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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (14 page)

—Alice, ¿has pensado en conseguir un padre para tu hijo? —preguntó repentinamente Albert una noche, mientras cenaban en su casa.

—No. ¿Por qué lo preguntas?

—Pensaba que criar un hijo, no debe ser una tarea muy fácil estando sola. Menos en un pueblo como éste. Creo que un hombre a tu lado haría las cosas más... respetables.

—Lo sé. Acaso... ¿me estás proponiendo algo? —Alice lo miró haciendo un gesto peculiar. Si Albert hubiese conocido a Hanussen diría que era exactamente igual al de su padre.

—Alice, somos buenos amigos, sabes cómo soy, y no pretendo ocultártelo, tú, obviamente necesitas un hombre que le dé sus apellidos a tu hijo, algún día debe ser bautizado, ir a la escuela... en un pueblo como éste, o en cualquier otro lugar, podría ser problemático, ¿no crees que podríamos hacer una buena pareja? A no ser, por supuesto, que esperes que venga el padre de la criatura.

Alice bajó los ojos. Aún sentía un nudo en el pecho cuando pensaba en Adolf. Dudaba que alguna vez lo volviese a ver, pero esperaba que su hijo tuviese la mejor vida posible. Si se casaba con Albert, podría llevar una vida bastante normal sin tener que cumplir con los deberes maritales que aparentemente a él era lo que menos le interesaban. La idea no era mala del todo. Además, Albert era la persona menos inquisitiva que hubiera conocido. A él nunca pareció importarle su pasado. ¡Y era tan diferente de Peter Garrett!

—Acepto —dijo.

—Hecho. ¿Cuándo nos casamos? —inquirió Albert, como si preguntase la hora.

—Cuanto antes —respondió Alice, y sonrió tocando su vientre, bastante pequeño para sus meses de gestación.

—Querida —dijo Albert, acercándose a ella—, te prometo ser un padre amoroso para tu hijo, y un marido respetable. Me encantan los niños —le acarició con suavidad el vientre. Retiró la mano al sentir una fuerte patada.

—Parece que quiere decirnos algo. Tal vez esté dando su consentimiento —adujo ella riendo.

—Vayamos a visitar a mi padre, debemos darle la noticia.

—¿A esta hora?

—¿Encuentras mejor hora? Sé que mi padre se pondrá feliz, él te aprecia, serás una hija para él. —Albert pensó que por primera vez en la vida, complacería a su padre.

Peter Garrett dio muestras de extrema satisfacción, pero Albert sabía que fingía. ¿Cómo diablos podría complacerlo algún día?, se preguntó.

11
Sofía, la hija de Hitler

Hanussen se enteró del matrimonio de Alice y del nacimiento de Sofía varios meses después. Corría el año 1934 y las noticias en Europa eran más inquietantes que nunca. Hitler había creado el Tercer Reich, como denominó al nuevo estado alemán. Los miembros del partido nazi monopolizaron los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Hitler tomó el control de la
Wehrmacht
y se convirtió en jefe de estado tras la muerte de Paul von Hindenburg. Como estaba previsto, pensaba Hanussen. ¿Por qué Welldone se esmeraba en cambiar el futuro si había comprobado que era imposible? ¿Seguiría buscando algún elegido que lo lograse? Tal vez todo era un juego del maldito, para probar la estupidez humana.

Con poderes ilimitados, Hitler ilegalizó todos los partidos políticos, excepto el nacionalsocialista, prohibió el derecho a huelga, a cambio de ello, acabó con el desempleo; los desocupados eran inscritos en campos de trabajo o alistados en el Ejército, la novedad era que no estaba permitido cambiar de empleo. A Hanussen le llegaban noticias nefastas: se estaban levantando cerca de cincuenta campos de concentración y para su horror, comprobó que la premonición que tuviera tiempo atrás se estaba volviendo realidad. Miles de personas iban a parar como prisioneros por no comulgar con las ideas del Führer, o por ser judíos, gitanos, homosexuales, comunistas, disidentes políticos, religiosos, Testigos de Jehová o prostitutas. Era justamente lo que él había vislumbrado cuando tomó la decisión de separarse de Hitler. Ya antes, la noche del 10 de junio de 1933, estudiantes hitlerianos quemaron unos veinte mil libros; obras de autores como Thomas Mann, Jack London, Helen Keller, Emile Zolá, Proust, Albert Einstein, quedaron convertidas en cenizas. Cualquier libro que obrase contra «el futuro alemán, la patria y las fuerzas impulsoras del pueblo» era considerado subversivo. Más adelante ocurrió una purga entre la gente del partido nacionalsocialista, en la que muchos de los amigos de Hanussen fueron asesinados o hechos prisioneros y enviados a los campos de concentración.

Mientras tanto, países como Inglaterra, Francia y Estados Unidos no daban la debida importancia a los graves acontecimientos que ocurrían en Alemania, y aunque se la hubiesen dado, Hitler actuaría como le viniera en gana. Se había apoderado de Alemania y su plan era adueñarse del resto de Europa.

