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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (22 page)

—Haz como quieras.

—Verás de lo que soy capaz. Ya no me importa nada. Todo se sabrá.

Sofía terminó de abrir la puerta de la habitación y se quedó de pie frente a Will, dejándolo estupefacto. A Albert una palidez mortal empezó a cubrirle el rostro. La adolescente estaba inmutable. Sofía era alta para su edad, pero no era su estatura la que dominaba la escena, eran sus ojos azules grisáceos, duros como el acero, que en aquellos instantes miraban a Will sin pestañear y con la fuerza hipnótica que únicamente podría provenir de sus ancestros especiales.

—Mi padre ha dicho que te vayas y es lo que debes hacer. Vete, si no quieres que llame a la policía. Yo sí me atreveré—. Su voz sonaba como si perteneciera a otra persona. Fría y lejana.

Para Will, era como estar viendo al propio Führer. Retiró con esfuerzo la vista de los ojos de Sofía, miró a Albert y salió de la habitación. Sus pasos apresurados se escucharon amortiguados por la alfombra, al bajar las escaleras. Luego de unos instantes, se escuchó un portazo, después un motor arrancar en la lejanía. El silencio volvió a la casa.

—¿Era tu amante? Él lo dijo.

—Hijita, tu no entiendes, algún día te podré explicar...

—Yo entiendo. ¿Eres homosexual? ¿Mamá lo sabe?

—Sí. Y tu mamá si lo sabe. Siempre lo supo —contestó finalmente Albert. Estaba sorprendido de la precocidad de Sofía.

—Ah. ¿Tú eres mi papá?

—Por supuesto. Eso ni lo dudes.

—Lo que dijo ese hombre...

—Hija, él habló llevado por la rabia, y cuando alguien siente cólera no siempre piensa en lo que dice.

—Pero creo que él sabía lo que decía. Dijo que mi padre es Hitler.

—¿Cómo se te ocurre que eso pueda ser cierto? Sólo una mente delirante como la de él podría inventar esa historia —contestó Albert, sintiéndose más dueño de la situación.

—¿Tú amas a mamá?

—La amo, y te amo a ti también, vosotras dos sois las mujeres de mi vida —dijo Albert mirándola a los ojos, parecía tan sincero que Sofía sintió deseos de llorar. Se había reprimido todo ese tiempo, y al sentir los brazos de su padre no pudo contenerse por más tiempo y lloró como hacen las niñas, ya no era la que hacía unos momentos se había enfrentado a Will, era simplemente una chiquilla necesitada de consuelo, a quien su padre confortaba con palabras cariñosas. Fue el día en que por primera vez Sofía sintió que su padre la quería, a pesar de que fue cuando empezó a sospechar que él no era su verdadero padre.

Ya tarde, durante la cena, todos guardaron un silencio inusual en la mesa. Alice no tenía apetito, tampoco lo tenía Sofía, pero por otros motivos. Después de lo que había sucedido por la tarde, estuvo encerrada en su habitación pensando en las implicaciones de lo que había escuchado. Si su padre no era su padre, entonces ¿quién lo era? ¿Sería el hombre que dibujó a mamá?.

Por su parte, Albert deseaba encontrar el momento más apropiado para decirle a Alice todo lo que había sucedido. Prefirió dejar pasar unos días, esperaría para saber la reacción de Will. Sentía que había sido utilizado por él, que todo había sido un engaño, ¿cuánta información le habría dado sin darse cuenta? Presentía que todo lo que él había dicho era cierto, y tenía miedo que Alice lo confirmara. Se preguntaba cómo había podido confiar en Will. Por otro lado, intuía que él lo amaba de veras. Se sentía agobiado, empezó a alojarse en él un sentimiento de culpa, tal vez Will al principio cumplía con su deber, no podía culparlo por ello, tal vez de verdad lo quisiera, pero ya nada era igual. Sentía que algo se había roto.

