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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (11 page)

Sin embargo, Cahors destacaba por su tenacidad, y al final la tumba fue desmontada. Los bloques, todos numerados, se transportaron en barcazas por el Nilo hasta la bahía de Abukir, donde fueron dispuestos sobre la arena del desierto en espera de su envío a Francia.

La famosa batalla del Nilo significó el fin de esos planes. Tras el encuentro, y la rotunda derrota, de la gran flota de Napoleón con el almirante Horatio Nelson, en lo que fue la batalla naval más decisiva de la historia, Napoleón huyó en una pequeña embarcación, dejando atrás a sus ejércitos, que capitularon rápidamente. Gracias a los términos de la rendición, los británicos se quedaron con su fabulosa colección de antigüedades egipcias, incluidas la piedra Rosetta... y la tumba de Senef. Al día siguiente de la firma, Cahors se arrodilló en la arena de Abukir, entre los sillares amontonados, y se clavó la espada en el corazón. Aun así, su fama de egiptólogo perduró. El Cahors que costeaba
a la distance
la reapertura de la tumba en el museo era descendiente suyo.

Nora dejó el primer legajo y cogió el segundo. Un oficial escocés de la Royal Navy, el capitán Alisdair William Arthur Cumyn, posteriormente barón de Rattray, logró hacerse con la tumba de Senef merced a una dudosa transacción que por lo visto estaba relacionada con una partida de cartas y dos prostitutas. El barón de Rattray hizo transportar la tumba y volvió a montarla en su antigua finca solariega de las Highlands escocesas. En el proceso se arruinó y no tuvo más remedio que vender la mayor parte de las tierras de sus antepasados. Los barones de Rattray sobrevivieron a trancas y barrancas hasta mediados del siglo XIX, cuando el último representante del linaje vendió la tumba al magnate norteamericano del ferrocarril William C. Spragg, en una tentativa desesperada por salvar lo que quedaba de su herencia. Spragg, uno de los primeros benefactores del museo, organizó el transporte de la tumba al otro lado del Atlántico, donde volvió a ser montada en el museo, que por aquel entonces estaba en plena construcción. Era su proyecto favorito. Se pasó varios meses visitando las obras, hostigando a los trabajadores y haciéndose insoportable. En una trágica ironía del destino, fue atropellado por una ambulancia tirada por caballos justo dos días antes de la magna inauguración, en 1872.

Nora hizo una pausa en la lectura. Aún no eran las tres. Avanzaba más deprisa de lo esperado. Si conseguía acabar a las ocho, hasta era posible que pudiera picar algo en el Huesos con Bill. Seguro que a él le encantaría aquella historia tan vetusta y truculenta, que por otro lado, cuando faltara menos tiempo para la reapertura de la tumba, podía convertirse en un buen artículo de la sección cultural de
The Times
.

Pasó al siguiente fajo, compuesto íntegramente por documentos del museo, mucho mejor conservados. La primera carpeta era sobre la inauguración de la tumba. Contenía algunos ejemplares de la invitación grabada:

Nora, divertida, contempló la invitación. Le parecía, increíble que en aquella época el museo tuviera tanta relevancia como para que la invitación la firmara el mismísimo presidente. Al reanudar su examen descubrió otro documento, un menú de la cena.

La carpeta contenía una docena de invitaciones en blanco. Apartó una y la guardó con el menú en una carpeta con una etiqueta que decía «para fotocopiar». Valía la pena que lo viera Menzies. De hecho, pensó Nora, sería magnífico poder reproducir la inauguración original, aunque quizá sin baile de disfraces, y ofrecer el mismo menú.

Empezó a leer los ecos de sociedad sobre la velada, muy en la línea de los grandes acontecimientos sociales del Nueva York de finales del siglo XIX, una época irrepetible. Leer los nombres de los invitados era como pasar lista a los albores de la Edad de Oro: los Astor y los Vanderbilt, William Butler Duncan, Walter Langdon, Ward McAllister, Royal Phelps... Diversos grabados del
Harper’s Weekly
mostraban a los participantes en el baile de disfraces exhibiendo las más descabelladas interpretaciones de la indumentaria egipcia.

