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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (34 page)

Empezaron a salir a almorzar, después los almuerzos se transformaron en cenas, y una noche Paul la llevó al alojamiento que había alquilado cerca al lago de Zurich, una vieja casa donde él ocupaba dos habitaciones en la parte alta. Era la primera vez que Sofía estaba a solas con un hombre, se sentía un poco incómoda y al mismo tiempo algo ridícula. También por primera vez le daba miedo no gustar a un hombre. Pero Paul era paciente, se dio cuenta de que ella por inverosímil que pareciera, aún era virgen, y la trató con delicadeza.

—Sofía... eres hermosa, nunca imaginé que fueras tan bella... —dijo Paul admirando su desnudez, mientras veía su turbación al verse expuesta ante sus ojos—. Te amo, Sofía.

—Yo también te amo... Paul.

Aquella no fue la única vez que hicieron el amor. En los días posteriores siempre encontraron tiempo para amarse. Sofía era feliz, ya no le interesaba la búsqueda de la verdad, ni los ritos de purificación que su abuelo le enseñara, todo lo aprendido hasta entonces quedaba atrás, ella empezaba a vivir, a sentir y a entregarse como lo haría una mujer enamorada. En medio de sus deseos y ansiedades, ninguno de ellos veía el mundo que les rodeaba, se había desatado el torbellino de pasiones que Sofía llevaba dentro, y que por derecho ancestral le pertenecía. Y en aquel marasmo creado por los sentimientos que los embargaban, no se daban cuenta de que eran vigilados. Fasfal se movía entre las sombras, enviado por Strauss. Su deber era cuidar de Sofía, cuidar de que no perteneciera a nadie, cuidar de que se apartara de las malas compañías. Strauss creía que aún podría manejar a Sofía, que el dolor le duraría un tiempo, pero evitaría que llegado el momento faltase a su palabra. Él sabía que por amor se era capaz de cualquier cosa y esta vez no permitiría que ocurriese lo mismo que había sucedido con Alicia.

Conrad Strauss se hizo el desentendido acerca de la relación que su nieta mantenía con el americano. Sofía llegaba cada vez más tarde a casa, y eso sólo tenía una explicación. Observaba sus reacciones, y constataba que era indudable que estaba enamorada. El amor como todo sentimiento, no se puede ocultar... pensaba con tristeza, lástima que tuviera que terminar. Esperaba que su nieta hubiese estado tomando anticonceptivos, de lo contrario no quería ni pensar en lo que podría suceder. Sofía no le había dicho nada aún y él no iba a ser quien preguntase.

Sofía y Paul alquilaron una pequeña pieza, pensando que de esa manera no despertarían sospechas, donde disfrutaban momentos apasionados y aquella tarde, ella estaba como siempre, esperando anhelante el momento en el que Paul cruzara por la puerta y la tomara en sus brazos. Había decidido contárselo a su abuelo, la felicidad no le cabía en el pecho, deseaba compartirlo, y lo haría con quien era su más cercano amigo y casi un padre. El día anterior Paul le había propuesto matrimonio y ella había aceptado, esperaba que su abuelo compartiera su felicidad y esperaba también que Paul, cuando conociera la verdad de su vida, la siguiera amando. Tal vez comprendería la razón para no desear hijos... Se sirvió un vaso de agua para tranquilizarse; Paul estaba tardando un poco más de lo acostumbrado. Solía ser puntual. Tal vez algo en el trabajo lo había retrasado, pensó Sofía. Pero los minutos corrían y el reloj de pared marcó las siete de la tarde. Transcurrieron otras dos horas. Presintió algo grave. Salió del apartamento y subió al coche conduciendo hasta el laboratorio.

—¿El doctor Connery aún se encuentra en el laboratorio? —preguntó en la caseta de vigilancia.

—No doctora Garrett, salió hace... déjeme ver —el hombre se fijó en el cuaderno de entradas que tenía delante— se fue a las cinco menos cuarto.

