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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (31 page)

—Querido Albert —dijo Strauss, con su usual rostro amable— creo que mi nieta se quedará en Suiza el resto del verano.

—¿Lo consultó con Sofía?

Strauss ladeó la cara y sonrió.

—Por supuesto, querido, no diría algo semejante de no haberlo pedido ella.

—Prefiero llevarla con nosotros, no está acostumbrada a permanecer fuera de casa largo tiempo.

—Estará conmigo, Albert, deseé durante muchos años conocerla, y esperé pacientemente que partiera de Alice la idea de traerla. Nunca interferí en su vida ni en la de ustedes, creo que me he ganado el derecho de conocer a mi nieta.

La sonrisa había abandonado el rostro de Strauss, sin embargo sus facciones seguían conservando la placidez que tanto molestaba a Albert. Se adelantó en el asiento descruzando las piernas y habló en tono de intimidad.

—¿Verdad que desearías dejarla conmigo?

—Por supuesto, señor Strauss. No tengo inconveniente —respondió Albert con presteza.

—Eso supuse yo.

Conrad Strauss volvió a cruzar las piernas y retomó la estampa que quedaría grabada para siempre en la memoria de Albert.

—Excúseme, señor Strauss, debo hablar con Alice.

Strauss hizo una ligera venia con la cabeza sin moverse del asiento y miró con una sonrisa indefinible la espalda de Albert perdiéndose tras el arco de la puerta entreabierta.

Días después, Albert y Alice regresaban a Williamstown.

Caminando por el angosto sendero empedrado que conducía hacia la entrada principal del castillo de San Gotardo, Conrad Strauss veía satisfecho el rostro arrebolado de su nieta. Ella miraba maravillada el castillo; sentía que estaba penetrando en las páginas de un cuento de hadas, nada comparable a aquello podría haberla hecho sentir de esa manera en Williamstown. Sonriente, con los ojos brillantes, se volvió hacia él.

—Nunca me habían hablado de esto. Jamás pensé entrar en un castillo de la familia.

—El castillo no siempre perteneció a nuestra familia. En 1928 lo compré a un conde venido a menos. Tu madre y yo vivíamos entonces en Alemania.

—¿Alemania? —inquirió Sofía con cautela. Presentía que se enteraría de cosas que siempre le habían estado vedadas.

—Así es. Después, cuando las cosas se pusieron difíciles para nosotros, fue cuando me recluí aquí. Aún vengo cada vez que puedo.

—Estaban huyendo de los nazis, ¿verdad? —preguntó Sofía, en espera de alguna explicación. No deseaba ser ella quien hiciera las preguntas. Deseaba que su abuelo le contase todo sin pedírselo.

Y esa era la intención de Strauss. No en vano la había llevado a aquel lugar. Escogiendo cuidadosamente las palabras, empezó. Sofía se fue enterando de todo lo que siempre quiso saber. Su abuelo no escatimó en dar explicaciones, la trataba con el respeto que se debía a un adulto, y ella agradecía ser objeto de tales confidencias.

—De modo que eres un maestro —comentó Sofía—, ¿de qué?

—De ciencias ocultas —respondió Strauss observando el rostro impertérrito de su nieta—. La gente las vincula con fuerzas demoníacas. En algunos casos puede llegar a ser cierto, pero las ciencias ocultas encierran mucho más. ¿Sabes de dónde provienen las fuerzas que manejan el mundo? De lo oculto, de lo no declarado, de lo resguardado en lo más profundo de las mentes —prosiguió seguidamente Strauss, impidiendo que su nieta lo interrumpiese—. Lo oculto no necesariamente tiene que ser malo. Es simplemente algo que no está a la vista, como el simple significado de la palabra. Dicen muchos que aquél a quien llaman Jesús, el Mesías, era un maestro ocultista, sin él, simplemente el poder de Roma no existiría.

—¿Tu crees en Jesús?, pensé que eras judío.

