Read El libro de los muertos Online

Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (12 page)

Se arrepintió al ver que se tensaban los labios de Manetti. No era su estilo. Se estaba volviendo muy irónica, y no le gustaba.

—Gracias, señor Manetti —dijo—. Si no le importa, me gustaría dar otra vuelta por la sala.

—Como quiera.

—Ya les diré algo.

Manetti se fue. Hayward dio una vuelta por la sala donde habían atacado a Margo Green. Reprodujo una vez más todos los pasos del ataque en una especie de cámara lenta mental, mientras hacía lo posible por no escuchar una vocecita interior que le decía que era una pérdida de tiempo, que no esperase encontrar algo importante varias semanas después de la agresión —y del paso de cientos de personas—, que todos sus motivos eran censurables y que lo más prudente, mientras aún estaba a tiempo, era seguir viviendo y trabajando con normalidad.

Dio otra vuelta por la sala, silenciando la voz con el clic clac de sus tacones. Al llegar a la vitrina donde habían encontrado la mancha de sangre vio que detrás había alguien agazapado y con traje oscuro, a punto de saltar.

Sacó su pistola y le apuntó.

—¡No se mueva! ¡Policía!

El desconocido salió emitiendo un grito gutural, mientras sus brazos hacían molinetes y un flequillo rebelde daba saltos encima de su frente. Hayward reconoció a William Smithback, el reportero de la sección local de
The Times
.

—¡No dispare! —exclamó el periodista—. Solo estaba... curioseando. ¡Con eso en la mano me va a matar de miedo!

Hayward se enfundó la pistola con un poco de vergüenza.

—Perdone, estoy un poco tensa.

La mirada de Smithback se volvió escrutadora.

—La capitana Hayward, ¿verdad?

Ella asintió.

—Yo soy quien escribe sobre el caso Pendergast para
The Times
.

—Sí, lo sé.

—Me alegro. De hecho quería hablar con usted.

Hayward miró su reloj.

—Estoy muy ocupada. Pida cita en la comisaría.

—Ya lo he intentado, pero no habla con la prensa.

—Exacto.

Dio un paso, mirando severamente a Smithback, pero él no se apartó para dejarla pasar.

—¿Me permite?

—Un momento —dijo él, hablando deprisa—; creo que podemos ayudarnos mutuamente. Quizá podríamos intercambiar información o...

—Si tiene algún dato que pueda sernos útil y no quiere ser acusado de entorpecer una investigación de la policía, le aconsejo que lo facilite inmediatamente.

—¡No, no me refería a eso! Pero... Verá, creo que ya sé por qué está aquí. No lo ve claro. Piensa que a Margo quizá no la atacó Pendergast. ¿He acertado?

—¿Por qué lo dice?

—Una capitana de Homicidios con mil cosas que hacer no malgastaría el tiempo visitando la escena del crimen cuando ya está todo resuelto. Señal de que tiene dudas.

Hayward se calló, disimulando su sorpresa.

—Se pregunta si el asesino podría ser Diógenes Pendergast, el hermano del agente. Por eso ha venido.

Hayward siguió sin decir nada. Cada vez estaba más sorprendida.

—Resulta que yo he venido por lo mismo.

Smithback la miró en silencio y con curiosidad, como si calibrase el efecto de sus palabras.

—¿Usted por qué cree que no fue el agente Pendergast? —preguntó Hayward con cautela.

—Porque lo conozco. Hace siete años que informo sobre él, es un decir, desde los asesinatos del museo. Y también conozco a Margo Green. Me llamó del hospital, desde la cama, y jura y perjura que no fue Pendergast. Ella dice que el hombre que la atacó tenía los ojos de colores diferentes, uno verde y el otro de un azul lechoso.

—Pendergast es un reconocido maestro del disfraz.

—Sí, pero la descripción responde a la de su hermano. ¿Qué sentido tendría disfrazarse de su hermano? Del cual, por otro lado, ya sabemos que es el culpable tanto del robo de los diamantes como del secuestro de aquella mujer, lady Maskelene... La única explicación lógica es que Diógenes también atacó a Margo y tendió una trampa a su hermano.

Hayward tuvo que volver a reprimir su sorpresa ante la gran similitud entre lo que pensaba Smithback y lo que pensaba ella. Al final se permitió una sonrisa.

—Veo que lo suyo es el periodismo de investigación, señor Smithback.

—Pues sí —se apresuró a confirmar él, atusándose el flequillo que, indomable, volvió a rebelarse.

La capitana reflexionó en silencio.

—De acuerdo, quizá podamos ayudarnos. Como es lógico, mi participación se mantendrá dentro de la más absoluta confidencialidad, en tanto que simple fuente informativa.

—Por supuesto.

—Por otro lado, exijo ser informada de cualquier novedad antes de que aparezca en sus artículos. Si no es así, me niego a que colaboremos.

Smithback asintió enérgicamente.

—Faltaría más.

—Perfecto. Parece que Diógenes Pendergast ha desaparecido. Por completo. Su pista se pierde en su escondrijo de Long Island, donde tuvo prisionera a lady Maskelene. Hoy en día es imposible desaparecer totalmente, salvo que haya adoptado un álter ego. Un álter ego muy afianzado.