—Gracias —respondió Sofía. Volvió al apartamento y vio que no había ni rastro de Paul. Un oscuro sentimiento empezó a germinar en su mente. Cerró los ojos y trató de tranquilizarse. Regresó al coche y fue a casa. En el trayecto esperaba que Paul hubiera tenido algún contratiempo, o que tal vez estuviera con alguna chica, lo prefería, ante el miedo de que algo terrible le hubiese sucedido.

Su abuelo se encontraba en casa, estaba en la biblioteca leyendo un libro antiguo. Otro de sus temas favoritos, pensó Sofía.

—Hola, abuelo.

—¿Qué milagro te trae tan temprano a casa? —preguntó Strauss— ¿Te ocurre algo?, pareces nerviosa.

—No, abuelo, sólo un poco cansada —dijo Sofía y desapareció escaleras arriba. Le urgía estar a solas. Esperaba que el teléfono sonase en cualquier momento y la voz de Paul la volviera a la vida. Casi a las once de la noche llamó a su casa. Nadie contestó al teléfono. Sofía supo que algo había sucedido. Supo que sus temores eran ciertos y sospechó quién era el responsable de todo. Fue directamente a la habitación de su abuelo y abrió la puerta sin llamar. Estaba furiosa. Conrad Strauss parecía esperar su llegada, aún leía, sentado en su sillón bajo la lámpara. Levantó la vista fijándola en el rostro atribulado de su nieta.

—¿Ocurre algo, Sofía? —volvió a preguntar.

—Sí abuelo, sí ocurre, ¿qué le has hecho a Paul? —preguntó airada. Estaba segura que él había tenido que ver con su desaparición, recordando algo parecido con anterioridad.

—¿Yo? ¿Al doctor Connery? No comprendo a qué viene la pregunta. En primer lugar, ¿qué tiene que ver él conmigo?

—No es contigo. Es conmigo. Tú debías saber que nos amamos, hoy te lo iba a decir, pero él ha desaparecido.

—Querida Sofía, créeme, lo siento mucho... yo no sabía tu relación con el doctor Connery. Pero tranquilízate, tal vez haya decidido salir de viaje de improviso, tal vez no tuvo tiempo de avisarte...

—No, abuelo, no es posible. Él me lo hubiese dicho. Sé que algo malo le ha sucedido. ¡Dime que no fuiste tú, por favor! ¡Dime que no le hiciste, ni dijiste nada! —Sofía sollozaba incontenible, era la primera vez que Strauss la veía tan desesperada—. ¡Abuelo, por lo que más quieras, dime que no le sucedió nada malo! ¡Por favor... abuelo!

—Sofía, pequeña, cálmate... tranquilízate —Strauss abrazó a su nieta mientras sentía que algo se le quebraba por dentro.

—Presiento que él ya no está más... ya no está más... siento que se fue... ¡Abuelo, deseo morir, no quiero seguir viviendo, si no puedo ser feliz!

—Sofía... a ti te ha tocado llevar una vida excepcional... no la eches a perder, ten confianza en ti misma, tú has venido a este mundo para algo más que sólo sufrir, recuerda todas las enseñanzas, ¿no aprendiste nada? Tranquiliza tus sentidos, no te entregues a las miserias humanas... elévate sobre el sufrimiento... todo pasará, todo, todo pasará... —dijo Strauss abrazando a su nieta mientras la mecía como si fuera un bebé.

De pronto, Sofía se separó bruscamente y fijó sus ojos en los suyos, una mirada que sobrecogió a Strauss.

—Si le hiciste algo a Paul... jamás volverás a saber de mí. Y al demonio con tus miserables creencias, te juro que tendré tantos hijos como pueda ser capaz para asegurar mi descendencia, no importa de quién sean. Es mi última palabra y no daré marcha atrás. —Se dio media vuelta y salió de la alcoba.

