Read El legado. La hija de Hitler Online

Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (23 page)

Una hora después, ya todos sabían quién había colocado la bomba. Himmler se comunicó con Berlín para que detuviesen a Von Stauffenberg en cuanto aterrizara el avión. La Operación Valkiria, un golpe de estado que implicaba la movilización de los reservistas y la detención de los más altos jefes militares, había fracasado. Una vez más, Hitler se había salvado y aquello fortaleció la creencia en él y sus colaboradores de que era un enviado mesiánico para llevarlos a la victoria, aunque en aquellos momentos la guerra tomaba un rumbo desastroso para Alemania, y no había marcha atrás.

Apoyando los codos sobre su escritorio y con las manos a ambos lados del rostro, Hitler se encontraba abatido. Se sentía más solo que nunca. Había perdido la confianza en sus hombres más cercanos, y el hombre que con sinceridad admiró, Erwin Rommel, tampoco escapaba a sus sospechas. Después del atentando en la Guarida del Lobo, ordenó detener y asesinar a cerca de cinco mil personas. La vida le había enseñado que no se podía confiar en nadie, y si fuese necesario mandaría matar hasta el último hombre que le inspirase la más mínima sospecha. De lo único que se arrepentía era de haber dejado escapar a los científicos que le habrían podido ayudarlo a culminar la bomba atómica. «Los desgraciados están trabajando para los americanos... judíos tenían que ser», se decía a sí mismo, mientras veía que la grandeza de su amada Alemania parecía cada vez más lejana. «Sólo quise lo mejor para mi patria, salté todos los obstáculos, me entregué por completo, sacrifiqué mi vida... a cambio, he obtenido traiciones, y gente que desea enriquecerse a mis espaldas». Hitler sonrió con tristeza, la mirada que todos temían se transformó, algo que únicamente sucedía cuando se encontraba en soledad y se mostraba a sí mismo como realmente era, tal como Alicia Hanussen lo había tenido grabado en su memoria.

Pero Hitler no era ni la sombra de lo que había sido, estaba notablemente envejecido, a esto se sumaba la cantidad de achaques que hicieron aparición en su salud. Sufría del mal de Parkinson; de tensión alta, ceguera prematura, agudos dolores de cabeza y por momentos, de fuertes mareos. Del dinámico hombre cuyas decisiones eran acatadas sin el menor resquicio de duda, no quedaban rastros visibles, únicamente en su fuero interno conservaba la férrea voluntad que le daba la fuerza necesaria para seguir al frente de una guerra que todos daban por perdida. Respiró profundamente y trató de hacer los ejercicios de meditación que hacía tiempo había dejado de lado, ¿Cuánto tiempo hacía que no sonreía? No había motivos para sonreír. Reconocía que se había aliado con los países inapropiados. Pero no se daría por vencido. El maldito mago judío le había advertido del gigante rojo y él no había hecho caso. Lucharía hasta el final, sacrificaría si fuese necesario hasta el último patriota alemán. Sabía que todos pensaban que él luchaba para seguir ostentando el poder, aquel poder sin límites que se había ganado a pulso y que le pertenecía, pero no era así. Se sentía con la conciencia tranquila, porque había hecho lo necesario por su patria. Cada vez estaba más seguro de que la Lanza de Longino que guardaba en Nuremberg le había jugado una mala pasada. ¿En qué se había equivocado? Se preguntó. Había puesto todo y a todos en su justo lugar. ¿Acaso necesitaba comportarse siguiendo las hipócritas normas establecidas? Él nunca ocultó sus intenciones, las escribió en
Mein Kampf
con absoluta claridad. No ocultó a quién odiaba y a quién despreciaba, tampoco a quiénes admiraba. ¿Acaso no era eso lo correcto?

El dieciocho de octubre de 1944 ordenó el reclutamiento de todos los hombres entre los dieciséis y los sesenta años de edad. Después vendrían los niños. A pesar de tener casi todas sus fuerzas militares en pésimo estado, a principios de diciembre lanzó una ofensiva contra Luxemburgo y Bélgica y lograron rodear varias divisiones norteamericanas, pero el veintitrés de diciembre, en vísperas de Navidad, los aliados bombardearon sus tropas y las vías de suministro.

