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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (13 page)

—El momento en que derriban la puerta es fundamental —dijo Menzies—. Se necesita un golpe de pico muy fuerte, ruido de piedras y una luz muy concentrada, como un relámpago. Es un momento clave. Tiene que ser espectacular.

—Lo será, lo será.

Lipper sintió una vaga irritación. Menzies, aun siendo muy simpático, se había entrometido en diversos detalles técnicos, y Lipper temía que también quisiera controlar la instalación de cerca.

Siguió con sus explicaciones.

—Luego suben las luces y la voz en off dirige al público hacia el pozo.

Los llevó por el largo pasillo, y por una escalera muy ancha. Delante estaba el pozo, dotado de un nuevo puente con capacidad para un gran grupo.

—Cuando se acerquen al pozo —explicó Lipper— lo detectará un sensor que habrá en aquel rincón y empezará el segundo acto.

—Exacto —lo interrumpió DeMeo—. Cada acto lo gestionan independientemente un par de PowerMac G5 con procesador dual, más un tercer G5 que hace de
backup
y que los controla.

Lipper puso los ojos en blanco. DeMeo se había limitado a recitar con puntos y comas el informe técnico del propio Lipper.

—¿Dónde instalarán los ordenadores? —preguntó Menzies.

—Pasaremos el cable por la pared y...

—¡Cuidado —dijo Wicherly—, las paredes de esta tumba no se pueden agujerear!

DeMeo se giró hacia él.

—Lo sé, pero los agujeros ya están hechos desde hace mucho tiempo. ¡Hay cinco! Luego los rellenaron, pero yo los he encontrado y he vuelto a abrirlos.

Cruzó los brazos en un gesto triunfal, como si acabara de echarle arena a la cara a un tío enclenque en la playa.

—¿Qué hay al otro lado? —preguntó Menzies.

—Un almacén vacío —dijo DeMeo—. Lo estamos convirtiendo en sala de control.

Lipper carraspeó con el fin de evitar nuevas interrupciones de DeMeo.

—En el segundo acto, los visitantes verán imágenes digitalizadas de cómo los saqueadores cruzan el puente para echar abajo la segunda puerta sellada. Al fondo del pozo bajará una pantalla, sin que lo vean los visitantes, se entiende, y el proyector holográfico que montaremos en la esquina del fondo proyectará imágenes de cómo los ladrones van por el pasillo con antorchas, rompen los sellos de la puerta interior y la derriban para llegar a la cámara sepulcral. La intención es que el público llegue a sentirse parte integrante de la banda de ladrones. Seguirán a los saqueadores hasta la tumba interior, que es donde empieza el tercer acto.

—¡Ni Lara Croft, tío! —dijo DeMeo, riéndose del chiste y mirando a los demás.

El grupo penetró en la cámara sepulcral, donde Lipper hizo otra pausa.

—Lo primero que oirán los visitantes será: destrozos, gritos... Cuando entren en la cámara por este lado, se encontrarán con una reja. Es cuando empieza de verdad el espectáculo. Primero está todo oscuro; se escuchan voces nerviosas y asustadas. Luego se oyen más destrozos. Después de un par de fogonazos se encienden las antorchas y vemos las caras sudorosas, asustadas y codiciosas de los sacerdotes. ¡Y oro! Brillo de oro por todas partes. —Se giró hacia Wicherly—. Tal como escribió usted en el guión.

—¡Magnífico!

—Cuando se enciendan las antorchas se pondrá en marcha la iluminación controlada por ordenador, que proyectará una luz tenue en algunas partes de la cámara sepulcral. Los ladrones retirarán la tapa de piedra del sarcófago y la romperán. Luego sacarán la parte superior del sarcófago interior, el de oro macizo, y uno de ellos entrará y empezará a arrancar las vendas. De repente se oirá un grito de victoria. Enseñarán el escarabajo y lo romperán para anular todo su poder.

