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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (24 page)

Pero no esa noche. Esa noche entró en el lavabo y llenó de agua caliente la enorme bañera de mármol, hecho lo cual se acercó a una caja envuelta con un papel de regalo muy bonito, sobre una bandeja de latón. Dentro había una docena de botellitas de cristal de una casa parisiense de aceites para baño, regalo de Diógenes en su última visita. Eligió uno y vertió su contenido en el agua. Un aroma embriagador de lavanda y pachuli invadió el ambiente.

Ante el espejo de cuerpo entero dedicó un buen rato a contemplar su cuerpo desnudo, mientras se pasaba las manos por los flancos y el vientre plano. Después se giró y entró en la bañera.

Era la cuarta visita de Diógenes. Durante las anteriores se había referido con frecuencia a su hermano, entre diversas alusiones a determinado «acontecimiento» —parecía pronunciar la palabra con particular énfasis— de tal atrocidad que lo único que se veía con coraje de decir era que lo había dejado ciego de un ojo. También había descrito el empeño de su hermano por indisponer en su contra a los demás, especialmente a ella, a Constance, con la ayuda de mentiras e insinuaciones que le hacían parecer la encarnación del mal. Al principio Constance había protestado con gran vehemencia, diciendo que solo tergiversaba la realidad al servicio de algún retorcido fin, pero Diógenes arrostraba su ira con tal calma, era tan razonable y persuasivo en sus réplicas, que a su pesar la había ido sumiendo en un verdadero mar de dudas. A veces Pendergast se mostraba distante y altivo, en efecto, pero era su forma de ser. ¿O no? ¿No era cierto también que si Constance no había recibido noticias suyas de la cárcel era para no angustiarla? Constance sentía por Pendergast un amor hecho de silencio y distancia, un amor que él nunca parecía corresponder ni reconocer...

Habría agradecido tanto tener noticias suyas...

Pero ¿y si había algo cierto en lo que contaba Diógenes? La razón le decía que era un hombre muy poco de fiar, un ladrón, quizá hasta un sádico asesino... pero su corazón decía otra cosa. Se lo veía tan comprensivo y vulnerable... Tan bondadoso... Hasta le había enseñado pruebas —documentos y viejas fotografías— que parecían contradecir gran parte de lo que le había contado Aloysius sobre él. Por otro lado, no lo había negado todo. Había aceptado parte de culpa, y reconocía no ser ni mucho menos un hermano perfecto, sino un ser humano con graves defectos.

Era todo tan confuso...

Constance siempre se había fiado de su cerebro, de su intelecto, aun sabiendo que también era frágil y que podía traicionarla, pero ahora la voz que sonaba más fuerte era la de su corazón. Se preguntó si Diógenes era sincero al afirmar que la entendía. En lo más profundo de su ser, en un lugar que aún no conocía, Constance sentía que le creía. Había cierta conexión. Y lo más importante era que también empezaba a entenderlo a él.

Salió de la bañera, se secó e hizo los últimos preparativos antes de acostarse. En vez de ponerse uno de sus camisones de algodón eligió uno de seda fina que estaba en el fondo de un cajón, sin estrenar, casi olvidado. Después se metió en la cama, ahuecó las almohadas de plumón y abrió la recopilación de los ensayos del
Rambler
.

Las palabras pasaban ante sus ojos, pero no entendía el significado. Como empezaba a impacientarse saltó al siguiente ensayo, leyó por encima la introducción y cerró el libro para bajar otra vez de la cama y abrir un armario muy macizo de Duncan Phyfe. En el interior había una caja forrada de terciopelo con una pequeña colección de pequeños libros traídos por Diógenes en su última visita. Se la llevó a la cama y rebuscó en su contenido. Eran libros que conocía de oídas, pero que nunca había leído; libros que no formaban parte de la nutrida biblioteca de Enoch Leng. El
Satiricón
de Petronio,
À rebours
de Huysmans, las cartas de Oscar Wilde a lord Alfred Douglas, la poesía amorosa de Safo, el
Decamerón
de Boccaccio... Una pátina de decadencia, de opulencia, de amor apasionado perfumaba sus páginas como el almizcle. Constance fue saltando de uno a otro. Su cautela inicial se convirtió en curiosidad, y esta en algo parecido a la avidez, que la hizo leer hasta altas horas de aquella noche de desasosiego.

Treinta

Gerry Fecteau encontró un poco de sol en la pasarela de encima del patio 4 y se subió la cremallera de su chaqueta de celador. La temperatura invernal que se filtraba por el cielo color whisky no era lo bastante alta para derretir las manchas de nieve sucia que quedaban al borde de los patios y en las esquinas de los edificios. Desde donde estaba, Fecteau tenía una buena visión del patio. Miró a su acompañante, Doyle, estratégicamente situado en la otra esquina.

