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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (8 page)

Adolf Hitler fue sometido por Hanussen a sesiones hipnóticas para apaciguar sus sentimientos de culpa y de pérdida por la muerte de su sobrina; también para curar su maltrecha autoestima. Poco a poco fue reaccionando del hundimiento moral en el que se hallaba. Una mañana apacible, mientras paseaba rodeado por la tranquilidad del parque que resguardaban los altos muros de la propiedad que ocupaba Hanussen, se topó con Alicia. Sorprendido por la intempestiva aparición, se quedó de una pieza, al ver aquella joven espigada que tenía los ojos del azul más intenso que él hubiese contemplado y el cabello tan rubio como el de su querida Geli.

—Buenos días, señor...

—Adolf, Adolf Hitler, señorita —se presentó él—. ¿Con quién tengo el placer? —preguntó.

—Alicia Hanussen.

—De manera que es usted pariente de mi gran amigo Hanussen. Qué sorpresa —comentó Adolf.

Alicia lo observó con curiosidad. Se parecía mucho a las fotos que había visto de él, pero le parecía que en persona era más frágil que en la propaganda que constantemente repartían sus adeptos. Sus pensamientos fueron interrumpidos por su padre, que se acercaba visiblemente contrariado por el encuentro. Para él nada era fortuito.

—Señor Hitler, ella es mi hija Alicia —dijo Hanussen.

Hitler había aprendido a conocerlo. Intuyó el motivo de su incomodidad.

—Una agradable sorpresa. Ya nos hemos presentado, lo felicito, tiene usted una hija muy hermosa —dijo Adolf, mientras hacía una ligera venia a Alicia en señal de despedida y se dirigía a la casa flanqueado por Hanussen.

Hanussen contuvo un suspiro de alivio mientras lo acompañaba, en tanto que el rostro de Hitler se volvía impenetrable. Había aprendido durante esos años que el mago tenía especial cuidado en resguardar su vida personal. Mientras caminaba a su lado, cavilaba acerca de las habladurías originadas por los mismos discípulos que acostumbraban a frecuentarlo. Le habían referido que Hanussen estuvo casado con una judía: Ignaz Popper. Decían que su verdadero apellido no era Hanussen sino Steinschneider. Pero él prefería obviar el tema. Lo había adjudicado a ciertos celos por parte de los que lo rodeaban; Hitler reconocía que sin Hanussen tal vez no hubiese dado los pasos adecuados para llegar donde se encontraba, y por otro lado, después de conocer a Alicia, le parecían menos creíbles aquellas habladurías acerca de sus orígenes judíos. Para él, ella era una aria, eso saltaba a la vista.

Corría el año 1932 y empezaban las campañas electorales de los diferentes partidos políticos. En el salón donde solían reunirse, Hanussen se dirigió a Hitler.

—Señor Hitler, ha llegado el momento de presentar su candidatura para las elecciones al Reichstag. Aunque no creo que gane —terminó diciendo Hanussen filosóficamente.

—¿Por qué dice usted eso? Yo no acostumbro aceptar mi derrota antes de presentarme a una batalla —respondió Hitler desconcertado.

—Usted obtendrá una gran ventaja sobre los demás, pero no la mayoría absoluta. Si el presidente Hindenburg le ofrece ingresar en un gobierno de coalición, usted no debe aceptar. Es muy importante que su partido o en ese caso usted, gobierne en solitario, de otra forma, no logrará sus propósitos. Los astros lo favorecen a partir de julio.

—¿Está seguro?

—Por supuesto —contestó Hanussen, enfático— además, creo que ya es momento de que deje su duelo y empiece la lucha política, perdone si me inmiscuyo demasiado en sus asuntos, pero no hay intereses personales en las metas que se ha fijado. ¿O me equivoco? Recuerde: el amor le restará poder.

—No se equivoca. Tiene razón, a partir de hoy daré por terminado aquel asunto —replicó Hitler, refiriéndose a la muerte de Geli.

Adolf Hitler era carismático y disciplinado. Vegetariano desde muy joven, no fumaba, a pesar de haber sido expulsado del monasterio por hacerlo cuando niño, pero aquella fue la primera vez y la última. A los cuarenta y dos años, se había convertido gracias a Hanussen y a la eficiencia de los hombres que lo rodeaban, en una de las personas más importantes y poderosas de Alemania. No acumulaba fortuna, aunque hacía buen uso de ella; su entorno más próximo, en cambio, sí había logrado obtener grandes prebendas, comisiones y una serie de maneras de hacerse de inmensas fortunas. Incluyendo Hanussen. Éste último, tenía un olfato especial para la obtención y acumulación de riqueza, mantenía ingentes cuentas bancarias en Suiza y en algunos de sus misteriosos viajes había hecho adquisiciones importantes de bienes inmuebles. Prestaba dinero a muchos nazis cobrando intereses jugosos en unos casos y en otros, favores. Su economía estaba boyante, pero su preocupación principal era la inesperada atracción que había captado en su hija por Hitler.

—Alicia, creo que deberías evitar al señor Hitler. Preferiría que no estuvieras presente cuando él esté aquí.

