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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (49 page)

No había manera de salir. Su desesperación estaba llegando al límite, cuando vio parpadear las luces de la escalera. Corrió escaleras arriba y apagó las luces. Hacía rato había dejado de escuchar el ruido lejano del motor y apenas ahora se daba cuenta. No debía gastar la energía acumulada. Empezó a apagar la mayoría de las luces que había dejado encendidas tantas horas. Se maldijo por imbécil. Buscó entre los rincones el lugar de donde provenía la corriente de aire. Aparentemente era otra fuente de energía diferente a la de las luces, porque seguía escuchando un lejano zumbido en el silencio que reinaba en el lóbrego lugar. Siguiendo la corriente que le daba en el rostro se metió por un angosto pasillo que se iba estrechando a medida que el zumbido se hacía patente. En efecto, había una abertura de unos ochenta centímetros de diámetro con una hélice. Pudo apreciar a través de las aspas que lo que había al otro lado era una pared de roca. Si aquel sótano tenía otra salida no sería por ahí.

Bajó la palanca del ventilador. Debía ahorrar toda la energía que pudiese. Además, aquel lugar estaba suficientemente ventilado. Vio la otra palanca y se volvió a preguntar para qué sería. La levantó y sintió un sonido sordo. Rápidamente regresó a la escalera, pero la salida seguía sellada. Buscó desenfrenado el motivo del ruido, pero en la penumbra, sólo pudo vislumbrar las paredes que lo rodeaban, que parecían más cercanas que antes. Creyó que el terror le estaba jugando una mala pasada, pero era cierto, el lugar donde se hallaba había empezado a encogerse. Desesperado, regresó hasta la palanca y la bajó. El ruido sordo cesó, y el alma le volvió al cuerpo. Decididamente su bisabuelo había sido el propio demonio. Hizo el intento de razonar. Su reloj marcaba las cinco y cuarenta y cinco de la mañana. Y él seguía encerrado como un animal enjaulado. Peor que eso. A medida que el tiempo transcurría, Oliver se convencía más de que aquella era su herencia. La muerte en el sótano de un castillo perdido. Nadie lo encontraría jamás, porque nadie sabía cómo entrar. Excepto su abuelo John Klein. Pero él se hallaba en Zurich, y no tenía ni idea dónde quedaba el castillo.

Con los documentos aferrados al pecho, se quedó a oscuras, las luces no volvieron a encenderse. El ruido sordo que había creído detener al bajar la palanca, volvió. Esta vez Oliver supo que el sótano y todo su contenido, quedaría aplastado por la roca. Las paredes recorrían un tramo y paraban, luego de unos minutos empezaba el ruido, y no había manera de salir de esa fosa oscura. El aire que anteriormente se respiraba con facilidad empezó a hacerse escaso. Avanzó a tientas guiándose por su sentido de orientación hasta el pie de la escalera, un pavor hasta ese momento desconocido hizo presa en él, mientras esperaba el próximo sonido macabro. Encontró el primer peldaño y aferrando desesperado el legajo contra el pecho empezó a subir, sabiendo que la escalera sería el último lugar que quedaría sepultado, cuando sintió que parte de los documentos se le resbalaban y se esparcían por la escalera. Maldiciendo su suerte, se agachó y empezó a manotear en todas direcciones para no perder ni uno solo de aquellos papeles. Sin querer, tocó el ángulo de un peldaño. Era una ranura. Era probable que una vez que las paredes llegasen a las gradas, éstas se insertaran unas dentro de otras y entonces sería el fin. De pronto, recordó las antorchas, pero ¿dónde encontrar una cerilla? Pensó desesperado. No había manera de regresar a las habitaciones, los muros lo impedían... Y los papeles... ¿cómo saber si los recogía todos? No veía nada. Se abrió la camisa y metió los papeles que aún tenía en las manos, luego se agachó y empezó a arrastrarse por las gradas buscando las hojas diseminadas. El muro hizo de nuevo un ruido. Su cerebro trabajaba a toda máquina, y en medio de su agitación recordó a Welldone.

