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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (39 page)

—¿Crees que me parezco a Hitler? —gritó él.

—No sé, uno nunca sabe... Sofía es excelente, no creo que debas interferir en su vida... ya creo que ni me acuerdo de ella —agregó, soltando una carcajada. Estaba en pleno vuelo.

—¿Dónde está Renacer? —gritó Albert, exasperado.

—Paz y amor, hermano, paz y amor... —repetía sonriente el muchacho.

—Sí, sí, paz y amor... pero ¿dónde está Renacer? ¿Cómo podemos llegar allí? —Albert gritaba como un energúmeno, sacudiéndolo, mientras el joven no paraba de reír.

—Eh... amigo, tranquilo viejo, qué sucede... —se acercó un conocido— traes una onda...

—¿Tú sabes dónde está Renacer? —preguntó Klein, con la ansiedad reflejada en el rostro.

—Claro que sí, hermano, todo el mundo lo sabe... pero no es para que os desesperéis, mañana será otro día, el sol volverá a elevarse en el horizonte y podréis ver sus rayos otra vez, y Renacer seguirá en el mismo lugar, ¿comprendes, hermano? Ellos os recibirán con los brazos abiertos, no te desmoralices, paz y amor, hermano... —repitió el hombre con mirada compasiva.

—Paz y amor... —respondió Albert de manera automática.

Albert y John se levantaron del rincón donde habían estado y salieron. Estaban eufóricos, tantos días de indagar, de ir de un lado para otro y finalmente lo habían logrado, se abrazaron riendo, sabían que estaban cerca y que muy pronto estarían con Sofía. Albert tenía los ojos brillantes. Respiró hondo tratando de calmarse, luego ambos tomaron rumbo a la pensión, era casi medianoche. El chino mago también salió sin que nadie lo notara, había escuchado cada palabra del escándalo que habían formado.

—«Tal vez se escapó con unos hippies...», fue lo que dijo mi sobrino y no le presté atención. ¿Sabes Al? Merezco una paliza. De haber prestado atención a sus palabras habría encontrado a Sofía hace meses.

—Lo importante es que mañana veremos a Sofía. Sabemos que está en Renacer y donde sea que esté ese lugar, daremos con él. Duerme, John, mañana debemos madrugar —aconsejó Albert.

Fasfal sabía lo que tenía que hacer. Esperaría a que el niño naciera para llevárselo o acabaría con él. Strauss así lo hubiera querido. El niño era nefasto. Sentía que había fallado a su amo por no llegar antes que esos dos. Pero no había tenido opción; les seguía el rastro desde Williamstown. Fue temprano a correos a enviar un telegrama con destino a Zurich.

Albert y John se enteraron de que Renacer estaba bastante alejado de San Francisco, no había línea de autobuses que llegara medianamente cerca, pues había que recorrer un largo trayecto por la autopista y luego caminar hasta la comuna. Se dispusieron a movilizarse como lo haría cualquier
hippie
que se preciara de serlo: hicieron autostop al borde de la Ruta Interestatal 280. Un hombre en una vieja camioneta los dejó en el camino que los llevaría a Renacer. Era ya casi mediodía cuando enfilaron rumbo a la comuna, el paisaje era bastante agradable aunque un poco más largo de lo que habían figurado. A medida que avanzaban, encontraron letreros que parecían ser el símbolo de la comuna: una cruz egipcia sobre un sol naciente. Cansados por la larga caminata llegaron a un lugar donde se veían unas cuantas cabañas, dos remolques y un autobús pintado hasta el tope con dibujos psicodélicos, además de tierras cultivadas, vacas y un gallinero que debía estar por algún lado. A aquella hora del día, no parecía haber mucha actividad en el lugar. Entraron pasando bajo un enorme letrero que decía: «Renacer». Un hombre cabizbajo venía caminando en dirección a ellos, delgado y bastante bien parecido, pero como todo en el lugar, lucía un poco triste. Aquello llamó la atención de John. Esperaba encontrar un ambiente más optimista.

