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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (37 page)

Sofía esperaba un hijo. Todos se adjudicaban la paternidad de la criatura, pero ella sabía que el padre era Billy. Y era probable que lo hubiese concebido la primera noche que estuvo con él. Sofía se había ganado su lugar y era muy apreciada en Renacer al igual que Billy. Entre los varones sus dotes de amante insaciable le dieron renombre, pero no era más que el resultado de la herencia genética que llevaba consigo. En la vorágine que rodeaba su vida, dejó de lado el profundo amor que sintiera por Paul, y al tratar de olvidarlo se sumergió en un mundo irreal, donde únicamente existían destellos de dolorosa lucidez, cuando no se encontraba bajo los efectos de los alucinógenos o estaba sola alguna noche en su colchón.

De regreso en Williamstown, Klein fue directamente a casa de los Garrett. Lo atendió el ama de llaves. Alice regresaría de Nueva York al día siguiente. De haberlo sabido, él la hubiera visitado allá antes de tomar rumbo a Williamstown. Oportunidad perdida... pensó Klein. Dando un suspiro, tomó camino de regreso y pasó por la clínica de Albert.

—Hola Al.

—¿Tienes alguna noticia? —preguntó Albert, con la ansiedad reflejada en el rostro.

—No, por desgracia. Creo que la subestimé. Tal vez no se encuentre en el país. Busqué a lo largo de la costa Oeste, no sé si desees que continúe con el resto del país.

—No lo sé. Ya no sé qué pensar.

—Me gustaría hablar con Alice. Tal vez sepa algo que me pueda ayudar. Sabes, Al, no comprendo por qué es tan importante encontrar a Sofía. ¿Hay algo que me estáis ocultando?

—No, John... Aunque te parezca raro, yo también me he preguntado si no sería mejor dejarla vivir su vida, confieso que en un principio me preocupé, pero creo que ya es hora de olvidar el asunto. Sin embargo, Alice no está bien. Presiente que su vida corre peligro, no podría explicártelo, pero está muy preocupada.

—¿Por un presentimiento? —John no podía creer lo que escuchaba—. Albert, si existe algo que deba saber, y que no me hayan dicho, no cuentes conmigo. Debo trabajar basándome en la verdad. Piénsalo y me llamas.

Albert se quedó en silencio.

—Es difícil de explicar, John, no creo ser la persona apropiada para hacerlo.

—Si Sofía huyera de vosotros no hubiese venido a América, luego, debe huir de su abuelo. ¿Es eso? ¿Por qué huir de alguien? A no ser que, como dices, su vida corra peligro.

—Preferiría no hablar de eso, John. Agradezco todo lo que hiciste.

—Enviaré el estado de cuenta —dijo John y salió.

John Klein necesitaba urgentemente darse un baño y descansar en su propia cama. Apenas terminaba de ducharse, cuando escuchó el timbre del teléfono.

—¿Señor Klein? Habla Alice Garrett.

—Buenas tardes, señora Garrett —la voz de aquella mujer era aterciopelada como el durazno... como debía ser toda ella, pensó Klein.

—Mi esposo llamó diciendo que debía comunicarme con usted. También dijo que no sabe nada de nuestra hija.

—Precisamente deseaba hablarle de eso, señora Garrett. Hice lo que pude, pero creo que hay algunos detalles que usted no me contó. Por ejemplo, no me dijo que estaba huyendo de su abuelo —un largo silencio siguió a esas palabras—, de haberlo sabido antes, tal vez hubiera empezado por investigar qué la indujo a huir del señor Conrad Strauss —prosiguió Klein—, ¿hay algo que Sofía deba temer de su abuelo?

—Señor Klein, estuve pensando todo este tiempo que quizás sería mejor dejar que mi hija hiciera de su vida lo que quisiera. Creo que no debería seguir investigando su paradero.

La voz de Alice se escuchaba extrañamente lejana. Un radical cambio de actitud. Klein podía captar que aquella mujer ocultaba una tristeza que le era difícil disimular. Algo así como un deseo no cumplido, una evocación dolorosa que Klein captaba en toda su profundidad. Sintió la necesidad de suavizar su actitud, algo le decía que lo que necesitaba era apoyo, no ser objeto de interrogatorios que no estaba capacitada para responder.