Strauss se quedó inmóvil. No había calculado aquella reacción. ¿Habré cometido algún error?, se preguntó. Él sólo había deseado su bien... no quería que sufriera... ¿hasta cuándo iba a durar todo esto? Se encogió en el sillón y mientras las lágrimas pugnaban por salir y el dolor traspasaba su pecho, miró hacia arriba en un gesto de impotencia.

—¿Cuánto más debo sacrificar para borrar el mal? A cambio de todas las riquezas con las que me has colmado, me has arrebatado la felicidad... ¡Ah, como envidio a los indigentes que no tienen más que preocuparse por su siguiente comida! Sé que cometí un terrible error, pero te pedí perdón tantas veces... creí que había sido perdonado... Paul es un desgraciado que no la merece... —la mente delirante de Strauss lo llevaba por derroteros insospechados. El hombre luchaba consigo mismo para conservar la cordura, pero ésta se alojaba en sus creencias, y él era consciente de que éstas eran antagónicas con la ayuda divina.

Sofía tenía la mirada fija en el teléfono. Esperó inmóvil durante horas, se negaba a creer que Paul hubiera desaparecido de su vida. Esa noche no durmió aguardando un signo de vida. Pero aquella llamada nunca llegó. Pasó todo el día siguiente con la angustia de no saber nada, ni un aviso, ni una llamada, nadie sabía nada de él. Sólo algo podía haberle sucedido: estaba muerto. Para Sofía estaba claro.

Casi a medianoche entró como una tromba en el dormitorio de su abuelo. Él tampoco se había acostado, envuelto en un albornoz se hallaba de pie frente a la puerta de vidrio de la terraza oteando la oscuridad.

—Eres un asesino, un psicópata. Te odio, espero no volverte a ver más en lo que me reste de vida. ¡Ah! Y otra cosa: Te prometo muchos nietos. ¿También los mandarás matar? ¿O quizá sea yo la próxima? —dijo Sofía. Su voz sonaba como un latigazo.

—¡Sofía! No... No soy un asesino. Yo sólo quiero tu bien... —Strauss estaba sobrecogido de temor, era la primera vez que su nieta mostraba aquella faceta tan recordada por él.

—No creo en ti ni en tus malditos ritos, ahora me doy cuenta que fue una componenda entre mi madre y tú. ¿Deseabas mantenerme alejada del mundo para satisfacer tus estúpidas creencias? Razón tenía mi padre cuando deseó matarte, ojalá lo hubiera hecho. ¡Hipócrita! Iros al demonio tú y tus ejercicios de paz y meditación, y ojalá te pudras en el infierno. Deseo que sufras tanto o más que yo, aunque no creo que lo hagas, porque tú no tienes alma, ni principios, tú no tienes sentimientos...

—Tu madre nada tiene que ver en esto, no quiero que sufras... Paul no te merece...

Las últimas palabras fueron casi un susurro. Sofía había desaparecido tras la puerta. Se encerró en su habitación. «Tu madre nada tiene que ver en esto... Paul no te merece...» Aquellas palabras confirmaban sus sospechas. El infeliz de su abuelo había segado la vida de Paul. Preparó algunas pertenencias en una pequeña maleta. Compraría un pasaje a París. Deseaba salir cuanto antes de aquella casa, deseaba encontrarse lejos de Conrad Strauss.

En el umbral de la puerta se topó con Fasfal. ¿Qué hacía Fasfal en Zurich?, se preguntó Sofía. El peculiar hombrecillo de ojos rasgados se interponía entre ella y su libertad. Los ojos de Sofía parecían unos taladros. La expresión de su rostro se había transformado, no parecía la misma persona. Fasfal sintió un estremecimiento, pero no se movió de la puerta, eran órdenes de Strauss. Ella se le acercó despacio, y tal como él mismo le había enseñado, antes de que Fasfal pudiera darse cuenta de nada, con una veloz e insospechada energía, lo arrojó unos cuantos metros de la puerta. Instintivamente Fasfal se repuso e intentó atacarla, pero Sofía lo tomó de la muñeca con tal fuerza y rapidez que sorprendió al hombre.