—Es el climax —dijo Menzies, arrastrado por el entusiasmo—. Es cuando quiero que se oiga el trueno y que las luces estroboscópicas imiten relámpagos.

—Eso está hecho —dijo DeMeo—. Tenemos un sistema completo Dolby Surround y Pro Logic II, cuatro luces estroboscópicas Chauvet Mega II de setecientos cincuenta vatios y un montón de focos. Todo controlado por una consola de luces DMX de veinticuatro canales totalmente automática.

Miró orgullosamente a los demás como si supiera de qué hablaba, cuando lo cierto era que había vuelto a citar textualmente el informe cuidadosamente elaborado por Lipper. ¡Por Dios, ese tío era insoportable! Lipper esperó un poco antes de seguir.

—Después de los truenos y relámpagos volverán a encenderse los proyectores holográficos y veremos al mismísimo Senef saliendo del sarcófago. Los sacerdotes retrocederán aterrados. Se supone que es fruto de su imaginación, como decía el guión.

—Pero ¿será realista? —preguntó Nora frunciendo el entrecejo—. ¿No parecerá una feria?

—Será todo tridimensional. Las imágenes holográficas son como fantasmas: se ve lo que hay detrás, pero solo cuando está muy iluminado. Manipularemos con mucho cuidado los efectos de luz para sacarle partido a esa ilusión. Habrá una parte en vídeo y otra de infografía. Bueno, pues como iba diciendo Senef se levanta, profanado, señala con el dedo y entre rayos y truenos habla de su vida, de lo que hizo y de lo buen regente y visir que fue para Tutmosis. Lógicamente es cuando hay que introducir la parte educativa.

—Aparte de eso —dijo DeMeo— habrá un Jem Glaciator de quinientos vatios escondido dentro del sarcófago que echará una cantidad de humo impresionante. Más de cincuenta metros cúbicos por segundo.

—Mi guión no dice nada de humo artificial —dijo Wicherly—. Podría deteriorar las pinturas.

—El sistema Jem usa exclusivamente fluidos ecológicos —dijo Lipper—. Está comprobado que no provoca alteraciones químicas.

Nora Kelly volvía a estar muy seria.

—Perdone la pregunta, pero ¿es necesario que sea todo tan teatral?

Menzies se giró hacia ella.

—Pero, Nora, ¡si la idea salió de ti!

—Sí, pero imaginaba algo más discreto, sin luces estroboscópicas ni aparatos de humo.

Menzies se rió.

—Nora, ya puestos más vale hacer las cosas bien. Tranquila, crearemos una experiencia educativa inolvidable. Es la manera perfecta de inculcar un poco de cultura al
vulgus mobile
sin que se entere.

Nora no parecía muy convencida, pero se calló.

Lipper prosiguió con sus explicaciones.

—Durante el discurso de Senef los saqueadores caen al suelo de miedo. Luego Senef desaparece en el sarcófago, los saqueadores se desvanecen, se levantan las pantallas holográficas, aumenta la luz y de repente la tumba vuelve a estar como antes del saqueo. Vuelve a ser una pieza de museo. Se aparta la reja y los visitantes pueden pasear libremente por la cámara sepulcral como si no hubiera pasado nada.

Menzies levantó un dedo.

—Pero tras haberse hecho una idea de quién era Senef, y haber pasado un buen rato. Bueno, ahora viene la pregunta del millón de dólares: ¿podrán acabarlo a tiempo?

—La programación ya la hemos externalizado al máximo —dijo Lipper—. Los electricistas están trabajando a tope. Creo que en cuatro días puede estar todo montado y a punto para la prueba preliminar.

—Estupendo.

—Luego hay que depurar.

Menzies ladeó la cabeza en señal de interrogación.

—¿Depurar?

—Sí, es lo más laborioso. Por regla general se tarda el doble en depurar que en la programación original.

—¿Ocho días?

Lipper asintió con la cabeza, inquieto por la mala cara que de repente había puesto Menzies.