—Querida Alice, se hará como usted diga. Si aún me necesita puede contar conmigo, no importa en qué circunstancias, puede estar segura de que yo estaré de su parte. Si después desea que prosiga con la búsqueda, lo haré. Discúlpeme si fui demasiado brusco con mis preguntas, pero son resabios de antiguo comisario de policía...

—Gracias, John... le agradezco todo lo que ha hecho, sé que puso todo de su parte... pero hay cosas en la vida que no siempre son como uno las desearía... ¿verdad? Dejémoslo así, y que sea lo que Dios quiera —la voz de Alice parecía poder quebrarse en cualquier momento —. Buenas tardes, John.

Klein colgó el auricular conmovido. Aquella mujer en cualquiera de sus facetas, tenía la virtud de sacudirlo. No podía dejar de pensar en ella, sentía unos enormes, descontrolados deseos de atender sus menores deseos, él sabía que ella quería que siguiera buscando a Sofía, pero no que hurgase en la vida de su padre. Presentía que detrás de todo aquel tinglado debía ocultarse algo sórdido que Alice no deseaba sacar a la superficie. Definitivamente era una mujer misteriosa. Una razón más para captar su atención. Aceptó que estaba enamorado de Alice. No podía ser otra cosa. Cuando la vio por primera vez no pudo apartarla de su mente durante largo tiempo. Pero en esta ocasión sentía algo mucho más fuerte. ¡Ah quién fuera Albert!, pensó Klein, mientras imaginaba el palpitante cuerpo de Alice en la cama. Presentía que era una mujer apasionada, y que tras su rostro apacible existía una hembra en celo. Klein sacudió la cabeza tratando de ahuyentar las ideas que rondaban su mente. Le ocurría cuando pensaba en Alice. Y era todo el tiempo. Estaba aprendiendo a vivir con eso.

Esa noche le era imposible dormir. Daba vueltas en la cama tratando inútilmente de encontrar una posición que le permitiera conciliar el sueño. Se sentó un rato mientras observaba las manecillas del reloj despertador cuya luz fosforescente brillaba en medio de la noche: tres y treinta.
¡Diablos!
Se dijo. Fue a la cocina y se sirvió un vaso de leche. Después de pensarlo mejor, se sirvió un whisky. Mientras el líquido quemaba su garganta supo que aquella noche no dormiría más. Las palabras de Alice Garrett le habían sonado como una llamada de auxilio.

—Al demonio con el abuelo Strauss, no está en mi jurisdicción—, razonó, como si aún perteneciera a la policía.

Albert tampoco podía dormir. Reconocía que Conrad Strauss tenía el extraño poder de apaciguar a las personas. Él mismo había sido objeto de situaciones extrañas frente a Strauss, tenerlo cerca y desear complacerlo era automático. Mientras recordaba, pensó que podría haber sido víctima de hipnotismo sin saberlo... ¿Acaso las personas que eran hipnotizadas lo sabían? En definitiva Strauss no le era simpático. Cuando se encontraba lejos de su alcance le era francamente antipático. No comprendía la adoración de Sofía por su abuelo. ¿Sería hipnosis? Conrad Strauss, el enigmático, en apariencia tan agradable que se sentía la tendencia a agradecer su presencia... El hecho era que Sofía estaba desaparecida y el abuelo jugaba un papel importante en ello. Albert sabía muy bien que el carácter de Sofía era fuerte, centrado. De pequeña siempre había sido madura para su edad. Y siempre se había salido con la suya. Probablemente la desaparición del novio desencadenó en ella una reacción de rebeldía, ni más ni menos que contra su abuelo. Se rebeló contra la idea de no poder amar y ser mujer, de vivir bajo la constante presión de no poder ser madre algún día por las absurdas creencias del abuelo. Estupideces... murmuró, hablando consigo mismo. Ojalá que donde sea que se encuentre, se halle mejor que antes. Al tiempo que pensaba que Alice sabía exactamente cómo comportarse para hacer que los hombres hicieran lo que ella quisiera. Sin reprimir una sonrisa, dedujo que tal vez su mujer poseía los dones especiales de su padre, pero los utilizaba de manera inconsciente como parte de su argucia femenina.