—¿Se le ocurre alguno?

—De momento tenemos las manos vacías. Ahora bien, si usted escribiera un artículo al respecto... Quizá podría hacer saltar alguna liebre. Algún que otro soplo cotilleo de barrio... ¿Me entiende? Como comprenderá, mi nombre no podría aparecer.

—Lo entiendo, lo entiendo. Y... ¿Y yo a cambio qué recibiría?

La segunda sonrisa de Hayward fue más amplia.

—No lo entiende. Es al revés. El favor se lo hago yo a usted. La cuestión es cómo me lo recompensará. Sé que está informando sobre el robo de los diamantes. Quiero saberlo todo. Todo, hasta lo más insignificante. Tiene razón: creo que Diógenes está detrás del ataque a Margo Green y del asesinato de Duchamp. Necesito todas las pruebas que pueda conseguir, pero como pertenezco a Homicidios me es difícil acceder a información relacionada con el distrito.

No dijo que era muy poco probable que Singleton, el capitán de distrito que llevaba el robo de los diamantes, compartiera información con ella.

—Por mí perfecto. Trato hecho.

Justo cuando Hayward se giraba, Smithback la llamó.

—¡Un momento!

La capitana se giró y lo miró con una ceja levantada.

—¿Cuándo volveremos a vernos? ¿Y dónde?

—En ningún momento. Usted limítese a llamarme si surge algo importante.

—De acuerdo.

Se fue, dejando a Smithback en la penumbra de la sala de exposiciones, tomando notas al dorso de un trocito de papel.

Dieciséis

Jay Lipper, asesor de efectos visuales informatizados, escudriñaba la penumbra de la vacía cámara sepulcral. Habían pasado cuatro semanas desde que el museo anunció a bombo y platillo que la tumba de Senef volvería a abrirse al público, y él llevaba tres de ellas trabajando. Era el día de la gran reunión. Había llegado diez minutos antes para dar un paseo por la tumba y visualizar el montaje que tenía preparado: dónde irían los cables de fibra óptica, dónde los LED, dónde montaría los altavoces, dónde colgaría los focos, dónde pondría las pantallas holográficas... Parecía mentira que aún quedaran tantas cosas por hacer a dos semanas de la gran inauguración.

Oyó un eco de voces por las salas de la tumba. Llegaba de cerca de la entrada, aunque distorsionado por el ruido de los martillos y el silbido de las sierras mecánicas. Las brigadas seguían un ritmo frenético. No se estaba reparando en gastos, y menos en el caso de Lipper, que cobraba la hora a ciento veinte dólares. A razón de ochenta horas semanales, estaba ganando una fortuna. Merecidísima, por otro lado, sobre todo teniendo en cuenta al inútil que le había asignado el museo para poner los cables y las cintas y hacer de chico para todo con la parafernalia electrónica. ¡Qué palurdo! Si todo el personal técnico del museo era así, iban apañados. Era tan musculoso —debía de torturarse en el gimnasio—, que parecía un ladrillo de carne con un bolo por cabeza, cuyo contenido en materia gris era el mismo que el de un spaniel. Seguro que se pasaba los fines de semana en el gimnasio en vez de ponerse al día sobre la tecnología que supuestamente tenía que entender.

Como si le hubiera leído el pensamiento, la voz del inútil sonó en la otra punta del pasillo.

—Qué oscuro, ¿eh, Jayce? Como una tumba.

Teddy DeMeo apareció por la esquina con los brazos cargados de tubos y esquemas electrónicos amontonados de cualquier manera.

Lipper, con los labios apretados, intentó pensar otra vez en los ciento veinte dólares por hora. Lo peor era que antes de clasificar a DeMeo de inútil había cometido la imprudencia de decirle el nombre del juego online multiplayer en el que estaba participando,
Land of Darkmord,
y DeMeo se había suscrito enseguida por internet. El personaje de Lipper, un brujo tramposo medio elfo, en poder de un libro de sortilegios malignos, se había pasado varias semanas organizando una expedición militar a una lejana fortaleza y reclutando guerreros solo para que de repente apareciera DeMeo en el personaje de un orco chato que iba por ahí con un garrote y se presentara voluntario en el ejército. Ahora se creía su mejor amigo y se pasaba el día haciendo preguntas estúpidas, contando chistes verdes sin ninguna gracia y avergonzándolo ante el resto de los jugadores.

DeMeo llegó a su lado jadeando, con la frente empapada de sudor y oliendo a calcetín mojado.

—A ver, a ver...

Desenrolló uno de los planos. Como era de esperar, estaba al revés y tardó varios segundos en darse cuenta.

—Dámelo —dijo Lipper, quitándoselo para aplanarlo.

Miró su reloj. Aún faltaban cinco minutos para la hora en que tenía que llegar el comité de conservadores. Daba igual. A dos dólares por minuto, Lipper podía incluso esperar a Godot.

Miró a su alrededor con la nariz arrugada.

—Tendrán que solucionar el problema de la humedad. No puedo dejar mis aparatos en una especie de sauna.

