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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (10 page)

Cuarenta y ocho horas después del vaticinio, a las nueve en punto de la noche, la mole del parlamento alemán, el Reichstag, estaba en llamas, de la gran cúpula salían lenguas de fuego tal como Hanussen había predicho, y los nacionalsocialistas culparon a los comunistas. Aquello sirvió de excusa para declarar al partido comunista ilegal, una manera eficaz de erradicar a gran parte de la oposición en el parlamento. Pocos días después, Hitler conseguía por medio de una ley, poderes absolutos por unanimidad. A partir de ahí, se inició la creación del Estado Nacionalocialista instituido bajo un sistema de partido único, al que Hitler llamó el Tercer Reich.

De manera sorprendente, Hanussen empezó a escribir en contra de Hitler. Una posición que muchos compartían pero que no se atrevían a demostrar. Publicó en una de las revistas de su propiedad llamada
Hanussen Wochenschau
, en el número de marzo de 1933, un artículo en el que aclaraba que él había predicho el incendio gracias a sus poderes, y relató su versión, es decir, que la culpa había sido de los propios nazis para a su vez acusar a los comunistas y quedarse con el poder absoluto en el parlamento. Aquello fue la gota que colmó el vaso. El Palacio del Ocultismo fue clausurado y Hanussen tuvo que ocultarse en una oscura pensión. La policía secreta lo atrapó y lo llevaron arrestado para interrogarlo; a Hanussen le favorecía que la gente le temiera, y en los interrogatorios nadie se atrevió tocarle un cabello, a pesar de que afirmaban que lo habían sometido a torturas. Aun así, él se limitó a repetir que nadie le había revelado nada, ni los SA, quienes también estaban bajo sospecha; ni los altos mandos. Consiguió de esa manera ganarse el agradecimiento de un alto dirigente de los camisas pardas, y quedó libre. Un mes después, encontraron en un bosque en las afueras de Berlín, el cuerpo de un hombre con el rostro destrozado, cuyas características coincidían con las de Hanussen. Su asistente Izmet Dzino, fue llevado al lugar para identificar el cadáver y confirmó que se trataba de Erik Hanussen. En ese momento, él ya se había reunido con Alicia en las montañas de San Gotardo en Suiza.

Hitler se encontraba cabizbajo, cuando Martin Bormann entró a su oficina.

—Todo está consumado,
Mein Führer
.

—¿Lo vio usted con sus propios ojos? —pregunto Hitler. Él jamás tuteaba a sus allegados, a excepción de Rudolf Hess, a quien consideraba su amigo.

—Lo vi. No cabe duda, es él; además, su sirviente Izmet lo reconoció.

—No es su sirviente.

—Bueno, su asistente, y usted sabe
Mein Führer
, cuánto puede hacer el miedo. Si no hubiese sido Hanussen, Izmet no se hubiera atrevido a confirmarlo. Tenía la marca en un hombro, un círculo azimutal, recuerdo bien que él se había referido varias veces a aquella señal como el único Santo Grial que existía, según él eran las figuras geométricas que componían el universo, lo recuerdo bien; reconocí, además, su mismo cabello, su contextura, su vestimenta, en fin, estoy seguro de que está muerto.

—¿Le vio usted el rostro? —inquirió Hitler, impaciente.

—No. Su rostro estaba bastante destrozado, parece que los lobos...

—¿No le vio usted el rostro? —volvió a preguntar el Führer.

—No,
Mein Führer
... pero estoy seguro que era él.

—No me interesa su opinión, señor Bormann. Conozco a ese mago judío. Sé de lo que es capaz. ¿Logró encontrar a su hija? —preguntó Hitler, de improviso.

—Por lo que nos dijo Izmet Dzino ella salió de Alemania hace un mes. Mucho antes del incendio del parlamento.

—¿Y el anillo? ¿Encontraron su anillo?

—No, señor, pensamos que después de tantos días en el bosque, alguien pudo haberlo robado.

—Unos ladrones que dejaron su cuerpo con ropa, zapatos, como para que reconociéramos al muerto... Hanussen sabía que todo esto sucedería... —murmuró Hitler— necesito que le siga la pista a su hija. Si Hanussen está con vida con seguridad se encontrará con ella.

—Pero Hanussen murió... yo mismo lo...

—No desconfío de usted. Desconfío de Hanussen. Ese mago es capaz de cualquier cosa —cortó Hitler—. Es necesario que averigüe el paradero de Alicia.

—¿También debemos acabar con ella? —preguntó Bormann, con cautela.

—No. Únicamente nos servirá para guiarnos hacia su padre. Después veremos.

8
San Gotardo, Suiza

Un vetusto castillo situado en un sector meridional de los Alpes Lepontinos, adquirido a un arruinado miembro de la realeza europea años antes, servía de refugio a Hanussen. Era uno de los motivos de sus continuos viajes a Suiza. Tomó tiempo y dinero acomodarlo a sus necesidades, aunque la parte en la que más se había trabajado no pudiese ser apreciada a simple vista. Lejos del valle del Ródano, el camino escarpado que conducía al remoto lugar donde se hallaba enclavada la propiedad limitaba casi con las nieves perpetuas. En su parte externa, no lucía demasiado llamativo, y cuando la nieve se derretía y los bosques se cubrían de vegetación, era apenas visible a simple vista. Rodeado de abetos, arces, robles y pinos, su estructura de bloques de piedra cubierta de hiedra, se perdía en el paisaje.