—Padre, me parece un hombre bondadoso, ¿por qué no puedo tratarlo? ¿Está casado? —se atrevió a preguntar.

—No, por desgracia. Pero es un hombre casado con una «misión», como él la llama. Y no creo que sienta atracción por mujer alguna, hace poco falleció la que él amaba.

Las palabras de su padre sólo le sirvieron de acicate. Se esmeró en su arreglo personal y utilizando cualquier pretexto, se presentaba ante Hitler. Él empezó a sentirse atraído por ella porque le hacía recordar a Geli, y nació entre ellos una amistad que se convirtió en un tórrido romance. Hitler se mostraba encantado con Alicia, percibía que la joven sentía por él admiración y ternura, sentimientos que nunca obtuvo de Geli. Inexplicablemente, Hanussen no se enteró del asunto. Sus encuentros los hacían en un piso en Berlín, al que Hitler se trasladaba cada vez que sus ocupaciones en Munich se lo permitían.

Hitler desechó el aviso de Joseph Goebbels. No creyó que fuese judía; la consideraba aria. Pensaba que no había nadie mejor que él para saberlo, la había visto desnuda y además de poseer el cuerpo perfecto, había logrado envolverlo con una pasión antes desconocida. Alicia había heredado la sensualidad de su madre, situación novedosa para Hitler, quien pese a todo el poder que tenía, no conocía las verdaderas delicias amorosas. Geli siempre había sido pasiva, nunca le había demostrado su amor como lo hacía Alicia, a pesar de ser su primer hombre. Para ella Adolf era la representación del hombre perfecto: apasionado y tierno al mismo tiempo, cualidades que se sumaban a la de ser para entonces el hombre más importante de Alemania; el que deseaba convertir a su país en un lugar lleno de oportunidades para todos. Lo admiraba profundamente. Hitler empezó a preparar su campaña para las próximas elecciones y los encuentros amorosos con Alicia empezaron a escasear, aun así, de vez en cuando se daba tiempo para pasar una horas inolvidables con la mujer a la que había llegado a amar de manera insospechada. Pero temía por ella, deseaba resguardarla de cualquier daño que pudiera ocasionarle, estaba convencido de que Geli había perdido la vida para no servir de estorbo en su carrera hacia el poder.

Hitler se presentó a las siguientes elecciones y recibió trece millones setecientos mil votos. Consiguió doscientos treinta escaños de un total de seiscientos setenta. Pero no era suficiente, tal como lo había previsto Hanussen, su partido era el más fuerte, pero no contaba con la mayoría absoluta. Una vez más el mago no se había equivocado. El presidente Hindenburg le ofreció gobernar en coalición, pero Hitler no aceptó. Reclamó gobernar en solitario. El Reichstag entonces fue disuelto, y se convocaron nuevas elecciones.

—Aparentemente no llegaré a obtener la mayoría... —dijo cabizbajo Adolf, después de aquellos acontecimientos—, no creo que los comunistas o los partidarios de la derecha cambien sus votos a mi favor.

—Ya la obtuvo, porque los votos de los otros partidos están repartidos. Usted es quien controla la mayoría. Es necesario que inicie una campaña dura, que sus discursos sean más eficientes, que llegue a lo más profundo de los corazones y de las mentes de sus seguidores, especialmente de los que todavía se resisten a usted —aconsejó Hanussen.

Hitler se había convertido en un maestro de la oratoria. En sus presentaciones públicas la gente lo miraba con adoración, sus mítines aglomeraban enormes cantidades de adeptos de todas las clases sociales que lo vitoreaban incansables, mientras partidarios uniformados portando estandartes con la svástica y bandas de músicos lo precedían. Emprendió su campaña con renovada energía. Era tal el poder de fascinación que ejercía sobre las masas, que cuando él hablaba se podía oír el roce de la ropa de la gente. Empezaba en tono calmado, como midiendo a su público, luego con movimientos teatrales, previamente ensayados, pero que con la práctica llegaron a formar parte de sí mismo, acentuaba una palabra, dejaba en suspenso la terminación de una frase, para luego vociferar con las venas del cuello a punto de estallar, las palabras que él sabía que la gente deseaba escuchar: «¡Somos una gran nación! ¡Tantos millones no podemos equivocarnos! ¡Nuestra raza prevalecerá en el mundo por sobre todas las demás!» Llegaba a un punto en que empezaba a balancearse de un lado a otro y la multitud lo hacía también, y cuando él se inclinaba hacia delante, ellos también lo hacían, pendientes de cada una de sus palabras, que no eran precisamente planes prácticos de gobierno sobre cómo solucionar los problemas, sino sentencias y eslóganes cargados de gran poder emotivo, que hacían que la multitud delirante comulgara con él con cualquier gesto o deseo que propusiera. Al terminar sus discursos, una masa emocionalmente exhausta, con los brazos levantados hacia el frente, vociferaba sin cansancio visible:
Sieg Mein Hitler! Heil Hitler! Heil Hitler!
Y Hitler atrapaba el poder.

