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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (50 page)

—Ahora, señor Scolano, uno de ustedes tendrá que bajar. Mi nieto debe estar en algún lugar allá abajo. Yo debo quedarme para cuidar que la escalera quede al descubierto.

—No. Yo no puedo bajar, sufro de claustrofobia, lo siento —dijo Scolano, haciendo que los ojos del mayordomo se agrandaran de asombro—. Baja tú, Hans.

—Creo que sería bueno que llevase una linterna —aconsejó Klein. Entregándole la suya.


Tenga
usted razón —contestó presuroso el mayordomo.

—¿Cómo sabía usted que el secreto estaba en la columna? —preguntó con curiosidad Scolano.

—Yo era muy amigo de Conrad Strauss —mintió Klein con descaro, viendo cómo crecía ante los ojos del administrador—. Ahora, Hans —dijo dirigiéndose al mayordomo—, escucha con atención; baja a este ritmo: uno, dos, tres, cuatro, ¿Ok? —Mientras hacía sonar los dedos, como si diera ritmo a alguna música—. De manera que yo aquí arriba siga la cuenta en el mismo ritmo. Al subir no se detengan ¿me entendiste? ¡Ahora!

—Creo que entiendo...
Mein Herr
—masculló Hans y se sumergió en el sótano.

Al poco tiempo, el suelo se cerró. Ambos hombres quedaron consternados. Klein esperaba que el suelo se volviese a abrir al presionar la columna otra vez.

—¿Qué decía el señor Strauss en estos casos? —preguntó angustiado, Scolano.

—Decía que había que volver a apretar la columna —respondió Klein, tratando de dar veracidad a sus palabras para su propia tranquilidad, mientras contaba mentalmente. En realidad estaba aterrado. Esperó unos momentos—. Creo que ya es el momento de abrir el sótano. Ahí voy otra vez.

Repitió la operación y con un suspiro de alivio contempló otra vez las escaleras. También estaban a la vista Hans, y Oliver, unos cuantos escalones más abajo.

—¡Oliver! ¡Sal deprisa de ese lugar! —Exclamó desesperado—. ¡Es el escalón dieciséis, en cuanto lo hayáis pisado, el sótano no tardará en cerrarse!

Apenas terminaron de salir, el suelo se volvió a correr y el silo quedó sellado.

—Pensé que jamás saldría de ahí. No era sólo el escalón dieciséis... la clave era la antorcha —dijo Oliver casi en un murmullo. Sacó de su camisa con aire triunfal el legajo de documentos de su bisabuelo Conrad Strauss. Lo demás no importaba. Estaba a salvo y obtendría la herencia.

Scolano y Hans, que empezaban a recuperar el aliento, los miraban satisfechos de haber podido servir de ayuda. Después de todo, el joven era el nuevo patrón.

—Oliver, sólo para probar, trataré de abrir el sótano una vez más —dijo Klein.

Se puso en posición otra vez y presionó los dedos en el lugar indicado. Esperó mirando su reloj y luego de un minuto no hubo el más leve movimiento del suelo. Se le erizó el vello. Aquello era una trampa mortal. El mayordomo sintió que las piernas se le aflojaban y se tambaleó de la impresión. Los ojos de Scolano estaban desorbitados.

—Señor Adams, señor Klein, les ruego me disculpen, yo no estaba al tanto del peligro que...

—Por favor, señor Scolano, nadie lo culpa de nada. Le agradezco haber confiado en mí —se apresuró a responder Klein—, aunque debo admitir que por un momento dudé que el sótano se abriera. Ahora... ¿Alguien podría invitarme a un trago? Creo que me hace falta. —Le temblaban las piernas.