Estaba perdiendo el tiempo. Apartó los recortes y abrió la siguiente carpeta. También contenía un recorte de prensa, concretamente de
The New York Sun,
uno de los periódicos sensacionalistas de la época. La ilustración mostraba a un hombre de pelo oscuro con fez, ojos líquidos y larga túnica. Nora leyó el artículo por encima.

Exclusiva del Sun

————

¡Una tumba maldita en el Museo de Nueva York!

————

Un bey egipcio lanza una advertencia

La maldición del Ojo de Horus

«Nueva York.— Durante la reciente visita a Nueva York de su eminencia Abdul el-Mizar, bey de Bolbassa (Alto Egipto), este emisario de la tierra de los faraones quedó sorprendido por la exposición de la tumba de SENEF en el Museo de Nueva York».

«Durante una visita guiada del museo, el caballero egipcio y su séquito se negaron a entrar en la tumba. Temerosos y consternados, avisaron al resto de los visitantes de que penetrar en ella significaba exponerse a una muerte segura y horrible. «Sobre esta tumba pesa una maldición muy conocida en mi país», explicó más tarde el-Mizar a
The Sun
».

Nora sonrió. El artículo seguía en la misma tónica, con una mezcla de terribles amenazas y afirmaciones completamente ajenas al rigor histórico cuyo colofón, como no podía ser menos, era la «exigencia» por parte del supuesto «bey de Bolbassa» de que la tumba fuera inmediatamente devuelta a Egipto. Al final se citaba como de pasada a un directivo del museo según el cual la tumba recibía varios miles de visitantes diarios, sin que se hubiera tenido que «lamentar ningún accidente».

Después del artículo había varias cartas de diversos remitentes —pocos de ellos en sus cabales— que decían haber experimentado determinadas «sensaciones» y «presencias» en el transcurso de su estancia en la tumba. Muchos afirmaban haber sufrido diversas dolencias con posterioridad a su visita: falta de aliento, sudores, palpitaciones, trastornos nerviosos... Una anécdota, en concreto, merecía toda una carpeta: la de un niño que se había roto las dos piernas tras caer en el pozo, y a quien habían tenido que amputarle una de ellas. La correspondencia entre los abogados culminaba en un discreto acuerdo extrajudicial, que había reportado a la familia la suma de doscientos dólares.

Nora pasó a la siguiente carpeta, muy delgada; al abrirla se llevó la sorpresa de encontrar un solo trozo amarillento de cartón con una etiqueta pegada:

Material transferido a la reserva
.

22 de marzo de 1938
.

Firmado: Luden R Strawbridge
.

Conservador de egiptología
.

Giró el cartón, extrañada. ¿A la reserva? Debía de ser el Área de Seguridad, nombre que recibía la zona donde se guardaban las piezas más valiosas del museo. ¿Qué podía contener la carpeta para que justificase tal medida?

Dejó el cartón en su sitio y apartó la carpeta, decidida a investigarlo en otro momento. Solo le quedaba un legajo. Al abrirlo encontró correspondencia y notas sobre la construcción del túnel peatonal entre la estación de metro de la línea IND y el museo.

La correspondencia era voluminosa. Al leerla empezó a darse cuenta de que la versión del museo, que atribuía el cierre de la tumba a la construcción del túnel, distaba bastante de la verdad. El trazado propuesto por el ayuntamiento, más rápido y barato, partía de delante de la estación, bastante lejos de la entrada de la tumba, pero por la razón que fuese el museo quiso situar el túnel hacia la parte trasera de la estación. Después adujo que el nuevo trazado bloquearía la entrada de la tumba, lo que obligaría a cerrarla. Daba la impresión de que quería provocar el cierre.

Siguió leyendo. Hacia el final de la carpeta encontró una nota manuscrita del mismo Lucien P. Strawbridge que había trasladado la carpeta anterior a la sección confidencial. Estaba escrita al margen de un informe de un funcionario del ayuntamiento interesado por conocer por qué motivo el museo se decantaba por un trazado que comportaba gastos suplementarios.