El sueño se apoderó de él y gradualmente fue quedándose dormido, justo cuando los primeros rayos de sol empezaban a clarear a través de las cortinas de la habitación. Así lo encontró Alice, a su regreso de Nueva York. Era cerca del mediodía cuando Albert despertó y la vio de pie frente a él.

—¿Te sientes bien? —preguntó Albert. El rostro de Alice estaba pálido. Parecía haber llorado.

—John Klein no seguirá buscando a Sofía.

—Creo que es lo mejor, Alice. Olvidemos este asunto de una vez por todas. Si algo malo hubiese sucedido, con seguridad tendríamos noticias.

A partir de ese día, Alice desmejoró notablemente. El peso de la culpa parecía haberse convertido en algo sólido. Abandonó el interés en sus negocios y en la casa de Long Island, y aunque ella no había sido nunca una mujer dada a los excesos, empezaba a beber demasiado. Su conversación se había reducido al silencio. Día a día adelgazaba, la palidez daba a su piel un aspecto casi translúcido, pasaba horas encerrada en el estudio y no había manera de sacarla de su ensimismamiento. Al pasar de los meses Alice estaba irreconocible, parecía un cadáver ambulante.

—Albert... iré yo misma y traeré a Sofía. —Había estado bebiendo. Se sujetaba fuertemente del marco de la puerta.

—Alice, querida, apenas puedes tenerte en pie, ¿qué sucede contigo? ¿No podemos conversar? Te encierras por horas...

—No será ahora, pero mañana te juro que iré a buscarla. Sé que me necesita... es mi hija y no cumplí con ella... la abandoné —dijo Alice por contestación.

—No irás a ningún lado, Alice. Deja que ella viva su vida.

—Tiene que enterarse que su abuelo no mató a Paul. Debe saber la verdad. Paul es un hombre sin escrúpulos... —Alice deslizó la espalda por el marco de la puerta hasta terminar sentada en el suelo. Se tapó el rostro con las manos y por primera vez Albert la vio sollozar—. Mi querida Sofía... te fallé, tú confiabas en mí y te fallé... —susurró.

—Alice, no te culpes, ella decidió su vida.

—¡Ella no decidió nada! ¡Nunca decidió nada! ¿Acaso no te das cuenta? Le fallamos. Ambos. —Albert percibió en su voz un tono de resentimiento.

—Tu padre es un demonio. Él se apropió de Sofía.

—Pero no es un asesino.

—No sé por qué lo defiendes.

—Porque lo amo. Fue el mejor padre del mundo. Albert, no te imaginas... no sabes qué es lo que siento, por un lado mi hija; por el otro, mi padre, y los dos alejados de mi vida para siempre... Ya no sé lo que está bien, ni lo que está mal. Y si Sofía quiere vengarse, seguro que tendrá un hijo. ¿Sabes lo que significa? He llevado una carga pesada que traspasé a mi hija, soy muy egoísta, Albert... no merezco vivir.

Cerró los ojos y recostó la cabeza en el marco. Estuvo así por largo rato, su rostro antes marcado por un rictus de angustia fue adquiriendo placidez, y su respiración aunque acompasada, apenas se notaba, le tomó el pulso, estaba muy débil. Trató de despertarla y no reaccionó. ¿Desde cuánto no probaba bocado? Preocupado, llamó a la asistenta para que la ayudase a llevarla al coche. Era preciso ir a la clínica.

—John... Alice está mal —dijo Albert por teléfono.

—¿Qué sucede?

—Estoy en la clínica con ella. Me temo que el exceso de alcohol y la falta de comida están haciendo estragos, pero no era sólo de eso de lo que quería hablarte. ¿Podrías venir por favor?

