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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (9 page)

—Ya han llegado las hamburguesas de mañana —dijo, haciendo un chiste malo.

—Sí, señor.

Se imaginó a Pendergast, un exquisito gourmet, comiendo lo que hubiera dentro del camión, y se preguntó cómo lo llevaría.

El camión accedió a la vía interior de servicio, y tras una maniobra de cambio de sentido se metió en marcha atrás por una zona de descarga; luego desapareció. D’Agosta hizo otro comentario para la grabadora y se dispuso a esperar. A los dieciséis minutos volvió a salir el vehículo.

Miró su reloj. Casi la una.

—Voy a buscar las muestras de agua y aire y a hacer el reconocimiento magnético.

—Tenga cuidado.

Se colgó la pequeña mochila en el hombro y se retiró a la parte posterior de la colina, caminando entre árboles desnudos, matorrales y laurel de montaña. Todo estaba empapado. Caían gotas de agua de los árboles. Bajo las ramas lucían manchas dispersas de nieve medio derretida. Después de rodear la colina ya no necesitó linterna, porque el resplandor de Herkmoor iluminaba prácticamente todo el paraje.

Se alegró de tener alguna ocupación. La espera en la cima le había dado demasiado tiempo para pensar, que era lo último que quería. Pensar en lo poco que faltaba para el consejo de disciplina, que amenazaba con desembocar en su expulsión de la policía de Nueva York. Los acontecimientos de los últimos meses desafiaban toda lógica: el repentino ascenso en la policía de Nueva York, la relación con Laura Hayward, el reencuentro con el agente Pendergast... Pero de repente todo se había venido abajo. Su carrera de policía estaba en la picota, él y Hayward se habían separado, y su amigo Pendergast languidecía en el húmedo infierno de aquel valle, a punto de que un juez decidiera sobre su vida o muerte.

Tropezó. Al recuperarse levantó su cara fatigada al cielo, para despertarse un poco con las gotas heladas de la lluvia.

Se secó la cara y siguió caminando. Teniendo en cuenta que el arroyo pasaba al borde de un descampado, y que al otro lado estaba el muro de la cárcel, no sería nada fácil tomar la muestra de agua expuesto a la mirada de los vigilantes de las torres. Claro que comparado con el reconocimiento magnético era coser y cantar. Glinn pretendía que se arrastrase casi hasta la barrera exterior con un minimagnetómetro en el bolsillo, con la finalidad de ver si había algún sensor enterrado o algún campo electromagnético escondido... y dejar el aparato clavado en el suelo. Lógicamente, si había sensores se arriesgaba a dispararlos. Entonces sí que se pondría emocionante.

Bajó despacio por la cuesta, que se iba suavizando. El impermeable y los guantes no le impedían sentir el agua helada que corría por sus piernas y se metía por sus botas mal aisladas.

Después de cien metros vio el final del bosque y oyó el murmullo del arroyo. Siguió avanzando, protegido por los arbustos de laurel. Los últimos metros los recorrió a gatas.

No tardó mucho en llegar al riachuelo. Estaba oscuro y olía a hojas mojadas. En la orilla había un resto alargado de hielo sucio que no se resignaba a derretirse del todo.

Se paró a mirar la cárcel. Las torres de vigilancia estaban a menos de doscientos metros, y los focos parecían soles. Metió una mano en el bolsillo, pero justo cuando estaba a punto de sacar el frasco que le había dado Glinn se quedó quieto. Se había equivocado al suponer que los vigilantes mirarían hacia dentro, hacia la cárcel. Vio claramente que uno de ellos barría el linde del bosque con unos prismáticos de alta potencia.

Un detalle importante.

Se arrimó al laurel sin mover ni un músculo. Ahora que estaba en plena zona prohibida, sentía una horrible vulnerabilidad.

Parecía que el vigilante había pasado de largo. Con exagerada prudencia, D’Agosta avanzó para meter el frasco en el agua helada. Luego enroscó la tapa y siguió en el sentido de la corriente para recoger basura —vasitos de poliestireno usados, algunas latas de cerveza, envoltorios de chicle— y meterla en la mochila. Glinn había insistido mucho en que cogiera todo tipo de residuos. Meterse en un agua tan fría, a veces hasta los hombros, cuando tenía que hurgar entre las piedras del lecho del arroyo, era un trabajo muy desagradable. Por suerte encontró unas ramas atascadas en la corriente, y como hacían de tamiz acumuló de golpe casi cinco kilos de basura mojada.

Al acabar vio que estaba a la altura donde Glinn quería colocar el magnetómetro. Esperó, y cuando estuvo seguro de que el vigilante inspeccionaba el punto más alejado cruzó el arroyo medio a rastras. El prado que rodeaba la cárcel estaba descuidado, con la hierba muerta y aplastada por las nevadas del invierno, pero aún quedaban bastantes hierbajos esmirriados para protegerlo un poco de las miradas. D’Agosta se puso en camino, pero paraba cada vez que el guardia enfocaba sus prismáticos hacia esa zona.

