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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (18 page)

—¿A qué país deseas inmigrar? —preguntó la joven.

—Aún no lo sé —mintió María. Había aprendido que era mejor conservar para sí sus secretos.

—Yo pienso quedarme aquí, en Suiza, este país siempre se ha declarado neutral, nunca ha participado en guerras. ¿Tienes familia?

—No, toda mi familia murió —volvió a mentir María.

—Es una lástima... cuenta conmigo para lo que necesites...

María se sintió un poco culpable por haber mentido, pero su instinto le había enseñado desde que salió de Alemania que los enemigos estaban en todos lados. Esperaría hasta el momento en que pudiera encontrarse con su madre, mientras tanto estaría a salvo en aquel lugar.

Rose Strasberg no sabía cómo agradecer a Alice todo lo que había hecho por su hija, al mismo tiempo guardaba un profundo temor. Todo indicaba que Alice era alemana. ¿Sería una nazi? ¿Por qué querría ayudar a una judía? Aunque ella sabía de alemanes que eran contrarios a las ideas nazis. De lo que no tenía duda era que Alice tenía vínculos a muy alto nivel, sea en Alemania o en Europa en general, y sabía que tales conexiones únicamente provenían de gente vinculada al más alto y rancio nazismo. Según su modo de ver las cosas, no había nadie más poderoso en aquellos momentos en Europa como para haber sacado con relativa facilidad a su hija de un país ocupado por los alemanes.

Para Alice el asunto era más complicado que sólo tener parientes influyentes, pero no podía decirlo, aunque presintiera que Rose luchaba en su fuero interno por no hacer demasiadas preguntas.

—Madame... perdóneme por haber sentido desconfianza de usted, le agradezco infinitamente, no sabe cómo me siento, yo...

—Cálmate Rose, te comprendo. Me tranquiliza que tu hija al fin se encuentre segura, sólo hazme un favor; elimina la carta de tu hija, no es conveniente para nadie que caiga en manos inapropiadas.

—Madame Garrett, deseo serle sincera... creo que es lo menos que puedo hacer. A pesar de toda la ayuda que recibí de su parte, yo guardaba el temor de que usted fuera a hacer algún daño a mi hija. Al no tener otro camino quise confiar en usted. No me explique cómo logró salvarla si no puede, pero ahora creo en usted. Perdóneme por favor, ya no es importante para mí saberlo. Considéreme usted su más leal servidora.

Rose dejó escapar unas lágrimas que secó rápidamente con un pañuelo.

—Rose, sólo tengo parientes influyentes, ellos hicieron posible que tu hija saliera de Francia —contestó Alice, al tiempo que pensaba que si le contase la verdad, Rose jamás la creería.

Sofía pasaba por la puerta de la habitación cuando oyó el llanto de Rose. Con curiosidad, se sentó a escuchar fuera del umbral.

—Mami, ¿qué parientes tenemos en Suiza? —preguntó al entrar en la alcoba después de un rato.

—Unos muy queridos, hijita —contestó Alice tomada por sorpresa. Rose disimuló su aflicción, intuyendo que era lo mejor.

—Y ¿por qué la hija de la señora Strasberg no viene a vivir con ella?

—Muy pronto vendrá, sólo debe arreglar algunos problemas por allá. Sofía, no es propio de las niñas intervenir en las conversaciones de los adultos.

—Alemania conquistó Francia y está en guerra contra Inglaterra. ¿Es por eso que su hija está en Suiza, señora Strasberg? —prosiguió Sofía.

Ambas mujeres se miraron.

—¿De donde obtuviste esa información? —preguntó Alice con asombro.

—Lo dijeron en la escuela. Unos niños hablaban de eso porque son judíos. Ellos dicen que los judíos son perseguidos en Europa. El resto lo escuché de ustedes.

—Así es, Sofía. En Europa hay una guerra, pero eso está muy lejos y no nos incumbe.

