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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (36 page)

—¡Hagamos el amor, no la guerra!

—¡Queremos que regresen nuestros soldados de Vietnam! —gritaba otro.

—¡Abajo el podrido sistema capitalista! ¡Paz e igualdad para toda la humanidad! —clamaba un tercero, mientras el resto de sus compañeros caminaba en círculos. Todos iban vestidos de forma estrafalaria, los hombres con cabellos largos y barbas crecidas y las mujeres igualmente desgreñadas y con vestimentas que eran una mezcla de africano, indio y todas las etnias posibles. Uno de ellos se acercó a Sofía.

—Hola hermana, paz y amor —dijo, haciendo una señal con dos dedos de la mano.

—Hola —respondió Sofía tomada por sorpresa.

De buena gana podría formar parte de aquel grupo de inadaptados, porque llevaba el pelo suelto y despeinado, no había hecho uso del cepillo desde hacía casi dos días, y su vestimenta no se diferenciaba demasiado de las de aquellas chicas, ya que acostumbraba llevar vestidos largos.

De manera inconsciente se mezcló entre el bullicioso grupo, que después de dar un par de vueltas en círculo, se juntaron y siguieron todos el mismo rumbo, un camino que Sofía no sabía hacia dónde iba, ni le importaba. Sólo se dejó llevar. Los acordes de las guitarras, las voces que cantaban algo acerca de las flores, los gritos reclamando amor, paz, libertad, por momentos formaban parte de sus pensamientos, tan revueltos y reaccionarios como la gente que la rodeaba. No supo cuánto tiempo estuvo caminando con el grupo, ni supo si ella misma también gritaba, hasta que las voces se fueron apagando.

—No recuerdo haberte visto antes —dijo el joven que la había saludado, mientras caminaba a su lado.

—Llegué esta mañana —respondió Sofía.

—¿Tienes dónde quedarte?

—No. —Hasta ese momento Sofía no había pensado en ello.

—Puedes venir con nosotros, nuestra comuna está abierta para todos.

—Gracias.

—Estamos en Renacer, un poco lejos de aquí, el lugar es muy tranquilo, ¿fumas? —preguntó, ofreciéndole un cigarrillo.

—No, gracias.

—Supongo que te gustan los otros... en la comuna los tengo. Ya empezamos a recolectar la primera cosecha.

—Grandioso —dijo Sofía, por decir algo.

El joven la miró en silencio, se volvió hacia los demás.

—¡Nos vamos, pero volveremos! —Gritó en tono de advertencia—. Quizás debamos ir a acampar en el jardín de la Casa Blanca. Puede ser más efectivo —dijo, sonriendo a Sofía.

Después de un rato, se detuvieron frente a un autobús pintarrajeado con dibujos que eran una mezcla de flores, nubes, una enorme cruz egipcia, signos de paz y amor por todos lados y una pirámide. Sofía subió y se acomodó en uno de los asientos, mientras el resto hacía lo propio. Parecían estar muy satisfechos, sonrientes y deseosos de comprenderse unos a otros. Esto la incluía a ella, no la conocían pero la trataban con simpatía.

El autobús fue rodando por una autopista durante cerca de una hora, y salió por un desvío; un camino lateral bordeado de árboles. Media hora después llegaron a un terreno cercado. En la entrada, un letrero decía: «Renacer». El autobús pasó por debajo y quedó aparcado a unos veinte metros a la derecha frente a un grupo de cabañas esparcidas en relativo orden, todos bajaron del autobús y algunos se encaminaron a la cabaña de mayor tamaño. Sofía se quedó unos momentos de pie, observando el entorno, frente a ella se extendía un campo de cultivo, a la derecha, había un establo con vacas. Un cacareo constante provenía de algún lugar cerca del establo, y por alguna razón, sintió que el sonido la tranquilizaba. Siguió a los que iban a la cabaña mayor, disfrutando de la nueva sensación de anonimato. Parecía haber encontrado el lugar perfecto para permanecer oculta, fuera del alcance del abuelo y de su madre.