—No te atrevas... no te atrevas, maldito... sabes que soy capaz de matarte —murmuró Sofía muy bajo, justo en su oído.

Fasfal quedó inmóvil, sin atreverse a hacer nada. Tenía el terror reflejado en el rostro, él sabía quién había sido el padre de Sofía.

—Deja que salga.

Sofía miró hacia la escalera lanzando la misma fiera mirada a su abuelo. Sin palabras le estaba diciendo que aquella decisión ya no dependía de él. Abrió la puerta y se perdió en la noche.

30
La búsqueda

Cuando Alice colgó el teléfono sintió que su mundo perdía estabilidad. No comprendía los motivos que podía tener su hija para hacer algo semejante. Su padre no lo sabía o
no se lo había querido decir
, razonó. Había percibido visos de culpabilidad en su voz. Según él, Sofía había enloquecido luego de la desaparición de su novio, un joven llamado Paul Connery, procedente de Williamstown. Ese solo hecho ya era para Alice bastante peculiar. «Ella me insultó, me culpó de su muerte y dijo que jamás volvería a verla», fueron sus palabras, y para Alice, aquella reacción era insólita, porque sabía que su hija lo adoraba. Estaba segura que debió suceder algo grave. Por lo pronto lo necesario era localizar a Sofía. Su padre había seguido su pista hasta París. En el aeropuerto le habían informado que Sofía Garrett había tomado un vuelo con destino a Nueva York.

Albert también quedó estupefacto con la noticia. No tenían idea de lo que ocurría. Y Alice deseaba encontrar a Sofía.

—John Klein —dijo Albert—, es el único que nos puede ayudar.

—¿John Klein? ¿No era el comisario de policía que...?

—El mismo. Se retiró hace unos años y ahora es investigador privado —interrumpió Albert.

—No confío en los investigadores. No deseo que todo el pueblo lo sepa.

—Amor, es
privado —
subrayó Albert—, eso significa que se debe a su cliente. Es como un médico y su paciente: confidencial. Confío plenamente en él.

—¿Tú crees que debemos hablar con él?

—Lo creo, es más, es imperativo, no podemos quedarnos de brazos cruzados, Sofía debe andar en cualquier lugar, sola, ella no está acostumbrada, no debe haber sido fácil. Tu padre siempre me pareció demasiado extraño.

—No lo conociste bien, no puedes opinar así.

—A veces no es necesario hablar mucho con una persona. Todos estos años de separación de la única familia que tiene, su afán de hacerse cargo absoluto de Sofía... creo que somos culpables de todo esto.

—Pienso como tú, me deshice de la responsabilidad. No quise asumirla.

—¿Es que de veras crees que Sofía no debería tener hijos? Aquella historia absurda, nefasta, de tu padre, es demasiado fantasiosa. Perdóname Alice, pero pienso que es un paranoico. No debimos permitir que nos separase de Sofía tantos años. Ya lo decidí. Hoy mismo hablaré con John.

—Albert, nunca desafíes los conocimientos de mi padre —dijo Alice con pesadumbre— ¿Deseas que te acompañe? —agregó.

—Prefiero ir solo.

El pequeño letrero «John Klein —Investigador Privado» lucía extraño. Por sus dimensiones parecía que deseaba pasar inadvertido. Albert hizo sonar el timbre. Luego de unos instantes escuchó:

—¡Adelante! Está abierto...

—Hola, John, suerte que te encontré.

—Hola Al, qué sorpresa, tú por aquí. ¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó John—. Siéntate. Tenía varias cajas de cartón sobre el escritorio, parecía estar acomodando revistas viejas. Retiró las cajas del escritorio y esperó.

Era una oficina de tamaño mediano, un escritorio y dos sillones para visitantes. Los muebles parecían sacados de una venta de objetos de segunda mano, donde nada combinaba; un cenicero de aluminio rebosaba de colillas.

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