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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (19 page)

—Deberíamos hablar en serio con Mussolini... —dijo uno de los hombres que tenía a su lado.

—Mussolini, Mussolini, siempre él, ¿Qué puede hacer esa sarta de inútiles que tiene por soldados? Los franceses nos prestarían más ayuda que ellos —murmuró entre dientes el Führer masticando cada palabra como un perro rabioso.

—El invierno... nuestros soldados están sufriendo por el clima. Dicen que es el peor invierno que se recuerda.

—¡Siempre hay un pretexto! ¡Nosotros no podemos dejarnos vencer por el clima! ¡Somos la raza superior! ¿Acaso lo olvidan?

—No,
Mein Führer
, pero el equipo y la ropa que se les ha dado son inadecuados.

Hitler se volvió hacia el que había hablado y de una patada tumbó su silla, haciendo saltar al hombre.


¡Ich möchte keine entschuldigungen haben!
¡Encárguense de que funcione! ¡No puedo ocuparme de todo! ¿Desean que vaya yo personalmente a llevar las tropas hasta Leningrado?

—Estados Unidos está equipando a Stalin. Ellos...

—Los americanos son una sarta de cobardes inútiles, nunca se debieron involucrar en esta guerra. ¡Los venceremos! Aún están con nosotros los japoneses, ahora con una deuda moral. Debemos recordar que Japón tiene un ejército bien disciplinado ¡Jamás ha sido vencido en tres mil años! —terminó de decir Hitler dando un puñetazo en la mesa. Metió la mano en el bolsillo para disimular el dolor del golpe y se topó con un papel que le habían entregado aquella misma mañana—. ¿Alguno de ustedes me puede dar una explicación a esto? —continuó gritando con el mismo tono imperioso que todos le conocían, mientras agitaba el papel.

—¿Qué es eso? —preguntó Goebbels.

—¡Mírelo usted mismo! —respondió Hitler arrojando el papel sobre el escritorio.

—Con su permiso,
Mein Führer
, esto es basura. No existen tales cuartetas ni sextetas en las profecías de Nostradamus —aclaró Goebbels, leyendo atentamente el contenido del mensaje.

—Entonces, vaya y dígaselo a los miles de alemanes que están recibiendo estos panfletos. Su deber es hacer de la propaganda nazi la más creíble.

—Por supuesto,
Mein Führer
.

Goebbels se retiró presuroso. Fue a su ministerio y desde allí preparó nuevos panfletos, esta vez hechos por él, en los cuales según las profecías de Nostradamus, Hitler era el elegido para adueñarse del mundo y su poder era tan grande que saldría vencedor de todas las batallas.

Era el contraataque a la guerra mágica librada por Churchill.

Hitler miraba el mapa con señales en los lugares que para entonces le pertenecían: Polonia, Noruega, Dinamarca, Checoslovaquia, Luxemburgo, Bélgica, Holanda, Grecia, Yugoslavia, Francia, Austria... Miró con impaciencia un punto en el mapa: África, donde tenía a Rommel tratando de ayudar a las tropas de Mussolini. Al mismo tiempo pensaba en los japoneses. Los necesitaba de su lado, no librando su propia guerra. Simultáneamente pensaba en el frente ruso.

—Es imposible que no puedan tomar Stalingrado —meditó en voz alta con los brazos cruzados, mientras se acariciaba la barbilla.

—Es un frente de dos mil ochocientos kilómetros. Nuestros hombres están resistiendo como pueden, los rusos están familiarizados con su clima y conocen su terreno.

—¡Pretextos! ¡Necesito resultados! —vociferó Hitler.

El hombre que tenía enfrente no estaba muy convencido de salir victorioso. Los últimos partes de guerra resultaban desastrosos. Prefirió bajar la mirada y observar el gran mapa que tenía el Führer sobre la mesa.

—Envía una orden al frente: No permito que retrocedan, al llegar a Stalingrado que conserven ese bastión.

—Los vehículos están inmovilizados por el frío, los rusos contraatacan, están como unos demonios por las atrocidades cometidas por los soldados que mataron muchos civiles y miles de judíos, y nuestros soldados se congelan, no pueden cavar trincheras porque el suelo está solidificado por el hielo... No hay manera de impedir que regresen, creo que es mejor que retrocedan ahora, a que se pierdan tantos soldados y armamentos que nos pueden servir más adelante.

—Y ahora, con los americanos en la guerra, ellos se sienten valientes. Bien, veremos quién triunfa finalmente. —Observó Hitler pensativo. Le temblaba ligeramente el párpado izquierdo. Últimamente había tenido problemas gástricos debido al constante estrés. Su ración de pastillas iba en aumento. Volvió a fijar la vista en África.

Por un momento reinó el silencio en la sala donde estaban reunidos los generales de su estado mayor.


Mein Führer
, con todo respeto creo que deberíamos prescindir de Mussolini y apoderarnos de Italia. Ellos sólo nos ocasionan problemas, dicen tener un gran ejército y ocho millones de bayonetas que aún no hemos visto...