—Buenos días —saludó.

—Buen día hermanos, paz y amor... adelante, se ven un poco cansados.

—Gracias —contestó Klein, tocando el brazo de Albert, que hacía ademán de sacar la foto—, nos han hablado tanto de este lugar que decidimos venir.

—Bienvenidos, soy Billy. No les puedo presentar al resto porque tenemos un problema estos días —dijo Billy contrariado.

—Soy John. Él es Albert. Venimos del Este. ¿Cuál es el problema?

—Una de las chicas está enferma. Creo que tiene problemas con el embarazo. ¿Por casualidad sabes algo de eso? —A pesar de saber de medicina Billy no podía soportar el dolor que tal acción envolvía.

—Bueno yo... creo que podría ayudar —contestó Albert—, he traído unos cuantos al mundo.

—¡Bien! —se animó Billy—. Te llevaré con Sofía, el destino te puso en este camino, hermano.

Albert y John se miraron. La afirmación no podía ser más cierta. Todos fueron hacia la cabaña grande; en una esquina, tres chicas sentadas sobre unos cojines estaban conversando al lado de una mujer que yacía en una colchoneta. Albert la reconoció de inmediato y se acercó. Sofía clavó sus ojos en él e intentó incorporarse. Tenía el rostro embotado y pálido, los labios agrietados, Albert supo que estaba mal.

—Sofía... querida, no temas, no he venido a llevarte conmigo. Sólo quiero saber si estás bien —dijo Albert, acercándose a ella.

—¿A qué has venido? —preguntó ella entre dientes, mirándolo con indiferencia.

—Tu madre se encuentra muy mal, desea saber que sucedió contigo, Sofía, ¿por qué huiste?

—Tengo derecho de ir donde quiera. A mi madre no debía preocuparle mi vida.

—Perdón... Albert —intercedió Billy—. Sofía no está en condiciones de discutir con nadie. Necesita ayuda. Es una mujer adulta para hacer de su vida lo que quiera.

—Billy, no deseo discutir. Quisiera hablar con Sofía a solas, si es posible.

Ella miró a Billy y asintió con un gesto. Todos se retiraron. John también lo hizo.

—Sofía, Paul está vivo —los ojos de Sofía cobraron un brillo inusitado, Albert se apresuró en aclarar—: Está en Suiza, ahora tiene un importante laboratorio. Tu abuelo lo apartó de ti.

—¿Paul? —musitó ella— él me amaba...

—Dios sabe que no deseo que sufras, pero tenía que decírtelo. Tu madre está desesperada, regresa con nosotros.

—Tengo problemas con mi embarazo, y falta muy poco para que nazca el bebé. Según mis cálculos, en cuatro semanas debo dar a luz —dijo Sofía mirando al vacío. Casi arrastraba las palabras—. Tengo eclampsia.

—¿Cómo lo sabes?

—Soy médica. Lo sé. Además, siento que el cordón umbilical está ejerciendo un fuerte tirón. Mi estado no es normal.

—Te llevaré a un hospital. ¿Por qué no fuiste antes?

—No lo sé... —dijo Sofía cerrando los ojos— ya no sé nada. —Un rictus de cansancio apareció en su rostro, parecía haber envejecido, Albert notaba que Sofía se estaba dando por vencida.

—Pequeña, sé lo que sientes, déjame ayudarte, quiero hacer algo por ti —al contemplar la cara de Sofía, invadida por una mezcla de desesperanza y sufrimiento, Albert sintió como si algo en su interior se estuviera partiendo. No era la Sofía que él conocía. No la que tenía enfrente, Dios, ¿qué habían hecho?

—Lo siento tanto, papá... ayúdame. Ayuda a mi hijo, no dejes que el abuelo se lo lleve. De ser así, prefiero morir con él en mi vientre.