Después de unas semanas en Basilea junto a las personas con quienes había salido de Alemania, finalmente Alicia se había reunido con su padre. El viaje hacia el castillo había sido agradable hasta que el camino se había tornado difícil. Tuvo que proseguir a lomo de caballo, porque para un coche era imposible transitar por aquellos estrechos senderos. Llegó al castillo avanzada la noche y estaba exhausta. Se fue directamente a dormir.

Tras una noche de sueño profundo, Alicia observaba el paisaje desde la ventana de la habitación que le había asignado su padre, recordando con nostalgia momentos que sabía que no regresarían. El cielo azul profundo de los Alpes, ajeno a su tristeza acentuaba su dolor, le hacía recordar a Adolf cuando decía: «El color de tus ojos no es comparable con el azul de los cielos». Era imposible creer que él no la amase, se debatía entre el respeto que sentía por su padre y el amor por Adolf. Desde pequeña había sabido amoldarse a las circunstancias que la vida le deparaba, pero Alicia sentía que esta vez la vida no había sido muy justa con ella, a pesar de haberle dado un padre como el suyo. Le costaba trabajo creer que un ser tan tierno, amoroso y tan ávido de cariño como Adolf, pudiera ser como su padre decía. Por momentos se arrepentía de haberse dejado convencer de huir de Berlín.

Después de contemplar los alrededores desde la ventana de su alcoba, Alicia bajó por una de las dos escaleras de cedro tallado que se separaban al bajar en una elegante curva. Al final de cada una, había una armadura medieval. Abajo, entre ellas, el regio juego de muebles de estilo imperio, con incrustaciones de lapislázuli y tapicería de gruesas rayas doradas y azules sobre una tupida alfombra azul, enmarcada en arabescos dorados y marrones daba un toque majestuoso rompiendo la austeridad del viejo castillo. El resto del salón no tenía alfombra, por lo que se podía apreciar el antiguo piso de loza con extraños dibujos, muy propios de un ambiente como aquel. Aparentemente no había nadie más en el lugar, excepto ellos dos. A Alicia le parecía extraño que en una casa tan inmensa no hubiese sirvientes. No los vio al llegar, ni los veía a esa hora temprana. Sintió un ruido en lo alto, y momentos después vio a su padre bajar las escaleras.

—Querida Alicia, ¿dormiste bien?

—Sí padre, muy bien, gracias.

—Es porque aquí respiras salud, en este ambiente hay energía —dijo Hanussen, sonriendo.

Hacía tiempo no lo veía sonreír.

—¿Estamos aquí únicamente los dos?

—No, hija, ni aunque nos lo propusiéramos lograríamos conservar entre los dos este lugar en las condiciones en que se encuentra —dijo Hanussen lanzando una mirada a su alrededor.

Cayó en la cuenta que había sido eso lo que le había llamado la atención cuando entró en su alcoba la noche anterior. Todo estaba inmaculado. Se fijó en las sábanas limpias y perfectamente planchadas, todo sin una pizca de polvo, pero no había visto a ningún sirviente.

—Un matrimonio se hace cargo del castillo, pero ellos ocupan una estancia aparte. Di órdenes de que no vinieran hasta que fueran llamados. Y es mejor que sea así, porque todavía no les tengo la suficiente confianza como para tenerlos rondando cerca. Debes tener hambre, vayamos a la cocina, debe haber algo que podamos comer. A decir verdad, yo también tengo apetito.

Hanussen se encaminó hacia la izquierda de una de las escaleras y después de recorrer un largo pasillo en el cual había puertas a uno y otro lado, llegaron a la cocina. Era enorme. Como todo lo que había en aquella casa. Las relucientes cacerolas de cobre colgadas más parecían de exhibición que de uso cotidiano. Una amplia mesa de madera tallada con sillas también del mismo estilo, pesadas y gruesas, con cuero en el respaldar y el asiento, ocupaba el centro de la estancia.

—Alicia, yo aquí me llamo Conrad. Recuérdalo. Soy Conrad Strauss, y tú eres Alice Stevenson. Sería bueno que hicieras uso de los libros de inglés que tienes en tu alcoba, porque pronto partirás para América —dijo Hanussen, mientras intentaba infructuosamente encender el fuego en la antigua estufa de carbón.

—Deja que yo lo haga, padre —sugirió Alicia y con habilidad se dispuso a hacer algo que para ella había sido familiar en casa de su madre.

Sobre la mesa había una canasta con hogazas de pan envueltas en gruesas servilletas de lino. Al poco rato la estancia adquirió un clima más agradable por el calor que despedía el fogón. Abriendo y cerrando gavetas, buscó los cubiertos y demás utensilios. Luego de concluir, tomó asiento al lado de su padre.

—¿América, dijiste? —preguntó, retomando la conversación. Aquello no estaba ni remotamente en su mente.