—¡Mussolini! ¡Ocúpense de Stalin! ¡Él es nuestro principal enemigo!

—Perdón,
Mein Führer
, pero creo que los americanos son nuestro principal enemigo, debemos actuar rápidamente, antes de que sea demasiado tarde —dijo otro.

—¡Somos el ejército más poderoso del mundo! ¡Estamos luchando contra Inglaterra, Rusia y los Estados Unidos, en múltiples frentes, y no nos han derrotado ni nos derrotarán! —Rugió Hitler como un león, su rostro estaba congestionado, su párpado empezó a temblar visiblemente, parecía a punto de padecer convulsiones.

En ese momento entró un ordenanza y le entregó un mensaje. Era el peor momento para ello. Otro mensaje cifrado que había sido interceptado. «Hitler cree que tendrá el mundo en sus manos, pero no sabe que la Lanza de Longino que tiene no es la original».

Con las manos temblorosas, Adolf Hitler apenas pudo sostener el papel para leer con claridad el mensaje. Sin hacer el menor comentario salió del recinto y pasó al lado de Rochus, su guardaespaldas, que al verlo, se cuadró ante él con el saludo distintivo.

—Busque al doctor Morell y dígale que vaya a mi habitación —ordenó.

Esperaba que Teodor Morell calmase el dolor que parecía partir su cabeza en dos. Sus milagrosas inyecciones eran infalibles.

Estados Unidos volcó los recursos de su economía y de su sociedad en la guerra. De ahí en adelante, Alemania fue desmoronándose poco a poco, aunque Hitler se negase a admitirlo. Esperaba que sus armas secretas y la bomba atómica estuviesen listas pronto. Se aferraba a esa idea con desesperación. Apelaba al fanatismo de sus seguidores más que a la cordura y a la frialdad de mente que debía tener ante tantos frentes simultáneos. Sus soldados morían a la entrada de Stalingrado y pronto fueron repelidos por los rusos, batiéndose en una retirada humillante. Se perdieron enormes cantidades de vidas y armamento, mermando al invencible ejército creado por él. Hitler esperaba demasiado de los japoneses. Libraban cruentas batallas en el Pacífico, eran unos soldados luchadores y tan fanáticos o más que los alemanes, haciendo difíciles las victorias americanas, pero no era suficiente.

En San Gotardo, Hanussen leía la última misiva que había recibido de Alice. Sabía que el fin de Hitler estaba cerca porque ella había dejado de amarlo, la esfera protectora que él siempre tuvo otorgada por los sentimientos de Alice, se había quebrado.

17
Un retrato inesperado

Sofía seguía con bastante interés todo lo concerniente a la guerra en Europa, sobre todo porque su tío abuelo Conrad vivía allá. Deseaba conocerlo, deseaba tener parientes como sus compañeros de escuela, llegar a casa y estar rodeada de hermanos, de primos, tener una abuela... en lugar de ello, sólo tenía la soledad esparcida en cada rincón de su casa. Y las notas pegadas en un tablero de corcho que su madre acostumbraba a clavar anunciando el lugar donde se encontraba; en su boutique, o en su fábrica de Nueva York, en el almacén, a veces hasta dormía allá, y su padre trabajaba tantas horas que cuando podía verlo, era una verdadera suerte. Siempre debía atender emergencias; Sofía se asombraba de la gran cantidad de enfermos que parecía haber en Williamstown, en especial por las noches. Cuando se reunían los tres, ella era verdaderamente feliz y hubiera deseado que su tío Conrad también se uniera a la familia.

Ese día, como tantos otros, su madre estaba en Nueva York y no regresaría tal vez hasta la hora de la cena. Al regresar del colegio, Sofía entró al estudio donde desde pequeña se había sentido muy a gusto y pasaba muchas horas acompañando a su madre mientras ella escribía, llevaba sus cuentas y leía, sentada frente a un escritorio tallado cuyas patas parecían las garras de un león, con varias gavetas alineadas a uno y otro lado. Se sentó en el sillón de alto respaldo de base giratoria y giró para ver a través de uno de los tres angostos y alargados ventanales, como todos los de la casa. Se quedó mirando por un momento las pequeñas cataratas que formaban las aguas provenientes del riachuelo que atravesaba Rivulet House; daban la sensación de pertenecer a un lugar salvaje, diferente al ambiente acostumbrado en aquellos parajes, donde los parques y bosques eran más bien plácidos y tranquilos. Los gruesos vidrios amortiguaban el sonido del agua; Sofía a veces se quedaba varios minutos sin apartar los ojos de la superficie cambiante del líquido que resbalaba sobre las piedras puntiagudas. Le gustaba hacerlo, había algo subyugante e hipnótico en ello y muchas veces, después de observar por largo rato a través de la ventana, se sentía feliz, como si hubiese regresado de lugares lejanos y aún conservase la sensación de encontrarse en ellos. Costumbre que había adquirido desde pequeña, cuando se encerraba en sí misma y no tenía capacidad para hacer amigas. Encontraba consuelo mirando a través de la larga ventana, olvidándose de todo el mundo, viajando por lugares desconocidos donde ella era una hermosa reina y los demás, sus vasallos. Sofía había crecido envuelta en la soledad de su mundo interior donde su cosmos estaba organizado de diferente manera a como lo veían las demás personas.