La cabaña estaba atestada de cojines y esteras en el suelo de madera, algunos colchones yacían amontonados en una esquina, unos sobre otros, y el que había hablado con Sofía y llevaba la voz cantante, tomó la palabra después de que cada uno tomase asiento sobre un cojín.

—Tenemos una nueva hermana —dijo, dirigiéndose al grupo. Se volvió hacia Sofía y se presentó—: Mi nombre es Billy Adams, ¿cuál es el tuyo?

—Me llamo Sofía —dijo ella.

Billy pidió que cada uno de los demás se presentase a sí mismo.

—Me llamo July Shane, vengo de Virginia, mis padres son profesores y yo no creo en los estudios, me parece que se han desviado de la verdadera tarea —recalcó con aire intelectual.

—Mi nombre es Gloria Stuard, provengo de Ontario, Canadá. Mi padre es policía y disfruta golpeando delincuentes. Los que él llama delincuentes. Estoy en contra de toda clase de fuerza bruta. Vine para encontrar una nueva forma de vida y creo que la hallé.

—Soy Cleaver Showfern, y te damos la bienvenida Sofía, tengo a mi padre en Washington, es senador republicano. Estoy en contra del sistema, no creo en los gobiernos ni en el ejército.

Uno a uno se presentaron expresando sus más íntimos pensamientos y creencias, parecían sentirse muy satisfechos de haber encontrado el lugar ideal para iniciar una nueva era, donde únicamente reinase la paz y la hermandad entre los seres humanos.

—Soy Billy Adams, quise compartir mis tierras con personas que creyeran en un mundo mejor, lejos del materialismo, la burocracia, la violencia y la mediocridad. Amo la vida, la libertad, la naturaleza y el amor. Creo que juntos lograremos cambiar la forma de ser de este podrido mundo, contaminado por los gobiernos, no creo en los odios raciales, porque todos somos hijos de Dios, ¿estás de acuerdo con eso, Sofía?

—Sí. Creo que es justamente lo que busco. Libertad, verdad, amor, y naturaleza —luego, añadió—: Mi nombre es Sofía Garrett, provengo de Williamstown, Nueva Inglaterra. Mi madre es Alice Garrett y mi padre... Adolf Hitler. —Apenas terminó de decirlo, Sofía se sintió liberada de un peso que llevaba arrastrando demasiado tiempo. El público cautivo que tenía delante no pareció darle la misma importancia que ella le había dado al asunto durante toda su vida.

—Bienvenida, Sofía Garrett, hija de Hitler —dijo Billy con una sonrisa.

—Bienvenida, Sofía —repitieron los demás, acercándose a ella y mostrándole su complacencia con efusivos abrazos.

—Gracias... gracias... —repetía Sofía, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. En aquel lugar se sentía libre para llorar, demostrar debilidad o extrema alegría. Empezó a considerar en serio formar parte de Renacer. Sintió los brazos de Billy alrededor de ella y apoyó la cabeza en su pecho dando rienda suelta a sus sollozos. Las palabras de consuelo de Billy la hacían sentirse aún más sensible y lloró recordando su pasado y su más reciente tragedia, lloró hasta que no le quedaron más lágrimas y luego se quedó dormida acunada por los brazos de Billy, quien delicadamente la dejó recostada sobre una de las colchonetas, y salió a cumplir junto a los demás sus deberes en la comuna.

Casi de noche, Billy la despertó con suavidad, tenía en las manos un plato de comida.

—¿Te sientes mejor ahora? —preguntó.

—Creo que sí... gracias por tu paciencia, Billy.

—Descuida. ¿Sabías que soy psiquiatra? Estoy aquí porque me cansé de escuchar los problemas de la gente que está dispuesta a pagarme doscientos dólares la hora por oír sus estúpidos conflictos. A ti puedo escucharte gratis —añadió, con una agradable sonrisa.