John trató de tomarse las cosas con calma, pero estaba alarmado. Todo lo que concernía a Alice le importaba demasiado, sentía no haber sido de gran ayuda. Minutos después se hallaba en la clínica. Alice estaba dormida en una de las habitaciones, y de no ser por la aguja pinchada en su brazo del suero que colgaba a su lado, parecía un cadáver. John contempló su rostro y la admiró una vez más. Etérea como una diosa, pensó.

Salieron del cuarto y regresaron al consultorio. Albert cerró la puerta asegurándose de que no hubiese nadie merodeando cerca.

—John, necesitamos hacer algo. No me conformo con ver cómo Alice se está matando. No ingiere alimentos, sólo bebe, y últimamente demasiado. Es preciso encontrar a Sofía, sé que parecerá absurdo lo que voy a decir pero espero que lo tomes muy en serio.

—Te escucho —dijo John escuetamente.

—El abuelo de Sofía es un mago ocultista. Un hombre con poderes, ¿comprendes? Pero no te hablo de un simple actor de feria. Te hablo de uno de verdad —explicó Albert, mientras captaba el gesto en la cara de su amigo—. Fue quien ayudó a la caída de Hitler.

—No, Albert, creo que cometes un grave error. La caída de Hitler se debió a múltiples factores. La magia no tuvo nada que ver.

—Escúchame, ¿quieres? Debo explicarte algunas cosas para que comprendas y me lo estás poniendo difícil.

—Disculpa. Prosigue.

—Tú sabes sólo la parte del papel que jugó Will en mi vida, pero en realidad, la misión principal de Will fue investigar el paradero de Conrad Strauss; Erik Hanussen, para Hitler. El mago del Tercer Reich. Él odiaba al padre de Alicia porque sabía demasiado. Creo que también le temía, lo buscaba para matarlo. Hanussen escapó de Alemania y fue a vivir a San Gotardo, en Suiza. Will decía que Hitler creía firmemente que con su magia, ese mago ayudaría a derrotar a los alemanes, pues Hanussen conocía tanto a Hitler, que sabía cómo actuar en su contra, pero Will nunca le informó de su paradero. En buena medida creo que por eso me odiaba, yo representaba el principal motivo del fracaso de su misión. Lo dijo tantas veces antes de...

—Lo que cuentas es muy interesante, pero no veo qué relación tiene con lo que está sucediendo con tu mujer, o con lo de Sofía —interrumpió John.

—Alice tuvo a Sofía en contra de los deseos de Strauss. Según ella, su padre estaba firmemente convencido de que su descendencia sería nefasta, era el motivo por el cual a pesar de ser Alicia su única hija, no deseaba que engendrase. Sé que suena estúpido y discutí con ella varias veces al respecto, pero ella cree firmemente en el poder de su padre. Me contó que él le había confiado que un hombre misterioso había cambiado su vida para siempre, y que a cambio de la obtención de conocimientos que lo harían un hombre muy rico, debía cumplir con un juramento. El hombre era el señor de Welldone.

—Perdóname, Albert, pero no creo que estés hablando en serio —expresó John, asomando una sonrisa de incredulidad—. Lo que dices es inadmisible, estamos en pleno siglo veinte, ¿realmente crees en toda esa basura?

—Te cuento lo que Alice dijo. Y no creo que sea basura. Conrad Strauss, es uno de los hombres más poderosos de Europa. No se obtiene dinero y poder de la nada; convertirse en mano derecha y consejero de un hombre como Hitler para llevarlo al poder, no debió ser sencillo. Pero él era tan poderoso que Hitler deseaba su muerte. Lo que importa de todo esto es que Sofía no debía tener descendencia, pues su abuelo no lo permitiría, fue por eso que compró a Paul y lo alejó de ella. Conozco a Sofía, sé cómo piensa, si desea castigar a su abuelo aún a costa de sí misma, lo hará. Lo único que se me ocurre es que se debe haber propuesto tener hijos. —Dio un fuerte suspiro y terminó—: Para serte sincero, yo ya no sé qué creer.

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