—Cuatro más ocho, doce. Dos días antes de la gala de inauguración. ¿No podría depurarlo en cinco?

Por el tono de Menzies, Lipper tuvo la impresión de que más que una pregunta era una orden. Tragó saliva. De todas formas el calendario ya era casi de locos.

—Haremos lo posible.

—Perfecto. Bien, hablemos un poco de la inauguración. La doctora Kelly propuso inspirarse en la de 1872, idea que cuenta con todo mi apoyo. Hemos pensado empezar con un cóctel de recepción, seguir con un poco de ópera y acabar acompañando a los invitados a la tumba para que vean el espectáculo de luz y sonido. Después, empezaría la cena.

—¿De cuánta gente hablamos? —preguntó Lipper.

—Seiscientos.

—Obviamente es imposible meter a seiscientas personas a la vez en la tumba —dijo Lipper—. Yo había calculado grupos de doscientos para el espectáculo de luz y sonido, que dura unos veinte minutos, pero el día de la inauguración podríamos llegar hasta trescientos.

—Muy bien —dijo Menzies—, los dividiremos en dos grupos. Primero la lista de autoridades, por supuesto: el alcalde, el gobernador, los senadores y congresistas, los directivos del museo, los principales donantes, las estrellas de cine... Con dos pases, bastará una hora para enseñar la exposición a todos los invitados. Una cosa menos. —Miró a Lipper y después a DeMeo—. Ustedes dos son decisivos. No puede haber ni un solo error. Todo depende de que terminen a tiempo el espectáculo de luz y sonido. Cuatro días más cinco. Total, nueve.

—Por mí perfecto —dijo DeMeo, todo sonrisas y seguridad; el as de los cablistas y chicos para todo.Los ojos azules, desasosegadores, volvieron a enfocarse en Lipper.

—¿Y usted, señor Lipper?

—Se hará.

—Me alegro mucho de oírlo. ¿Puedo contar con que me informen puntualmente del estado del montaje?

Ambos asintieron con la cabeza.

Menzies miró su reloj.

—Perdona, Nora, pero tengo que coger el tren. Ya hablaremos luego.

Menzies se fue con los conservadores. Lipper volvió a quedarse solo con DeMeo. Miró su reloj.

—Bien, DeMeo, tendría que irme, por una noche me gustaría acostarme antes de las cuatro.

—¿Y Darkmord? —preguntó DeMeo—. Me habías prometido que esta medianoche la banda de guerreros estaría lista para el ataque.

Lipper gimió. Mierda. Qué se le iba a hacer, tendrían que empezar a atacar el castillo sin él.

Diecisiete

Cuando Margo Green se despertó, el sol de la tarde entraba a raudales por las ventanas de la clínica Feversham. Fuera, cúmulos algodonosos flotaban por un sereno cielo azul. Lejos, hacia el río Hudson, se oía el reclamo de las aves acuáticas.

Bostezó, se desperezó y se quedó sentada en la cama. Al mirar el reloj vio que eran las cuatro menos cuarto. Debía de faltar poco para que llegara la enfermera con la taza de té de menta de cada tarde.

La mesita de hospital de al lado de la cama estaba a rebosar: números viejos de
Natural History,
una novela de Tolstói, un reproductor de música portátil, un ordenador portátil y
The New York Times.
Cogió el periódico y hojeó la sección C. Quizá tendría tiempo de acabar el crucigrama antes de que Phyllis le llevara el té.

Ahora que ya no estaba en peligro de muerte, la convalecencia en la clínica se había convertido en una especie de rutina y Margo había descubierto que conversar con Phyllis le alegraba las tardes. Prácticamente no la visitaba nadie —las únicas eran su madre y la capitana Laura Hayward—, y lo que más echaba en falta, aparte del trabajo, era tener compañía.