Durante semanas, fortalezas aéreas lanzando bombas incendiarias, hicieron su recorrido en medio del inútil ulular de las sirenas de alarma, que finalmente dejaron de sonar. Al empezar el año 1945, cinco minutos después de la medianoche, Hitler dio un discurso de Año Nuevo por radio al pueblo alemán: «Mi fe en el porvenir del pueblo permanece inquebrantable...», el mensaje se escuchaba a duras penas entre el estruendo de las bombas de dos mil kilos que caían sobre Berlín, en el bombardeo más duro de la guerra. El Führer se hallaba en el búnker de la cancillería mientras hablaba a los alemanes, pero ya nadie le creía, sólo sentían frustración y desamparo. El pueblo alemán lo amaba, pero sabían que todo estaba perdido. Poco después ése sería su sitio definitivo.

El refugio estaba construido a dieciséis metros bajo el nivel del suelo, formado por dos pisos recubiertos por defensas de hormigón armado. El piso inferior, el
Führerbunker
, era donde él y el estado mayor se reunían para «planear estrategias», aunque ya todos sabían que aquello era en vano. Una planta más arriba a la que se subía por una amplia escalera de hormigón, estaba el
Antebunker
, donde estaba ubicado el personal burocrático y el almacén con las cosas mínimas necesarias. En el
Führerbunker
, había varias habitaciones, en una de ellas vivía su médico personal, en otra, la familia Goebbels. Hitler tenía varios recintos. En la pequeña sala donde solía pasar horas había un escritorio, una mesa, un sofá y tres sillones; en una pared, el retrato de Federico el Grande.

Pronto el mundo de Adolf Hitler se redujo a un hueco debajo del suelo de su amada Alemania, pero en su mente aún guardaba delirantes esperanzas de poder salir victorioso de la guerra. Una de sus últimas salidas al exterior, fue el día de su cumpleaños, el veinte de abril, en el jardín de la cancillería. Pasó revista a un batallón de niños miembros de las juventudes hitlerianas. Acarició sus rostros con ternura mientras ellos se apretujaban a su alrededor para ver el rostro del hombre por quien habían jurado morir. Aún guardaba esperanzas de que las cosas mejorasen, pues le llegó la noticia de la muerte de Roosevelt hacía siete días. Aquello reavivaba sus expectativas. Churchill siempre se había mostrado antisoviético, mientras que Roosevelt conservaba el afán de mantener con los rusos una mejor comunicación. Hitler pensaba que podría lograr alguna alianza con Churchill en contra de los soviéticos.

Adolf no caminaba, se arrastraba penosamente desde sus habitaciones hacia las demás dependencias del
bunker
con los ojos inyectados de sangre y goteando saliva por las comisuras de los labios. Hacía cinco días que había llegado Eva Braun al refugio. Cuando la vio acercarse por el largo pasillo, a pesar de su deficiente visión, pudo distinguir el cabello rubio y el cuerpo cimbreante de una mujer que venía a su encuentro abriendo los brazos. Se la quedó observando por breves instantes mientras sentía que su corazón daba un vuelco. ¡Alicia! En aquellos momentos... ¡Cuánta falta le había hecho! Por una fracción de segundo quiso que todo lo pasado hubiese sido una pesadilla y que la realidad fuese otra, pero al acercarse Eva, Adolf cayó en la cuenta que una vez más, había sido engañado. Bajó los ojos, desencantado. Eva creyó que se sentía conmovido por su llegada. Venía dispuesta a sacrificar su vida junto al hombre que amaba. Pero él no correspondía a esos sentimientos, por Eva sentía una gran amistad, lo que en un principio fue una fuerte atracción, se había convertido en fraternal camaradería. Era la gran diferencia entre Eva y Alicia.