—Creo que existió un individuo llamado Jesús, que tenía tanta influencia sobre las masas, que lo consideraban el Mesías. Decían que efectuaba milagros, pero tal vez tenía poderes mentales, una gran ventaja sobre cualquier contrincante de la época. Tuvo discípulos; una sociedad secreta, ¿comprendes? Tan secreta que se basaba en misterios. Años después de su muerte se generó el movimiento religioso más importante: el cristianismo. Y después de dos mil años, su nombre aún es considerado sagrado, porque la Iglesia se ha encargado de que así sea. —Terminó diciendo Strauss como si hubiese concluido una plegaria—. ¿Ves por qué es importante el ocultismo? Otorga poder.

—Abuelo, ¿tú eres judío? —insistió Sofía—, es decir, nosotros...

—Sofía, no es importante cómo te hayan bautizado, si por el ritual judío, o por el católico, tu serás lo que desees ser. Pero yo te puedo decir que no soy judío, aunque la palabra «judío», siga teniendo para algunos una implicación racial, lo cual es absurdo, porque existen judíos de diferentes razas.

—Entonces ¿por qué tuviste que salir de Alemania?

—Por cuestiones políticas. Para cuando me di cuenta del error que había cometido, el único camino que nos quedaba era huir de Alemania.

—Huiste de mi padre —dijo Sofía, dejando a Strauss pensativo por unos instantes.

—Así es, Sofía.

—¿Tan malo fue?

—Diría que no supo hacer uso de sus facultades adecuadamente. Equivocó el camino, confundió su misión en la tierra, y ese es el mayor de los errores que un ser humano en su posición puede cometer. Lo tuvo todo a su favor, el poder que le otorgaron millones de alemanes, y él se dejó obnubilar por ese poder y por su odio personal hacia un grupo con el que no compartía creencias. En un principio pensé que sus motivos eran ciertos, porque según él mismo decía: «odio a los judíos por haber matado al Mesías, no se puede confiar en ellos», pero después supe que era sólo un pretexto tras el que se escudaba, porque a él en realidad no le interesaba ninguna religión. Su inicial búsqueda espiritualista o mística, no era tal, pero para cuando yo me percaté del asunto era demasiado tarde. Me sentí culpable por haberlo ayudado, y debo confesarte algo: me habían prevenido, pero pudo más mi ambición, aunque me pregunto ahora: ¿se puede cambiar el destino? Y sigo creyendo que es posible. Pronto su poder se volvió en contra de mí, así que planeé mi muerte y me refugié en este castillo.

—Y mi madre, en Estados Unidos.

—Lo de tu madre y Hitler fue... algo inesperado para mí. —De pronto, Strauss se daba cuenta que durante su vida hubo muchos momentos fuera del control de sus facultades—. Ellos estaban profundamente enamorados, se veían sin yo saberlo —acabó diciendo, sintiéndose derrotado ante su nieta.

—Escuché decir en algún sitio que a veces no vemos lo que tenemos más cerca —susurró Sofía.

—Lo que dices es muy cierto —se animó Strauss—, especialmente cuando se trata de personas que ocupan tus sentimientos. Por eso en el ocultismo decimos que debemos despojarnos de sentimientos de cualquier clase, sean de odio o de amor. El desapego a los sentimientos es el estado perfecto para actuar, ¡pero es tan difícil! Más cuando se trata de personas de tu misma sangre... Tu madre siempre fue una mujer hermosa, tu padre no pudo sustraerse a sus encantos, ella tenía una atracción sensual a flor de piel. Lo reconozco, era muy parecida a tu abuela, aunque hacía uso de su atractivo de forma diferente.

—Lo sé —dijo Sofía, pensando en el dibujo que encontrara hacía años. Aún recordaba los sentimientos que habían despertado en ella la visión de aquel retrato.

—¿Qué sabes? —preguntó estupefacto Conrad, pensando que se refería a su abuela Ignaz.