Sofía por primera vez, también sonrió. Billy le gustaba, tenía una mirada que invitaba a la calma. Tomó el plato que él le extendía y se dispuso a comer, se dio cuenta que tenía hambre, hacía bastante tiempo, desde antes de salir de Zurich, que no probaba bocado.

—¿Te gusta la comida vegetariana? —inquirió Billy.

—Es la única que como —respondió Sofía mientras daba cuenta del último bocado de ensalada.

—Aquí todos somos vegetarianos, cultivamos nuestras propias verduras, excepto las patatas, que las compramos en el mercado. Bueno, también tenemos gallinas, de vez en cuando preparamos unas deliciosas tortillas.

—Vas a tener que decirme cuáles son mis tareas, entiendo que aquí cada cual tiene una.

—Cada uno hace la tarea en la que se siente más cómodo. ¿Tienes alguna profesión?

—Soy doctora en medicina, también soy bioquímica.

—Vaya, vaya, he aquí una médica y un psiquiatra. De no estar hartos del mundo, podríamos abrir una clínica...

—...y curar a todos los locos que andan sueltos por ahí —dijo Sofía, haciendo reír a Billy.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Sí —contestó Sofía.

—Aquello de que eres la hija de Hitler... ¿es cierto? O fue una metáfora...

—Es la estricta verdad. Una historia un poco larga para contar...

—No es necesario que me la cuentes, sólo tenía curiosidad. ¿Corres algún peligro? Pareces estar pasando por una mala racha.

—Tengo una mala racha desde que nací... estoy escapando de mi abuelo, el padre de mi madre.

Billy se dispuso a escuchar toda la historia. Estaba acostumbrado a que la gente viera en él a una persona en la que podía confiar sus secretos. Sofía le relató parte de su vida, mientras la débil luz de la bombilla de la cabaña parpadeaba debido a los cambios de voltaje. Billy le ofreció un cigarrillo y ella, que nunca había fumado en su vida, lo hizo por primera vez, mientras descargaba su alma.

Aunque para Billy era habitual escuchar a toda clase de personas, la mayoría de ellos con extraños problemas y delirios, le parecía que la historia que oía de los labios de Sofía era sencillamente original. Por lo menos, era lo que le había parecido en un principio, pero a medida que relataba detalles propios de la persona que efectivamente ha pasado por dichas experiencias, y tomando en cuenta que parecía estar en su sano juicio, empezó a cobrar verdadero interés por su paciente. Empezaba otra vez a pensar como psiquiatra. Su paciente, una mujer que acababa de conocer, y que inesperadamente había encontrado en él la ayuda para seguir manteniendo la cordura. Lejos de sentirse agobiado por ser depositario de los más recónditos pensamientos de Sofía, Billy sentía deseos de ayudarle, y lo hacía de la única manera que sabía: escuchando. Un profundo sentimiento de solidaridad hizo que Sofía confiase en él. A partir de ese momento ella supo que su lugar estaba allí. Y se entregó a Billy, como si hacer el amor con él expiara sus penas.

Había convenido con Billy que su principal ocupación sería la de atender a los que requiriesen sus conocimientos en medicina. Algunas mujeres de la comuna estaban embarazadas, de manera que Sofía podría atenderlas en el momento del parto. Por las tardes, enseñaba relajación y meditación, tal como ella había aprendido; iba en perfecto sincronismo con las ideas de la gente de la comuna, ya que se hablaba mucho del acercamiento a lo místico. El movimiento comunal Renacer promovido por Billy Adams, fue seguido de otros que nacían como hongos por todos los Estados Unidos. La gente empezó a llamarlos «hippies».