Alice sólo recibía noticias generales de lo que sucedía en Alemania, y como ocurría con la mayoría de los norteamericanos, las percibía muy lejanas. Cada vez que recordaba a Adolf sentía un profundo sentimiento de frustración y no podía evitar que le invadiera la tristeza. Lo seguía amando con locura justamente por lo que él era. Por su personalidad avasalladora, por haber logrado sus propósitos, pues estaba segura de que lo hacía por el bien de su patria como siempre decía, y también por aquella parte de él que todos desconocían: su ternura. Aunque su padre nunca le creyera.

Albert era todo lo contrario de Adolf. Su permanente buen humor lo hacían un hombre muy agradable. Sus tendencias ambiguas eran disimuladas con una pátina de elegancia y don de gentes que le permitía ser encantador sin caer en estereotipos. Alice consideraba que de no haber sido por sus inclinaciones, sería un magnífico esposo para cualquier mujer. Ella no contaba, su corazón pertenecía a otro. Se dedicó de lleno a tratar de llevar una vida normal, dentro de lo peculiar de su existencia.

Cada vez que Alice contemplaba su casa, recordaba las palabras de su padre: «Debes llevar una vida lo más sencilla posible, sin llamar demasiado la atención hacia tu persona». No obstante, Alice tenía una de las casas más sobresalientes de Williamstown, y distaba mucho de ser sencilla. Sus líneas contrastaban con el resto de las casas de la ciudad. El frente era todo en piedra, y un ventanal largo y angosto que abarcaba todos los pisos adornaba la fachada. En una esquina, un muro blanco inclinado parecía servir de apoyo, aunque sólo era una originalidad. El resto de las habitaciones también tenían una serie de ventanas angostas y alargadas. Su aspecto daba la apariencia de haber sido construida para otros fines, tales como un templo, o alguna otra institución, no para un hogar. Por el terreno atravesaba un riachuelo, que el arquitecto había convertido en cascada colocando enormes salientes irregulares de piedra, rodeado de helechos y plantas que yacían bajo enormes sauces llorones que sombreaban el paradisíaco rincón.

Tratando de resguardar su privacidad, Alice mandó construir un alto muro que circundaba la propiedad, cuyos bordes terminaban en puntiagudas varillas de hierro forjado. Una placa de bronce de aspecto antiguo en bajorrelieve en el portón de hierro, decía: «Rivulet House». Y sólo logró atraer más la atención. Un muro rodeando una casa era poco usual en aquella ciudad. Pronto Alice empezó a ser la comidilla de los habitantes; la imaginación de la gente tejía una serie de historias en torno a ella y algunos creían con firmeza que pertenecía a la realeza europea. Las habladurías bajaron de tono cuando contrajo matrimonio con Albert. Alice organizó una recepción y la curiosidad de la gente quedó satisfecha al entrar en la regia casa. Su estado de gestación, que había sido motivo de murmuraciones, pasó a segundo plano, pues empezaron a preocuparse de que sus padres no estuviesen presentes en la boda. Poco después las voces se aquietaron, y los pobladores empezaron a aceptar a Alice, la curiosidad maliciosa sucumbió ante el privilegio de que una personalidad como ella formase parte de Williamstown. Hasta el banquero Garrett finalmente dejó de lado sus aprensiones y disfrutó de la nueva faceta de su hijo.

Cuando Alice vio a su hija por primera vez, lo primero que vino a su mente fueron las palabras de su padre:
Cuida de la niña que llegará y, a su debido momento, dile la verdad
. Sintió rabia de que siempre tuviese razón. ¿Por qué no tendría un padre como las demás personas? Sintió desasosiego al contemplar la carita arrugada de la pequeña criatura que tenía en sus brazos. Ella había deseado tanto que fuese un niño, que su padre por una vez se hubiese equivocado, pero al contemplar al ser indefenso que se acurrucaba en su pecho, se olvidó de sus anhelos anteriores y la amó como sólo se puede amar a una hija. Y le prometió en silencio que la protegería, que jamás sabría la verdad. No era justo.

Albert las contemplaba y de manera inevitable las comparaba. Había visto muchos recién nacidos, unos menos lindos que otros; en general casi todos eran poco agraciados al nacer, pero pensaba que aquella criatura no hacía de ningún modo justicia a la belleza de su madre, pero al ver el amor que brotaba de Alice, guardó sus reparos y evitó hacer comentario alguno que reflejase su desencanto. Decidieron llamarla Sofía, como la difunta madre de Albert.

