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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (28 page)

La cara de rasgos marcados de John se transformaba cuando sonreía. Lo vio guiñarle un ojo antes de salir. A Albert siempre le había fascinado su sonrisa pero esta vez se sintió perturbado. Debía hablar con Sofía. Estaba seguro de que John querría corroborar la historia del amuleto. No llamaría desde su consulta, en esos momentos todos se creían investigadores a la caza de pistas, incluyendo Grace. Esperó un poco y se metió en su coche; primero iría a la frutería, para despistar. Se sentía ridículo. ¿Por qué no le contaba a John toda la verdad para que dejase de seguir fisgoneando?, se preguntaba. Había algo en su forma de ser que siempre le había inspirado respeto. Aún sabiendo que su condición económica y social era menor, John parecía ser superior a muchos. Notó que instintivamente trató de ocultar la verdad, sentía cierto pudor de hablarle de su relación con Will, aunque suponía que lo sabía. Tampoco deseaba que supiera lo de Alice. Pero conociéndolo, estaba seguro que averiguaría la verdad.

—¿Qué le parece? —exclamó Grace irrumpiendo en la oficina— ¡Un misterioso suicidio en Williamstown! ¡Ah, doctor, este pueblo se volverá famoso!

—Espero que no —murmuró Albert. Y agregó—: Estaré en casa. Vendré por la tarde, si hay alguna emergencia, me llamas.

A pesar de la ansiedad que sentía por llegar a casa, Albert condujo despacio y se detuvo en la tienda de comestibles para comprar unas frutas. Sabía que John no le quitaba ojo puesto pese a estar conversando con algunas personas. Al llegar buscó a Sofía, estaba jugando con Wolf en el jardín junto a la cascada.

—Sofía, presta atención un momento. Es probable que el comisario de policía venga a casa a hacer preguntas acerca de la muerte de Will. Lo está haciendo prácticamente con todos en el pueblo. Le dije que un día antes de que os fuerais a Nueva York, fui a buscar un amuleto que acostumbrabas a llevar en el manillar de tu bici, que se había perdido por los alrededores del lago. ¿Tienes un amuleto? —preguntó con apremio.

—No. Pero lo voy a tener —respondió rápidamente Sofía—. ¿Por qué le dijiste eso?

—Porque unos muchachos me vieron cuando venía en dirección al pueblo después de dejar la casa de Will.

—Voy a buscar algo que me sirva de amuleto. Aunque no creo que ese comisario venga. ¿Qué podría querer de nosotros? —dijo Sofía, mientras se alejaba en dirección a la casa.

Buscó entre la gran cantidad de adornos y bagatelas que tenía en un cajón y escogió una borla marrón. A Wolf le gustaba mordisquearla y eso le daba una apariencia gastada y algo sucia. Sería perfecta. La puso en el manillar de la bicicleta y volvió al jardín, siempre seguida por Wolf. Después del almuerzo Albert regresó a la clínica y a media tarde, John Klein se presentó en su casa.

La primera vez que John vio a Alice fue cuando Albert y ella se casaron. Entonces él era uno más de los policías de Williamstown, recordaba que había asistido a la boda con Clarise, su esposa. Era la segunda vez que entraba en esa casa y parecía que el tiempo se hubiese detenido, porque todo parecía estar como lo recordaba. Y tenía una memoria magnífica. Recordaba a Alice al lado de Albert, y pese a su estado de gravidez que ya se notaba, jamás pudo olvidar el aura que parecía rodearla. Fue uno de los motivos por los que admiró a Albert. Tener a su lado una mujer como aquella le hizo verlo bajo otro prisma.

Sentado en el amplio salón, un viejo sentimiento de inferioridad empezó a invadirle. Sintió unos pasos a su espalda acompañados de un suave aroma.

—Señora Garrett... mi nombre es John Klein, comisario de policía de Williamstown —se presentó, poniéndose de pie—. Disculpe si le importuno con algunas preguntas, pero estoy investigando la muerte del señor Matthias Hagen, más conocido en el pueblo como William Lacroix.