32
Arrepentimientos

A medida que los días se sucedían, John Klein empezaba a preocuparse. No sabía qué decirle a Albert, y lo que más le molestaba era que él mismo se sentía inútil. Empezó a concebir la idea de que Sofía tal vez estuviese en otra región; era posible que hubiese querido despistar al tomar el vuelo a Los Ángeles. Por otro lado, sabía de que ella no disponía de una gran cantidad de dinero. Según su madre, al salir de Suiza su cuenta corriente había quedado intacta. Cada vez que llamaba y contestaba Alice Garrett, se enteraba de otro detalle. La madre de Sofía definitivamente era muy extraña. Y qué decir de la hija. Por otro lado, el abuelo parecía seguir el mismo patrón de toda la familia. Parecía que el único normal fuera Albert. Si es que lo era. Klein daba por descontado que el abuelo había sacado a Paul Connery de la vida de Sofía. Pero esa era harina de otro costal. Le habían contratado para encontrar a la muchacha, y sería lo que haría, siempre y cuando pudiese terminar de una vez por todas de investigar cualquier rincón donde le pareciera que Sofía pudiese estar trabajando.

Una vez que investigó en clínicas y hospitales, continuó con los laboratorios fabricantes de medicinas; siguió con los destinados a efectuar análisis de sangre, de orina y de cualquier tipo de material orgánico. Por último, las facultades de medicina. Tampoco tuvo suerte. Prácticamente barrió el sur de California, llegando hasta San Diego, Tijuana y Chula Vista. Desesperado, optó por regresar a Williamstown. Klein era consciente de que cuanto más tiempo transcurriese, más difícil sería dar con Sofía. Debía hablar con Alice Garrett. Últimamente era con quien más había tratado. Le gustaba su voz suave, susurrante, era lo que más le agradaba de todo, pese a las circunstancias adversas, empezaba a conocerla. Misteriosa, en un principio extraña, por momentos, lejana, como alguien que no desea intimar demasiado. Estaba seguro de que al hablar con ella en persona podría enterarse de algunos pormenores que era probable que le hubiese ocultado. Alice parecía hablar menos que el común de las mujeres, en este caso, la cualidad se transformaba en defecto. Quería enterarse del porqué de tanto afán para encontrar a una mujer que parecía muy capacitada para valerse por sí misma. Y al mismo tiempo temía saber por qué él deseaba tanto complacer a Alice.

En Renacer la vida continuaba sin muchos cambios aparentes. Sofía había atendido varios partos, y los bebés eran criados entre todas las mujeres del asentamiento como si fuesen hijos comunes, como también era común que no supieran exactamente quién había sido el padre de la criatura. Una de las principales banderas del
hippismo
era hacer el amor y no la guerra, y era tomada al pie de la letra.

Sofía también sucumbió ante esa suerte de vida liberada de prejuicios, y ella más que otras, se vio libre de todas las ataduras que había llevado a cuestas en su vida. Hizo el amor con Billy, Cleaver, John, un negro llamado Jonás y unos cuantos más. Tenía en mente la promesa hecha a su abuelo de llenar el mundo con su descendencia, y era precisamente lo que más deseaba, sentía que era la única forma de sentirse realmente liberada. Poco tiempo después en la comuna empezó a consumirse además de marihuana, drogas más fuertes como el ácido lisérgico, o LSD. «Los viajes astrales» para encontrarse con Dios, alguna otra deidad o llegar al nirvana, empezaron a hacerse frecuentes en Renacer, y pronto la drogadicción, el amor libre, las orgías, el satanismo y el misticismo, además de sus protestas radicales en contra de la propiedad, el trabajo, el dinero, la competencia, la guerra, la segregación racial, las clases sociales y por último y más importante, la represión ideológica, fueron los pretextos para consumir masivamente y sin restricciones, toda clase de drogas que ayudasen a conseguir el acercamiento a lo espiritual o demoníaco. Una clase de vida que a la larga no sólo se apartaba totalmente de los cánones que ellos despectivamente denominaban «decencia» o «normalidad» para convertirse en sí mismos en otra clase de sistema. O un sistema dentro de otro sistema, como lo llamaba Sofía.

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