—No, Sofía, no lo permitiré. No morirás. Te llevaré a un hospital. No tengo nada que perdonarte, pequeña, tú me tienes que perdonar a mí, a nosotros.

Albert se incorporó y salió en busca de Billy.

—Necesitamos trasladarla a un hospital. Ahora.

—Por supuesto —aseguró Billy—. Gracias, Albert.

Entre John, Billy y Albert sujetaron el colchón a manera de camilla y ayudaron a instalarla dentro del autobús. También subieron unos cuantos de la comuna. Billy se puso al volante. Sofía cerró los ojos, parecía haberse quedado dormida.

—¿Qué sucede con Sofía? —preguntó John.

—Tiene eclampsia.

—¿Y que rayos es eso?

—Es un trastorno tóxico que se desarrolla en la fase avanzada del embarazo. Pronto tendrá convulsiones más seguidas y posiblemente entre en coma. Ojalá no sea demasiado tarde.

—Creo que es muy tarde para mí... estoy en la fase final.

Sofía abrió los ojos y parpadeó tratando de enfocar la vista. No podía ver con claridad, percibía destellos de luz y veía doble. Una de las mujeres le puso un grueso trapo entre los dientes y entre todas la sujetaron.

—¿Qué sucede? —preguntó alarmado John.

—Va a empezar a convulsionar, vamos, ayúdanos a sujetarla —dijo Albert.

A una velocidad endiablada fueron conducidos por Billy por la 280 hasta llegar al Hospital Alameda, de la avenida
Clinton
. Paró en la puerta de emergencias, Klein bajó y dio aviso para que acudieran con ayuda. Un par de minutos después Sofía era trasladada en una camilla rodante, mientras Billy aparcaba el vehículo.

John trataba de conservar la calma para imponer tranquilidad entre los compañeros de Sofía. Billy, anonadado, se sentía culpable por no haber actuado antes. El heterogéneo grupo de estrafalarios individuos estaba en una fría sala de espera mientras a Sofía le efectuaban los análisis y chequeos para verificar su estado. Albert aclaró que era médico y lo dejaron entrar.

—Señora Garrett, soy John Klein. Encontramos a Sofía.

—¡Oh, gracias, Dios mío! ¿Dónde está? ¡Quiero hablar con ella! —exclamó Alice al otro extremo de la línea—. ¿Y Albert?

—Está bien, estamos a la espera. Sofía dará a luz dentro de unos momentos. Tome el primer vuelo al aeropuerto de Oakland y diríjase al Hospital Alameda.

No quiso ser más explícito, prefería que hablase con Albert. Justamente venía por el largo pasillo de luces de neón.

—Al, llamé a Alice y le dije que viniera.

—Gracias, John. —Lo miró con gesto de preocupación, y sin decir nada fue hacia una ventana. Se sentó en el alféizar, recogió las rodillas y apoyó su barbilla en los puños. John no quiso interrumpir su silencio. Él lo conocía, sabía que deseaba estar solo.

Lejos, un poco retirado de Billy y los suyos, John vigilaba el fino perfil de su amigo. La nobleza de sus rasgos parecía acentuarse con el sufrimiento. En esa postura distante, parecía rodeado de una barrera invisible que lo protegía de cualquier eventual intromisión. Desde chico había sido así, y era lo que siempre había admirado en él.

Billy se le acercó.

—No hice lo indicado, John, debí traer a Sofía a la fuerza si era necesario, pero ella parecía tan... parecía ser capaz de soportar cualquier eventualidad —dijo Billy con manifiesta preocupación.

—Ya es tarde para cualquier clase de recriminación. Dime, Billy, ¿cómo os conocisteis?

—Estábamos en una protesta en San Francisco, tú sabes, no estamos de acuerdo con lo de Vietnam. Sofía apareció en la protesta, se nos unió; después supe que pasaba por ahí y se quedó con nosotros.

—Y se fue a la comuna con vosotros.