Cuando todos se retiraron a dormir, Sofía subió a su dormitorio la canasta con el cachorro. Miró fascinada al pequeño animal que se enrollaba como un caracol para dormir. Dejó el cesto en una esquina del cuarto y trató de conciliar el sueño, pero había sido un día difícil. Recordó el retrato de su madre desnuda y, como un rayo, llegaron a su memoria las iniciales de aquel dibujo. «A mi amada Alicia, A. H.» Giró mentalmente el dibujo, y vio claramente la fecha: 1932. A. H., podría ser sin lugar a dudas después de lo que había escuchado por la tarde, Adolf Hitler. Entonces era cierto que su madre había sido mujer de Hitler como dijera Will. ¿Cómo habría obtenido aquella información? Se preguntó Sofía. Si la pintura fue hecha en esa fecha y ella había nacido en 1933, era muy probable que A. H. fuese su padre. ¿Dónde podría encontrar a Will? Necesitaba hablar con él. De todas las niñas que existían en el mundo, justamente tenía que ser ella la hija del hombre al que todos consideraban un demente malvado, que había provocado la Segunda Guerra Mundial y que tenía abarrotados los campos de concentración con gente inocente... Le vino a la memoria lo que dijera Will acerca de su madre: era judía. ¿Sería por eso que habría llegado a América?

Albert esperaba ansioso en la cama mientras Alice se desnudaba. A los treinta y dos años, estaba en la plenitud de su belleza. Para ella se había convertido en algo natural acostarse con él, después de todo, eran esposos, por lo menos existía una documento que así lo acreditaba, pero al mismo tiempo, sabía que él no era como los demás hombres, de manera que estaba con él para satisfacer aquella parte física que su organismo le pedía. Al transcurrir los años, daba por hecho que Albert era un arma de doble filo, pero sin dar demasiada importancia al asunto. Sabía de la existencia de Will, pero no únicamente como amante de su marido, estaba segura que era un agente enviado por Adolf. También sospechaba que se había desviado de su misión, a no ser que esta fuese cuidar que a la hija del Führer no le ocurriese nada malo. Sonrió al pensar cómo estaba resultando todo. El agente Will se había enamorado de su marido, ¿aquello habría formado parte de los planes de Adolf? No lo creía así, pero conociendo a sus seguidores, sabía que eran capaces de cualquier cosa para obtener resultados. Acostumbrada desde pequeña a guardar para sí sus sentimientos, no le costaba ningún esfuerzo seguir los consejos de su padre: «Es preferible que tus secretos únicamente los sepas tú. Si alguien más los sabe ejercerá poder sobre ti». Alice observaba sin perder detalle todo lo que ocurría a su alrededor sin dar conocer a los demás que sabía algo. Era su forma de sobrevivir.

20
Caída y muerte

Hitler y su alto mando estaban reunidos en Rastemburgo; Bormann tenía en la mano un informe secreto llamado
Overlord
. Indicaba que los Aliados efectuarían un desembarco gigantesco en las costas de Normandía.

—Debemos enviar a Rommel y Blaskowitz a Normandía —dijo Hitler, recordando el informe de Cicerón. El desdichado había tenido razón.

—Yo creo que ese informe está viciado,
Mein Führer
. No es lógico que ataquen por allí. Creemos que lo harán por el Paso de Calais. Es la ruta más corta.

—Creo que será en las playas de Normandía, son extensas y tienen más capacidad para desplegar sus fuerzas —contestó Hitler, dubitativo.

—Es un despliegue inútil. Nuestros agentes se están vendiendo a los aliados, no creemos que sea verdad —insistió otro general.

—Es posible que usted tenga razón, Calais está más cerca, y si lo que ellos desean es liberar Francia, es el camino directo... —la duda empezaba a hacer estragos en cada una de las decisiones que debía tomar el Führer, y no eran pocas.

