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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (20 page)

—Gracias, papá— Sofía le dio un beso en la mejilla y continuó su camino al dormitorio. Entró, cerró la puerta y se tendió en la cama, mientras dejaba el chocolate a un lado.

Mirando el techo de la habitación, Sofía deseaba olvidar lo que acababa de ver. Pero no podía, la imagen de su madre aparecía tal como la había visto en el dibujo. ¿Quién la habría dibujado? ¿Se habrían amado? ¿Lo sabría su padre? Y ¿quién sería A.H.? Alguien de mucha confianza, con seguridad. Recordó a su tío abuelo Conrad. Había olvidado buscar su dirección. Lo haría al día siguiente, aunque guardaba cierto temor de encontrar cosas que tal vez su madre no deseaba mostrar. Después de pensarlo un buen rato, decidió que lo mejor era preguntarle directamente quién le había hecho el dibujo. No importaba que ella se disgustase por haber abierto las gavetas de su escritorio sin permiso. Lo cierto del caso era que no estaban bajo llave. Por lo menos tendría aquello a su favor. En la cena no quiso abordar el asunto frente a su padre. Después de levantarse de la mesa, Sofía buscó la forma de conversar con su madre, la llevó a su dormitorio y le enseñó el corazón de chocolate que su padre le había dado temprano.

—¿Te gusta? Tiene un lindo lazo rojo.

—Tu padre te quiere mucho, Sofía —comentó Alice con satisfacción.

—Mami, quiero escribir una carta a mi tío Conrad. ¿Puedes darme su dirección?

—Escríbele y yo enviaré la carta.

—No, quiero escribirle directamente. Ya no soy una niña pequeña, puedo llevarla a la oficina de correos yo misma.

—Creo que no es el mejor momento para enviarle cartas, Europa está convulsionada, no olvides que hay una guerra —respondió Alice, mientras se preguntaba por los motivos que tendría Sofía para desear algo así.

—Si no me la das, la conseguiré, de todos modos —dijo Sofía cortante.

—Espero que no. Si deseas escribirle será a través mío, porque la dirección la tengo en mi memoria.

—¿Por qué tanto misterio?

—No es un misterio, simplemente, le he escrito tantas veces que no tengo necesidad de anotar su dirección.

—Ahora entiendo por qué no la encontré... —murmuró Sofía a propósito.

—¿Estuviste hurgando en mi escritorio?

—Mami, yo pensaba encontrar alguna carta de mi tío Conrad, pero sólo encontré unas fotos, y no de él, sino mías, ¿no guardas las cartas que él te envía?

—Nunca guardo cartas ni objetos del pasado que no sean valiosos, deshecho las cartas una vez que las leo. Guardo las fotos porque son un hermoso recuerdo, tengo muchas tuyas, guardadas en otros lugares.

—Siempre guardas cosas que son valiosas... como aquel dibujo...

—¿Qué dibujo? —preguntó Alice.

—Aquel donde estás desnuda —dijo Sofía, tratando de dar a su voz un tono natural.

Alice se quedó de una pieza. No se le ocurría nada que decir.

—Es valioso para ti supongo, lo has guardado durante tanto tiempo...

—Sí, es valioso. Es un recuerdo de cuando yo era joven y vivía en Suiza.

—¿O en Berlín? ¿Quién te dibujó? —las preguntas le salían a borbotones.

—Un profesor de arte —se le ocurrió decir a Alice.

—Que te amaba mucho. ¡Mamá! En el retrato decía:
A mi amada Alicia
—dijo Sofía alzando la voz impaciente. Por momentos pensaba que su madre parecía una niña—. No comprendo nada —dijo molesta.

—¿Qué es lo que no comprendes? Un profesor de arte me dibujó como lo hacía con otros alumnos, no hay nada que comprender. Además, no es de tu incumbencia. Querida, debes aprender a respetar los efectos personales de los demás. Era un profesor relativamente joven, estaba enamorado de mí, pero yo vine a Estados Unidos y me casé con tu padre. ¿Estás satisfecha? —terminó diciendo Alice, fastidiada.

—¿Mi papá ha visto el dibujo?

—Sí. Y no le ha dado la importancia que tú le das.

Sofía sacó el chocolate del papel de plata y lo empezó a mordisquear, pensando que después de todo, era cierto, aquel retrato no tenía importancia. Tal vez ella era una tonta.

—Una pregunta más: ¿cómo se llamaba tu profesor?

—No lo recuerdo, algo así como Arthur Holler, creo.

—¡Ah! —Sofía terminó de engullir el chocolate. Era una delicia. Tenía la boca marrón y se veía como lo que era, una niña. Su madre la abrazó enternecida dando por terminado el asunto. Pero Sofía intuía que había algo que su madre ocultaba, se prometió a sí misma que algún día lo descubriría.

Alice se retiró de la habitación pensando que debía tener más cuidado. El hombre que había visto merodeando por el pueblo desde hacía unos años no le gustaba en absoluto. Su intuición le decía que debía dejar de escribir a su padre, y hacía tiempo que no lo hacía, no arriesgaría su seguridad por un capricho de su hija.