—Así es, hija. No puedes quedarte aquí, encontraron mi cuerpo y fui dado por muerto, pero Hitler sabe que tú debes estar en algún sitio. Si permaneces aquí, darán conmigo también, y eso es justamente lo que quiero evitar. No puedes permanecer oculta ni encerrada todo el tiempo; alguien te seguiría la pista y llegaría a mí.

—¿Y por qué no vas a América conmigo?

—No por ahora, no deben vernos juntos, por fortuna, tu no tienes aspecto de judía, eso te facilitará las cosas. Un matrimonio norteamericano partirá para Estados Unidos en tres días, son amigos míos, me deben muchos favores, y están dispuestos a hacerse pasar por tus padres. Ellos vinieron a los funerales de los suyos, o sea, supuestamente tus abuelos. Son los señores Stevenson. Además, conozco gente importante en la embajada americana.

—Ahora me explico el motivo de que te apellides Strauss. No debemos figurar como padre e hija.

—Tengo todos tus documentos legalmente preparados, pronto recibiré el aviso para que seas llevada con los Stevenson, y de ahí en adelante dejarás de ser mi hija.

—Padre, yo no creo que Adolf me busque para matarme. Yo creo que él me ama.

Hanussen se quedó mirando a Alicia. Su rostro reflejaba incredulidad por lo que acababa de escuchar. Aunque se negara a admitirlo, su hija realmente amaba a ese bastardo.

—Querida Alicia, sé que para un corazón enamorado es difícil creer que el objeto de su amor sea alguien perverso. ¿Sabías que el amuleto más fuerte que existe es justamente el amor? Pero el amor puro, de entrega total. El amor redime, acaba con todo lo malo que te puedan desear, tal vez eso te salve temporalmente; pero hay un punto que es importante, y es necesario que lo sepas: Adolf Hitler es muy poderoso. Y no me refiero únicamente al poder que detenta como canciller de Alemania. Me refiero a su sabiduría. Admito que yo influí para que él perfeccionara sus conocimientos, pero ya los tenía cuando lo conocí, sólo que no sabía cómo utilizarlos de manera eficaz. Sí, Alicia, me siento responsable por haber hecho posible que un hombre como él llegara al poder. Ahora que es canciller sé exactamente cuáles serán sus próximos movimientos, y por lo que me he enterado, se están cumpliendo punto por punto. Ya tiene a Alemania en sus manos, después se apoderará de toda Europa. Por las buenas o por las malas, conseguirá lo que desea, y uno de sus objetivos primordiales es hacer desaparecer de la faz de la tierra a todos los judíos. Siente un odio irracional hacia ellos, o sea, nosotros. No debes pensar que él te ama, por desgracia, hija, no es así. ¿Podría yo mentirte? Yo sé la verdad, sé cuál es el futuro que le depara a Alemania, y también sé el horror que se avecina. Es el momento para que inicies una vida nueva en América, no temas por falta de dinero, tengo algunos ahorros... nos mantendremos en contacto.

—Padre, yo sé que estoy enamorada de la persona equivocada, pero no lo puedo evitar... ¿Por qué me odia tanto? Yo no le hice ningún daño. Es injusto. —Se cubrió el rostro con ambas manos tratando de evitar un sollozo, pero fue inútil.

Hanussen no tenía palabras para consolar a su hija, comprendía su dolor, pero se sentía impotente. Se puso en pie y la abrazó con cariño, no deseaba verla sufrir y al mismo tiempo, en su corazón crecía cada vez más el profundo odio que sentía por Hitler. Sabía que no debía sentir odio, eso alimentaba su poder, pero era imposible evitarlo. No obstante, se había propuesto hacer lo posible para enfrentarse a las fuerzas ocultas que le daban poder y sabía cómo hacerlo. De nada le valdrían sus actuales y posteriores victorias, no permitiría que su reino del mal gobernase por «mil años», como él decía constantemente en sus arengas populares. Pero debía estar solo, la permanencia de Alicia a su lado, no sólo significaría un peligro; el amor que ella tenía por Hitler actuaría como una barrera de protección para él. Por supuesto, ella no debía saberlo, porque de lo contrario sería capaz de sacrificarse por él. Y no es que estando ella lejos sus sentimientos se esfumasen, pero sí le daría más libertad de acción.

—Alicia, escucha lo que tengo que decirte —dijo Hanussen acariciando su mano.

—Te escucho, padre —Alicia reprimió un suspiro. Levantó los ojos y trató de prestar atención a lo que decía su padre.

—Recuerda que a partir de ahora ya no te seguiré llamando Alicia. Serás Alice. Dentro de unos momentos llamaré a los servidores de esta casa —señaló un cordón que colgaba al lado de una puerta—, y espero que ellos crean que soy tu tío —prosiguió—, por lo tanto, espero que me llames tío Conrad. No muestres tristeza o algún sentimiento ante ellos que indique tu estado de ánimo, cuanto menos sepan lo que sientes, mejor. Son buenas personas, en apariencia, pero no debemos confiar en nadie. ¡Ah!, y lo más importante: nosotros no somos judíos. Somos católicos. ¿Comprendes?

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