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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (48 page)

—¿En serio existe un sótano secreto? —preguntó, tanteando a Scolano.

—Eso dicen. Cuando el señor Strauss estaba vivo, solía desaparecer misteriosamente. Por eso todos pensaban que existía un lugar oculto en algún rincón del castillo.

—Y nadie sabe dónde puede estar.

—Así es, creo que su bisabuelo lo usó como escondite durante la guerra. Parece que un día vinieron a buscarlo y no encontraron a nadie, destruyeron todo lo que pudieron y se fueron.

—Ya veo...

Oliver quedó pensativo con la respuesta. Aquellos eventos estaban demasiado lejanos para tenerlos en cuenta. Sólo había escuchado de esa guerra en las clases de historia.

—Si no me necesita, me retiraré a mis habitaciones, ya sabe que puede llamar al mayordomo con el cordón que le indiqué en su dormitorio —dijo Scolano.

—¿Usted vive aquí, en el castillo? —preguntó Oliver.

—No. Los empleados tenemos unas estancias adyacentes. Es donde está mi oficina. Si no me necesita ahora, me tendrá usted de vuelta mañana a primera hora. Hasta mañana, señor Adams —el hombre hizo una ligera reverencia y se retiró.

—Hasta mañana... —Oliver dejó la mesa y fue directamente al pie de la escalera de caracol que conducía a la torre.

Se detuvo justo al empezar la escalera. Encendió todas las luces cercanas para estudiar bien las intrincadas tallas de la pequeña columna, la tocó minuciosamente esperando encontrar los sitios donde sus dedos encajaran tal como describía la nota. La revisó una vez más. Pulgar y meñique eran los dedos... difíciles para ejercer presión. Después de largo rato, Oliver cayó en la cuenta que había tratado de encajar los dedos juntos, y tal vez los dedos debían situarse en el bajorrelieve tal como entrarían si los tuviera en la postura natural, o sea, separados. Intentó comprobar si era cierto al encontrar las hendiduras apropiadas. Presionó y sintió que la superficie de piedra de la pequeña columna se hundía justo bajo los dos dedos. Sintió que le palpitaban las sienes, trató de calmarse mientras fijaba la vista en su reloj de muñeca. Al minuto exacto el suelo detrás de la escalera de caracol se corrió hacia un lado dejando al descubierto una escalera. Sin pensarlo demasiado, Oliver empezó a bajar por ella, y a medida que descendía, la oscuridad lo fue envolviendo. Se volvió hacia arriba y vio un conmutador justo a la entrada. Regresó sobre sus pasos y encendió la luz. Volvió a bajar esta vez con mayor comodidad. Después de los primeros dieciséis escalones llegó al primer descanso. Vio una antorcha antigua y no le prestó atención pues no era necesaria. De pronto sintió que la abertura de arriba empezaba a cerrarse hasta quedar sellada. El temor se alojó en su pecho. Un presentimiento cruzó por su mente, pero sólo fue un fugaz presagio. Dándose ánimos, concluyó que a su bisabuelo nunca se le hubiera ocurrido mandarlo buscar únicamente para encerrarlo en un sótano. ¿Qué objeto tendría? No tenía sentido. Posiblemente aquella abertura lo dejaría salir cuando tuviese que hacerlo. En aquel momento sus intereses eran otros.