La percepción de Sofía acerca de ciertas cosas había cambiado un poco. Por primera vez había sentido una extraña turbación, podría decirse que en esos escasos minutos había madurado. La visión del dibujo implicaba más de lo que se mostraba en él. Y aunque Sofía no lo entendiera, dentro de ella surgía la sensualidad implícita en el dibujo. La cama deshecha, la mirada de su madre, la presencia del hombre que la dibujaba y que, según decía su madre, la amaba. Todo el conjunto de detalles, daba a entender algo más que un simple retrato de una mujer enseñando sus encantos. Para una niña como Sofía, intuitiva e imaginativa, aquel dibujo marcó un hito en su vida. Pronto cumpliría diez años, pero los deseos de crecer y ser mujer se iniciaron a partir de aquel retrato. Algo que envolvía sus instintos en una sensualidad hasta entonces desconocida se apoderó de su vida, y aunque tenía aún mente de niña, deseaba con ansias llegar a ser una mujer y parecerse siquiera un poco a la mujer del dibujo.

18
Erwin Rommel

Erwin Rommel comandó el cuerpo de guardia de Adolf Hitler durante la campaña a Polonia y llevó a cabo la invasión a Francia de manera impecable. En enero de 1941 fue promovido a teniente general y recibió el mando del
Africakorps
, con la finalidad de apoyar a los italianos contra los ingleses; sus consecutivas victorias le valieron su ascenso a mariscal. La propaganda de Goebbels había hecho de él un hombre casi sobrenatural, un ejemplo para el pueblo y ejército alemanes, pero lejos de la parafernalia producto de los manejos políticos de Goebbels, Erwin Rommel era un militar de carrera para quien la disciplina, la organización y el honor, formaban parte de su vocabulario cotidiano; para él era inexplicable que en los altos mandos alemanes no se tomase en cuenta la estricta necesidad de que los suministros llegasen con puntualidad. Se encontraba con un ejército agotado, hambriento, con escasos pertrechos y la moral muy baja, que se sentía olvidado por el Führer, pese a las batallas ganadas. Con la incursión de los ejércitos angloamericanos, en una situación insostenible se había visto obligado a retroceder hasta Túnez. Tomó la decisión de ir a hablar en persona con Hitler.

Rommel dejó al general Von Armin el mando del
Africakorps
y se dirigió a Rastemburgo, al cuartel general de Hitler en Prusia Oriental, conocido como «La guarida del Lobo», desde donde Hitler planeaba sus estrategias.


Heil Hitler!
—saludó Rommel cuadrándose frente al Führer.

Hitler lo saludó con un leve ademán y se puso de pie detrás de su escritorio apoyándose en los nudillos. Sabía a qué había ido Rommel, pero esperó a que fuese él quien tomase la palabra.


Mein Führer
, me he visto en la obligación de venir personalmente a solicitar encarecidamente abastecimiento para nuestras tropas. Tenemos dos frentes contra los cuales luchar, y no tenemos suficientes hombres, ni armas, ni municiones, ni provisiones. Tiene usted que tomar una decisión al respecto.

—Apreciado mariscal Rommel, comprendo absolutamente todas sus demandas, pero desafortunadamente no puedo hacer nada para ayudarle. Deberá usted hacer uso de su legendaria astucia para salir victorioso.

Rommel no podía creer lo que estaba escuchando. Al parecer Hitler no estaba entendiendo lo que ocurría.

—Señor, nos estamos viendo obligados a replegarnos, no podemos luchar contra ingleses y norteamericanos superiores en número y pertrechos.

—¿Cuántos hombres tiene?

—Doscientos cincuenta mil, aproximadamente, pero no son suficientes... por otro lado, son doscientos cincuenta mil bocas que alimentar y...

—Tendrán que serlo. Nuestros científicos están trabajando en un arma secreta. En realidad, varias —interrumpió Hitler—. Es probable que esta guerra acabe antes de lo que todos piensan. Usted debe lograr la victoria. No me pida que le envíe ayuda, no la tenemos —Hitler iba elevando el tono—, la mayoría de nuestras fuerzas están en el frente ruso, los soviéticos tienen armas modernas, tanques livianos y municiones proporcionadas por los norteamericanos, ¡nuestros hombres se están muriendo en el Este! Y ¿usted me pide ayuda? —vociferó Hitler ya sin poder contenerse—. ¡Estamos luchando contra ingleses, australianos, americanos, rusos comunistas... y por último: los judíos! ¿Y usted, mariscal de campo,
Herr
Erwin Rommel, Zorro del desierto, me pide ayuda? ¡Yo necesito su ayuda! Si está en apuros en África no es porque yo lo haya puesto en esa situación. Resuélvalo. Lo siento, pero no puedo ayudarle. Necesito tiempo para mis armas secretas. Necesito tiempo para movilizar gente útil de los campos de concentración para que fabriquen más armas; todos los alemanes están en los frentes. Y en los malditos campos de concentración no tenemos suficiente comida, pero estamos acabando con ese problema. Ya que nadie los quiere recibir en ninguna parte, Himmler se está ocupando de la solución final para los desgraciados bastardos. Nos cuestan demasiado en esfuerzos, hombres y abastecimientos.