El veintidós de abril llegaron los rusos a los alrededores de Berlín. La gente se suicidaba, muchos se arrojaban a los ríos, especialmente las mujeres. Los rusos entraban matando, saqueando, violando. Hitler sabía que todo había acabado. No huyó de Berlín a pesar de tener la oportunidad de hacerlo, quiso dar ejemplo a sus hombres, pero ni aun así logró vencer la última batalla: la que se libró en las orillas del río Oder. Encerrado en su búnker pensaba con sarcasmo que los aliados que combatían contra él, pronto tendrían un enemigo común mucho más maléfico y pernicioso de lo que habría significado el nazismo para el mundo: el comunismo. La escoria contra la que él había luchado toda su vida. Sonreía al pensar que tarde o temprano el mundo entero, el democrático, aquel mundo libre del que tanto se ufanaban los aliados contrarios a su Tercer Reich, lloraría lágrimas de sangre por las muertes y desgracias ocasionadas por aquellos que en esos momentos eran sus aliados necesarios. Él quiso extirparlos de raíz, pero había fallado, no comprendía cómo Inglaterra no preveía el porvenir con los comunistas. «Y qué decir de los norteamericanos» cavilaba, «algún día recordarían a Adolf Hitler, y les pesaría en lo más profundo de sus obtusos cerebros el no haberse sumado a sus filas en lugar de luchar contra él». Eran los pensamientos que rondaban su mente aquellos últimos días. No tenía el más mínimo cargo de conciencia por todas las muertes en los campos de exterminio, ni siquiera por las de su propia gente.

A doscientos kilómetros de allí, el séptimo ejército norteamericano había tomado la ciudad de Nuremberg; después de cuatro días de lucha, la división
Thunderbird
, ondeó la bandera de los Estados Unidos sobre las ruinas de la ciudad. Diez días después, mientras las tropas norteamericanas localizaban los últimos soldados sobrevivientes, el teniente William Horn, al mando de la compañía «C» del tercer regimiento, era el encargado de buscar el tesoro de los Habsburgo, con la orden expresa de encontrar la Lanza de Longino, tarea que fue facilitada por un proyectil que destrozó una pared de ladrillo dejando a la vista la entrada de una bóveda.

El 29 de abril Adolf Hitler tomó la solemne decisión de contraer matrimonio con la mujer que le había demostrado su más abnegada y absoluta lealtad: Eva Braun. Su fiel amigo, Goebbels, salió en busca de alguien que tuviese alguna representación legal para efectuar la ceremonia. Encontró acechando la llegada de los rusos con un fusil en la mano al concejal Walter Wagner, y lo llevó a la sala de conferencias del búnker. Después de la ceremonia, Hitler dictó a una secretaria su testamento político, al mismo tiempo que culpaba una vez más a judíos y comunistas por todo lo nefasto de la guerra.

—Por favor, escriba lo siguiente:

Después de seis años de guerra, no puedo abandonar la ciudad que es la capital del Reich, por lo tanto he decidido permanecer aquí y quitarme la vida en el momento en que no pueda cumplir con mis funciones como Führer y como canciller... Ahora he decidido, antes de morir, tomar por esposa a la mujer que después de tantos años de fiel amistad, ha venido para compartir mi suerte. Según sus propios deseos, ella va a morir conmigo como mi esposa. Yo y mi mujer hemos escogido la muerte para escapar de la vergüenza o la capitulación. Nuestro deseo es que seamos quemados enseguida, en el lugar donde he realizado la mayor parte de mi trabajo cotidiano los doce años en los que he estado al servicio de mi pueblo
.

—Yo tampoco deseo seguir vivo. Si usted se mata, también lo haremos nosotros —dijo Goebbels, refiriéndose a él y a su familia.

Hitler por toda respuesta, le entregó un pequeño estuche de cápsulas con cianuro. Goebbels extendió la mano y tomó el estuche. De pronto vinieron a su mente las palabras que un día dijera Hanussen: «Usted recordará que Joseph Goebbels será su más fiel aliado». El judío no se había equivocado: de todos, Goebbels era el único que demostraba su lealtad, deseando acompañarlo hasta la muerte. Sujetó con fuerza su hombro.

