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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (11 page)

—Comprendo. —¿Qué importancia podía tener todo aquello? Su vida se derrumbaba, y su padre hablaba de religiones, pensó Alicia, escuchando la voz de su padre como si estuviese en sueños. Todo le parecía tan absurdo.

—Alicia, escucha, mi vida depende de ti, no debes cometer errores —apremió Hanussen.

—Lo sé padre —reaccionó Alicia— de todos modos, nunca hemos seguido los ritos judíos, no veo cómo podrían identificarnos.

—Tienes una Biblia en tu habitación y yo otra en la mía —prosiguió Hanussen, aparentando no prestar importancia a su indiferencia—, sería bueno que de vez en cuando la hojeases y leyeses el Nuevo Testamento para que aprendas algo que tal vez te pueda ser útil. Llamaré a los señores Bechman —tiró de la cuerda de seda—, cuando los necesites los llamas así, ellos en su estancia tienen varias campanillas. De tu habitación puedes hacer lo mismo, y la señora Bechman te atenderá —señaló otras de diferentes tamaños al lado de la cuerda.

Poco después, se presentaron dos personas de aspecto bonachón. El hombre era flaco y cojeaba ligeramente; la mujer, baja y regordeta. Ella hizo una pequeña venia de saludo y se acercó con una sonrisa tímida.

—Señor y señora Bechman, ella es mi querida sobrina Alice. Estará de visita con nosotros unos días; luego partirá para Austria —mintió Hanussen.

—Mucho gusto, señorita Alice —dijo la mujer dirigiéndose a Alicia, mirándola embelesada.

Alicia le sonrió y desvió la mirada hacia la estufa, el agua estaba hirviendo.

—Prepararé el desayuno, debe tener usted hambre. Le serviré leche y unos pastelillos que preparé ayer. También tenemos pan y cerdo ahumado —dijo la mujer.

—Lo que usted disponga estará bien, señora Bechman —respondió Alice con amabilidad—. Por favor, avíseme cuando esté todo preparado. Iré a conocer los jardines.

Alicia y su padre se encaminaron a una salida que daba al amplio jardín posterior. El sol primaveral no lograba entibiar el ambiente, un viento suave traía el gélido hálito de las montañas. Dieron la vuelta caminando por un sendero de grava, hasta llegar a una entrada lateral del castillo. La hiedra, que se adhería a sus reconstruidas paredes de piedra, rompía su reciedumbre dándole un aspecto acogedor. Hanussen sacó de uno de sus bolsillos un manojo de llaves, escogió una y abrió la puerta. Era muy alta, con un intrincado enrejado de vitrales. El techo abovedado cubierto por grandes vigas de madera arqueada, cuyas tallas y pinturas causaron la admiración de Alicia, eran reminiscencias románicas medievales cuidadosamente restauradas. Se dirigieron a una esquina del gran salón donde había un rincón rodeado por amplios ventanales de vitrales que reflejaban luces de colores al interior. Los muebles mullidos hacían de aquel un lugar confortable, una pequeña mesa redonda con dos asientos de largo respaldar situada junto a una de las ventanas y muchas plantas en enormes tiestos armonizaban bellamente, y hacían contraste con las enormes y antiguas arquetas de madera oscura y hierro forjado a cada extremo del mobiliario, demarcando el ambiente. La señora Bechman les sirvió el desayuno allí mismo. A pesar de su abatimiento, Alicia saboreó con deleite las ricas rebanadas de pan con cremosa mantequilla, la leche espesa y humeante, el jamón y los pastelillos que la gobernanta había preparado. Hanussen observó pensativo el inusitado apetito de su hija, atribuyéndolo al clima de montaña.

Una vez concluido el desayuno, dieron un paseo por los alrededores de la finca, para evitar ser escuchados por los sirvientes.

—Alice, es imprescindible que me llames tío. No lo olvides.

