El libro de los muertos (25 page)

Read El libro de los muertos Online

Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

—¿Pensáis dejar que este maricón os pegue una paliza?

Mientras algunos rodeaban al preso, los demás se lanzaron sobre él. Uno de los pandilleros amagó un puñetazo. El preso giró en redondo, pero era un truco para que pudiera llegar otro de la pandilla y pegarle en la barriga. Esta vez el golpe dio en el blanco. De repente se lanzaron todos en piña con los puños preparados y el preso empezó a tener dificultades para parar los golpes.

Fecteau se lanzó por la puerta del piso de arriba. Ya no veía el patio. Bajó corriendo por la escalera, abrió otra puerta cerrada con llave y corrió por el pasillo. Justo en ese momento se acercaba Doyle con cuatro celadores de refuerzo que llegaban corriendo del puesto de guardia con las porras en la mano. Fecteau abrió la doble puerta del patio. La cruzaron saltando.

—¡Ya está bien, coño! —gritó Fecteau, corriendo por el cemento hacia un pequeño grupo de hombres de Lacarra que, agachados, arreaban patadas a una figura invisible.

Ahora había dos más en el suelo. A Lacarra no se lo veía por ninguna parte.

—¡Joder, ya está bien!

Fecteau irrumpió con Doyle y los demás, cogió a uno de los matones por el cuello y lo echó hacia atrás, a la vez que le pegaba a otro con la porra en la oreja.

—¡Basta! ¡Quietos!

Doyle llegó corriendo con la Taser en la mano. Los demás celadores también intervinieron. En menos de treinta segundos todos los presos quedaron reducidos. El preso especial yacía de espaldas, inconsciente; las grandes manchas de sangre de su cara ofrecían un contraste llamativo con la palidez de su piel. Tenía los pantalones casi rotos por la cintura y todo un lado de la camisa desgarrado.

Al fondo se oían los gritos histéricos de uno de los presos.

—¿Habéis visto qué ha hecho, el pirado ese? ¿Lo habéis visto?

—¿Qué ocurre, Fecteau? —Era la voz del director por la radio—. ¿Me han dicho algo de una pelea?

Como si no lo supiera.

—Han zurrado al preso nuevo, señor.

—¿Qué le ha pasado?

—¡Que vengan los de urgencias! —pidió desde el fondo otro de los celadores—. ¡Hay como mínimo tres presos graves! ¡Urgencias!

—¿Me oye, Fecteau? —dijo la voz estridente de Imhof.

—Sí. El preso nuevo está herido, pero aún no sé si es grave.

—¡Averigüelo!

—Sí, señor.

—Otra cosa: quiero que los de urgencias empiecen por el preso nuevo, ¿me entiende?

—Recibido, señor.

Fecteau miró a su alrededor. ¿Dónde diablos estaba Lacarra?

De repente vio el cuerpo de Pocho encogido e inmóvil en un rincón helado del patio.

—Dios mío... —dijo—. ¿Y los de urgencias? ¡Que vengan inmediatamente!

—¡Hijo de puta! —dijo la voz histérica—. Pero ¿habéis visto qué ha hecho?

—¡Sujetad al resto! —exclamó Fecteau—. ¿Me habéis oído? ¡Sacadlos pitando de aquí con las esposas puestas y encerradlos!

Era una orden innecesaria. Los miembros de la pandilla que aún podían tenerse en pie ya estaban siendo conducidos a la puerta del patio. Los gritos se fueron apagando. Solo quedaron los sollozos agudos de uno de los presos heridos. La postura de Lacarra era como una imitación grotesca de un suplicante, con las rodillas y la cara en la nieve y la cabeza torcida en un ángulo antinatural. Lo que peor espina le dio a Fecteau fue que no se moviera.

Llegaron dos sanitarios, seguidos por otros dos que traían camillas.

Fecteau señaló al preso especial.

—El director quiere que empecéis por este.

—¿Y aquel?

La mirada horrorizada de los sanitarios se dirigía a Lacarra.

—Primero encargaos del preso nuevo.

Empezaron a ocuparse de él, pero Fecteau seguía sin poder apartar la vista de Lacarra. De repente el cuerpo de Pocho empezó a moverse como a cámara lenta. Se inclinó de lado y cayó. Después volvió a quedarse totalmente inmóvil, exponiendo al cielo una sonrisa crispada y unos ojos muy abiertos.

Fecteau se acercó la radio a la boca sin saber qué decirle al director. Había una cosa clara: Pocho Lacarra difícilmente volvería a follarse a nadie.

Treinta y uno

Durante los fríos días de marzo, el este de Long Island no respondía a su imagen de lugar de esparcimiento para los ricos y famosos. Al menos fue la impresión que tuvo Smithback al pasar junto al enésimo campo de patatas embarrado y recién segado, mientras una bandada de cuervos volaba desordenadamente en círculos.