Cogió un lápiz y atacó el crucigrama, pero era uno de esos de final de semana, lleno de pistas esquivas y de referencias crípticas, y el ejercicio mental aún la cansaba. Lo dejó a los diez minutos. Abstraída, pensó en la reciente visita de Hayward, y en los malos recuerdos que había vuelto a despertar.

Le preocupaba que el recuerdo del ataque siguiera siendo tan vago, hecho de trozos inconexos, como fragmentos de una pesadilla desprovistos de coherencia. Se veía en la exposición «Imágenes Sagradas»; verificaba que estuvieran bien expuestas unas máscaras de indios norteamericanos, pero notaba que en la exposición había alguien acechándola en la oscuridad. Alguien que la seguía. Que la perseguía. Que la acorralaba. Tenía el vago recuerdo de haber ofrecido resistencia con un cúter. ¿Había herido a su perseguidor? Lo más fragmentario era el ataque en sí, poco más que un dolor atroz en la espalda. Nada más. Lo siguiente ya era el momento en que despertó en aquella habitación.

Dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa. Lo más preocupante era saber que su agresor le había dicho algo pero ella no podía recordar ni una palabra. Todas se las había tragado la oscuridad. Curiosamente, sí que se acordaba —mejor dicho lo tenía grabado— de que tenía unos ojos raros y una risita seca, horrible.

Dio una vuelta en la cama, nerviosa y extrañada de que no llegara Phyllis; siguió pensando en la visita de Hayward. La capitana le había hecho muchas preguntas sobre el agente Pendergast y su hermano, que llevaba el peculiar nombre de pila de Diógenes. Todo era un poco raro, porque Margo llevaba varios años sin ver a Pendergast y ni siquiera sabía que el agente tuviera un hermano.

Por fin se abrió la puerta y entró Phyllis, pero no llevaba la bandeja del té y su expresión, habitualmente amable, se había vuelto oficial.

—Tienes una visita, Margo —dijo.

Casi sin tiempo de reaccionar a la noticia, Margo reconoció a alguien en la puerta: el director de su departamento del museo, el doctor Hugo Menzies. Iba vestido como siempre, entre elegante y descuidado, con su mata de pelo blanco peinada hacia atrás y unos ojos vivazmente azules que antes de posarse en ella realizaron un breve recorrido por la habitación.

—¡Margo! —exclamó al acercarse, mientras aparecía una sonrisa en sus rasgos patricios—. ¡Cuánto me alegro de verte!

—Lo mismo digo, doctor Menzies —contestó ella.

La sorpresa de que la visitaran dio paso a un sentimiento de apuro. No iba vestida adecuadamente para recibir a su jefe.

Por lo visto, Menzies detectó su vergüenza, porque enseguida hizo todo lo posible por que se sintiera cómoda. Después de dar las gracias a Phyllis, esperó a que se fuera y se sentó al lado de la cama.

—¡Qué habitación más bonita! —exclamó—. ¡Y qué preciosa vista del valle del Hudson! Para mí esta luz solo se puede comparar con la de Venecia. Quizá sea la razón de que haya atraído a tantos pintores.

—Me están tratando muy bien aquí.

—Es lo menos que mereces. No sabes lo preocupado que me tenías. A mí y a todo el departamento de antropología. Estamos deseando que vuelvas.

—Yo también.

—Tu paradero prácticamente era un secreto de estado. Hasta ayer ni siquiera sabía que existiera este lugar. Es más, he tenido que hacerme el zalamero con la mitad del personal.

Menzies sonrió.

Margo también sonrió. Si había un experto en zalamerías era Menzies. Era una suerte tenerlo de supervisor, porque muchos conservadores de museo trataban a sus subordinados con la prepotencia y el engreimiento de un déspota ilustrado. Menzies era la excepción: afable, receptivo a las ideas ajenas y protector con los suyos. Realmente Margo no veía el momento de salir de la clínica y reincorporarse a su trabajo. En su ausencia
Museology,
la revista que dirigía, iba a la deriva. Lástima que se cansara tan deprisa...

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