Satisfecho, daba como ciertas una de sus teorías expuestas en
Mein Kampf:

La gran mayoría del pueblo, es por naturaleza y criterio de índole tan femenina, que su modo de pensar y obrar se subordina más a la sensibilidad anímica que a la reflexión. Esa sensibilidad no es complicada, por el contrario es simple y rotunda.

Por desgracia, a pesar de todos sus esfuerzos, obtuvo menos votos que en las anteriores elecciones: once millones setecientos mil votos. Lo que le daba ciento noventa y seis escaños. Las SA no eran vistas con simpatía por la mayoría de los alemanes. Muchos empezaban a tener miedo de los nazis y del terrorismo que ellos representaban. Además, aquel grupo de hombres uniformados con camisas pardas estaba conformado por gente que dejaba mucho que desear, muchos eran ex presidiarios y matones. Los otros partidos, el SPD y el KPD obtuvieron en total algo más de trece millones de votos, aquello les reportaba doscientos veintiún escaños; pero al ser rivales entre sí, los nazis continuaron siendo la fuerza mayoritaria en el
Reichstag
. Pero Hitler ansiaba el poder absoluto.

Después de una intensa lucha interna y con todo el dolor que ello le ocasionaba, tomó la decisión de no ver más a Alicia. Una decisión que le hizo comprender el enorme sacrificio que significaba llegar al poder en Alemania y después... del mundo. Realmente la amaba, más de lo que amó a Geli. Nunca había experimentado un sentimiento tan profundo y absorbente, pero supo que por el bien de ella, el suyo y el de Alemania, no debían verse más.

Alicia, ajena a todo, esperaba paciente a que él encontrase un alto en su congestionada agenda para reunirse con ella. Adolf, por su parte, también deseaba verla, pero sería la última vez. La despedida. Él no pudo impedir que asomaran unas lágrimas al contemplarla y ella creyó firmemente que eran de amor y lloró abrazada al hombre de su vida. Jamás cruzó por su mente que no volvería a verlo después de que él traspasara el umbral de la puerta. Sus pensamientos volaban, quería decírselo a su padre, pero esperaba que Adolf lo hiciera cuando lo creyese oportuno. Veía sólo la parte positiva de él, se cerraba a las habladurías que decían que lo único que ansiaba era gobernar Alemania a su antojo. No deseaba tomar en cuenta las barbaridades cometidas por los camisas pardas, ni el odio racial que dominaba el sentimiento alemán; Alicia vivía muy apartada de las necesidades que sufría la gente común y corriente. La vida la había colocado en una posición ventajosa y se había acostumbrado a las comodidades que su padre le brindaba. Sólo había algo que oscurecía su felicidad: cada vez que Adolf hacía alusión a los judíos, la expresión de su rostro cambiaba, no disimulaba el asco y la repugnancia que sentía al mencionarlos. Les acusaba de crímenes que iban desde haber vendido al hijo de Dios hasta amasar fortunas a costa de lo que fuera sin prejuicios de ninguna clase. Los culpaba de todo, en especial de no contribuir con sus fortunas a sacar a Alemania de la depresión, llevándose sus capitales al exterior. Alicia no había pasado por alto la dureza con la que se refería a ellos de cuando él vivía en Viena y había visto cómo los judíos se dedicaban a la trata de blancas —un negocio rentable—, decía, en el que no sólo prostituían a mujeres de su propia raza sino a cristianas y cuanta desdichada tuviese la mala fortuna de caer en sus manos. Era tal su odio y desprecio al contarlo, que sentía verdadero terror de que él se enterase algún día que ella era judía y que su madre había sido una mujer de vida ligera. ¿Qué sucedería si aquello llegase a ocurrir?, se preguntaba. Lo que Alicia no sabía era que para Adolf aquello ya era una certeza. Goebbels le había mostrado los documentos de su nacimiento, indicios irrefutables de sus orígenes. Pero no era aquello lo que hizo que Hitler se alejase de Alicia, las pruebas sólo servían de argumento para fortalecer su decisión o para evitar que le ocurriese lo mismo que le había sucedido a Geli; había una razón más importante que rebasaba cualquier sentimiento: la obtención del poder.

Hanussen aconsejó a Hitler que se negara una vez más a participar en un gobierno de coalición, y la asamblea legislativa alemana se disolvió por segunda vez. Él le aseguró que muy pronto sería el único que detentaría todo el poder. Y exactamente así fue. Los contactos de Hanussen con el hijo del presidente Hindenburg, con el secretario de estado Meissner y con Von Papen, lo lograron. Franz Von Papen, dirigente del Partido Católico del Centro, aconsejó al presidente Hindenburg que nombrara a Hitler canciller de Alemania. La idea era manejarlo con facilidad, al haber facilitado su ascenso. Finalmente, Adolf Hitler fue nombrado canciller al mediodía del treinta de enero de 1933.

El viejo prusiano Paul Von Hindenburg, de ochenta y siete años, una gloria viviente de la historia alemana, que cuando hablaba de Hitler, se refería a él despectivamente como «el cabo», y lo consideraba un sujeto insignificante, ese día lo mandó llamar a su despacho para informarle de su decisión.

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