Vencido, elevó la mirada.

—Está bien Welldone, ¡dijiste que sabría cuál sería el momento! Tú ganas.

Algo en su mente se encendió como si fuese una luz. La antorcha. La antorcha era la clave...
las antorchas te servirán de guía
, estaba escrito en la nota. ¿Por qué si no, había un lugar vacío junto a la antorcha del segundo tramo de escaleras? ¡Estaba claro! La antorcha debía tener algo que ver con la salida... Al pisar los primeros dieciséis escalones la entrada se había cerrado, debió tomar la antorcha y colocarla en el espacio vacío que estaba más abajo... Estaba seguro que esa era su salvación, y estaba decidido a comprobarlo, no pensaba morir en ese sótano. Cuando iba por la primera antorcha, una luz se filtró en la oscuridad, treinta y seis escalones arriba. Un hombre con una linterna bajaba de manera extraña, como si estuviese efectuando una danza acompasada. Parecía ser Hans, el mayordomo. Oliver se debatió entre subir corriendo como un condenado o terminar de recoger los documentos: optó por lo segundo, sabía que si no lo hacía, aquello no habría valido la pena. Retrocedió unos escalones y recogió unas hojas. Cuando Hans llegó donde él se encontraba, la salida volvió a cerrarse.

—¡Ayúdeme a recoger los papeles! —exclamó Oliver.

Hans se puso la linterna en la boca y le alcanzó varias hojas diseminadas, mientras Oliver revisaba minuciosamente el suelo. Se volvió a escuchar el ruido.

—¡.Debemos subir ya, señor Adams! —gritó Hans, corriendo hacia arriba.

Oliver dio un último vistazo al suelo y a las escaleras. Estaban vacíos. Alcanzó a Hans a grandes zancadas escaleras arriba.

41
La trampa

John Klein vio pasar el Opel negro desde su escondite, un promontorio de piedras al lado del camino. Después de perderlo de vista, salió de entre unas altas rocas y se encaminó hacia la bifurcación por donde Oliver había desaparecido. Supuso que debía seguir el rastro del único sendero. A medida que caminaba, ya sin la renquera de antes, se dio cuenta de la necesidad de utilizar caballos. Era un camino angosto y accidentado. Subidas y bajadas, curvas y precipicios, eran parte de los peligros de una vía que se iba volviendo tan poco definida que tuvo que retomarla en varias oportunidades porque terminaba en un camino sin salida. La vegetación cada vez más pobre y el aire frío era otro ingrediente que agregar a la misión en la que estaba embarcado. Le vino a la memoria la búsqueda de Sofía. Y recordó a Albert y recordó San Francisco. Intuyó desde el principio que su cercanía con Alice lo llevaría por caminos poco transitados, pero no sabía entonces, que veintiséis años después se encontraría en los Alpes siguiendo un rastro perdido. Por su mente pasaban mil y una ideas, y a medida que le invadía el cansancio, su único pensamiento consistió en recostarse un buen rato en alguna parte. Ya no era tan resistente como antaño, necesitaba tomar un descanso y consideró que no tenía que esperar a llegar al dichoso castillo. Se sentó allí mismo, con la espalda apoyada en una piedra plana, a recuperar fuerzas para cuando las necesitase.

El intenso frío nocturno lo despertó. Klein empezó a maldecir, saltando de un lado a otro para entrar en calor. ¿Cómo pude dormir tantas horas?, se recriminó. A pesar de ser abril, el frío era intenso. Se arrebujó el anorak y empezó a caminar. La luz de la linterna dio visos fantasmagóricos a las rocas que asomaban por todos lados, de pronto las nubes dejaron colar la luz de la luna menguante y el claro cielo alpino ayudó a vislumbrar el entorno. Siguió caminando y a duras penas pudo continuar la ruta. Sintió que había enterrado el pie en algo suave, se agachó para ver de qué se trataba, era estiércol, probablemente de caballo. Voy con buen pie, se dijo, sonriendo. Arrastró el zapato para quitarse los restos y luego prosiguió bordeando el monte siguiendo la curva. Avizoró unas luces lejanas, debían estar por lo menos a un kilómetro, calculó, mientras apresuraba el paso. Tenía hambre. No había comido nada desde el desayuno y ya había quedado lejos la hora de la cena. Su reloj marcaba las cuatro y treinta de la mañana. Llamaron su atención las luces encendidas a esa hora. Tal vez Oliver estuviese despierto.