Bajó los siguientes dieciséis escalones y se topó con un lugar que debía contener una antorcha, pero estaba vacío. A su lado había otra antorcha. Se preguntó para qué existían si había luz eléctrica.
Las antorchas te servirán de guía..
. leyó. ¿Guía de qué? Allí no hacían falta, pues había luz eléctrica. Bajó otros cuatro escalones más. El aire estaba enrarecido como si el lugar no hubiese sido pisado por nadie durante muchos años. Al contrario del resto del castillo, donde todo se mostraba reluciente y limpio, allí todo estaba cubierto por el polvo de los años. Si existe polvo, debe haber alguna entrada de aire, pensó. El silencio dejaba oír el ronroneo lejano de un motor. La fuente de energía, recordó. A medida que recorría el sótano, presionaba los conmutadores. Había luces por doquier. Miró las desnudas paredes de roca en la que sobresalía una caja de madera pegada a la pared. La abrió y encontró dos palancas. Se atrevió a mover una de ellas y al poco tiempo sintió que el aire fresco rozaba su cara, al mismo tiempo se escuchó un zumbido que se agregaba al primero. Las telas de araña se movían con el aire renovado. Un sistema de ventilación. ¿Para qué sería la otra palanca? Prefirió no tocarla y siguió recorriendo el lugar. Todo estaba como para pasar una larga temporada, había un dormitorio, un baño con ducha, una pequeña cocina, pero todo vacío, abandonado, el ambiente era tétrico a pesar de la iluminación. Buscó la puerta de madera de dos hojas con el círculo, y ahí estaba. Se quitó los zapatos y se calzó un par de zapatillas que estaban en un hueco en la pared. Las tuvo que sacudir porque estaban cubiertas de polvo, como todo. Mis zapatos están más limpios que estas babuchas, murmuró, pero deseoso de seguir al pie de la letra las instrucciones, prosiguió adelante. Se lavó las manos y la cara con el agua del lavamanos en forma de pileta bautismal. El agua estaba helada. Para no ensuciarse secó sus manos con la parte interna de una toalla doblada que encontró al lado de la pileta y se acercó a la puerta. Antes de que hiciera el gesto de empujarla, la puerta se abrió. Por el peso de mi cuerpo, dedujo.

Ante sus ojos apareció la sala que se suponía era sagrada. Encendió el conmutador y una pálida luz emergió del techo. Para Oliver, aquello semejaba una pista de circo; alrededor del círculo central había trece cojines. En el centro de la pista: un círculo con un triángulo pintado de negro y encima de él el techo tenía forma piramidal. A la izquierda, en una esquina de la estancia, una biblioteca repleta de libros antiquísimos y manuscritos. Oliver tomó uno y lo hojeó, se trataba de antiguos textos en latín. No pudo evitar que se partiera una hoja. Lo dejó con sumo cuidado en su lugar. Encendió una lámpara situada sobre el escritorio y un haz de luz recayó sobre un legajo. Estaba dirigido a él. Se sentó y rompió el sello de cera, igual al de las cartas anteriores. Sacudió el polvo y empezó a leer.

Querido Oliver:

No tengo motivos para ocultarte nada. Mi deseo es que sepas todo acerca de tus antepasados por una razón que encontrarás necesaria a medida que te enteres. Mi verdadero nombre es Hermann Steinschneider...

Y proseguía. Había partes escritas a mano y otras a máquina, indistintamente, no existía razón específica para ello, parecía que Conrad Strauss, hubiera escrito en el lugar en el que se sintiera inspirado. Era un relato en orden cronológico y detallado desde que Hermann se dedicara junto a su padre a encontrar los cadáveres reclamados por sus parientes alemanes después de la Gran Guerra. Hermann Steinschneider, Erik Hanussen y Conrad Strauss son la misma persona... recordó Oliver. Repentinamente sintió un vacío en el estómago. Parecía entrar en un mundo misterioso, y a medida que recorría las páginas se adentraba cada vez más en el mundo oscuro y al mismo tiempo fascinante que había llevado Erik Hanussen, o como quiera que su bisabuelo prefiriese llamarse. La admiración por los alcances de sus poderes durante los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, y su activa participación en la creación del hombre llamado Adolf Hitler, odiado por muchos, excepto por Alicia Hanussen, su abuela, quien lo había amado de verdad, empezaba a germinar en su interior, especialmente al enterarse que era descendiente directo de aquellos dos personajes carismáticos.

