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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (47 page)

En la caja no había nada más. Oliver presionó el timbre para que abrieran la puerta del recinto. Unos segundos más tarde, Philip Thoman los condujo de regreso a su oficina. Una vez instalados frente al escritorio, dirigiéndose todo el tiempo a Oliver, el apoderado empezó a leer una larga lista de propiedades inmobiliarias en varios países, acciones, bonos, empresas farmacéuticas, hoteles, cuentas corrientes y el propio banco. La fortuna era impresionante, tal como había dicho Conrad Strauss en la nota, pronto sería un hombre muy rico. Y eso, sin contar con las obras de arte, joyas, y lingotes de oro, que permanecían resguardados en cajas de seguridad, como aseveró Philip Thoman.

—Su difunto bisabuelo quería que le fuese leída la lista completa de lo que le corresponde como único heredero antes de que fuese usted a San Gotardo. Puso mucho énfasis en ello —dijo sonriendo, al finalizar. Una fila de dientes pequeños y mal alineados se asomó tras sus labios, tan delgados, que parecían sólo una línea. Su sonrisa agudizó las innumerables arrugas que cubrían su rostro.

—Se lo agradezco. Estoy asombrado, no pensé que fuese tanto —comentó Oliver.

Su cerebro era un remolino y el corazón le latía apresuradamente. Klein había quedado mudo. Jamás imaginó una fortuna de tal envergadura. Por la forma como era ignorado por el apoderado del banco, sentía que su presencia en ese lugar no era bienvenida. Presentía que había algo oscuro en todo aquella especie de protocolo secreto.
San Gotardo
...
Demasiado dinero, demasiado
. La premura en la voz de Oliver, lo sacó de sus cavilaciones.

—Abuelo, debemos partir para San Gotardo.

—El chofer les dejará en el camino más cercano, luego, habrán de ir a caballo para llegar hasta el castillo. Espero que sepan montar.

—Por supuesto —respondió enseguida Oliver. Por la cara de contrariedad de Klein se dio cuenta que él no compartía la misma opinión—. No te preocupes, abuelo. Sólo tienes que dejarte guiar. Iremos despacio, yo iré adelante.

Klein no pudo evitar percibir algo extraño en la mirada de Thoman. Y no era sólo porque sus ojos eran de diferente color. Seguía pensando que se avecinaba una tempestad. Apeló a su disfraz una vez más: se sintió mal, de repente le sobrevino una gran debilidad mientras sentía que el mundo le daba vueltas. Manifestó su necesidad urgente de recostarse.

—¿Te sientes bien, abuelo? Estás muy pálido.

—Creo que será mejor que vayas solo, yo te esperaré en el hotel.

—Deseo que vayamos juntos, te prometo cuidar que no te caigas del caballo, si es eso lo que te asusta —aseguró Oliver.

—Definitivamente no. Ve tú solo, creo que es necesario que te concentres en lo que tengas que hacer allí.

—Me temo que su abuelo tiene razón, es conveniente que vaya usted solo, señor Adams —intervino Philip Thoman.

—Está bien. Como prefieras. —Oliver estaba impaciente por llegar al castillo—. Te dejaremos en el hotel.

Un ascensor los bajó hasta el estacionamiento en el sótano, donde un discreto
Opel
negro los esperaba para llevarlos. Salieron por una calle diferente de la que entraron.

—¿Estás seguro de que no deseas venir conmigo? —preguntó Oliver.

—No me siento muy bien, prefiero esperarte en el hotel, cuando haya descansado, aprovecharé para dar una vuelta, nunca he estado en Zurich —respondió Klein.

—Entonces te acompañaré hasta la habitación. ¿Podría esperar un momento? —indicó al chofer.

—Por supuesto, señor Adams.

Oliver subió a la habitación y apenas entraron sacó la nota que tenía en uno de los bolsillos.

—Abuelo, presta atención, ¿tienes algo en qué anotar? —y, seguidamente dijo— escribe esto por si me ocurre algo:
Una vez que estés en el castillo, debes buscar una escalera de piedra tallada que tiene forma de caracol. Es la que sube a mi estudio en la torre. Al pie de la escalera
,
al lado del primer escalón hay una pequeña columna, dentro del intrincado tallado de piedra, existen unas hendiduras confundidas entre los diseños, tienes que encontrarlas porque en ellas encajan perfectamente los dedos pulgar y meñique de un adulto. Haz una fuerte presión en las hendiduras. Al cabo de un minuto exactamente, el piso se abrirá, dejando a la vista una escalera
.

—¿Es todo? —inquirió Klein. Era un experto taquígrafo. Además, seguía poseyendo una excelente memoria.

—Sí —afirmó Oliver, obviando el resto de la nota—. Creo que es buena idea que aguardes aquí. Abuelo, eres el plan B. Trataré de regresar lo más pronto posible, pero si no es así, creo que sabes lo que debes hacer.

—Presiento que hay algo turbio en todo esto.

—No creas que yo no siento temor, pero esa fortuna bien vale la pena. ¿No lo crees?

—No. Yo te quiero sano y salvo. No me importa la fortuna de tu abuelo.