—Comprendo perfectamente
Mein Führer
—. Asintió Rommel, entendiendo que no obtendría ayuda. Debía regresar cuanto antes a África.

Salió del recinto abatido, dejando solo y cabizbajo a Hitler.

Al Führer le temblaba furiosamente el párpado izquierdo, mientras el brazo derecho de vez en cuando saltaba con movimientos convulsivos; no podía leer informes ni cartas sin llevar puestos sus gruesas gafas. Toda comunicación debía ser escrita en máquinas especiales, cuyos caracteres eran mayores que los normales. Metió la mano en un bolsillo del pantalón y recordó el papel que le habían alcanzado antes de la llegada de Rommel. A través de los gruesos lentes de sus gafas, leyó una vez más aquellas estúpidas notas que sus descifradores se empeñaban en descodificar. Estaba seguro que Hanussen tenía algo que ver en todo eso. Pero no tenía tiempo, ni contaba con los medios para lanzarse a la búsqueda del mago judío. Los mensajes interceptados provenían de la armada inglesa; presentía que Hanussen se encontraba en Europa. ¿Dónde? Ese era el asunto. El agente Hagen no había podido averiguar si el padre de Alicia aún estaba con vida, y para lo que le servía. El desgraciado se había enamorado del marido de ella, pensó con mordacidad.

Una vez más, Adolf se dejó llevar por sus recuerdos, como sucedía cada vez que pensaba en Hanussen. Y sus recuerdos se remontaban invariablemente a Alicia. ¿Lo recordaría? Tal vez sí... Ojalá que sí... pensó, sorprendiéndose a sí mismo. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Habían sucedido tantas cosas que el tiempo le había pasado rozando sin darse cuenta. Los planes iniciales de traer a su hija a Alemania habían quedado postergados, la situación era cada vez más complicada. Su hija correría peligro a su lado. Estaba tranquilo porque estaba al lado de su madre, y si de algo estaba seguro era que Alicia era una buena mujer, aunque fuese judía.

En Estados Unidos la guerra cobraba tintes patrióticos y el fervor llegaba a límites insospechados. Alice observaba que tal vez Norteamérica seguiría los pasos de Alemania, mientras que el terror empezó a hacer presa entre los inmigrantes que trabajaban en su fábrica. Los dirigentes norteamericanos llamaban a los inmigrantes procedentes de Japón, Italia y Alemania: la «Quinta Columna». Los medios de comunicación ejercían constantes llamadas a exterminarlos o reunirlos a todos y encerrarlos en lugares donde no causaran daño. Fuera de sus fronteras, Argentina y Chile; aliados de Alemania, no aceptaron las demandas norteamericanas, y se negaron a deportar ciudadanos de origen japonés, no así Perú; entregó muchos
nipones
y
niseis
que fueron llevados en barco en condiciones infrahumanas hacia el Norte y encerrados en campos de reubicación, como llamaban a los campos de concentración de la Costa Oeste de los Estados Unidos.

Mientras tanto, lo que sucedía con las tropas en África estaba llegando al límite. Rommel regresó al mando del
Africakorps
pero no pudo resistir por más tiempo en El Alamein, y veintiocho mil soldados alemanes fueron tomados prisioneros por los aliados. Rommel se retiró desilusionado y enfermo a Alemania. Hitler estaba atravesando por los momentos más difíciles desde que empezara aquella trascendente aventura bélica. Veía cómo a su alrededor se tejía una serie de sucesos que escapaban a su voluntad.

Martin Bormann en aquellos días trabajaba al lado del Führer como su secretario. Y aunque él no merecía toda su confianza, le había demostrado lealtad al guardar en secreto la existencia de su hija. Una lealtad en la que el jefe de la Inteligencia Nazi, Reinhard Gehlen, no creía. Él y su grupo, habían investigado a Bormann y las indagaciones dieron como resultado que era quien informaba a Moscú de los planes del estado mayor alemán, pero siempre se las arreglaba con habilidad para evitar que el rumor de las sospechas llegase hasta Hitler. Irónicamente, era el único en quien no debía confiar, pero Hitler estaba perdiendo sus facultades, el instinto, el olfato que había poseído al principio y que le había permitido llegar a ser el «Enviado de la Providencia», a quien el pueblo alemán amaba sin reservas.

Ya tarde, Gehlen, aprovechó que Bormann no se encontraba en esos momentos cerca al Führer y se presentó ante él. Un ordenanza le cedió el paso después del saludo de rigor mientras la mirada de Hitler encerraba extrañeza de verle delante. Los asuntos eran tratados primero con Bormann.


Mein Führer
—dijo Gehlen sin preámbulo—, tengo información fidedigna proveniente del consulado alemán en Ankara. Un espía llamado Cicerón, nos mantiene al tanto de todos los movimientos que llegan a conocimiento del cónsul británico en esa ciudad. Hubo una reunión en Teherán a finales de noviembre de este año, donde Churchill, Stalin y Roosevelt acordaron unir fuerzas para asaltar Normandía a mediados del próximo año.

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