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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (16 page)

—¿Dónde lo has encontrado, pequeña? —añadió Wren con voz aguda y tensa.

—Pues... en el sótano.

—Ah, ¿sí?

—Sí, entre las colecciones. Están infestadas.

—Me parece muy dócil. Los ratones blancos no suelen andar sueltos.

—Quizá se le escapara a su dueño —dijo ella con cierta irritación. Se levantó—. Estoy cansada. Si tienen la amabilidad de disculparme... Buenas noches.

Después de su salida, y de un corto intervalo de silencio, Glinn habló en voz baja.

—Entre los papeles había otro mensaje de Pendergast, urgente pero sin ninguna relación con lo que nos ocupa.

—¿Sobre qué?

—Sobre ella. A usted, señor Wren, le pide que la vigile muy atentamente durante las horas del día, siempre que esté usted despierto, y que de noche, cuando se vaya a trabajar a la biblioteca, se asegure de que la casa esté bien cerrada, y ella, dentro.

Wren parecía contento.

—¡No faltaría más! Será un placer. Un gran placer.

Glinn miró a D’Agosta.

—En cuanto a usted, aunque viva en la casa, le pide que se comprometa a pasar de vez en cuando durante sus horas de trabajo para ver si Constance está bien.

—Parece preocupado.

—Mucho.

Tras una pausa, Glinn abrió un cajón y empezó a sacar objetos y dejarlos sobre la mesa: una petaca de whisky, una memoria flash de ordenador, un rollo de cinta aislante, una lámina enrollada de plástico Mylar reflectante, una cápsula de líquido marrón, una aguja hipodérmica, un par de cúters pequeños para alambre, un bolígrafo y una tarjeta de crédito.

—Y ahora, teniente, repasemos los preparativos que debe lograr una vez dentro de Herkmoor...

Más tarde, cuando ya estaban guardados todos los mapas, cajas y esquemas, y D’Agosta acompañaba a Glinn y Wren a la puerta principal de la mansión, el viejo bibliotecario se quedó un ratito más.

—¿Sería tan amable de escucharme un momento? —dijo, tirando de la manga de D’Agosta.

—Sí, claro —dijo D’Agosta.

Wren se inclinó como si fuera a contarle un secreto.

—Usted, teniente, ignora las... las circunstancias del pasado de Constance. Solo le diré que son... insólitas.

D’Agosta vaciló, sorprendido por la agitación que leía en los ojos del extraño personaje.

—Yo conozco muy bien a Constance. Fui yo quien la encontró en esta casa, donde estaba escondida. Siempre ha sido escrupulosamente sincera, de una sinceridad dolorosa a veces, pero esta noche ha mentido por primera vez.

—¿El ratón blanco?

Wren asintió con la cabeza.

—No tengo la menor idea de qué significa. De lo único que estoy seguro es de que Constance tiene problemas, teniente. Emocionalmente es un castillo de naipes a merced del primer soplo de viento. Tenemos que vigilarla muy de cerca, tanto usted como yo.

—Gracias por la información, señor Wren. Pasaré a verla con toda la frecuencia que pueda.

Wren sostuvo su mirada con una intensidad muy peculiar. Después asintió con la cabeza, estrechó brevemente la mano de D’Agosta con su zarpa huesuda y desapareció en la fría oscuridad.

Veinte

El preso que recibía el nombre de A estaba sentado en el catre de la celda de aislamiento 44, en lo más profundo del Centro de Detención Preventiva de Delincuentes Violentos de Alto Riesgo, el «agujero negro», de Herkmoor. Era una celda de una desnudez monástica, con unas dimensiones de dos metros y medio por tres; las paredes estaban recién encaladas, el suelo era de cemento y había un desagüe central, un váter en el rincón, un grifo con su pila, un radiador y una cama estrecha de metal. La única fuente de luz era una bombilla fluorescente empotrada en el techo, protegida por una reja metálica. No había interruptor. La bombilla se encendía a las seis de la mañana y se apagaba a las diez de la noche. La parte superior de la pared del fondo albergaba la única ventana de la celda, profunda y con barrotes, de cinco centímetros de ancho y casi cuarenta de alto.

El preso, vestido con un mono gris muy bien planchado, llevaba muchas horas sentado en el colchón sin moverse ni emitir ningún sonido. Su cara alargada estaba pálida, impasible, con los ojos plateados hundidos en las órbitas y el pelo rubio, casi blanco, peinado hacia atrás. Sin ningún movimiento, ni siquiera en sus ojos, escuchaba los ruidos suaves y rítmicos que se filtraban de la celda de al lado, la 45.

Era como un solo de batería, una sucesión de compases de una complejidad rítmica extraordinaria que, fuertes o suaves, rápidos o lentos, pasaban de la baranda metálica del catre al colchón, del colchón a las paredes, de las paredes al váter, del váter a la pila, de la pila a los barrotes y vuelta a empezar. En ese momento el preso marcaba el ritmo en la baranda de la cama, con alguna palmada suelta y algún que otro excurso en el colchón, a la vez que hacía «pop» y «clac» rápidamente con los labios y la lengua. Los ritmos, incesantes, subían y bajaban como el viento, acelerándose en un frenesí de metralleta o revirtiendo a una indolencia sincopada. A veces parecían a punto de parar, pero un suave «tap... tap... tap» indicaba su continuidad.