Mientras tomaban una copa de
armagnac
, en el suelo del castillo se sintió una vibración, tan fuerte y constante, que parecía un temblor de tierra. Escuchando con cuidado se podía percibir con cierta claridad un golpeteo, como si treinta y seis escalones se fuesen fundiendo en uno solo. Poco después todo quedó en calma; Oliver sabía qué había sido, pero prefirió callar. Klein lo miró y terminó de apurar su trago en silencio.

Oliver y su abuelo estaban de pie en la carretera esperando que apareciera el taxi que debía llegar por ellos. Esta vez, Klein había regresado a caballo. Y se había limpiado los zapatos. En general la apariencia de ambos era más presentable. Haciendo honor a su palabra, el taxista apareció a la hora prevista.

—Y ahora, jefe... ¿Adónde lo llevo? —preguntó mirando por el espejo retrovisor.

—Llévenos al hotel Glärnischhof.

—¿Se quedarán allí? —preguntó el chofer desilusionado.

—Pensándolo bien... creo que sería buena idea que nos fuese a recoger dos horas más tarde.

—Excelente —opinó el taxista.

—Gracias por la linterna —Klein se la devolvió.

—Está incluida en la tarifa —dijo el chofer mostrando una sonrisa través del retrovisor.

No dijeron una palabra más hasta llegar al hotel y subir a la habitación de Oliver.

—Abuelo... quiero agradecerte por hayas venido conmigo —le dio un abrazo y le besó en la mejilla.

—Te dije que era necesario un plan B —dijo Klein tratando de ocultar la emoción. Hizo un gesto con el puño y lo acercó al rostro de Oliver, jugando con él como cuando era niño—. Este viejo aún es útil. Aunque creo que sin mi ayuda también lo hubieses logrado.

Oliver reconoció en silencio que su abuelo estaba en lo cierto. Pero no quiso restarle méritos.

—No, abuelo. Tú lo hiciste posible.

—Antes de ir al banco debemos asearnos y cambiarnos de ropa. Yo lo haré después que lo hayas hecho tú. Me quedaré aquí guardando estos documentos —sugirió Klein.

—¿Tú crees que aún corremos peligro? —A Oliver no le hacía gracia dejar los documentos en manos de su abuelo.

—Yo ya no sé que creer. Sólo sé que tu futuro depende de que te mantengas con vida y que estos documentos no se extravíen.

—Está bien —respondió Oliver. La percepción que tenía de su abuelo había cambiado radicalmente—. ¿Dónde conseguiste el taxista? —preguntó de improviso.

—En la puerta del hotel. ¿Puedes creer que es de Brooklyn?

Mientras Oliver tomaba la ducha, Klein permaneció en el cuarto. Después de un momento, sintió urgentes deseos de ir al baño y no precisamente a orinar. Tomó los documentos, salió al pasillo y se dirigió a su habitación. Entró al baño con todo. Tras unos instantes salió y regresó al cuarto de Oliver. De pronto, todos sus músculos se pusieron en tensión. Había algo en el cuarto que no encajaba. Recordaba haber visto la billetera de Oliver en la pequeña mesa entre los dos sillones azules. Estaba ahí, pero no en la posición en la que él la había dejado. La puerta del baño estaba entreabierta.

Lentamente sacó la Beretta de dentro de su holgada chaqueta y se dispuso a enfrentar la situación. Entró al baño recibiendo el vapor en la cara. Un hombre canoso, corpulento y de baja estatura apuntaba con un arma a Oliver a través de la puerta corredera de la ducha, Klein no lo pensó dos veces y le puso el cañón de la pistola en la nuca.

—Deje el arma, deposítela en el suelo, despacio... —susurró en su oreja— y no abra la boca. —Tan pronto como el hombre le entregó el arma con la punta de los dedos, Klein la agarró y la guardó en un bolsillo de la chaqueta. Empujó al hombre fuera del baño y cerró la puerta. Sin dejar de apuntarlo en la nuca, sacó unas esposas de otro bolsillo y rápidamente, con movimientos precisos, las colocó en las muñecas del viejo. Lo obligó a sentarse en una silla que estaba en una esquina, mientras se quitaba el cinturón y lo ataba con él fuertemente al respaldo. Buscó entre la ropa de Oliver y consiguió una corbata. Le amarró los pies.