—¿A pesar de que la hija de la señora Strasberg se encuentra por allá? —preguntó Sofía con tozudez.

—Ella pronto estará con nosotros —cortó Alice, casi con brusquedad.

—Madame... será mejor que me retire ahora. Disculpe si no fui oportuna, una vez más le doy las gracias, buenas tardes. —La mujer introdujo en el sobre la carta que aún tenía en las manos y luego de doblarla cuidadosamente la puso en su bolso y se retiró.

—Recuerda lo que te dije —reconvino Alice. Rose asintió y salió.

A solas con su hija, Alice se preguntaba cuánto de la conversación habría escuchado. Sabía que Sofía era inteligente, sus calificaciones siempre eran excelentes, pero más que eso, poseía una vivacidad poco común para una niña de su edad. Estaba llegando el momento que siempre había temido: sus preguntas. Sofía se sentó frente a su madre. Aparentaba acomodar los plisados de su falda cuidadosamente, luego se la quedó mirando como si esperarse alguna explicación. Sofía no había mejorado en apariencia. Seguía siendo una criatura poco agraciada. Sus ojos grises eran demasiado grandes y no tenían expresión, y el rostro que poseía era duro, de barbilla prominente y nariz alargada. La diferencia entre madre e hija era impresionante. En la escuela no era muy popular; las demás niñas la temían porque tenía carácter belicoso. Las maestras tampoco le tenían mucha simpatía, pero dada su aplicación en los estudios, pasaban por alto su falta de atractivos.

—Mami, los niños judíos de la escuela se pasan el rato hablando de la guerra en Europa. Dicen que Hitler es un demonio y que manda matar a todos los que están en su contra. ¿Quién es Hitler? —preguntó, en vista de que su madre guardaba silencio.

—Es un personaje muy importante, Sofía, es el gobernante de Alemania.

—¿Igual al presidente Roosevelt?

—Exactamente.

—Pero el presidente no manda matar a nadie.

—Estados Unidos no está en guerra. En las guerras siempre hay muertos, ¿comprendes? —contestó Alice, pensando haber dejado satisfecha la curiosidad de Sofía.

—Mami... ¿Tú eres alemana?

—¿Por qué lo preguntas? —inquirió con cautela Alice.

—Porque en la escuela dicen que llegaste de Alemania.

—¿Quién lo dice?

—Los niños judíos. Ellos dicen que sus padres reconocen a los alemanes.

La ironía dibujó una sonrisa en el rostro tenso de Alice.

—No. Yo vine de Suiza. Viví con mis abuelos allí hasta que murieron, entonces me trajeron mis padres.

—Ah... Y ¿dónde están mis abuelos? Porque... tus padres son mis abuelos, ¿verdad?

—Ellos fallecieron.

—Quisiera ir a visitar sus tumbas algún día...

—Fallecieron en Sudamérica en un viaje de placer, el barco en el que viajaban, por desgracia, se hundió. —Dijo Alice dando un suspiro—. Sólo nos queda el tío Conrad. Algún día viajaremos a visitarlo, cuando termine la guerra. Sofía, querida, deseo recostarme un rato, ve a tu habitación, ¿hiciste tus tareas?

—Sí, mami. Puedes revisarlas si lo deseas.

—Tu papá lo hará cuando llegue, Sofía, iré a descansar. Me duele la cabeza.

—Está bien mami. ¿Cuándo tendré un hermanito?

—¿A qué viene esa pregunta ahora? —preguntó extrañada Alice.

—Quisiera tener alguien con quien jugar.

Alice abrazó a su hija y la besó en ambas mejillas. Sofía siempre daba la sensación de vivir en soledad, era una niña demasiado introvertida. La meció en un abrazo como si aún fuera un bebé. Cuando Sofía estaba en brazos de su madre era feliz, todo le parecía mejor, el mundo se transformaba y se olvidaba de las penurias pasadas en la escuela. A ella le hubiera gustado quedarse en los brazos de su madre para siempre. Sabía que su padre también la quería, pero no tanto como ella.