La anotación rezaba así:

"Cuéntele lo que sea. Quiero que se cierre la tumba. No desaprovechemos nuestra última oportunidad de deshacernos de ese maldito problema."

L. P. STRAWBRIDGE

¿Maldito problema? Nora se preguntó a qué problema podía referirse Strawbridge. Volvió a hojear la carpeta, pero el único problema relacionado con la tumba que encontró fue el incidente de los comentarios del bey de Bolbassa y la posterior avalancha de cartas de chiflados.

Llegó a la conclusión de que el problema estaba en la carpeta de acceso restringido, pero tampoco parecía muy importante; por otro lado, se le acababa el tiempo. Ya seguiría investigando cuando pudiese. De momento, o empezaba el informe o se quedaba sin cenar con Bill.

Cogió el ordenador portátil, abrió un documento nuevo y empezó a escribir.

Quince

El día siguiente, la capitana de Homicidios Laura Hayward enseñó su identificación, tras lo cual la dejaron pasar amablemente al despacho de Jack Manetti, el jefe de seguridad del Museo de Historia Natural de Nueva York. Le gustó que en un museo cuya dirección parecía obsesionada con las apariencias el jefe de seguridad hubiera elegido un despacho pequeño y sin ventanas del fondo del departamento de seguridad y lo hubiera amueblado con mesas y sillas de metal estrictamente funcionales. Hablaba bien de Manetti. Al menos lo esperaba.

Se notaba que Manetti no estaba muy contento con la visita. Aun así apeló a su buena educación y le ofreció una silla y una taza de café, que ella rechazó.

—Vengo por el ataque a la señora Green —dijo la capitana—. ¿Tendría la amabilidad de acompañarme a la exposición «Imágenes Sagradas» para hacerle algunas preguntas sobre las horas de entrada y salida, los accesos y la seguridad?

—Pero si ya lo preguntó hace unas semanas... Creía que la investigación estaba cerrada.

—La mía aún no, señor Manetti.

Manetti se humedeció los labios.

—¿Ya ha pasado por el despacho del director? En principio tenemos que coordinar todo lo relacionado con las fuerzas y cuerpos de...

Hayward, que empezaba a irritarse, se levantó y le quitó la palabra de la boca.

—No tengo tiempo, y usted tampoco. Vamos.

Siguió al jefe de seguridad por un laberinto de pasillos y salas polvorientas, hasta llegar a la entrada de la exposición. Aún era horario de visita, y las puertas de seguridad estaban descorridas, pero en la exposición no había prácticamente nadie.

—Empezaremos por aquí —dijo Hayward—. Le he dado muchas vueltas y aún quedan algunos detalles que no me cuadran. ¿Me equivoco o el culpable solo podía entrar en la sala por esta puerta?

—Sí, así es.

—La puerta del fondo solo se podía abrir por dentro, no por fuera, ¿verdad?

—Sí.

—Y en principio el sistema de seguridad registraba automáticamente cualquier entrada o salida, porque en el código de todas las tarjetas magnéticas consta el nombre de su titular.

Manetti asintió con la cabeza.

—Sin embargo, la única entrada registrada por el sistema fue la de Margo Green. Después el culpable le robó la tarjeta y la usó para escapar por la salida trasera.

—Eso parece.

—Green podría haber dejado abierta la puerta de seguridad después de entrar.

—No. Primero porque sería infringir el reglamento, y segundo porque el sistema registró que no lo hizo. A los pocos segundos de que entrara, la puerta volvió a cerrarse. Es lo que consta en el registro electrónico.

—O sea, que el culpable tuvo que esperarla escondido en la sala desde la hora de cierre al público, las cinco, hasta la del ataque, las dos de la madrugada.

Manetti asintió con la cabeza.

—A menos que el culpable consiguiera saltarse el sistema de seguridad...

—No nos parece muy probable.

—Pues a mí me parece casi seguro. Desde el ataque he inspeccionado esta sala una docena de veces, y el culpable no podía esconderse en ningún sitio.

—Estaba en construcción, y había material por todas partes.

—Faltaban dos días para la inauguración. Casi estaba acabada.

—El sistema de seguridad es infalible.

—Como la sala de diamantes, ¿no?

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