Una persona con conocimientos de ritmo podría haber reconocido la extraordinaria variedad de esquemas y estilos rítmicos que procedía de la celda de aislamiento 45: un ritmo kassagbe del Congo fundiéndose con un down-tempo funk-out, y este a su vez con un pop-and-lock que evolucionaba secuencialmente hasta desembocar en un shakeout, un wormhole, un glam y luego un largo riff seudoelectroclash. Acto seguido un rápido eurostomp desembocaba en un nasty seguido por un twist-stick hip-hop y un tom club. Un momento de silencio... y de pronto empezaba un blues lento de Chicago que se convertía en un sinfín de otros ritmos con nombre o sin él, entretejidos y enlazados en una continua trenza de sonido.

El preso que recibía el nombre de A no era aficionado al ritmo. Entre sus muchos conocimientos no figuraba el arte de la percusión.

Sin embargo escuchaba.

Finalmente, cuando faltaba media hora para que se apagaran las luces, el preso que recibía el nombre de A cambió de postura en el catre, se giró hacia el cabezal y dio dos golpecitos seguidos, cautelosos, con el índice izquierdo. Empezó marcando un simple ritmo 4/4. A medida que pasaban los minutos, lo ensayó en el colchón, la pared y la pila como si fuera una manera de investigar sus timbres, tonos y amplitudes antes de volver al cabezal. Mientras seguía marcando el tiempo de 4/4 con el dedo izquierdo, empezó a marcar otro con el derecho. Este acompañamiento rítmico tan simple no le impedía escuchar atentamente la exhibición de virtuosismo de la celda contigua.

Llegó el momento de apagar las luces. Todo quedó a oscuras. Transcurrió una hora. Otra. La ejecución del preso sufrió un cambio sutil. Esmerándose en seguir el ejemplo del percusionista, A incorporó a su repertorio alguna síncopa inhabitual y algún compás de 3/2. Cada vez engranaba más su ritmo con la trama sonora que llegaba de al lado, siguiendo el compás que marcaba su vecino y aumentando o disminuyendo la cadencia en función de las indicaciones del percusionista.

Medianoche. El percusionista de la celda 45 seguía tocando, así como el preso que recibía el nombre de A. Este se estaba dando cuenta de que tocar la batería, una actividad que siempre había despreciado por tosca y primitiva, procuraba una satisfacción mental muy especial. Abría una puerta en la angosta y fea realidad de su celda, la puerta a un gran espacio abstracto de precisión y complejidad matemáticas. Siguió secundando los ritmos del preso de la 45 pero sin dejar de incrementar la complejidad de sus propios esquemas.

Fue pasando la noche. Los otros presos del bloque de aislamiento —pocos, y situados a cierta distancia en el pasillo— ya hacía tiempo que dormían, mientras que los de las celdas 44 y 45 seguían compartiendo ritmos. A medida que el preso que recibía el nombre de A profundizaba en el extraño y nuevo mundo del ritmo interior y exterior, empezó a comprender a su vecino y su enfermedad mental. De hecho era lo que pretendía. Se trataba de algo imposible de explicar con palabras, algo inaccesible al lenguaje, a las teorías psicológicas, a la psicoterapia e incluso a la medicación.

Sin embargo, gracias a una imitación muy concienzuda del ritmo en toda su complejidad, el preso de la 44 ya estaba muy cerca, ya empezaba a penetrar en el mundo privado del percusionista. Empezaba a entenderlo a un nivel de neurología básica, con sus motivaciones y el porqué de sus actos.

Despacio, con cuidado, se atrevió a alterar el ritmo con nuevas combinaciones experimentales, para ver si era capaz de tomar el mando e inducir al percusionista a seguir su ejemplo. Ante el éxito del experimento, empezó a modificar muy sutilmente el tempo y transformar el ritmo. Su enfoque no tenía nada de precipitado. Cada nueva cadencia, cada ritmo modificado, se controlaba y calculaba al milímetro para desembocar en el efecto deseado.

Durante la hora siguiente, la dinámica entre ambos presos empezó a cambiar. Sin darse cuenta, el percusionista dejó de ser el líder y se convirtió en seguidor.

El preso A continuó cambiando el ritmo, reduciendo y aumentando su velocidad en grados infinitesimales hasta que tuvo la seguridad de que era él quien lo marcaba, y de que el percusionista de la celda de al lado seguía inconscientemente su tempo y dirección. Entonces, extremando la prudencia, empezó a ralentizar sus golpes, pero no de modo constante, sino con aceleraciones y desaceleraciones, riffs y cambios aprendidos de su vecino, que siempre terminaban en un tempo algo más lento. El resultado final fue un compás lento y soñoliento como la melaza.

Dejó de tocar.

Después de algunas tentativas, el hombre de la celda de aislamiento 45 perdió comba y también paró.

Se hizo un largo silencio.