—Encontré un dibujo de mamá, hecho por mi padre, Adolf Hitler —aclaró Sofía—. Ella estaba desnuda.

—Veo que comprendes a qué me refiero. Sí. Definitivamente Alicia, tu madre es una mujer muy especial. Y aunque no lo parezca, es muy fuerte. Más de lo que ella aparenta.

—Eso también lo sé —concluyó Sofía—. Háblame de mi padre, jamás lo conocí, pero tengo curiosidad por saber algo que no se haya escrito en los diarios.

—Tu padre era todo un personaje. Teníamos la misma edad cuando nos conocimos. Me llamó la atención su increíble determinación. A pesar de ser un hombre de complexión media, y que no era del prototipo perfecto de la raza aria a la que él hacía constante alusión, emanaba de él una fuerza interior que subyugaba. Después de tratarlo, las personas se transfiguraban, llegaban a sentir adoración por él, poseía un magnetismo incomparable, pero no lo sabía utilizar adecuadamente. Entonces fue cuando yo me hice cargo, él me tenía simpatía y me atrajo por sus creencias, por su afán de superación constante, por el amor a su patria y los deseos de llevarla a lo más alto. Era genuino. Es probable que yo también haya caído bajo su hechizo. Le di algunas ideas para que lograse alcanzar las metas que se había propuesto, moví las piezas necesarias para infundirle la confianza que necesitaba para obtenerlas y él no defraudó mis expectativas. La gente llegó a sentir una atracción por él comparable a la que se puede sentir por una divinidad. Pero empezó a mostrar un comportamiento claramente autocrático, no admitía que se le contradijese y mucho menos escuchaba críticas. Al alcanzar la cima del poder, no me necesitó más. Si hubiese dado otro uso a sus facultades únicas, Alemania sería ahora la gran potencia que él deseó.

—Lo que no comprendo es ¿por qué aquella persecución a los judíos? —preguntó Sofía.

—Tu padre nunca simpatizó con ellos. Las razones jamás las supe con exactitud, creo más bien, que era una cuestión de principios.

—Ya veo... después de todo, él creía en lo que hacía, pero aquellos campos de exterminio, con crematorios...

—No es que tu padre ignorase lo que allí sucedía, pero no hizo nada por detenerlo. La solución final era deshacerse de los millones de judíos y de todas las minorías que le estorbaban y que nadie quería recibir. Por otro lado, él sabía que el sacrificio era parte importante para la obtención del poder. Ahora sé que veía a las víctimas de los campos como ofrendas.

—Pero él ya murió. Y Europa está reconstruida. Creo que ya no deseo hablar más de él. Todo eso se acabó —concluyó Sofía.

—No es así —Strauss había llegado a la parte que más temía.

No sabía bien cómo reaccionaría Sofía, pero debía advertirle.

—¿A qué te refieres? —indagó ella con cuidado, presintiendo algo oscuro. La misma sensación de miedo de cuando viera a su abuelo por primera vez, empezaba a apoderarse de Sofía. Giró el rostro hacia la montaña que se hallaba pegada del castillo.

—Hay algo que debes saber, tu madre lo supo cuando ya era demasiado tarde. Pero aún estamos a tiempo para evitar males mayores.

Sofía permaneció en silencio. La tarde se había oscurecido súbitamente, al igual que sus pensamientos. Dejó de ver la montaña y vio las gárgolas que adornaban las esquinas de la parte alta del castillo, que se volvieron siniestras a la sombra de las nubes. Esperó a que su abuelo continuase.

—Se lo dije a tu madre, justamente aquí, donde nos encontramos ahora. Ella no me escuchó, o no tuvo otro camino que seguir adelante. Como iniciado en ciencias ocultas, he de decir que el miembro de una familia que tenga las características que tuvo tu padre, no suele tener descendencia. Le es difícil fecundar a una mujer y cuando lo logra, esa semilla será el inicio de una progenie igual o peor a él.