Y no se equivocaba. Oliver estaba en el sótano terminando de conocer la vida de sus antepasados. Jamás imaginó que las luces del castillo que había dejado encendidas, actuarían como faro en la oscuridad para su abuelo. Klein más tranquilo, al ver que aparentemente las cosas eran normales, se relajó, y caminando a buen paso, llegó al castillo. En la puerta principal hizo sonar la aldaba y no hubo respuesta. Repitió la operación con el mismo resultado. ¡Demonios! Tenía frío y se moría de hambre. Rodeó la edificación de piedra y advirtió que las ventanas estaban bastante altas. Siguió avanzando hasta encontrar unas ventanas más accesibles. Allí encontró una larga puerta de hierro con vitrales, que era la que llevaba al pequeño comedor donde alguna vez estuvieran Alicia Hanussen y su padre. Por fortuna llevaba consigo una navaja
Victorinox
. Metió la hoja más larga por la ranura de la cerradura hasta dar con el pestillo, lo levantó y abrió, agradeciendo al divino suizo que inventara tan milagroso artilugio. Una vez dentro, cerró la puerta y al ver que no había nadie, recorrió todo el castillo tratando de dar con Oliver, pero ni en la parte de arriba, ni en la planta baja había rastros de él. Una vez en la cocina abrió la nevera y comió un trozo de pollo que encontró en un envase de plástico. Se sirvió un vaso de leche y calmó el hambre que lo atormentaba. Dejó todo en orden y salió de la cocina. Curiosamente no sentía estar violando un espacio ajeno, pues se suponía que el dueño del castillo era Oliver. Pero ¿dónde diablos se habría metido? Lo más probable era que estuviese en el sótano secreto. Volvió sobre sus pasos hasta el pie de la escalera de piedra que llevaba a la torre. El lugar justo. Vio la pequeña columna tallada. Si Oliver estaba abajo, era probable que deseara estar a solas, de lo contrario ya hubiera salido. Más calmado, se dedicó a apagar las luces del castillo y tomó asiento en un cómodo diván fuera de la vista de cualquiera que entrase por la cocina o por la entrada principal. En aquel oscuro rincón le pareció escuchar un sonido que se repetía cada cierto tiempo. Era extraño, y en la quietud de la noche le pareció sentir que el suelo vibraba imperceptiblemente cada vez que se oía el ruido. Lo adjudicó a los túneles que atravesaban el macizo. El taxista había hecho de guía turístico y había sido muy explícito en cuanto a los túneles.

No pasó mucho tiempo cuando con precisión suiza, el mayordomo entró por la puerta de servicio a las seis de la mañana. El silencio era tal que Klein escuchó los ruidos provenientes de la cocina. Se puso en guardia y salió por la puerta principal. Una vez ahí tocó la enorme aldaba de hierro y esperó. Al cabo de un rato la puerta se abrió.


Guten Morgen. Was koennen Wir machen um Ihnen zu Helfen?
—preguntó el mayordomo, mientras recorría con la vista al desgarbado personaje que tenía enfrente.

Klein recordaba haber escuchado palabras análogas en la puerta del banco. Supuso que era un saludo o una bienvenida.

—Buenos días. Vengo en busca de mi nieto Oliver Adams.

—¿Oliver Adams? —preguntó el mayordomo, que parecía que era lo único que había entendido.