Desde su encuentro con Hayward, Smithback había recurrido a todo su repertorio de trucos periodísticos para enterarse de más cosas sobre Diógenes. Había escrito artículos cuyo sugerente contenido insinuaba que estaban a punto de producirse grandes avances, a la vez que solicitaba información. También había merodeado por el museo haciendo preguntas y cribando rumores, pero nada. Pendergast aún estaba en la cárcel, acusado de asesinato. Otro aspecto igualmente grave era que Diógenes siguiera libre y desaparecido. Imaginar al hermano de Pendergast suelto, tramando sin duda nuevas fechorías, despertaba en Smithback una mezcla de rabia y miedo.

No tenía muy claro cuándo se le había ocurrido la idea, pero el caso era que se le había ocurrido... y que ahora iba en coche por la isla, en dirección este, rumbo a una casa que, fervientemente, esperaba encontrar vacía.

Lo más probable era que no hallase nada. A fin de cuentas ¿qué podía encontrar él que no hubiera visto ya la policía? Pero era lo único que le quedaba por hacer.

—Dentro de ciento cincuenta metros, gire a la derecha por Springs Road —dijo una voz melosa de mujer en el salpicadero.

—Gracias, Lavinia, guapa —dijo Smithback con una animación que estaba lejos de sentir.

—Gire a la derecha por Springs Road.

Obediente, se internó por una carretera con el asfalto muy agrietado, que discurría entre campos de patatas, segundas residencias cerradas y árboles desnudos. Al fondo había marismas con eneas muertas y cortaderas. Smithback pasó al lado de un cartel de madera descolorido y en pintoresco estado de deterioro que decía: «Bienvenido a Springs». Se trataba de un rincón sin pretensiones del este de Long Island, vagamente perfumado con dinero, pero discretamente.

—Este pueblo, mi querida Lavinia, es pequeño y no tiene nada especial, pero tampoco carece de encanto —dijo Smithback—. Lástima que no puedas verlo.

—Dentro de ciento cincuenta metros gire a la derecha por Glover’s Box Road.

—Así lo haré.

—Gire a la derecha por Glover’s Box Road —fue la plácida respuesta.

—¿Sabes que con esa voz podrías hacerte rica en el negocio de las líneas eróticas?

Smithback se alegraba de que Lavinia solo fuera una voz en el salpicadero. Así el sistema de navegación GPS no podía saber qué nervioso estaba.

Había llegado a una punta de arena muy ancha, entre casas, pinos achaparrados y zonas pantanosas con eneas y maleza. A la izquierda había una extensión de agua gris, Gardiners Bay, y a la derecha un puerto descuidado, cerrado para el invierno, con los yates en la marina seca.

—En cien metros llegará a su destino.

Condujo más despacio. Tenía delante un camino de arena que llevaba a una casa de madera gris, al otro lado de unos robles. En el camino había vallas de la policía atravesadas, pero no se veía ningún rastro de presencia policial. La casa estaba cerrada y oscura.

Después de algunas curvas, y de unas cuantas casas, el camino acababa en una rotonda que coincidía con el final de la lengua de tierra. En un lado había un cartel que anunciaba una playa pública. Smithback aparcó su coche —el único que había— al lado de la rotonda y salió a respirar el aire puro y frío. Después de subirse la cremallera de la chaqueta para protegerse del viento húmedo, se colgó una mochila en los hombros, recogió una piedra del suelo, se la metió en el bolsillo y se fue paseando por la playa. El leve oleaje relamía la orilla con siseos rítmicos. Durante su paseo, Smithback recogió algunas conchas, que volvía a tirar, y se acercó cada vez más al agua, arrastrando las zapatillas deportivas por la arena.

Las casas quedaban justo detrás de donde empezaban las cortaderas y las dunas: tablones grises, bordes blancos, puertas y ventanas que permanecerían cerradas todo el invierno. La que buscaba era fácil de identificar, porque había palos con cinta amarilla de la policía revoloteando entre los hierbajos del patio. Era una casa grande de los años veinte, castigada por la intemperie, con el tejado en punta, un porche largo orientado hacia el mar y dos hastiales. Al acercarse siguió sin ver ningún indicio de presencia policial. Caminó entre las dunas y las cortaderas con toda tranquilidad, levantando la arena con los pies. Al llegar a una valla de madera saltó por encima, se agachó para cruzar la cinta y corrió a esconderse detrás de la casa.

Pegado a la pared, a salvo de miradas indiscretas gracias a un tejo medio muerto, se puso unos guantes de piel. Naturalmente, la casa estaría cerrada con llave. La rodeó hasta llegar a una puerta lateral. Al mirar vio una cocina vieja pero ordenada, sin los utensilios habituales.

Sacó del bolsillo la piedra y un pañuelo, con el que la envolvió, y golpeó el cristal con fuerza.

No pasó nada. El segundo golpe, más fuerte y audible, tampoco lo rompió.

Al fijarse en el cristal observó una anomalía: era grueso, de color azul verdoso, y los montantes no estaban hechos de madera sino de metal pintado.

¿Un cristal antibalas?

No le sorprendió. Seguro que Diógenes había hecho reformas para que la casa fuera inexpugnable tanto por fuera como por dentro; a prueba de fugas.

Se quedó quieto, esperando no haber conducido tres horas para nada. Seguro que Diógenes lo había tenido todo en cuenta. ¿Cómo se le podía haber olvidado? No tenía sentido buscar puntos débiles porque no los habría.