La pequeña Sofía tenía carácter voluntarioso, y a pesar de no armar berrinches, la mayoría de las veces obtenía lo que quería. Al cumplir cinco años, Alice organizó una fiesta con payasos en el jardín de Rivulet House. Era la primera vez que celebraba una fiesta así para Sofía, con globos de colores, bambalinas, música, y también muchos niños. Un acontecimiento social en la apacible vida de Williamstown, en el que todo el mundo lo pasó de maravilla, excepto Sofía. Parecía ser consciente de que ella no era una niña como las demás. Ella sabía que era fea. En un momento en que la fiesta cobraba vigor, se retiró al estudio de su madre y mirando desde la ventana que daba al jardín posterior, se sintió a sus anchas, lejos de las miradas. Estaba cansada de que los adultos le dijeran linda y que no se parecía a su madre mientras sonreían de oreja a oreja, y que las niñas se burlaran de ella. Estuvo mucho rato mirando la fiesta a través de la ventana y nadie parecía echarla en falta, excepto su madre. Sintió abrirse la puerta del estudio y aspiró el suave perfume. Giró y la miró. Era la más hermosa de todas. Alice la acogió en sus brazos y le dio un beso.

—Sofía... vamos al jardín, es hora de apagar las velitas...

—No quiero tarta, mami, no quiero ir.

—No puedes desairar a todos los que han venido a celebrar contigo, ellos están felices por ti.

—Ellos no vinieron por mí. Todos me miran de manera muy rara, no los quiero. Yo no quería una fiesta —reclamó Sofía en tono lastimero.

—Te prometo que apenas apagues las velitas, podrás retirarte a tu habitación con las amigas que más te gusten. Le diré a Patty y a Betty que suban contigo.

—Ellas no son mis amigas.

—Yo pensé que os llevabais bien...

—El otro día, en casa de Patty todos se reían de mí. Yo me di cuenta.

—Tal vez estaban jugando, no debías molestarte por eso. Tú eres una niña maravillosa. Eres preciosa.

Sofía se quedó mirando a su madre mientras se preguntaba si también se estaba burlando de ella. Concluyó que su mamá la quería mucho. Salió al jardín llevada de su mano y apagó las velitas. Por la noche, después que la casa quedó en silencio, acostada en la cama, la pequeña Sofía tenía los ojos muy abiertos. No podía dormir, hubiese querido disfrutar de los payasos ella sola y corretear por todos lados persiguiendo los globos de colores. Se preguntaba por qué parecía que la fiesta había sido para los demás y no para ella.

Albert llevaba una vida bastante cómoda al lado Alice por la libertad con la que podía seguir actuando, era una vida holgada en todos los sentidos; aún en los aspectos íntimos, ya que existía un acuerdo tácito entre ellos. Las preferencias sexuales de Albert, no eran óbice para que fuera un buen marido. Días después del cumpleaños de Sofía, al salir de Rivulet House, faltó poco para que atropellara a un ciclista: un personaje atípico por aquellos lugares; cargaba una pesada mochila, parecía un joven turista extraviado. Después de trastabillar con la bicicleta se acercó a la ventanilla del auto.

—Perdón, señor... ¿podría usted indicarme algún lugar dónde conseguir hospedaje? —preguntó.

—Por supuesto —respondió Albert— ve directo calle abajo y te toparás en una esquina con el Hotel Greylock. Es un buen lugar. ¿Haces turismo? —preguntó Albert con curiosidad. No se veían tipos como él en Williamstown.

—Estoy de paso, vengo recorriendo en bicicleta desde Nueva York. Iré hasta Canadá —explicó el muchacho, con marcado acento extranjero—, aunque mis padres desean que estudie en la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Fue por eso que vine a este país. Soy William Lacroix —se presentó con una sonrisa, alargando la mano.

—Mucho gusto Will. Albert Garrett.

—¿Vives aquí? —preguntó William, tuteándolo, e indicó con un gesto la casa.

—Así es —respondió Albert.

—Es una linda casa. —Miró camino abajo achicando los ojos—. Creo que iré al hotel, me hace falta un buen descanso. Hasta pronto, Albert —dijo, y se alejó pedaleando despreocupadamente en esa dirección, hasta perderse en la esquina.

Había algo que no encajaba. Albert tenía la vaga sensación de que había estado esperando a que él saliera para acercársele. Desechó la idea pensando que eran figuraciones suyas y continuó camino del consultorio, para entonces, una pequeña clínica.

A partir de aquel momento se lo encontró varias veces, un día en la farmacia; otro, en la pastelería, y por último, lo visitó en su clínica. Dijo que había sufrido una contracción muscular en la pierna e insistió en ser atendido por él.

—Hola Will, dice Grace que tienes dolor en una pierna —observó Albert.

—Creo que la forcé mucho. Me preocupa porque no podré seguir hacia Canadá, como pensaba. Por lo menos, no por ahora.

—Pensé que habías desistido. Llevas varios días por aquí.

William bajó los ojos, como si estuviese pensando lo que habría de decir. Albert pudo observarlo con mayor libertad. Vio su rostro de facciones marcadas, nariz fina y recta. Barbilla voluntariosa. Era un joven atractivo, de espaldas anchas.

—La verdad es que... deseaba hablar contigo. No tengo amigos en el pueblo, y pensé que tal vez pudiera contar con tu ayuda para establecerme aquí —levantó la vista y lo miró a los ojos.

—Por supuesto, Will... no tenías necesidad de hacerte pasar por enfermo —sonrió Albert— ¿tus padres saben tu decisión?

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