—Lo sé, tío Conrad —replicó Alice, acostumbrada a esas alturas, a los cambios de nombre de su padre.

—Eso es. No debemos descuidar los detalles —dijo Hanussen dando un suspiro. Luego prosiguió—: Debes saber que en estos tiempos es muy difícil conseguir un visado para los Estados Unidos, pero con alguna ayuda lo pude lograr. La mayoría de los países de occidente tienen restricciones para la inmigración, tú no irás como inmigrante, sino como hija de unos acaudalados norteamericanos. Ellos vinieron a Suiza únicamente para el entierro de sus padres, te llevarán con ellos después de que vivieses con tus supuestos abuelos durante varios años. No puedes imaginarte lo afortunada que eres al poder entrar de esa manera en los Estados Unidos, que mantienen una política muy cerrada, no desean intervenir en los conflictos de Europa después de la Gran Guerra. Llevarás contigo una valija especial con doble fondo, donde pondré el dinero en efectivo para los gastos que requieras para tu instalación.

—Tío Conrad, no sé si podré acostumbrarme a América. El idioma...

—Alice —Hanussen endureció la voz—, tienes que ser fuerte. Debes serlo, de ello depende tu vida, y no hay marcha atrás. Residirás sola en un país extraño, pero segura, y también yo lo estaré. Has estudiado inglés, espero que sepas hablarlo.

Alicia miró al suelo mientras caminaba, como si prestase extremada atención a la hierba que crecía entre los guijarros. No deseaba llorar, quería ser fuerte y que su padre se sintiera orgulloso de ella.

—Una vez hayas llegado a Williamstown, una pequeña ciudad en el estado de Massachussets, deberás velar por ti misma —Hanussen se detuvo y miró a su hija a los ojos— recuerda que aunque tengas dinero suficiente, no debes mostrar opulencia. Nunca hagas nada que llame la atención de los demás, con el tiempo, como suele suceder, te volverás familiar para los que te rodean y formarás parte de la ciudad. En el puerto de Ródano, aquí en San Gotardo, existe una pequeña farmacia que es de mi propiedad, memoriza la dirección para que no lleves nada escrito. A esa farmacia es donde enviarás tu correspondencia, y apenas llegues a Williamstown, debes ir al correo y abrir un apartado de correo para recibir noticias mías. En esa ciudad se encuentra el Fleet Bank. Los Stevenson te ayudarán en el proceso de abrir una cuenta a tu nombre. Las transferencias de dinero las recibirás allí, las cuales debes administrar con mesura. Por otro lado, sería beneficioso si consigues un trabajo o alguna ocupación y, por supuesto, trata de hablar el idioma correctamente desde ahora. Haré un ingreso en tu cuenta apenas reciba tu carta.

—¿Cuándo irás tú a América? —preguntó Alice mirándolo con sus grandes ojos.

—Aún no. Es peligroso.

—Pero dijiste que te habían dado por muerto.

—Es lo que dijeron, pero no estoy seguro de que se lo creyeran.

—Tu asistente Izmet lo confirmó.

—Sí. Pero él era mi asistente, por lo tanto, poco fiable para ellos. Por otro lado, yo mismo no confío en él. Izmet no sabe dónde estoy, y es mejor así. Es posible que lo hayan torturado para sacarle información. No sé cuánto tiempo transcurrirá hasta que se enfríen las cosas, pero por los vientos que soplan, Hitler está más furibundo que nunca. Declaró ilegales todos los negocios dedicados a la astrología y ciencias de adivinación, está efectuando ahora mismo una cacería de brujas con todos los que tengan que ver con conocimientos esotéricos, eliminando a todos aquellos a los que considera una amenaza mágica para su régimen. Sabe que una vez en el poder, cualquiera de nosotros podría adivinar sus planes, especialmente después de lo que sucedió aquella noche en el Palacio del ocultismo.