—Estaba desorientada, emocionalmente perturbada. Sabes, John, soy psiquiatra de profesión, abandoné mi cómoda vida en Los Ángeles en busca de algo mejor. Tuve una larga conversación con Sofía y realmente su vida no fue un lecho de rosas. Siempre me produjo la impresión de que sentía que se encontraba en el mundo por equivocación.

—Tal vez tengas razón —concluyó John.

Una doctora se acercó preguntando por la persona responsable o algún familiar de Sofía Garrett. Billy y Klein se pusieron de pie al mismo tiempo. Albert se les unió.

—Lamento decirles que el diagnóstico no es muy esperanzador. Existen extensas alteraciones en los tejidos, el mecanismo básico de la toxemia eclamptogénica consiste en un espasmo arteriolar generalizado que en su grado más extremo, como el que tiene la paciente, puede tener como resultado hipoxia tisular. Tiene una avanzada necrosis hemorrágica en el hígado, el edema visible exteriormente se ha extendido al cerebro, y en la placenta puede haber un aumento de los depósitos de...

—Perdón, un momento, no entiendo —interrumpió Klein.

—Descuide, doctora, yo sí la entiendo —dijo Albert.

—Bien, en ese caso, creo que lo más conveniente sería que la paciente accediera a que se le practicase una cesárea, porque la criatura corre grave riesgo, de seguir sometida a las convulsiones de la madre, que cada vez se harán más frecuentes.

—¿Se lo ha explicado todo? Ella es médica.

—Creo que es consciente de eso y es incomprensible por qué dejó que llegase todo tan lejos.

—Hablaré con Sofía —resolvió Albert.

—Creo que lo mejor será que vayamos ambos, después de todo, soy el padre de la criatura... y el psiquiatra de Sofía —aclaró Billy.

La doctora los observó, los dejó solos y se alejó mirando el cielo raso pensando que todos eran iguales. A Albert le pareció un absurdo recurso de parte de Billy. Se vio a sí mismo y comprendió que aquella doctora no encontraba ninguna diferencia entre los dos.

A pesar de tener los ojos hundidos bajo la hinchazón de los párpados, la mirada de Sofía era lo único reconocible en ella. Billy se le acercó y le tomó la mano, con ternura acomodó algunos cabellos esparcidos sobre su rostro y le dio un beso en la frente.

—Tranquila, Sofía, pronto acabará todo... —murmuró muy cerca de su oído.

—Lo sé —contestó Sofía.

—Tengo que hablar contigo, Sofía —dijo Albert.

—Amigo, no creo que sea el momento más apropiado...

—¿Y cuál es el momento apropiado? —preguntó Albert con rudeza.

—Deja que diga lo que vino a decir —intercedió Sofía— y que sea pronto, porque no sé por cuánto tiempo más permaneceré consciente. —Su cara hizo un gesto de dolor, pero de inmediato se mostró serena.

—Nos dijo la doctora que tu salud no es muy buena —empezó diciendo Albert.

—No me digas lo que sé. Sólo dime qué es tan importante.

—Tu madre me envió a buscarte. Ella desea que regreses a casa, dice que cortó los lazos con tu abuelo, que jamás volverá a verlo, que le perdones si en algún momento creíste que ella deseaba alejarte, pero que eras tú quien deseó permanecer al lado de él todos estos años, tu madre no sabe que estás embarazada, ni siquiera sabe aún que te encontré. No tuve tiempo de avisarle.

—Si tengo mi hijo, mi madre lo entregará a mi abuelo.

—No lo hará. Estoy seguro.

—No deseo que él sepa que yo tendré un hijo.

—No lo sabrá, Sofía, tu hijo se quedará en Renacer, te prometo amarlo y cuidarlo... —intercedió Billy.

—Billy, sabes bien qué pienso acerca de la comuna —dijo Sofía—, no es nada en contra tuya, pero debo dejar a mi hijo protegido. Y no sé cómo hacerlo. No deseo que sufra.

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