Alice le invitó a sentarse con un ademán, mientras ella hacía lo mismo. Cruzó las piernas sin cuidarse de cubrir sus rodillas. John lo notó, admitiendo que ese gesto lucía encantador en ella.

—Me temo, señor comisario, que no conozco a ninguno de los dos —respondió Alice con una sonrisa que desarmó a John.

—Es cuestión de rutina —dijo él devolviéndole la sonrisa—, el hombre fue encontrado muerto después de muchos días. Debo interrogar a todo el mundo.

—Comprendo, señor comisario, siéntase en libertad de preguntar lo que desee. ¿Cómo cree que murió? —indagó Alice.

—En realidad, existen evidencias de que fue un suicidio —contestó John pensando que nunca se había sentido tan ridículo—, pero —prosiguió rápidamente al notar la cara interrogante de Alice— también es posible que alguien lo haya matado. ¿Sabía usted que era alemán y no francés como él decía?

—Ya le dije que no lo conocía. Paso mucho tiempo en Nueva York, y aquí en mi boutique, vendo ropa para damas, no creo que haya sido cliente mío. Por otro lado, no me parece una razón suficiente matar a un hombre por no ser de la nacionalidad que decía ser —respondió Alice con ironía.

—¿Podría hablar con su hija Sofía? —inquirió John haciendo un esfuerzo por apartar los ojos de Alice.

—¿Con Sofía? No creo que sea correcto interrogar a mi hija por el suicidio de un hombre desconocido.

—Es sólo para corroborar lo dicho por su esposo. Lo vieron en las cercanías del lago y el difunto vivía por los alrededores.

—¿Y usted sospecha que mi esposo ayudó al difunto a suicidarse? —preguntó Alice francamente divertida.

—En ningún momento. Sólo deseaba saber qué hacía por allí. Tal vez hubiese visto algo... no sé, creo que es mejor que me retire. Tiene usted razón, le ruego me disculpe —carraspeó John.
¡Diablos, qué mujer!
, pensó.

—En ese caso, y para que se tranquilice, llamaré a mi hija —dijo Alice.

Se puso en pie y fue en busca de Sofía. John Klein la siguió con la mirada, incapaz de apartar los ojos de ella. Casi al instante, Sofía y su madre entraron juntas al salón. Él intentó recobrar la compostura. Sentía un calor inusitado.

—Ésta es Sofía, mi hija —dijo Alice.

—Mucho gusto, señorita... sólo deseaba saber si su padre había encontrado lo que fue a buscar al lago.

Sofía hizo un gesto de incomprensión.

—Su padre dijo que había perdido algo en los alrededores del lago.

—¿Se refiere a mi amuleto? Por suerte lo encontró. ¿Desea usted verlo? —preguntó Sofía.

—No... no es necesario. Creo que eso es todo. A propósito: ¿suele usted ir a menudo por el lago?

—A veces... siempre que puedo, doy una vuelta por ahí.

—¿Sola?

—Cuando no encuentro con quién ir... sí.

—Le recomendaría que no lo hiciera muy seguido. Es peligroso, es preferible que vaya acompañada. El día que perdió el amuleto, ¿estaba sola?

—Sí —dijo Sofía, rogando para que su madre no interviniera.

—Creo que es todo. Disculpe si la importuné señora Garrett. Me retiro, buenas tardes.

Alice lo acompañó a la salida y se quedó observando su desusado caminar desgarbado hasta que salió por la puerta principal.

Alice le parecía una diosa, su presencia era impresionante, su forma de hablar, con aquel elegante acento francés que la hacía irresistible. John sentía el rostro aún encendido, sacudió la cabeza para alejar los pensamientos que empezaban a asomarse en su cerebro y puso el coche en marcha... aún conservaba consigo el suave aroma de su perfume.