—No comprendo tío, ¿por qué lo hiciste? La noticia llegó hasta Basilea.

Hanussen miró a Alicia. Deseaba encontrar las palabras apropiadas. A veces pensaba que Alicia era demasiado ingenua para vivir sola en un mundo tan convulsionado.

—Después de los horrores que vi aquella noche... ¿recuerdas?, reconsideré mi posición. Había ayudado al hombre equivocado. Su odio no tiene límites. Entonces pensé que si delataba lo que había planeado, es decir, culpar falsamente a un comunista por el incendio del parlamento, la gente empezaría a dudar de Hitler. Pero no logré sino quitarle la careta, pero se sabe tan poderoso que no le importa lo que los demás piensen, él ve a sus adversarios políticos como enemigos, y el terrorismo que ejerce desde el poder los tiene a todos paralizados. Cuando se den cuenta, será demasiado tarde. Por lo pronto, le han otorgado poderes especiales y lo primero que hizo fue declarar ilegal a cualquier partido que no sea el suyo. Se adueñó de Alemania, tal como él deseaba.

—Pero, ¿qué puedes hacer tú en contra de él? —inquirió con curiosidad Alicia.

—Aún no lo sé. Pero algo tengo que hacer —dijo Hanussen con parquedad. No pensaba contarle sus planes.

Al igual que ella no pensaba bajo ningún concepto contarle a su padre que estaba esperando un hijo de Adolf. Estaba segura de que él encontraría la manera de truncar el embarazo. Hanussen, como si le leyera el pensamiento, dijo:

—Es una suerte que no estés embarazada. Hubiera sido una tragedia.

Ella se sobresaltó imperceptiblemente.

—¿Una tragedia? —preguntó con aire ingenuo.

—Porque mi sangre no debe ser mezclada con un ser satánico como Hitler. Fui advertido. Traería nefastas consecuencias en una tercera generación. Ni él mismo lo sabe, o tal vez sí lo sepa... —De pronto, detuvo el paso y se quedó mirando fijamente a Alicia con su mirada penetrante, hipnótica, hasta llegar a lo más recóndito de su cerebro. Ella dejó de escuchar el espacio circundante, de ver el cielo azul y las flores del campo que los rodeaban. Sólo veía los ojos de su padre, que cada vez se volvían más y más oscuros, como un túnel que la iba absorbiendo.

—¿Estás embarazada? —preguntó con voz impersonal, lejana, que retumbaba en los oídos de Alicia como si viniera de su propio cerebro.

—No. —Fue la contestación de ella. Le había costado trabajo decirlo, pero cuando iba a pronunciar «sí», la imagen de Adolf apareció en su memoria y una ola de profundo amor por él la invadió. La reacción instantánea que tuvo fue la de preservar el fruto de ese amor.

—Perdóname Alicia, pero era necesario —adujo Hanussen, retomando su habitual forma de ser—, de lo contrario expondrías innecesariamente a tus descendientes, y también a la humanidad —agregó más tranquilo. Por un instante creyó que Alicia esperaba un hijo. Lo había intuido, y nunca se equivocaba, pero después del ejercicio de hipnosis llevado a cabo hacía unos momentos, concluyó que tal suposición era debida a sus sentimientos protectores. Aliviado, siguió andando al lado de su hija, con la certeza de que no volvería a fallar a Welldone.

Alicia caminaba cabizbaja. Se debatía entre su amor por Adolf y el temor que las palabras de su padre le habían producido. ¿Cuánto de verdad habría en aquella afirmación? Y no es que desconfiara de él, pero los sentimientos que aún guardaba en su corazón por Adolf no le permitían pensar con claridad. Después de todo, una tercera generación le parecía tan lejana...

—¿Un tercera generación? ¿Tuya o de él?

Hanussen se detuvo. Se quedó un rato pensativo. Él mismo se había hecho esa pregunta muchas veces y la respuesta siempre le había parecido obvia. La de Hitler, naturalmente. Welldone había sido muy ambiguo al respecto.