Albert Garrett hacía de padre paciente, respondía con calma a sus requerimientos y era el que la ayudaba en sus tareas. Albert y Alice dormían en la misma cama desde que Sofía tenía tres años para evitar suspicacias. Había tenido oportunidad de contemplar a Alice en todas sus facetas y, a pesar de la tendencia que tenía de preferir a gente de su mismo sexo, reconocía que Alice lo atraía. Con el tiempo, Albert se había habituado a la presencia de Alice en su vida y se alegraba de haberse casado con ella, por quien sentía algo parecido al amor, aunque su relación con Will seguía siendo muy fuerte.

Alice se sentía cada vez más alejada de los sentimientos que le había inspirado Hitler; no por las noticias que empezaban a llegar respecto a su maldad o lo que se hablaba de él. Era por algo más simple: el paso del tiempo. La imagen que había llevado grabada en su mente gradualmente empezó a parecer difusa, y las pocas veces que pensaba en él, no sentía nada. El ritmo de vida que tenía y las ocupaciones llenaban sus horas diurnas, y por las noches estaba tan cansada, que no le quedaba tiempo para dedicarlo a sus recuerdos. Tal como había deseado años atrás, en 1941 Alice había instalado una fábrica de ropa en Nueva York. Los iniciales deseos de cambiar el rumbo de la moda americana habían quedado supeditados a un negocio mucho más práctico y rentable. Las norteamericanas tenían una idea totalmente diferente de la moda. Comprendió que debía adaptarse a la forma de vida americana, donde todo era sencillo y sobre todo de bajo costo, porque aunque estuviera en un país lejos de los problemas europeos, la gente tenía buen sentido del valor del dinero.

María Strasberg, la hija de su modista principal, había logrado conseguir el visado para entrar en los Estados Unidos, en ello, como en muchos otros casos, Hanussen había prestado su ayuda. El embajador americano en Suiza, Lelan Harrison, había hecho posible para muchos refugiados su entrada en los Estados Unidos, y todo gracias a la relación que tenía con Erik Hanussen. María, al igual que otras tantas mujeres de nacionalidades tan diversas como polacas, checas o francesas, fueron empleadas en la fábrica de Alice Garrett. La ropa que allí se confeccionaba era sencilla, pero con el aire de elegancia propia de Alice, y se hacía en grandes cantidades. Se vendía en los grandes almacenes que empezaban a abrirse en aquel tiempo. Alice tenía una tienda en Nueva York, pero no era una lujosa tienda en la Quinta Avenida como en un principio deseó. Era un almacén de grandes proporciones, donde su ropa se exhibía en enormes vidrieras colmadas de toda clase de indumentarias femeninas. El abigarramiento logrado en aquellas vidrieras era tal, que el sólo verlas provocaba entrar a revolver las estanterías y enormes e interminables filas de vestidos colgados. Como decía Rose Strasberg, a la gente de clase media, la vista de una vidriera lujosa y exquisita, con una o dos prendas en exhibición, intimidaba sus ánimos de compra. Había que dejar que la gente revolviera y buscara por sí misma lo que deseaba adquirir, y al parecer, tenía razón. Ella tenía por Alice un cariño rayano en la adoración, su agradecimiento no tenía límites, y su admiración se acrecentó al saber que era ella quien fomentaba la entrada de refugiados a los Estados Unidos.