—Sí, tío —dijo DeMeo mirando a su alrededor—. ¿Y eso de ahí, eso tan raro? ¿Qué coño debe de ser? Me da un repelús...

Lipper echó un vistazo al fresco, que representaba a un ser humano con cabeza negra de insecto y traje de faraón. Ciertamente, la cámara sepulcral daba miedo. Paredes ennegrecidas por los jeroglíficos, un techo que representaba el cielo nocturno con extrañas estrellas amarillas y la luna sobre un campo de un profundo color añil... De todos modos, a Lipper le gustaba pasar miedo. Era como estar dentro del mundo de Darkmord pero de verdad.

—Es el dios Khepri —dijo—, un hombre con cabeza de escarabajo que ayuda a que el sol ruede por el cielo.

Le fascinaba tanto trabajar en el proyecto que durante las últimas semanas se había zambullido en la mitología egipcia para documentarse y buscar ideas visuales.

—Una mezcla de
La momia
y
La mosca
—dijo DeMeo, riéndose.

Un coro de voces cortó en seco la conversación. Al mismo tiempo un grupo de personas entró en la cámara sepulcral. Era el responsable, Menzies, con los conservadores.

—¡Cuánto me alegro de que ya estén aquí! No tenemos mucho tiempo. —Mezies se acercó y les dio la mano—. Doy por supuesto que se conocen.

Todos asintieron. ¿Cómo no, si hacía unas semanas que prácticamente vivían juntos? La doctora Nora Kelly, con quien Lipper al menos podía trabajar; Wicherly, el británico pagado de sí mismo, y por último el figura, el conservador de antropología, George Ashton. El comité.

Mientras los recién llegados conversaban entre sí, Lipper notó algo puntiagudo en las costillas. Al levantar la cabeza vio que DeMeo, con la boca abierta, le guiñaba un ojo con cara de salido.

—¡Jo, macho! —susurró, señalando a la doctora Kelly con la cabeza—. ¡Quién la pillara!

Lipper apartó la vista con los ojos en blanco.

—¡Bien! —Menzies se giró para volver a dirigirles la palabra—. ¿Empezamos el ensayo?

—¡Pues claro, doctor Menzies! —dijo DeMeo.

Lipper le clavó una mirada cuya intención era silenciar al pobre imbécil. Era su plan, su creación, su obra de arte. El trabajo de DeMeo consistía en montar el equipo, echar cables y asegurarse de que la electricidad llegara a todo el sistema.

—Habría que empezar por el principio —dijo Lipper, llevándolos hacia la entrada, no sin antes echar otra mirada admonitoria a DeMeo.

Recorrieron en sentido inverso el laberinto de salas en proceso de montaje; se cruzaron con las brigadas. Al acercarse a la entrada de la tumba, Lipper sintió que la hostilidad hacia DeMeo dejaba paso al entusiasmo. El «guión» del espectáculo de luz y sonido lo había escrito Wicherly, con algunas aportaciones de Kelly y Menzies. El resultado final era bueno, muy bueno, y él lo había mejorado aún más convirtiéndolo en realidad. Sería una exposición espectacular.

Se giró al llegar al Primer Tránsito del Dios.

—El espectáculo de luz y sonido se disparará automáticamente. Es importante que las visitas sean en grupo y que la gente no se separe en todo el recorrido. El movimiento del grupo activará sensores que a su vez pondrán en marcha cada secuencia del espectáculo. Al final de la secuencia, el grupo accederá a otra zona de la tumba para asistir a la siguiente. Cuando se acabe el espectáculo, los grupos dispondrán de un cuarto de hora para pasear por la tumba. Después los acompañarán a la salida y entrará el siguiente grupo.

Señaló el techo.

—El primer sensor estará en aquel rincón de arriba. Cuando los visitantes pasen por aquí, el sensor lo detectará, esperará treinta segundos por si alguien se ha quedado rezagado e iniciará la primera secuencia, lo que yo llamo el primer acto.

—¿Cómo esconderán el cable? —preguntó Menzies.

—Muy fácil —intervino DeMeo—. Haciéndolo pasar por un tubo negro de dos centímetros y medio. No lo verá nadie.

—No se puede pegar nada en la superficie pintada —dijo Wicherly.

—¡No, es un tubo de acero que se aguanta solo! Únicamente hay que fijarlo en las esquinas. Se queda a dos milímetros de la superficie de la pintura, sin tocarla.

Wicherly asintió con la cabeza.

Lipper volvió a respirar, feliz de que DeMeo no hubiera quedado como un idiota, al menos de momento.

Llevó al grupo a la siguiente sala.

—Cuando los visitantes llegan al centro del Segundo Tránsito del Dios, que es donde estamos ahora, de repente las luces se atenúan y se oyen golpes de picos y palas sobre piedra, entre susurros furtivos. Una voz en off cuenta que esto es la tumba de Senef, a punto de ser saqueada por los propios sacerdotes que lo enterraron dos meses atrás. El ruido de las palas aumenta a medida que los saqueadores se acercan a la primera puerta cerrada. Al llegar empiezan a darle golpes con los picos, hasta que la cruza uno de los ladrones y empieza la parte visual.

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