Por otro lado, quizá la policía se hubiera dejado alguna puerta abierta.

Fue a la puerta del porche, escondiéndose detrás de la maleza. Estaba cruzada por una cinta amarilla. Subió al porche, miró a ambos lados del camino y se giró para inspeccionar la puerta. Era la que habían forzado los policías; habían reventado el marco con palancas y habían destrozado la cerradura. Daba la impresión de que requirió una fuerza considerable. Como la cerradura había quedado para el arrastre, la policía la había sustituido por un candado propio, que Smithback examinó con atención. Era de acero reforzado, demasiado grueso para ser cortado con un cortapernos, pero los puntos de sujeción estaban clavados con tornillos en unos agujeros hechos con taladro en la puerta metálica.

Smithback metió la mano en la mochila de piel y sacó un destornillador de estrella. Cinco minutos después ya había desatornillado un lado. Retiró el punto de sujeción y abrió un poco la puerta metálica, muy abollada. En un abrir y cerrar de ojos estuvo dentro y con la puerta cerrada.

Hizo una pausa, frotándose las manos. Dentro de la casa hacía calor. Aún estaba puesta la calefacción. Era la típica sala de estar de una casa de playa, con muebles de mimbre confortables, alfombras artesanas, una mesa preparada para jugar al ajedrez, un piano de cola en un rincón y en la pared del fondo una chimenea enorme, hecha de piedra. Curiosamente, la luz del interior de la casa era verdosa a causa del grosor de los cristales.

¿Qué buscaba? No estaba seguro. Tal vez alguna pista sobre el paradero de Diógenes, o sobre las posibles identidades que podía estar usando para esconderse. En un arrebato de pesimismo se preguntó cómo podía encontrar algo que hubiera pasado inadvertido a la policía, o al propio Diógenes, lo que era aún más improbable. Estaba claro que se había ido precipitadamente, dejando bastantes instrumentos y bastante material como para que la policía lo identificase de modo concluyente como el ladrón de los diamantes del museo. Pero también había demostrado no solo una inteligencia fuera de lo común, sino una prudencia excepcional. No era propio de Diógenes cometer errores.

Cruzó sigilosamente el arco que daba al comedor. Era una sala con un revestimiento muy bonito de roble, una mesa de madera maciza y sillas Chippendale. Las paredes, de color rojo oscuro, estaban adornadas con cuadros y grabados. Al fondo había una puerta que daba a una cocina, muy pequeña pero tan impoluta como el resto. Seguro que la policía no había limpiado la casa. Supuso que así era como solía tenerla Diógenes.

Volvió a la sala de estar y se acercó al piano para pulsar algunas teclas. La afinación era perfecta. Los martillos respondían como una seda.

Bueno, ya era algo. Diógenes tocaba el piano.

Se fijó en las partituras del atril: los
Impromptus opus 90
de Schubert. Debajo, el
Clair de lune
de Debussy y algunos
Nocturnos
de Chopin. No solo tocaba, sino que lo hacía bastante bien, aunque probablemente no llegara al virtuosismo de un concertista.

Al lado del piano había otro arco por el que se entraba en la biblioteca. En ella, curiosamente, reinaba el desorden, con libros por el suelo —algunos de ellos abiertos— y huecos en las estanterías. La alfombra estaba arrugada y levantada por una punta. En el suelo había una lámpara de mesa rota. El centro de la sala estaba presidido por una gran mesa recubierta de terciopelo negro, bajo una fila de focos muy potentes.

Vio algo en un rincón que le hizo estremecerse: un gran yunque de acero inoxidable, muy bien acabado. Al lado había varios trapos arrugados y un extraño martillo, de un metal gris y brillante. ¿Sería titanio?

Retrocedió, dio media vuelta y subió por la escalera de madera. En el piso de arriba había un distribuidor y un largo pasillo con marinas en las dos paredes. En una mesa había un pequeño mono capuchino disecado, junto a una campana de vidrio que contenía un falso árbol con mariposas.

Todas las puertas de las habitaciones estaban abiertas.

Al entrar en la que daba al rellano se dio cuenta de que ahí era donde debió de estar secuestrada Viola Maskelene. La cama estaba deshecha, había un cristal roto en el suelo y alguien había arrancado un trozo de papel de la pared, dejando a la vista una superficie metálica.

Metal... Smithback se acercó y rascó cuidadosamente un poco más de papel. Las paredes eran de acero macizo.

Tuvo otro escalofrío, acompañado por una creciente sensación de alarma. La ventana era del mismo cristal grueso y de color verde azulado que las de la planta baja, y había barrotes. La puerta, que fue lo siguiente que miró, pesaba muchísimo. También era de acero. Las bisagras, mayores de lo normal, no hicieron ruido al girar. Se fijó en la cerradura: de bronce y acero inoxidable, a prueba de bombas.

Other books

Stubborn Love by Wendy Owens
Captured by Beverly Jenkins
Running Interference by Elley Arden
La Prisionera de Roma by José Luis Corral Lafuente
Time Patrol by Poul Anderson