No les habían explicado nada sobre las características de la misión. Lo único que les habían dado era la orden de vigilar el patio desde arriba, pero Fecteau era gato viejo y sabía leer entre líneas. Al preso misterioso, que seguía en una celda de aislamiento, le habían dado permiso para salir al patio por buena conducta. Al patio 4. Permiso obligatorio. Teniendo en cuenta que Pocho y su pandilla rondaban por allí, Fecteau tenía muy clara la suerte que esperaba al preso —que era todo lo blanco que podía ser un hombre blanco— cuando lo soltaran en el patio 4 en presencia de Lacarra y sus matones. Desde la pasarela, tardarían al menos dos minutos en llegar al patio si surgían problemas.

Esa orden solo podía deberse a un motivo: que lo del percusionista no había funcionado. De hecho, por algún inexplicable motivo ya no tocaba, por lo que probablemente querían probar otra cosa.

Fecteau se humedeció los labios y observó el patio vacío: el aro de baloncesto sin red, las barras paralelas, los dos mil metros cuadrados de asfalto... Faltaban cinco minutos para la hora de ejercicio. No era un encargo muy del gusto de Fecteau. Si mataban a alguien, la responsabilidad recaería en él. Por otro lado, separar a Lacarra de alguna de sus víctimas no era una perspectiva demasiado atractiva. Sin embargo, había una parte de Fecteau que tenía hambre de violencia. Una mezcla de entusiasmo y reticencia le aceleró el pulso.

A la hora exacta, oyó cómo se descorrían los cerrojos y se abría la doble puerta del patio. Dos celadores salieron a la débil luz del sol, trabaron los dos paneles de la puerta y se quedaron cada uno en un lado mientras Pocho, siempre el primero, salía tranquilamente y entornaba los ojos para mirar el patio de cemento, mientras acariciaba su perilla. Llevaba el mono de la cárcel, sin chaqueta, pese a la temperatura invernal. Los músculos de los brazos se le marcaban debajo de las mangas. El sol, apagado, creaba reflejos mate en su cabeza rapada y en el resto de la cara, mostrando sus viejas cicatrices de acné, que parecían cráteres lunares.

Mientras Lacarra seguía paseando hasta el centro del patio, aparecieron los otros seis presos y se dispersaron; adoptaron posturas relajadas, mascaban chicle y caminaban sin rumbo por el asfalto. Un celador tiró una pelota de baloncesto que rebotó hasta uno de los hombres. El preso la hizo subir con el pie, la cogió y la hizo botar con desgana.

Al cabo de un rato salió el nuevo preso, alto y erguido. Nada más cruzar la puerta se quedó parado, mirando el patio con una tranquilidad que hizo estremecerse a Fecteau. El pobre desgraciado no sabía dónde se metía.

Pocho y los suyos no dieron muestras de haberse fijado en el nuevo. Solo pararon de mascar, pero fue momentáneo. La pelota siguió botando como un tambor marcando un ritmo lento. Pum... pum... pum... Todo parecía dentro de la normalidad.

El preso misterioso empezó a caminar paralelamente a la pared de bloques de hormigón. Miraba a su alrededor con una expresión neutral y una forma de moverse relajada y flexible. Los demás lo seguían con la vista.

Tres de los lados del patio estaban delimitados por los muros de cemento de la cárcel, y el cuarto, el del fondo, por una tela metálica coronada por una alambrada. El preso siguió la pared y al llegar a la tela metálica dio un cuarto de vuelta, mirando fijamente el exterior. Fecteau había observado que los presos siempre miraban o hacia fuera o hacia arriba, nunca en dirección al siniestro edificio. La media distancia estaba dominada por una torre de vigilancia, más allá de la cual se asomaban las copas de los árboles sobre el muro exterior de la cárcel.

Uno de los celadores de abajo miró hacia la pasarela y al ver a Fecteau se encogió de hombros como diciendo: «¿Qué tal?». Fecteau repitió el gesto y les hizo señas a él y su compañero de que el traslado de los presos al patio se había desarrollado sin problemas. Los dos entraron en el edificio y cerraron la puerta tras ellos.

Fecteau se acercó la radio a los labios y dijo en voz baja:

—¿Me oyes, Doyle?

—Te oigo.

—¿Estás pensando lo mismo que yo?

—Sí.

—Más vale que nos preparemos para bajar corriendo y separarlos.

—Recibido.

Esperaron. Los rebotes de la pelota mantenían el mismo ritmo. El único que se movía era el preso misterioso, que seguía con su lento deambular por la valla metálica.

Pum... pum... pum... seguía botando la pelota.

La voz de Doyle volvió a hacer crujir la radio.

—Oye, Gerry, ¿te recuerda algo?

—¿Como qué?

—¿Te acuerdas de la primera escena de
El bueno, el feo y el malo
?

—Sí.

—Pues es lo mismo.

—Tal vez, pero con una diferencia.

—¿Cuál?

—El desenlace.

Doyle se rió por la radio.

—No te preocupes. A Pocho la carne le gusta ablandada, pero viva.