—Mi nombre es John Klein. Oliver Adams es mi nieto. ¿Podría llamarlo, por favor? —Klein habló despacio esta vez.

El hombre decidió consultar con el administrador.

—Pase, por favor. Tome asiento y sírvase esperar un momento —dijo, arrastrando las erres. Fue a la cocina y salió hacia la dependencia del administrador. Al poco tiempo Francesco Scolano apareció en el vestíbulo donde había quedado Klein.

—Buenos días, señor Klein. ¿Recibió usted el mensaje? —preguntó Scolano, observando con disimulo la desastrosa apariencia de Klein.

—Me temo que no. No estuve en el hotel, supuse que era mejor venir personalmente a ver a mi nieto.

—Sólo por curiosidad, ¿en qué hotel estaban ustedes alojados?

—En el
Glärnischhof
. Comprendo su desconfianza, pero no pude esperar para venir. ¿Podría llamar a mi nieto? —insistió.

—Supongo que debe estar aún en su habitación. ¿Quisieras despertarlo y decirle que su abuelo se encuentra aquí? —ordenó Scolano al mayordomo—. Disculpe, señor Klein, pero no esperábamos su visita tan temprano. Puede subir y asearse si lo desea, tal vez consiga alguna ropa de su talla... —Se ofreció Scolano mirándole los zapatos, especialmente el que tenía aún con restos de bosta.

—Se lo agradezco, pero creo que así estoy bien. En realidad me preocupa mi nieto —repuso Klein. Sabía que Oliver no estaba en ninguna de las habitaciones del castillo.

—El señor Adams no durmió anoche en su alcoba —dijo el mayordomo desde las escaleras con aire de contrariedad.

—¿Ve usted a qué me refiero? Siempre he dicho que cuando no se conoce el lugar es mejor ir acompañado. ¿Qué se supone que le ha sucedido a mi nieto? —preguntó Klein doblando la cintura y sujetándosela con una mano.

—La verdad... no lo sé —respondió Scolano, preocupado por el giro que iba tomando el asunto.

—¿No recuerda algo que le haya dicho antes de despedirse? Algo de lo que hayan conversado, quizás...

—Creo que sí. Estábamos hablando acerca del sótano secreto.

—¿Usted cree que sea posible que haya dado con el sótano?

—Ahora que lo dice... tal vez, pero ¿por qué no ha salido aún?

—Tal vez porque no pueda. Tal vez sea una trampa... —sugirió Klein mirándolo inquisitivamente.

—Oiga... señor Klein, no pensará que yo tengo algo que ver con la desaparición de su nieto.

—No he dicho eso. Pero ¿me ayudaría a encontrarlo?

—¡Por supuesto! No me perdonaría si algo le hubiera ocurrido —exclamó Scolano.

—Bien. Entonces vayamos en su busca.

—Pero ¿adónde? —inquirió Scolano, sorprendido.

—Creo que puedo dar con el lugar. Necesito ir a unas escaleras de caracol que llevan a una torre —explicó Klein como si no hubiera estado allí. Su instinto le decía que Oliver estaba en serios apuros.

—Creo que sé a qué lugar se refiere. Venga conmigo.

Scolano, el mayordomo y Klein, enfilaron hacia la torre. Al pie de la escalera estaba la pequeña columna. Klein la estudió minuciosamente y empezó a tantearla. Cerrando los ojos recordó lo que decía la nota:
los dedos pulgar y meñique debían encajar, se hace una presión y se esperan treinta segundos
. Scolano y el mayordomo se miraron sin comprender exactamente qué hacía el anciano abrazando la columna por todos lados; presionando, buscando, siguiendo los intrincados contornos esculpidos en ella. Pasado un rato y cuando Klein ya empezaba a darse por vencido, llegó a la misma conclusión que Oliver. Los dedos debían estar extendidos para encajar en el lugar exacto. Ubicó el sitio e hizo presión. Luego esperó. Al cabo de medio minuto exacto, el suelo se deslizó suavemente hacia un lado y apareció una escalera.

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