Para entonces Alice daba trabajo a cerca de doscientas personas. Sofía contaba ocho años, cuando la llevó a visitar la fábrica por primera vez. El personal la acogió sin reservas de ninguna clase, y si en algún momento le pareció que era una niña demasiado distinta a su madre, no lo demostraron. La pequeña Sofía por primera vez se halló a sus anchas en un lugar donde había mucha gente. Mientras Alice se hacía cargo de sus obligaciones habituales en la fábrica, dejaba a su hija al cuidado de aquellas mujeres, que gustosamente atendían sus necesidades. Sofía, de naturaleza tranquila, poco acostumbrada a las niñerías propias de su edad, se fue enterando por las preguntas que hacía y por los comentarios de las empleadas, acerca del terrible destino del que habían escapado y de los odios raciales y de todo tipo creados por el tiránico dictador llamado Adolf Hitler.

Por primera vez se sentía feliz en vacaciones. Era por el calor humano de los inmigrantes. Las mujeres de la fábrica le enseñaron a coser vestidos para sus muñecas, y una de ellas le regaló un primoroso vestido hecho en sus horas libres. Alice estaba satisfecha de verla feliz, y notaba los cambios positivos que se llevaban a cabo en su personalidad. Cuando las vacaciones terminaron, las cosas retomaron su ritmo normal, pero Sofía se había transformado. De la niña retraída y acomplejada por su fealdad, quedaba poco. A partir del nuevo año escolar, su actitud cambió. Empezó a frecuentar a otras compañeras de clase. Al participar en los eventos deportivos escolares, las demás alumnas empezaron a tratarla con mayor espontaneidad y su vida estudiantil empezó a mejorar.

16
Pearl Harbor, 1941

A finales de 1941 cayó como una bomba la noticia del ataque japonés a una estación naval norteamericana situada en la isla de Oahu, en Hawaii: Pearl Harbor. A primeras horas del siete de diciembre, una flota de portaaviones japoneses atacó y destruyó gran parte de la armada americana estacionada en las islas. De manera inexplicable, los comandantes de la marina y del ejército de la zona cometieron «errores de juicio» según se pudo comprobar después, al no percatarse de los aviones japoneses que iban en dirección a las islas. Lo cierto es que los japoneses, también de manera inexplicable, atacaron sin previo aviso, introduciendo en el conflicto a los Estados Unidos. Roosevelt declaró la guerra a Japón, y Alemania e Italia declararon la guerra a los Estados Unidos. Y de manera inesperada para Hitler, Inglaterra y la Unión Soviética consiguieron un formidable aliado en los americanos. Empezó una confrontación a escala mundial.

El ataque a Pearl Harbor, sin embargo, no fue tan sorpresivo como el gobierno norteamericano quiso dar a entender, ellos esperaban que se produjese en cualquier momento; la cuestión era: dónde. Meses después, los japoneses libraban feroces batallas en el Pacífico contra los norteamericanos. Sus fuerzas se apropiaron de Guam, las islas Filipinas, Malasia y Birmania. Cayeron sobre las posesiones coloniales holandesas, desembarcaron en las islas Aleutianas, llegaron a las fronteras de la India y amenazaron a Australia, prosiguiendo su plan expansionista.

Hasta verano de 1942 el avance alemán y japonés no parecía tener visos de detenerse, pero una serie de acontecimientos fueron dando lugar a pérdida de posiciones: Rommel empezaba una retirada forzada por los ingleses en África y los japoneses perdían Guadalcanal, después de seis batallas sucesivas contra los norteamericanos.

En Berlín, Hitler se paseaba furibundo de un lado a otro frente a los mapas que tenía encima de una enorme mesa. Soltaba improperios en contra de los japoneses, los ingleses y los soviéticos y, siguiendo su costumbre, echaba la culpa de todo a los judíos.

—¡Estoy seguro de que soy víctima de una venganza judía! —Gritaba como un energúmeno—. ¡Debemos terminar con todos ellos! ¡Los judíos y los comunistas! Y ahora los japoneses me fallan cuando más los necesito en Rusia. ¡Han creado un frente innecesario! —Vociferaba furioso, mientras trataba de arreglarse el mechón de cabello que le caía inflexible sobre un lado de la frente.

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