En cuclillas, Sofía acariciaba a Wolf mientras observaba a su madre. Ella sabía que no tenía amuleto alguno en su bici, también sabía que el día que regresó del lago, creía que había estado con un grupo de amigos, sin embargo, no había mostrado absolutamente ningún rasgo de asombro por las respuestas que le diera al comisario. Sofía supo que algo no encajaba. Se había mostrado tan... seductora con el inspector... «Tal vez son ideas mías y es cierto que no se ha percatado de nada», se dijo. Alice se retocó un poco el ligero maquillaje y se dispuso a salir. Iría a la boutique, antes de llegar a la puerta, miró escaleras arriba y se encontró con la mirada de Sofía. Impresionada, le parecía ver la mirada de Adolf. Le envió un ligero beso volado y salió.

John aparcó el coche frente a la clínica, pasó por la farmacia que estaba al lado para comprar unas píldoras para el dolor de cabeza, y entró a visitar a Albert.

—Al, estuve en tu casa. Quería decírtelo.

—Me imagino que preguntaste por el amuleto —acotó Albert—, sabía que no me creerías.

—Tienes razón. Y no te creo. Pero dejemos las cosas como están. No creo que haya un crimen en este caso. En realidad, me preocupa que el tal Will haya sido un nazi y que las investigaciones pudiesen vincular a tu familia con asuntos sórdidos. Por lo demás, descuida, trataré de no involucrarte.

—¿Te refieres a mi relación con Will?

—¿A qué, si no? —respondió John, con impaciencia—. ¿Acaso no es lo que has estado tratando de esconder? ¿Por qué un sujeto como él, venido del otro lado del mundo y con sus antecedentes, se toparía justo contigo?

—Casualidad, creo yo. No tenía motivos para buscar mi amistad.

—No existen casualidades. Tu esposa vino de Suiza. Su dinero era enviado desde allá. Pero ella no es suiza, ella es checoslovaca, vivió en Berlín y se fue a Suiza. La trajeron los Stevenson, quienes no murieron en una tragedia como dice tu hija en el colegio. Viven en Boston. ¿Quieres que siga?

—No comprendo a dónde quieres llegar, tampoco sé cómo sabes tanto —repuso Albert con terquedad.

—Soy detective, ¿recuerdas? Es evidente que no fuiste al lago por ningún amuleto. Querías ver a Will y lo encontraste muerto. Lo que sea que desapareció de allí debió ser algo importante. ¿Y qué podría ser más importante que algún informe, un secreto, alguna extorsión que Will estuviera ejerciendo?

Albert guardó silencio. John parecía haber estado jugando con él al gato y al ratón. Y lo sabía todo. O casi todo. Decidió confiar en él. Se lo merecía.

—Alice tuvo una relación con Hitler, cuyo resultado es Sofía. Su padre está en Suiza y es quien la ayudó al principio. Will fue enviado por Hitler para dar con el paradero de Alice, al enterarse de que tenía una hija suya, mantuvo aquí a Will como una especie de custodio de la niña. Pero de todo esto me enteré recientemente, yo no lo sabía cuando me involucré con él. Lo juro. Alice no tiene ni idea de lo que está ocurriendo. Te suplico que no hagas que se entere. Los documentos que dejó Will involucraban a mi familia.

—¿Fue por eso que se los llevó Sofía?

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Albert, atónito.

—No, no lo dijo ella. Lo deduzco por la incongruencia que existe. Ella estuvo por los alrededores del lago, tú dices que estuvo con un grupo de niños, ella afirma que estuvo sola. En todo caso, es fácil de comprobar. En la orilla del lago hay restos de papeles, no de una barbacoa o algo por el estilo. Y huellas de bicicleta, tú no vas en bicicleta desde que éramos chiquillos... Si fueras tú el que tomó los documentos, hubieses tenido el suficiente tino como para dejar la carpeta con cualquier tipo de papeles dentro, para evitar lo de la falta de sangre esparcida, así que me imagino que primero fue ella, y después tú, a tratar de cubrir sus despistes. Por otro lado, si tú regresabas apurado a la clínica viniendo del lago, cuando te cruzaste con los chicos, ¿cómo es que Grace te llamó a tu casa? El dato lo corroboré con ella. Las horas no coinciden. De lo que aún no estoy seguro es si es verdad que tu esposa no está enterada de todo.

