosa en el mundo, su presencia la hacía feliz, y cuando pensaba en él, su corazón latía deprisa. Instintivamente lo había ocultado a su abuelo, no deseaba que se enterase de nada. Pensaba que más adelante encontraría el momento apropiado para decírselo.

Paul Connery se encontraba en Zurich hacía poco tiempo, sustituyendo en el último momento al bioquímico que esperaba Strauss, para prestar asesoría en uno de sus mayores laboratorios. Su trabajo tenía que ver con uno de los que realizaba Sofía: los estudios avanzados sobre el posible uso de las hormonas para la prevención de las enfermedades cardíacas y de la arteriosclerosis, y en general, sobre la inevitable degeneración del organismo provocada por la vejez. Paul Connery formaba parte del equipo investigador de la Fundación Worcester para la Biología Experimental en Shrewsbury, Massachussets, de la cual era fundador el doctor Gregory Pincus, el inventor de los anticonceptivos orales. Sorprendentemente, Paul había vivido y estudiado en el Colegio Williams, en Williamstown. Cuando vio a Sofía, le pareció reconocer un rostro familiar. Tiempo después se enteraría de que la nieta del prominente Conrad Strauss era Sofía Garrett, la hija del doctor Albert Garrett de Williamstown, el mismo al que tantas veces había acudido su familia, el único médico del pueblo, por lo menos en aquella época. Strauss estaba contrariado, temía un acercamiento entre ellos.

Y no se equivocaba. Al encuentro inicial entre Paul y Sofía había seguido una fuerte atracción. A él le fascinó aquella mujer de rasgos marcados cuya mirada parecía traspasarlo, inteligente, de hablar pausado y de cuidadosos modales. Le atraía hasta su extraña manera de vestir, tratando de no resaltar sus encantos, que los tenía, y muchos. Poco a poco Sofía empezó a ocupar su mente la mayor parte del tiempo. Su comportamiento con ella no era como el que hubiera tenido con cualquier muchacha americana, se sentía obligado a mostrar lo mejor de sí. Sofía le producía un gran respeto, tanto, que a pesar de conocerse desde hacía cerca de dos meses, el único acercamiento íntimo fue un ligero beso en los labios hacía una semana al despedirse. La sensación que le había dejado era la de haber profanado un templo. En lugar de amedrentarlo, aquello acrecentó su interés, sospechaba que bajo la extraña apariencia anacoreta de Sofía, existía una mujer parecida a un volcán a punto de entrar en erupción.

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