Pasaron diez minutos agónicos. Sentía correr las frías gotas de la lluvia por el cuello y la espalda. La valla se acercaba con una lentitud exasperante, pero no podía pararse. Tenía que ir lo más deprisa que se atreviera. Si remoloneaba, el riesgo de ser visto por alguno de los vigilantes sería mayor. Al final llegó a la parte cuidada del prado, sacó el aparato del bolsillo, hundió una mano en los hierbajos, clavó el magnetómetro hasta el nivel de la hierba e inició una torpe retirada.

El regreso era mucho más difícil, porque iba en una dirección que no le permitía vigilar las torres. Se arrastró despacio, haciendo pausas largas y frecuentes. Tres cuartos de hora después de haberse puesto en marcha, cruzó el arroyo por segunda vez y penetró en el bosque mojado. Apartando ramas de laurel llegó hasta el observatorio escondido encima de la colina. Estaba aterido, y con la espalda molida por el peso de la mochila llena de basura.

—¿Misión cumplida? —le preguntó Proctor.

—Sí, siempre que no tengan que amputarme los dedos de los pies por congelación.

Proctor hizo unos ajustes en una pequeña unidad.

—Se recibe muy bien la señal. Parece que lo ha dejado a quince metros de la cerca. Buen trabajo, teniente.

D’Agosta se giró hacia él, cansado.

—Llámeme Vinnie —dijo.

—Sí, señor.

—Yo a usted lo llamaría por su nombre de pila, pero no lo sé.

—Proctor está bien.

D’Agosta asintió con la cabeza. Pendergast se había rodeado de personas casi tan enigmáticas como él. Proctor, Wren... y en el caso de Constance Greene, quizá hasta más enigmática. Volvió a mirar su reloj. Casi las dos.

Quedaban catorce horas.

Trece

Llovía a cántaros sobre la fachada de ladrillo y mármol casi en ruinas de la mansión Beaux Arts de Riverside Drive, 891. Muy por encima de las buhardillas, y de la torre mirador, el cielo nocturno se rompía en relámpagos. Las ventanas de la planta baja estaban tapadas con planchas de hojalata. Las de los otros tres pisos, cerradas a cal y canto, no dejaban que se filtrara luz ni cualquier rastro de vida. El patio delantero, con su reja, era una selva de zumaques y de ailantos. En el camino de entrada, y al pie de la puerta cochera, el viento acumulaba y removía la basura. La mansión parecía abandonada y completamente desierta, como tantas de aquella parte inhóspita de Riverside Drive.

Durante muchos, muchísimos años, la casa había servido de refugio, baluarte, laboratorio, biblioteca, museo y almacén a cierto doctor Enoch Leng, a cuya muerte, sin embargo, secretos y misteriosos vericuetos —así como el cuidado de la pupila de Leng, Constance Greene— la habían puesto en manos de un descendiente suyo, el agente especial Aloysius Pendergast.

Pero en ese momento el agente Pendergast estaba en una celda de aislamiento del ala de máxima seguridad de la cárcel de Herkmoor en espera de un juicio por asesinato, Proctor y el teniente D’Agosta estaban inspeccionando la cárcel, y Wren, el extraño y nervioso personaje que en ausencia de Pendergast constaba como tutor nominal de Constance Greene, cumplía su trabajo nocturno en la biblioteca de Nueva York.

Constance Greene estaba sola.

Estaba sentada en un sillón, frente a las últimas ascuas de la chimenea, ajena al ruido de la lluvia o del tráfico. Sentada ante
Mi vida,
de Giacomo Casavecchio, estudiaba atentamente las palabras con las que aquel espía del Renacimiento narraba su fuga de los Plomos, la temida cárcel del palacio ducal de Venecia de donde hasta entonces nunca se había escapado ningún preso —ni volvería a hacerlo nadie—. La mesa de al lado soportaba el peso de varios libros similares, relatos de fugas de cárceles de todo el mundo, aunque con particular atención al sistema penitenciario federal de Estados Unidos. De vez en cuando Constance interrumpía su lectura silenciosa para anotar algo en una libreta con encuademación de piel.

Justo al final de una de esas anotaciones, el fuerte chasquido de los troncos que se asentaban en la reja de la chimenea hizo que Constance levantara bruscamente la cabeza, con los ojos muy abiertos; ojos grandes y de color violeta, cuya sabia mirada parecía impropia de los veintiún años que aparentaba el resto de la cara. Poco a poco se tranquilizó.