—Ella es ajena a todo esto. Por favor, John...

—Descuida, no diré nada. Daré el asunto por cerrado, no veo qué beneficio puede aportar aclarar la muerte de Will.

John se levantó del sillón y Albert rodeó el escritorio, se acercó a él y le dio un ligero abrazo.

—Gracias, John, eres un verdadero amigo. Deberíamos reunirnos un día de estos, ¿cuándo fue la última vez que lo hicimos?

—Cuando falleció Clarise —contestó John.

No hubo comentarios en casa referente al suicidio de Will. Parecía que todos evitaban tocar el tema, y con el tiempo, en el pueblo también se olvidaron aquellos memorables hechos. Las investigaciones llevadas a cabo por la policía de Williamstown no arrojaron resultados, aparte de lo que ya se sabía. Para desagrado de John, a pesar de que él había cerrado el caso, llegaron policías de la INTERPOL; un médico forense de Nueva York hizo la autopsia, corroboró que el hombre se había quitado la vida y se llevaron el expediente fuera de su jurisdicción. La guerra había terminado, todo el mundo deseaba pasar página. No importaba quién había sido el difunto, ni para quién trabajaba, o si había sido alemán, austriaco o francés. La INTERPOL puso una lápida sobre el caso.

John sabía que podrían haber sido dos los motivos del suicidio: la pérdida de la guerra con la consecuente muerte de Hitler, y el abandono de Albert. Maldijo a Albert por tener una mujer como Alice y liarse con Will. Era o había sido su mejor amigo. En realidad, el único que tuvo, pues no volvió a intimar con nadie de esa forma. Nunca supo el motivo por el que Albert le había inspirado siempre la sensación de necesitar de él, parecía un ser indefenso, a pesar de ser muy capaz e inteligente. Su comportamiento siempre le indujo a creer que Albert estaba enamorado de él, pero nunca se sintió preparado para afrontar la situación ni aclararla, temía perder su amistad, o tal vez parecer insensible. O estar equivocado. En aquellos días él mismo era tan inseguro, a pesar de que frente a Albert simulase lo contrario. Siempre pensó que con el tiempo y la madurez, él escogería el camino correcto, pero evidentemente no había sido así. Su matrimonio, por lo visto, sólo fue un parapeto o una manera de ayudar a una mujer como Alice. No lo podía culpar, él mismo, en su lugar habría hecho lo mismo. Por una mujer así, sería capaz de todo.

25
El oro del Reich

Después de la guerra, Hanussen fijó su residencia definitiva en Zurich. A diferencia de su época en Berlín, vivía sin atraer la atención, dirigiendo sus negocios de manera discreta. Para grandes inversiones hacía uso de testaferros, en la mayoría de los casos gente que le debía favores, o la vida. Conservó su identidad como Conrad Strauss, así como también sus creencias ocultistas, que después de los resultados de la guerra se habían fortalecido. La pequeña barba en forma de candado que exhibía entonces, pulcra y cuidada, le daba la apariencia de un interesante hombre maduro. Su mirada de ave rapaz conservaba la agudeza de antaño, pero lo que contribuía a darle el aire imponente con que suelen adornarse los que de algún modo ejercen el poder, era la apariencia indolente bajo la que escondía su temperamento osado. Conrad Strauss, un alumno aplicado del señor Welldone, había suavizado con los años la nobleza de sus facciones. La lentitud de sus movimientos y el sibaritismo de sus costumbres, revelaban un conjunto de facultades que hacía de él un hombre original y atractivo. Había aprendido, sin embargo, a sopesar en su justa medida los consejos de su maestro: mujeres y sexo, sí. Amor por ellas, no. «Sólo obtendrás debilidad y pérdida del poder que te otorgué», había dicho. ¡Qué caro resultaba ver cumplidos los deseos!, se recriminaba Strauss, pero era el camino que había escogido y no había marcha atrás.

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