Lacarra sacó las manos de los bolsillos y caminó muy tieso, con andares chulescos, hacia un punto de la valla que quedaba diez metros por delante del preso. Metió los dedos en la tela metálica y vio cómo se acercaba. En vez de cambiar de trayectoria para esquivar a Lacarra, el preso siguió paseándose como si nada, sin parar ni un momento hasta que estuvo frente a frente con Lacarra. Le dirigió la palabra. Fecteau aguzó el oído.

—Buenas tardes —dijo el preso.

Lacarra apartó la vista.

—¿Tienes un cigarrillo?

—Lo siento, no fumo.

Lacarra asintió con la mirada perdida en la distancia y los ojos casi cerrados, como dos rendijas negras. Empezó a acariciarse la perilla. A cada caricia se estiraba el labio, dejando ver una hilera de dientes amarillos y rotos.

—No fumas —dijo en voz baja—. Qué sano.

—Antes me gustaba fumar un puro de vez en cuando, pero lo dejé cuando un amigo mío tuvo cáncer. Pobre, tuvieron que quitarle casi toda la mandíbula inferior.

La cabeza de Lacarra se giró hacia el preso como a cámara lenta.

—Debió de quedar feísimo, el cabrón.

—Hoy en día 1a cirugía plástica hace maravillas.

Lacarra se giró.

—¿Lo has oído, Rafe? Este tío tiene un amigo sin boca.

Fue como una señal para que la pandilla de Lacarra saliese de su inmovilidad, con la única excepción del de la pelota; los demás empezaron a acercarse de manera oblicua, como una manada de lobos.

—Creo que voy a seguir paseando —dijo el preso, yendo hacia un lado.

Como quien no quiere la cosa, Lacarra dio un paso y se interpuso en su camino.

El preso se quedó quieto, fijó en él sus ojos plateados y dijo algo que Fecteau no entendió.

Lacarra no se movió ni miró al preso. Después de unos instantes preguntó:

—¿Qué dices?

El preso habló con más claridad.

—Espero que no estés a punto de cometer el segundo mayor error de tu vida.

—¿De qué coño hablas? ¿Qué segundo error? ¿Cuál es el primero?

—Matar a tres niños inocentes.

Se hizo un silencio eléctrico. Fecteau cambió de postura, atónito por lo que acababa de oír. El preso había infringido una de las reglas más sagradas de la vida en la cárcel, y lo había hecho ni más ni menos que con Pocho Lacarra. Pero ¿de qué lo conocía, si llevaba aislado desde su ingreso? A Fecteau se le tensó todo el cuerpo. Iba a pasar algo muy grave. Y pasaría pronto.

Lacarra sonrió y miró al preso por primera vez, exhibiendo sus dientes amarillos; había un hueco negro entre los de arriba. De repente, por el hueco lanzó un esputo que sonó al aterrizar sobre la punta del zapato del preso.

—¿Quién te lo ha contado? —dijo con afabilidad.

—Primero los ataste, por supuesto. Claro, con lo macho que eres... Temías que una niña de siete años te dejase una marca en el cutis, ¿verdad, Pocho?

Fecteau no podía creerlo. Aquel tipo acababa de firmar su sentencia de muerte. La pandilla de Pocho parecía igualmente descolocada; esperaba alguna señal sin saber cómo reaccionar.

Pocho se echó a reír. Fue una risa lenta, disonante, amenazadora.

—¡Eh, Rafe! —dijo por encima del hombro—. Me parece que a este tío le caigo mal. Me entiendes, ¿verdad?

Rafe se acercó tranquilamente.

—¿En serio?

El preso no dijo nada. Los demás seguían acercándose como una manada de lobos. Fecteau sentía en el pecho los latidos de su corazón.

—Has herido mis sentimientos, tío —le dijo Pocho Lacarra al preso.

—¿De verdad? —fue la respuesta—. ¿Qué sentimientos, si puede saberse?

Pocho se apartó para que se acercara Rafe, con calma y despreocupación. Bruscamente, con la rapidez de una trampa de resorte, Rafe se lanzó sobre el estómago del preso.

Una de las piernas del preso salió disparada en un gesto borroso. De pronto Rafe estaba doblado en el suelo. Hizo un horrible ruido de succión y vomitó.

—¡Deteneos ahora mismo! —gritó Fecteau, cogiendo la radio para llamar a Doyle.

Pocho se apartó un poco más, mientras el resto acudía velozmente; les dejaba a ellos el trabajo sucio. Petrificado, sin dar crédito a sus ojos, Fecteau vio que el preso hacía unos movimientos que parecían imposibles, de una celeridad inconcebible; debían de pertenecer a algún arte marcial desconocido para él. Sin embargo, frente a él tenía a seis pandilleros que se habían pasado la vida en peleas callejeras, y eso no había quien lo resistiese. Por su parte, los miembros de la pandilla quedaron tan sorprendidos por los movimientos del preso que se batieron momentáneamente en retirada. Al lado de Rafe había caído otro, tras recibir un golpe en la barbilla.

Fecteau dio media vuelta y corrió por la pasarela pidiendo refuerzos a gritos por la radio. Los dos solos, él y Doyle, no podían parar la pelea.

Lacarra levantó la voz.

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