—No comprendo nada.

Sofía deseaba no haber escuchado.

—Si comprendes. Pequeña, debo ser claro contigo, ocultártelo sería imperdonable. Lo ideal hubiese sido que...

—Que yo no hubiera nacido.

—No quise decir eso...

—Abuelo, ya entendí. Lo que me tratas de decir es que no debo tener hijos, ¿verdad? Y que tal vez yo misma, sea una semilla de maldad.

—¡No! ¡Tú no! —exclamó Conrad Strauss consternado—. Tú eres una joven como cualquier otra, no debes pensar siquiera que llevas la maldad dentro. Será tu hijo... si llegas a tenerlo.

—Yo creo que son tonterías —contestó Sofía, casi con fiereza.

—Debes saber, déjame explicarte... Sofía, no subestimes mis palabras.

Ella miró fijamente a su abuelo, esperando una explicación razonable. Strauss no sabía cómo hacerlo sin sentirse culpable, trataba de encontrar las palabras.

—Cuando yo aún trabajaba en un circo, cierta noche se presentó en mi carromato un hombre que dijo llamarse el señor de Welldone. Yo estaba harto de la vida que había llevado hasta entonces, haciendo trucos baratos para sobrevivir, deseaba superarme, pero eran tiempos difíciles, y él se presentó justo cuando yo estaba a punto de tirarlo todo por la borda. La pobreza, mi querida Sofía, es terrible, te hace sentir inferior, te rebaja, nadie respeta tu sabiduría, y yo era joven y ambicioso... Welldone ofreció enseñarme a obtener poder y me fui con él. Durante varios años aprendí de él todo lo que sé ahora. Logré salir del hoyo, me hice cargo de tu madre y llegué a conocer a Adolf Hitler. Me convertí en su mano derecha, en su consejero, su maestro. Fue mi error. Él me utilizó, su poder iba más allá de lo que yo creía. Antes de despedirse, Welldone me había dicho que tuviese cuidado en ayudar a obtener poder al hombre equivocado, pues sería catastrófico para la humanidad, y que si lo hacía, una maldición sobrevendría sobre mi descendencia.
Si no cumples tu palabra, tu sangre se mezclará con quien debiste combatir. El tercero será peor
,me advirtió, ¿Te imaginas? ¡Qué terrible maldición! ¿Cómo iba yo a saber que mi sangre se mezclaría con la de Hitler?

Strauss se quedó en silencio mientras observaba la reacción de su nieta. Ella lo miraba sin pestañear, su rostro no mostraba ningún tipo de sentimiento, excepto incredulidad.

—Es una pena que no me creas. Pensé que nos entendíamos mejor. No son tonterías, no podría jugar con algo así —dijo Strauss.

—Perdóname abuelo, no me estaba burlando, me es difícil aceptarlo. No entiendo por qué ese señor de Welldone tendría que maldecirte de esa forma tan absurda.

—¿Es que no comprendes acaso? El destino está tan ligado a sus maldiciones y profecías que es difícil evadirlo. Él sabía que Hitler procrearía con mi hija. Y así sucedió. Yo deseo evitar que suceda lo que él predijo, estoy seguro de que se puede.

Sofía miró la grava, movió unas piedrecillas con la punta del zapato.

—Abuelo, ¿qué fue lo que te indujo a ayudar a mi padre a llegar al poder? Ya sabías que era el hombre equivocado. Sabías de la maldición de Welldone, si creías en todo aquello, ¿por qué lo hiciste?

—Por ambición. Tu padre sabía cómo convencer a la gente ¡Vaya si lo sabía! —exclamó Strauss con pesadumbre—. Sólo bastaron unas palabras, y caí. «Si llego a la cancillería, señor Hanussen, usted será mi mano derecha». Eran las palabras mágicas. No necesité nada más para sumergirme en un pozo profundo e ir derecho a las fauces del infierno.

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