—Deseo también dictar mis últimos deseos políticos —prosiguió Hitler dirigiéndose a la secretaria—:
Nombro como mi sucesor, para los fines referentes a la rendición, al almirante Doenitz
.

Hitler se había enterado días antes que Goering, el ministro del interior a quien él había designado como sucesor, y Himmler estaban negociando en secreto un tratado de paz con los Aliados. Al recordarlo, sus centelleantes ojos volvieron a despedir el fulgor de antaño. La rabia y la impotencia hicieron presa de él. El día anterior habían colgado por los pies a Mussolini en la plaza del mercado de Milán, y luego lo habían abandonado a la suerte de lo que el pueblo quisiera hacerle. Él jamás permitiría aquello con su cuerpo. Se mandaría incinerar, todo lo había planeado cuidadosamente, tanto, como para crear la duda acerca de su muerte. Hasta el último momento, Goebbels, su ministro de propaganda, actuó como su consejero en este aspecto.

Hitler amaba a su perro, y pensando en su futuro después de que todo acabase, le hizo tragar una cápsula de cianuro. Murió instantáneamente. Un día después de haber contraído matrimonio, los esposos Hitler se despidieron del estado mayor y de sus últimos partidarios; entraron en sus aposentos y cerraron la puerta. Dio una cápsula de cianuro a Eva y él tomó el contenido de otra. El pensamiento de su hija le vino como un fulgurante destello antes de colocar el cañón de la pistola en la boca y apretar del gatillo. El ruido del disparo rompió el lóbrego silencio del búnker, únicamente interrumpido por las máquinas que bombeaban aire. Cuando abrieron la puerta, Hitler se hallaba tirado sobre el sofá, tenía la mitad de la cabeza destrozada. Eva a su lado, muerta. Afuera, los rusos estaban a pocos centenares de metros.

En Nuremberg, después de volar la puerta de acero de la bóveda, el teniente Horn entró en el recinto. El polvo levantado por la explosión aún flotaba en el entorno cuando descubrió una caja de cuero. La abrió, y sobre un lecho de descolorido terciopelo negro estaba la Lanza de Longino. Sintió un aire frío penetrar en el ambiente, y a pesar de que el polvo se había asentado, por un momento él y los soldados que lo acompañaban vieron la neblina oscura que amortiguó la claridad de las linternas. Según instrucciones precisas alargó la mano y tomó posesión de la Lanza en nombre del gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica. En ese momento en Berlín, Adolf Hitler se quitaba la vida. La fecha: 30 de abril. La gran Alemania que el Führer había anhelado, perfecta, poderosa y pura de raza volvía a rendirse incondicionalmente, pero esta vez, en peores circunstancias que en la Primera Guerra Mundial. El comunismo contra el que Hitler luchó durante toda su vida se adueñaba de la mitad de su amada patria. La Lanza de Longino, ahora pertenecía a otros.

Al llegar a las afueras del búnker los rusos encontraron dos cuerpos quemados. Dentro del bunker, la familia Goebbels yacía sin vida. La noticia de la muerte de Hitler recorrió el mundo, y a pesar de que la guerra aún continuaba porque los japoneses seguían causando estragos en el Pacífico, gran parte de la humanidad respiró en paz. Pocos meses después, el seis de agosto, un avión bombardero norteamericano, el
Enola Gay
, arrojó la primera bomba atómica sobre Hiroshima. Tres días después, la ciudad de Nagasaki era arrasada por otra bomba. A finales de ese mes, Japón también se rindió incondicionalmente.

Other books

Texas Men by Delilah Devlin
The Empty Hours by Ed McBain
Mr Wong Goes West by Nury Vittachi
A Year at River Mountain by Michael Kenyon
Obsession (Southern Comfort) by O'Neill, Lisa Clark
Careful What You Wish For by Maureen McCarthy