—Ahora, explíqueme de qué se trata todo esto —dijo con voz fría y calmada.

El hombre lo miraba con infinito asombro. Le habían dicho que el abuelo era un anciano decrépito.

—Yo no sé nada,
signore
. Únicamente me dijeron que debía secuestrar al señor Oliver Adams. Es un trabajo, yo nunca pregunto el motivo. —Hablaba en inglés con fuerte acento italiano.

—Le aconsejo afinar la memoria. No crea que me importa utilizar esto —dijo refiriéndose al arma—, supongo que la policía suiza considerará normal encontrar un hombre con sus credenciales, y con su propia arma, muerto en cualquier parte.

—Le digo que no sé nada.

—¿Quién lo contrató?

El individuo no parecía dispuesto a hablar.

—Veamos qué le parece si ejercemos un poco de presión. —Klein se acercó al sujeto y le puso una mano en el cuello, mientras con la otra le tiraba el escaso pelo hacia atrás. Apretó el cuello hasta que el hombre se puso lívido y parecía que los ojos le iban a saltar en cualquier momento de las órbitas. Siguió apretando, en realidad, en aquel momento no le importaba matarlo, deseaba llegar hasta el final del embrollo. El hombre intentó patalear; gimió algo ininteligible. Klein, implacable, siguió apretando. Justo antes de que perdiera el sentido, aflojó. La cara del hombre reflejaba el terror mortal que sentía.

—Fueron órdenes... —dijo entre estertores.

—Creo que seguiré apretando.

—¡No! —gimoteó el sujeto con dificultad—. Le he dicho la verdad...

—Dígame quién dio la orden —Klein empezaba a impacientarse.

—La organización. Órdenes de matarlo. Debía cumplir, les debo mi vida... —explicó el hombre con dificultad— de lo contrario...

—De lo contrario... ¿Qué?

—Alguien me mataría. Y yo sé que ellos cumplirán su palabra.

—Antes me dijo que fue contratado para secuestrar a mi nieto.

—Le mentí. Tenía órdenes de matarlo. Es la verdad —terminó diciendo el hombre, abatido.

—Necesito que me explique qué rayos sucede aquí. ¿De qué organización habla? ¿Quiénes son «ellos»?

—Durante la Segunda Guerra los partisanos corrimos riesgos. Yo era muy joven. Muchos de nosotros fuimos apresados por las fuerzas de Mussolini. La Organización tenía poder, estaba infiltrada en el ejército del
Duce
, y a mí me salvaron junto a otros más, de ser fusilados. Nos mantuvieron un tiempo en las catacumbas y después nos ayudaron a salir de Italia a mí y a mi familia. Nunca conocí el nombre real de nuestro benefactor, sólo sé que se referían a él como la organización, algunos le decían
il padrone
. Pensé que ya todo había pasado, cuando hace poco recibí un mensaje. Quedaba claro que debía cumplir mi parte.

—¿Esperó tantos años para cumplir su parte? —preguntó incrédulo Klein.

—Señor, si usted tuviese una deuda de gratitud como la mía, la hubiese cumplido. Y no soy el único, somos muchos los que hemos jurado cumplir nuestra parte. Créame, hay gente de todas las clases sociales y profesiones, ellos nunca olvidan. Yo fallé. No sé qué será de mí.

Hacía rato que Oliver se encontraba fuera del baño. Envuelto en una bata escuchaba con atención lo que el viejo decía. Supo que la organización de la que hablaba era obra de Conrad Strauss. Una forma de garantizarse el poder. Dejó que su abuelo siguiese interrogándolo.