Pero su bisabuelo no sólo se había limitado a relatar su pasado y sus vínculos con lo oculto, sino que en muchas páginas le decía punto por punto cómo debía proceder en tal o cual circunstancia, cómo hacer para utilizar las emociones de los demás para beneficio propio y obtener lo que deseaba, al mismo tiempo que le recomendaba no contar absolutamente a nadie aquellos secretos íntimos, recónditos, llenos de sabiduría, que le habían ayudado tanto a sobrevivir, como a acumular la riqueza que evidenciaba.

A medida que iba pasando de una página a otra, Oliver tenía la sensación de ir penetrando en un mundo desconocido, hermético, y ajeno a él. Era como leer una novela escrita en primera persona, un monólogo que dejaba a un lado, en un lugar muy lejano la percepción que tenía de sí mismo. Un mundo en el que su abuela era la única mujer que engendró una hija de Hitler, y en el que su madre fue desdichada. Oliver siempre pensó que sus padres habían sido unos
hippies
que murieron felices en un viaje de ácido. Su mundo se puso de cabeza, toda su vida era una mentira. ¿Quién rayos era entonces su abuelo John Klein? ¿Y Albert Garrett? ¿Un gay enamorado de su idolatrada abuela? ¿Cómo supo su bisabuelo tantos detalles? Casi al final, los nombres empezaron a ser familiares, sentía que conocía a cada uno, incluyendo al mudo Fasfal y al desgraciado de Paul Connery, el gran amor de Sofía, su madre, y que terminó en un hospital psiquiátrico en Zurich, junto a un hermano. Leyó de un solo tirón durante toda la noche, y casi al final, las hojas tomaban forma de álbum familiar, fotos de Conrad Strauss, de su madre, Sofía, de su abuela, Alicia; hizo un alto y la contempló con admiración. Su madre, en cambio, tenía una belleza sombría. Oliver sintió una opresión en el pecho, sus ojos parecían expresar una callada llamada de auxilio. Por último, había una foto, la única, donde ella se mostraba feliz. Era en la que aparecía al lado de Paul Connery. En la página siguiente, la caligrafía hierática de su bisabuelo, con la que ya se había habituado, proseguía:

Después de haber conocido toda la verdad y de saber cuáles fueron los motivos para impedir que la hija de Hitler, mi amada nieta, tuviese hijos por la trascendental implicación que ello tendría en el futuro de la humanidad, la decisión más sabia te corresponde a ti, mi querido Oliver. Ya te he explicado por qué la tercera generación es nefasta, espero que lo hayas comprendido en toda su magnitud. Si lo hiciste, convendrás conmigo que tener hijos no es lo que tú desearías, por lo tanto, el único requisito que te pido, es que te comprometas a no tener descendencia, para lo cual, firmarás un documento en el que aceptarás tal condición.

Tu bisabuelo,

Conrad Strauss

P.D. Es necesario que entregues estos documentos a mis abogados del banco para que sean verificados por ellos y se haga efectivo el testamento.

Oliver estaba anonadado. Por un lado estaba a un paso de ser un millonario, por el otro, tal vez el de perder a la mujer de su vida. No podría tener hijos... ¿De qué le serviría toda aquella fortuna si no tenía a quién dejársela? ¿Acaso la razón de existir del ser humano no era la perpetuación de su especie? Recordó las palabras de su abuela y le dio la razón. Aunque en aquellos momentos, tenía una imagen completamente diferente de su bisabuelo de la que tenía al principio. Había empezado a admirarlo. Y a pesar de todo lo que sabía de su abuelo Adolf Hitler, al leer lo que había involucrado en su lucha por el poder, una insensata fascinación se empezaba a apoderar de él. También estaba más abierto a admitir que existían conocimientos que iban más allá de los que él había aceptado como válidos hasta ese momento. Debía pensar, necesitaba meditar; pero no podía hacerlo en ese lugar, un sitio hecho precisamente para eso, y aún no sabía cómo salir de allí. Sintió un sobresalto. Su instinto de supervivencia empezó a hacer estragos. ¿Y si la idea había sido dejarlo encerrado? Empezó a desconfiar de todo. ¿Por qué el banquero Philip Thoman había insistido en leerle los bienes antes de enviarlo al castillo? Conrad Strauss debía saber que la ambición era un sentimiento tan fuerte como para hacerle cometer cualquier desatino. Su abuelo John... debía estar enterado a esas alturas que él se quedaría a dormir en el castillo. ¿Le habrían dado el mensaje? Su cabeza daba vueltas, empezaba a sentir miedo. Dejó el escritorio del salón del círculo y salió a mojarse la cara en la pila bautismal. Necesitaba estar despierto, debía encontrar la forma de salir de aquel maldito lugar. Volvió por los documentos, los cogió y de pronto, se detuvo.