—¿Y qué más da si la descendencia fuese suya o mía? Lo que debía evitarse a toda costa era la mezcla de nuestra sangre. Por fortuna, no sucedió, así que no tenemos nada que temer —concluyó, convencido.

Alicia quería cambiar a toda costa el rumbo de la conversación.

—Una pregunta, tío —se detuvo a mitad de camino hacia la entrada principal—, ¿cómo hiciste para que te dieran por muerto? ¿De quién fue el cuerpo encontrado? ¿Tuviste que matar a alguien?

Hanussen se giró hacia ella y la miró.

—No tuve que matar a nadie, Alicia. Yo estuve oculto en el bosque y no podía moverme libremente. Izmet se encargó de robar un cadáver de la morgue, en esos días los había a montones. Lo llevó al lugar donde me escondía y tatuamos al muerto con mi marca, lo vestimos con mis ropas y desfiguramos su rostro. Sabes que Izmet era un hombre muy eficiente, consiguió el cadáver que más se asemejaba a mí.

—¿Cómo pudo? Me imagino que lo tendrían vigilado.

—Por gente de los SA, así que ni siquiera lo siguieron. Recuerda que muchos me deben favores. El dinero ayuda —añadió Hanussen.

9
Williamstown, Massachusetts

Días después de su llegada, Alicia, para entonces Alice Stevenson, aún seguía alojada en el Hotel Greylock en la esquina de Main Street. Ocupaba una habitación en el segundo piso, desde donde podía ver un árbol que llegaba a la altura de su cuarto. Un pequeño jardín bordeando el hotel hacía esquina con la Ruta Siete. El lugar era sencillo y confortable. Los Stevenson no vivían en Williamstown, sino en Boston. Para Alicia era mejor que fuera así, porque se sentía menos presionada por una relación artificial, y por otro lado deseaba evitar explicaciones de su estado de gravidez. Siguiendo las instrucciones de su padre, envió una carta a la farmacia del puerto del Ródano en San Gotardo y esperaba respuesta. No había querido contarle aún acerca de su estado porque no estaba segura de que la comprendiese. Prefirió guardar el secreto y decírselo más adelante. Mientras tanto, iba conociendo la ciudad, las tiendas, y especialmente las iglesias, características de aquel pueblo, pequeñas y blancas, con campanarios en punta, que se encontraban por todos lados. Más que una ciudad, era un pueblo grande. Empezaban a construir zonas urbanas aledañas al centro; todas uniformes, de una o dos plantas con jardines al frente. Temprano, Alicia había recibido un aviso del banco. Supuso que era la transferencia de la que su padre había hablado.

Con la nota en la mano se dirigió a una de las ventanillas. Con prontitud la condujeron con el gerente; un hombre inmenso, de mediana edad, vestido con un traje de rayas diplomáticas, de espeso bigote entrecano y pequeños anteojos. Se puso de pie al verla y le dio la mano dándole la bienvenida.

—Muy buenos días, señorita Stevenson. Me da mucho gusto verla de nuevo por aquí. Por favor, tome asiento —la invitó, señalando una butaca frente a su escritorio— recibió usted una transferencia— le alargó un recibo.

—Muchas gracias, señor Garrett.

Alice miró el recibo y la cantidad. Veinte mil dólares. Una cantidad extremadamente alta para una mujer tan joven como ella. Entendía la amabilidad del señor Garrett, era una magnífica clienta. Trató de utilizar las palabras apropiadas ayudándose con el francés, debido a que su inglés no era perfecto.

—Señor Garrett, ¿podría usted recomendarme un médico?

—¿Se siente usted mal de salud?

—No... Sólo deseo hacerme un chequeo.

—¡Ah!, creo poder ayudarla. —Escribió algo en una pequeña nota que tenía el membrete del banco y se lo extendió.

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