—Lo lamento, pero debo entregarlo a la policía. Ellos lo comprenderán si usted se lo explica, yo no puedo hacer nada. —El viejo lo miró como si estuviese loco.

—Veo que no saben con quién se enfrentan. Si no hago el trabajo vendrá cualquier otro a terminarlo. No creo que la policía pueda hacer mucho por ustedes.

Oliver se acercó. Klein sorprendido, se hizo a un lado.

—Me parece que es usted quien no sabe con quién está tratando. La Organización soy yo.
Amicus certus in res cernitur
. Vaya y dígaselo a quien lo envió a por mí. Suéltalo, abuelo —ordenó Oliver. Al escucharlo, el viejo lo miró como si estuviese viendo una aparición.


Il padrone
... ¡perdón,
signore
yo no sabía! —exclamó el hombre.

—¿Cuándo debió efectuar «el trabajo»?

—Ayer. Pero usted no estaba en la dirección que me dieron —explicó el viejo.

—Oliver, creo que no es seguro, lo mejor será avisar a la policía —opinó Klein.

—No ocurrirá nada. Te lo garantizo.

Klein se vio impelido a seguir la orden. Algo estaba sucediendo y no sabía con exactitud qué. Oliver estaba cambiado, y estaba seguro que algo en el sótano había tenido que ver.

—Sólo diga que el bisnieto de
il padrone
así lo dijo.

Luego de ser liberado de las esposas y las ataduras, el hombre quedó indeciso. Su rostro reflejaba asombro, hizo una profunda reverencia a Oliver, tomó sus manos, las besó y salió del cuarto.

—¿Tú eres la organización? ¿Qué fue lo que le dijiste?

—«Al amigo auténtico se le encuentra en el momento de más incertidumbre», una frase de Cicerón, dicha en latín, eran las palabras clave que usaban los
partigianos
para comunicarse entre ellos y en los mensajes enviados por
el padrone
. Mi bisabuelo tenía contactos con la resistencia francesa y con los partisanos italianos durante la guerra, y también después de ella. Debo averiguar ahora quién envió la orden de atentar contra mi vida.

—Tu propio bisabuelo. ¿Quién más? Se supone que tú eres la generación que no debería existir, probablemente lo haya hecho a través de sus secuaces.

Oliver miró a su abuelo preguntándose cuánto más sabría él de todo aquello.

—No tiene sentido. Alguien más debe estar detrás de todo esto. Alguien cuya ambición lo llevó a hacerse pasar por
el padrone
.

—Hijo, creo que nuestro viaje sólo sirvió para remover viejos recuerdos. Este ambiente es siniestro. Dentro de treinta minutos vendrá el taxi. ¿Aún deseas ir al banco?

—Absolutamente, abuelo, ¿Tú crees que he pasado por todo para irme con las manos vacías? Estos documentos demuestran que estuve en el sótano. Conrad Strauss dejó indicaciones para que la herencia me sea entregada cuando yo a mi vez entregue los documentos al abogado Thoman. Supongo que alguien no contaba con que yo saldría vivo de todo esto. Me muero por ver la cara de Thoman —dijo Oliver con una sonrisa sarcástica.

—Está bien. Tomaré una ducha. Ojo con los papeles —previno Klein.

—Descuida, no correrán peligro.

Ambos se dirigieron a la habitación de Klein y Oliver aseguró la puerta. Después de diez minutos ya Klein se encontraba cambiándose de ropa.

—¿Por qué tan importantes son esos documentos? —preguntó mientras se terminaba de vestir.

—Se supone que son la prueba de mi estancia en el sótano.

—Lo que no entiendo son las dificultades para obtenerlos.

—Tal vez se trate de una prueba de astucia. ¿No crees?

—¿Sabes algo? Quiero largarme de este lugar cuanto antes. ¿No te parece raro todo esto? Ahora resulta que tú eres La Organización —se lamentó Klein, mientras terminaba de anudarse los cordones de los zapatos.

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