—Bisabuelo —aclaró Oliver, dándole un rápido beso en la mejilla—. No te preocupes, todo saldrá bien.

—Creo que te acompañaré abajo. Vayamos por el ascensor —dijo Klein.

Apenas Oliver subió al auto, Klein salió y tomó un taxi que en ese momento pasaba por la puerta del hotel. Mostrándole dos billetes de cien dólares, pidió al conductor en pésimo francés, que siguiese al Opel negro.

—Discreción y eficiencia es mi lema, jefe —dijo el conductor en inglés, para sorpresa de Klein—, sé lo que usted desea.

Al cabo de hora y media vieron detenerse al Opel a una distancia de treinta metros, aproximadamente. Era una carretera bastante transitada, y por los indicadores, Klein dedujo que conducía a Italia.

—Deténgase. Aquí me quedo —dijo Klein.

—Amigo... tal vez no encuentre cómo regresar. Por esta vía pasan únicamente camiones de carga. No creo que sea buena idea.

—No se preocupe por mí... aunque pensándolo bien, ¿Puede regresar mañana a las diez? Le prometo buena paga. Es importante su absoluta discreción.

—Por supuesto, aquí estaré a las diez horas. ¿Está seguro que desea quedarse?

—Sí. ¿Tiene usted una linterna?

El conductor buscó en la guantera y se la extendió.

—Gracias, lo veré mañana —dijo Klein—. Trate de alejarse lo más rápido que pueda. —Le entregó los dos billetes y se despidió.

40
El sótano de San Gotardo

El Opel negro permanecía aparcado a un lado de la carretera, sobre un cantizal donde empezaba un camino escabroso. Oliver y el chofer esperaron hasta que llegó un hombre a caballo, tras él otro caballo le seguía dócilmente. Tan pronto como Oliver montó, enfilaron despacio en dirección al macizo de San Gotardo, no había necesidad de guiarlos, pues los animales conocían la ruta, un sendero accidentado que se internaba en el macizo pegado a los ásperos montes que terminaban en elevados picos; una senda que a medida que avanzaban se iba estrechando. Casi una hora después, luego de rodear la base de una escarpada cumbre, el paisaje sufrió un cambio radical. A Oliver le parecía haber entrado en un mundo diferente. Frente a ellos se erguía pegado del macizo, el viejo castillo de Conrad Strauss. Pinos y matorrales resistentes al clima del lugar, daban un aspecto acogedor a la antigua construcción de piedra cubierta de hiedra en su mayor parte. De los jardines de la época de Strauss sólo quedaban rastros. Estaba infestado de maleza y de flores silvestres, y a pesar de ser comienzos de primavera, el frío era penetrante. Siguieron por una vereda de grava hasta la puerta principal del castillo. Un hombre bajo y fornido se apresuró a salirles al encuentro haciéndose cargo de los caballos. Oliver y su acompañante caminaron en dirección a la entrada y la enorme puerta de madera tallada se abrió silenciosamente para sorpresa de Oliver, que estaba preparado para escuchar un chirrido.

—Buenas tardes, señor Adams. Soy Francesco Scolano, el administrador —saludó un hombre de cabello escaso, vestido de oscuro.

—Buenas tardes, señor Scolano —contestó Oliver. Era evidente que todo el mundo sabía quién era.

—Puedo acompañarle a visitar el castillo, si desea —se ofreció Scolano, solícito.

—Me encantaría —respondió Oliver entusiasmado. Era la primera vez que entraba a un castillo, y tenía especial interés en conocer los detalles de la vetusta construcción.

Francesco Scolano lo guió por la planta baja, donde estaban los salones, el amplio comedor, una estancia que hacía de sala de música, la zona de servicio, la cocina, que aún conservaba el fogón de carbón a pesar de contar con aparatos modernos y las habitaciones aledañas, mientras le señalaba uno y otro espacio indicándole como si se tratase de un museo, para qué se utilizaba tal o cual lugar. Oliver una vez más pensó en Justine, a ella le hubiera encantado caminar por esos pasillos de piedra y ver las obras de arte que se exhibían por doquier. A medida que el recorrido se llevaba a cabo iba tomando conciencia de que aquello prácticamente era de su propiedad y le invadió una desconocida sensación de dominio. Pronto sería el dueño de todo. Por un momento dejó volar su imaginación mientras escuchaba la voz de Francesco Scolano perdiéndose en la lejanía.

—¿Desea que bajemos al sótano? —preguntó Scolano por segunda vez.

—¿Al sótano? ¿Usted sabe cómo entrar?

—Claro, abriendo la puerta —replicó Scolano haciendo sonar el manojo de llaves que tenía en la mano.

—¿Ésta puerta? —preguntó Oliver desconcertado.

—Justamente —el hombre giró la llave en un pequeño adorno de piedra y la puerta se abrió. Encendió el conmutador y bajaron por una escalera, donde cada cierto trecho había unas lámparas que tenían forma de antorchas antiguas.

—Curioso —dijo Oliver, para sí.