A los aliados, la invasión les había tomado tiempo planificarla y llevarla a cabo. Más de dos millones de hombres estaban listos, esperando salir de Inglaterra el 6 de junio de 1944; el «Día D», como lo habían llamado. Miles de barcos a lo largo de novecientos sesenta kilómetros establecieron como cabezas de playa las costas de Normandía.

La elección del lugar tomó a Hitler desprevenido, pues había situado un contingente en el Paso de Calais. Los alemanes no contaban con fuerzas suficientes ni con los abastecimientos adecuados, como ya se había hecho costumbre, además, estaban bajo el radio de acción de la Real Fuerza Aérea, lo que impedía la movilización de las tropas alemanas que debían defender las costas desde España hasta Holanda. El ejército de Hitler tenía sesenta divisiones comandadas por Rommel y Blaskowitz; ambas, bajo el mando del mariscal Gerd von Rundstedt.

—Las primeras veinticuatro horas de la batalla son las más importantes, debemos situar nuestras tropas en la playa para atacar a los aliados cuando desembarquen —le sugirió Rommel.

—No. Es preferible tenerlas en la retaguardia, porque los aviones de la RAF nos avistarían e impedirían el ataque —contestó von Rundstedt.

—¿Cómo podremos atacar por la retaguardia si ellos vienen por el frente? —adujo con molestia Rommel, pensando que el hombre estaba loco.

—No podemos exponer nuestras divisiones blindadas a los ataques aéreos, debemos cuidarnos de...

—No estoy de acuerdo. Consultaré con el Führer, veremos quién tiene la última palabra.

Hitler estaba de acuerdo con Rommel, pero eran tiempos en los que sus opiniones no tenían la misma firmeza que hacía unos meses, de manera que se perdían valiosos momentos entre las discrepancias de los jefes alemanes. Finalmente, siguieron la línea ordenada por Hitler y se construyeron fortificaciones en las playas con la intención de defenderse del desembarco aliado. No fue tan fácil. El 6 de junio, mientras Hitler esperaba en Obersalzberg, oleadas de paracaidistas cayeron sobre Francia con la misión de romper las líneas de comunicación de los alemanes. La Resistencia logró volar puentes y ferrocarriles creando una gran confusión; esa misma noche, dos mil aviones aliados atacaron las defensas, comunicaciones y posiciones alemanas, y al amanecer empezó el bombardeo contra las tropas alemanas que defendían las playas. Dos mil barcos, cuatro mil lanchas y once mil aviones, conformados por norteamericanos, ingleses y canadienses al mando del mariscal Montgomery, eran demasiado ejército para las desgastadas fuerzas alemanas. Por otro lado, numerosas divisiones
panzer
habían quedado en el Paso de Calais.

Ningún contraataque alemán sería suficiente para frenarlos, aun así, cayeron cerca de ciento cincuenta mil combatientes aliados.

—Yo no confío en su alto mando,
Mein Führer
—dijo Goebbels con el rostro sombrío.

—Son unos incapaces, inútiles, estoy de acuerdo. Si Alemania pierde la guerra, no será porque
nosotros
no hicimos todo lo necesario —respondió Hitler, asomando por primera vez la idea de una posible derrota. Pero lo hacía ante Goebbels, el único en quien confiaba, y que por desgracia, no era un militar.

Al cabo de cinco días, habían desembarcado más de dos millones de soldados aliados en las costas de Francia; trescientas divisiones en total. Hitler ordenaba no ceder un metro de terreno, y Rommel esperaba con ansias que el Führer al fin se decidiera a lanzar su arma secreta. Pero el arma secreta no fue utilizada en esa batalla.

Misiles a propulsión, llamados V-1 y V-2; con un radio de acción de seiscientos kilómetros, atacaron Londres. Hitler pensaba desmoralizar a los ingleses, pero Churchill arengó a la población por la radio, mientras narraba la victoria en Normandía y predecía la próxima derrota de Alemania.