Aquella tarde de otoño, una vez más miraba por la ventana y disfrutaba de los colores dorados que cubrían sus otrora reinos de hadas, brujas y gnomos. Estaba decidida a encontrar la dirección de su tío Conrad, le daría una gran sorpresa cuando recibiera su carta. Esperaba que pudiera entenderla, porque según su madre él hablaba alemán, porque en Suiza se hablaba alemán. Esa era la explicación que ella le había dado, aunque Sofía se había informado que en Suiza se hablaba no sólo alemán, sino también italiano, francés, lengua
romanche
, y algunos otros dialectos dependiendo de los cantones, así que esperaba que en medio de aquel conglomerado de idiomas su tío abuelo Conrad, hubiese aprendido algo de inglés.

Empezó abriendo una a una las pequeñas gavetas del sinuoso escritorio, pero el contenido de éstas no era el que estaba buscando. En una, había sobres cuidadosamente alineados, dependiendo del tamaño; en otra, hojas de papel de diversas dimensiones; también tarjetas personales de su madre. La tercera gaveta contenía un álbum de fotografías, la mayoría de ellas de cuando era pequeña. En la última página, había una fotografía de su madre vestida de novia, luciendo un hermoso traje largo, ligeramente amplio, la cola del traje estaba recogida hacia delante, extendida frente a ella y su padre. A Sofía le vino a la mente que allí faltaba algo. Parecía como si ambos hubiesen mirado a la cámara pensando en cosas ajenas al momento. Sofía leía en sus rostros total lejanía. No había más fotos, ni de sus abuelos que según su madre murieron en Sudamérica, ni de algún otro familiar. Tratando de conseguir más retratos, de momento se había olvidado de la dirección de su tío abuelo Conrad. De pronto, sintió debajo de un grupo de hojas de tamaño carta, algo parecido a una cartulina. Pensando que era otra foto, levantó las hojas con curiosidad y encontró un dibujo. Era su madre, sin duda alguna, aunque lucía un poco diferente y se veía muy joven. La invadió una turbación desconocida al ver que su madre estaba desnuda. Se hallaba sentada al borde de una cama, con el rostro dirigido a la persona que la dibujaba, tenía una mano estirada apoyándose en el lecho, y la otra sobre el regazo. La parte de la cama que se hallaba dibujada estaba desordenada, aquello implicaba algo más que un simple dibujo. Sofía lo captó, aunque no de manera consciente. Se fijó en una esquina del dibujo: «A mi amada Alicia», la firma era: A. H. En la parte de atrás únicamente había una fecha: Berlín, septiembre, 1932. Hacía diez años.

Dejó el dibujo en el mismo lugar, después de observarlo por largo rato. No sabía por qué, pero se sentía traicionada, engañada. Su madre dibujada por alguien que la había visto desnuda, y no precisamente por su padre. Inicialmente creyó que A era por Albert, pero ¿H? Tal vez fuese algún admirador de antes de su matrimonio. Sentía mucha rabia por el descubrimiento, hasta el punto de olvidar por completo el motivo inicial de su incursión en el lugar.

Al bajar a su dormitorio, sentía que le ardían las mejillas. En ese momento, Albert subía en dirección a ella.

—Sofía, pequeña... ¿Qué ocurre?

—Hola papi —contestó Sofía y se abrazó fuertemente a él.

—Un beso para papá —dijo Albert mientras extraía de un bolsillo de la chaqueta un chocolate en forma de corazón— y un regalo para la más linda de la casa.

—Gracias papá —respondió Sofía tomando el chocolate—. Papá... ¿cómo os conocisteis mamá y tú?

—Ella fue a mi consultorio porque... se sentía un poco mal del estómago, y me enamoré de ella. Fue amor a primera vista. —Enfatizó, sonriendo, mientras miraba con atención el rostro de Sofía.

—¿Y mis abuelos? ¿Conociste a mis abuelos?

—No precisamente, tu abuelo Garrett si los conoció. Ellos murieron...

—En Sudamérica. Ya lo sé. Nunca encontraron sus restos. Soy la única en la escuela que no tiene abuelos, ni tíos, ni nada.

—Pero tuviste a tu abuelo Garrett.

—Pero murió. Todos mueren en nuestra familia.

—Somos una familia pequeña, así es, ¿qué te sucede? Parece que hubieras visto un fantasma —preguntó Albert. El rubor inicial de Sofía se había transformado en palidez y sus manos estaban frías—. Debo tomarte la temperatura, creo que pescaste un resfriado.

—No, papi, estoy muy bien, no estoy enferma, tengo hambre. ¿Puedo comerme ahora el chocolate? —preguntó Sofía tratando de disimular su malestar.

—Sabes que después de la cena. Aunque... falta un poco para ello, Sí. Puedes comértelo —contestó Albert, aliviado al saber que no había nada raro con la salud de su hija.

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