—Antes había antorchas de verdad —explicó Scolano— este es un lugar perfecto para la despensa, especialmente para guardar conservas. Y para las hortalizas y tubérculos es ideal.

—Hace un poco de frío aquí...

—Estamos pegados a los Alpes. A pesar de que se acerca el verano, aquí abajo siempre hace frío.

—Pensé que existía otro sótano.

—Existe. Pero el único que conocía la forma de entrar en él, era el señor Strauss, que en paz descanse. Fue un secreto muy bien guardado.

—Comprendo —dijo Oliver. Debía encontrar la manera de bajar al otro sótano.

—Le mostraré la planta alta del castillo.

Retomaron las escaleras y salieron de la cocina por la puerta que daba al jardín posterior. Scolano escogió el sendero del jardín que llevaba a una entrada lateral del salón principal del castillo y al entrar, enfiló directamente a la escalera de caracol que llevaba a la torre. Oliver observó la pequeña columna de piedra. A partir de ese momento, terminó con impaciencia el recorrido del resto del castillo. Conoció la torre, luego fueron hasta el salón principal, subieron por una de las dos preciosas escaleras talladas hasta los aposentos de la parte alta. Todo se encontraba en tal estado de limpieza, que parecía que el tiempo se hubiera quedado detenido y en cualquier momento Conrad Strauss se presentaría por algún recoveco de los muchos que tenía el castillo. Oliver echó un vistazo con impaciencia a todas las habitaciones de la planta alta, descubriendo con agradable sorpresa que en aquel antiguo lugar existían baños de estilo moderno, con bañeras, agua caliente,
jacuzzi
, y también una sala de sauna.

—Supongo que tienen una planta de energía.

—Ciertamente. A pesar de que este lugar está relativamente cercano a los túneles, el señor Strauss prefería mantener el anonimato. Instaló su propia planta de energía.

—¿Túneles?

—El macizo tiene el túnel más largo del mundo: dieciséis kilómetros de longitud. Pasa por debajo del puerto de San Gotardo. Hay otro túnel para vías de ferrocarril, y también una carretera que lo atraviesa comunicando Suiza con Italia. Como puede ver, no estamos tan aislados del mundo, pero la ubicación del castillo es idónea. Difícilmente se puede dar con él si no se conoce la ruta exacta.

—Ya veo —observó Oliver.

—Se quedará a dormir, supongo —dijo el administrador—. Podría mandar a preparar la habitación principal que era la que ocupaba el señor Strauss.

—Preferiría cualquier otra —dijo Oliver, mientras pensaba que debía llamar a su abuelo y ponerle al corriente—. ¿Dónde hay un teléfono? —preguntó.

—Aquí no hay teléfono. Pero tenemos un equipo de radio.

—Necesito avisar a mi abuelo que pasaré la noche aquí. No deseo que se inquiete.

—Por supuesto. Venga conmigo y podrá enviar el mensaje usted mismo. La persona que lo reciba llamará a su abuelo al hotel y le dará el recado.

Fue lo que hizo Oliver.

Justine no prestaba mucha atención a las palabras de su jefe. Veía desde su ventana los rascacielos neoyorquinos mientras pensaba en Oliver y en el malestar que sentía desde hacía días. Empezó a sentir náuseas otra vez. Siempre había sido tan irregular que no tomaba en cuenta la fecha de su menstruación. Hizo memoria y sacó la cuenta. El corazón le dio un vuelco, hacía casi dos meses que había empezado a tener sexo con Oliver y no había menstruado durante todo ese tiempo. Nunca se había atrasado tanto. Su corazón empezó a latir violentamente. Se encontraba al borde de la histeria. No estaba en sus planes tener un hijo. Hacía un par de semanas que sentía hinchazón en los senos y cierta desgana. Estaba inapetente, por las mañanas tenía mucho sueño... ¿Cómo demonios no se dio cuenta de que podría estar embarazada? Desde que empezó a acostarse con Oliver había empezado a cuidarse, pero cuando lo hicieron la primera vez no estaba tomando nada.

—Mira el bosquejo de la portada del número de este mes, Justine, ¿no te parece genial? —preguntó Raymond.

Justine la miró y luego fijó la vista en su jefe, de inmediato hizo una mueca extraña y salió de la oficina, fue al baño y vomitó todo el contenido de su estómago. Esa misma tarde se hizo un análisis de sangre y el resultado dio positivo. Ya no le quedaban dudas. Esperaba un hijo de Oliver.

La lenta penumbra vespertina propia de la época, empezó a invadir San Gotardo. Oliver y el administrador cenaban en el comedor principal, cuya larga mesa obligaba a caminar al mayordomo de un extremo al otro. Oliver no se sentía muy cómodo sentado en la cabecera de una mesa tan vacía de invitados, excepto por la presencia de Francesco Scolano. Pero recordar que pronto sería el dueño de esa y otras propiedades, ayudó a mejorar su ánimo. Hans, el mayordomo, hacía juego con el castillo, era casi tan viejo como él. Atendía en silencio la mesa, y al final, Scolano le dijo que podía retirarse. Oliver sólo tenía en mente la manera de entrar al sótano secreto.

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