Rommel fue herido gravemente en medio de un ataque aéreo y regresó a Alemania con la pérdida de la guerra a sus espaldas.

Nada fue igual después del día D. Pese a que Hitler ordenó no ceder ni un palmo de terreno, las fuerzas aliadas hacía retroceder inevitablemente a las tropas alemanas. Los aliados eran superiores en hombres, armas y en suministros. Los soviéticos persiguieron al depauperado ejército nazi, en tanto que los aliados llegaron a Roma. Francia fue liberada, y las tropas norteamericanas entraron triunfantes por las calles de París con el gesto de la V de la victoria, mientras en Varsovia los polacos se rebelaban contra los alemanes recuperando la ciudad. Pero Stalin tenía sus propios planes, y el ejército soviético esperó dos meses al otro lado del Vístula dando oportunidad a que los alemanes regresaran y demolieran Varsovia.

Hitler empezaba a experimentar el amargor de la derrota. Creía firmemente que el maldito Hanussen tenía mucho que ver en todo ello, por eso se alegró al recibir noticias del agente Hagen, alias «Will». Había dicho en su último informe que Hanussen se encontraba en un castillo en San Gotardo. Envió un grupo de soldados hacia allá con la orden de encontrarlo y llevárselo vivo o muerto. Estaba seguro de que una vez que estuviese en sus manos, su suerte cambiaría. Necesitaba saber si la Lanza de Longino que estaba en su poder era la auténtica. Era una idea que lo venía persiguiendo desde que empezó a recibir los mensajes descodificados. Pero la desilusión fue terrible cuando sus hombres no encontraron sino un castillo abandonado, sin rastro de Hanussen.

—Si no fuese por mi hija Sofía, habría mandado acabar con la vida del
Arschficker
de Hagen; maldito bastardo— masculló con rabia, Hitler.

A Hitler toda esa serie de acontecimientos lo llevaron casi al borde del colapso, al igual que el cálido verano de Rastemburgo. El calor había convertido el búnker en un horno en lugar de un sitio de resguardo. Dispuso que la reunión que tenía programada con sus generales se hiciera en una cabaña cercana, donde podrían mantener las ventanas abiertas. Estaba acompañado por el general Keitel y el coronel Von Stauffenberg, jefe del ejército de reserva de Berlín.


Mein Führer
, creo que debíamos estar en el búnker, es más seguro, sobre todo para usted... —dijo preocupado Von Stauffenberg. La bomba que llevaba en el portafolio estaba activada y sería más efectiva si explotaba en un sitio cerrado.

—No, no soporto el calor, de todos modos tenemos vigilancia en tierra y por aire —contestó Hitler.

—Tiene usted razón —respondió Von Stauffenberg aparentando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir. La bomba estaba programada para estallar en unos minutos. Debía encontrar la forma de salir de allí. Dejó disimuladamente el maletín negro en el suelo, bajo el tablero donde se encontraba el mapa.

En un momento en el que la atención de todos estaba centrada sobre el mapa, aprovechó y salió de la cabaña. Hitler se inclinó sobre la mesa para ver mejor. El coronel Brandt hizo lo mismo, pero tropezó con el maletín que había dejado Stauffenberg; extrañado por el lugar tan insólito escogido por éste, lo colocó al lado de una de las gruesas ptas de madera de la mesa, disponiéndose a observar con atención el punto en el mapa que en aquellos momentos era señalado por Hitler. Un pavoroso estruendo conmocionó la cabaña. En medio de la confusión y el humo, todos buscaron con la mirada al Führer. Estaba a un lado, en el suelo, cubierto de polvo como los demás, pero sus heridas eran leves, ocasionadas por los pedazos de madera que se desprendieron de la mesa. Se agarraba el brazo derecho con un ligero gesto de dolor. En el exterior, Von Stauffenberg seguro de haber matado a Hitler, aprovechó el caos reinante y se escabulló hacia el avión que lo llevaría a Berlín.

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