El señor de Welldone. El misterioso hombre de la barra, era el mismo que había iniciado a Conrad Strauss, por lo tanto, lo que dijo debía tener sentido. Oliver trajo a su memoria las palabras de esa noche:
La mezcla con la sangre de los caídos redimirá el mal encarnado por el demonio. Reservo para tu estirpe un esplendor para el que la gloria del Sol es una sombra. Cuida de él, pues será el único, y los que gobiernen los imperios serán guiados por él. Sólo debes escoger a la mujer adecuada
.

Su bisabuelo no había cumplido la palabra dada a Welldone y trató durante toda su vida de luchar contra la adversidad. Él no haría lo mismo. Conrad Strauss estuvo equivocado, la ambición por el poder lo llevó a ayudar al hombre equivocado. Pero Oliver lo tenía claro, Welldone se le había presentado por algún motivo, y su profecía no parecía ser nefasta.
La mezcla con la sangre de los caídos había redimido el mal encarnado por el demonio:
Hitler. Su abuela era judía. La sangre de los caídos... en ningún momento habló de que no debería tener descendientes.
Cuida de él, pues será el único
... ¿estaría esperando Justine un hijo suyo? Claramente sería el único.
Sólo debes escoger a la mujer adecuada
. Estaba seguro que la mujer era Justine: sensata, honesta, inteligente, judía... aunque Therese también lo era, pero él no la amaba. La lógica indicaba que no era ella. Por lo menos esperaba que hubiese algo de lógica en todo aquello. Retomó lo que estaba haciendo, terminó de agarrar el legajo y con renovadas esperanzas salió del recinto. ¿Habría alguna forma de evitar el pacto con Welldone?, pensó, mientras se calzaba. Él tenía una fortuna en sus manos, no lo necesitaba, a no ser que...

Recorrió el camino de regreso, subió el tramo de cuatro escalones. Volvió a observar el lugar vacío de la antorcha al lado de la otra. Su mente metódica le indicaba que debía haber un motivo para que faltase una antorcha. Siguió subiendo y se detuvo en el descansillo de los últimos dieciséis escalones. Otra antorcha. El sótano se había cerrado justo al llegar él a ese sitio. Tomó la antorcha y la volvió a colocar en su sitio. Saltó, apretó, tanteó el piso, pero no sucedió nada, no sentía ruido alguno que le indicara que estaba surtiendo efecto. Subió los iniciales dieciséis escalones y se topó con la piedra que cerraba la entrada. La larga pared de roca que iba hacia abajo era una obra de arte, tallada en toda su extensión hasta el último escalón. Figuras grecorromanas, egipcias y orientales, se confundían en un amalgamado e intrincado laberinto de altos y bajorrelieves. Empezó a acariciar el muro tratando inútilmente de encontrar entre sus recovecos algún lugar donde pudiera encajar sus dedos. Lo hizo también debajo de las antorchas. Inaudito. Había caído en una trampa como un bobo. Se preguntaba hasta qué punto estaba involucrado Francesco Scolano. Y el hombre del banco... ¿Sabría el verdadero deseo de su bisabuelo?

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