Una voz ronca y susurrante salió de la celda 45.

—¿Quién... quién es?

—Me llamo Aloysius Pendergast —fue la respuesta— y estoy encantado de conocerlo.

Una hora después reinaba un grato silencio. Pendergast estaba tumbado en el catre con los ojos cerrados, pero sin dormir. En un momento dado abrió los ojos y escudriñó la esfera ligeramente luminosa de su reloj, la única pertenencia que la ley permitía conservar a los presos. Las cuatro menos dos minutos de la madrugada. Esperó con los ojos abiertos. A las cuatro en punto apareció un puntito de luz verde en la pared del fondo, que después de algunos saltos empezó a estabilizarse. Pendergast reconoció un láser verde DPSS de 532nm. No era más que la luz de un puntero láser muy caro que alguien dirigía hacia su ventana desde un escondrijo alejado de los muros de la cárcel. Tras quedarse quieta, la luz empezó a parpadear; repetía una breve introducción en una clave monofónica sencilla comprimida para acortar la transmisión. La introducción se repitió cuatro veces para asegurarse de que Pendergast reconocía la clave. El mensaje propiamente dicho empezó después de una pausa.

TRANSMISIÓN RECIBIDA

TODAVÍA ANALIZAMOS VÍAS ÓPTIMAS DE SALIDA

PODRÍA SER PRECISO TRASLADO POR SU PARTE

SERÁ INFORMADO LO ANTES POSIBLE

SIGUEN PREGUNTAS COMUNÍQUESE SEGÚN PROCEDIMIENTO HABITUAL

DESCRIBA PRIVILEGIOS Y HORARIOS PATIO

OBTENGA MUESTRAS MATERIALES UNIFORMES, PANTALONES Y CAMISAS CELADORES

Aparecieron nuevas peticiones y preguntas, algunas extrañas y otras muy normales. Pendergast no hizo el menor ademán de tomar notas, sino que lo memorizó todo.

La última pregunta lo desconcertó un poco.

¿ESTÁ DISPUESTO A MATAR?

En ese momento el láser desapareció. Pendergast se incorporó hasta quedar sentado en el colchón, y lo palpó por debajo para sacar un trozo de tela duro y gastado, junto a una rodaja de limón perteneciente a una de sus últimas comidas. Después se quitó un zapato, lo puso debajo del grifo, abrió el agua, echó unas gotas en la jabonera y remojó el zapato. A continuación exprimió la rodaja de limón en el agua y usó el trozo de tela para quitar un poco de betún del zapato. En poco tiempo la jabonera pasó a contener una pequeña cantidad de líquido oscuro. Pendergast hizo una pausa en la oscuridad, y cuando tuvo la certeza de que sus movimientos pasaban inadvertidos deshizo una esquina de la cama, arrancó una tira larga de la parte de la sábana metida bajo el colchón y la puso en el borde de la pila. Después quitó un cordón del zapato, mojó la punta metálica —previamente afilada y cortada— en el líquido y empezó a escribir con una letra menuda, de pulcritud fanática, cubriendo la tira de algodón con caracteres claros.

A las cinco menos cuarto ya había respondido a todas las preguntas. Colocó el trozo de sábana sobre el radiador para que el calor oscureciera y fijara lo escrito. Mientras la enrollaba, hizo una pausa y añadió otro renglón al pie: «Sigan vigilando estrechamente a Constance. Y usted, mi querido Vincent, ¡ánimo!».

Faltaba una hora para que lo despertaran. Se acostó con las manos cruzadas en el pecho y se durmió enseguida.

Veintiuno

Mary Johnson empujó la enorme puerta de la galería egipcia y buscó a tientas los interruptores en la pared de frío mármol. Sabía que los técnicos llevaban varios días trabajando en la tumba hasta muy tarde, pero a las seis siempre se habían ido. El trabajo de Johnson era dejarlo todo abierto para las empresas subcontratadas, encender las luces y comprobar que todo estuviera en su sitio.

Al encontrar la fila de interruptores, los accionó con su regordete índice. Se encendieron varias hileras de apliques viejos de cristal y bronce cuya suave luz incandescente bañó la sala parcialmente reformada. Johnson se quedó un poco más en la puerta para echar un vistazo general, apoyando los puños en sus rotundas caderas. Tras comprobar que todo estaba en orden, fue al fondo de la sala tarareando viejas canciones disco que hacían que su culo gigantesco se balanceara, mientras daba vueltas a un manojo de llaves. El eco de las llaves, los tacones y la voz desafinada por el gran espacio de la sala creaba un envoltorio sonoro tranquilizador que desde hacía treinta años hacía más llevadero su trabajo nocturno en el Museo de Historia Natural de Nueva York.

Al llegar al anexo encendió todas las luces de golpe y cruzó el espacio lleno de ecos para deslizar su tarjeta por las nuevas puertas de seguridad que daban acceso a la tumba de Senef. En el momento en que se abrió la cerradura, y en que se separaron las puertas automáticas con un zumbido, apareció la tumba; Johnson se quedó en el umbral, frunciendo el entrecejo. A esas horas tenía que estar todo oscuro, no iluminado.

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