Su estado no era exactamente de nerviosismo. A fin de cuentas la mansión estaba protegida de cualquier intruso, y ella, más avezada que nadie a sus secretos, podía desvanecerse de un momento a otro en cualquiera de sus innumerables pasillos. Lo que ocurría era que Constance llevaba tanto tiempo viviendo allí, conocía tan a fondo la oscura y vieja mansión, que casi era sensible a sus estados de ánimo, y había tenido la impresión de que algo no cuadraba, como si la casa tratase de decirle algo, de prevenirla de algo.

Al lado del sillón había una mesita con una tetera de infusión de manzanilla. Constance apartó los documentos con la intención de servirse otra taza. Después se levantó, alisó la parte delantera de su pichi de color hueso y dio media vuelta para acercarse a las estanterías de la pared del fondo de la biblioteca. El suelo de piedra estaba cubierto por magníficas alfombras persas. Por eso Constance no hacía ningún ruido al caminar.

Una vez frente a los libros, se inclinó a examinar sus lomos dorados. Sin otra luz que la del fuego, y la de la lámpara Tiffany de al lado del sillón, el fondo de la biblioteca estaba en penumbra. Cuando encontró lo que buscaba —un tratado de administración penitenciaria de la época de la Depresión— volvió al sillón, se sentó, abrió el libro y buscó el índice. Localizado el capítulo que le interesaba, cogió la taza de té, bebió un poco e hizo el gesto de dejarla nuevamente en su lugar.

Fue en ese momento cuando alzó la vista.

De pronto, en el sillón de orejas adyacente a la mesita había un ocupante, un hombre alto, de porte aristocrático, nariz aguileña, frente amplia y tez pálida. Llevaba un severo traje negro y era pelirrojo, con una barba corta y muy cuidada. La luz de la chimenea iluminó sus ojos, que observaban a Constance; uno de ellos era intensamente verde, de un verde avellana, y el otro de un azul lechoso, inerte.

Sonrió.

Aunque era la primera vez que lo veía, Constance supo enseguida quién era. Se levantó gritando, mientras sus dedos soltaban la taza.

Uno de los brazos del hombre se movió con la velocidad de una serpiente al ataque, y en un movimiento lleno de destreza evitó el impacto de la taza en el suelo. La dejó en la bandeja de plata y volvió a apoyarse en el respaldo. No se había derramado ni una gota. La secuencia había sido tan rápida que Constance dudó de su realidad. Siguió de pie, incapaz de moverse, aunque la intensidad del susto no le impidió darse cuenta de algo: el hombre estaba sentado entre ella y la única salida.

Justo entonces, como si le adivinara el pensamiento, él dijo con calma:

—No tengas miedo, Constance, no quiero hacerte nada malo.

Constance permaneció en el mismo sitio, muy quieta ante el sillón; miró varios puntos de la sala hasta fijar la vista en el hombre sentado.

—Sabes quién soy, ¿verdad, pequeña? —preguntó él.

Todo le era familiar, hasta su acento meloso de Nueva Orleans.

—Sí, sé quién es.

Se resistía a aceptar el gran parecido entre aquel individuo y alguien tan próximo a ella. Las únicas diferencias eran el pelo... y los ojos.

El hombre asintió con la cabeza.

—Me satisface oírlo.

—¿Cómo ha entrado?

—El cómo carece de importancia. ¿No te parece que la gran pregunta es por qué estoy aquí?

Constance pareció pensarlo.

—Sí, es posible que tenga razón. —Dio un paso, deslizando los dedos de una mano por el sillón de orejas, y después por la mesita—. Bueno, pues, ¿por qué está aquí?

—Porque ya era hora de que habláramos tú y yo. Bien pensado, te obliga la buena educación.

Constance dio otro paso, acariciando la madera pulida.

—¿La buena educación? —preguntó, deteniéndose.

—Sí. A fin de cuentas me...

Con un brusco movimiento, Constance cogió de la mesita un abrecartas y se abalanzó sobre el hombre. Fue un ataque notable, no solo por su rapidez sino por su silencio. Ningún movimiento o palabra de la joven había delatado la inminencia del golpe.

Inútil. El hombre se apartó en el último momento, y el abrecartas se clavó hasta el mango en la piel gastada del sillón de orejas. Constance, que seguía sin emitir ningún sonido, lo sacó y se giró hacia el hombre con el arma en alto.

Justo cuando Constance se lanzaba sobre él, el hombre esquivó serenamente el golpe y aferró su muñeca. La resistencia de la joven hizo que cayeran al suelo, él encima, sujetándola, mientras el abrecartas resbalaba por la alfombra.

Los labios de él se movieron a un par de centímetros de la oreja de su prisionera.

—Constance —dijo sin alterarse—.
Du calme. Du calme
.

—¡Buena educación! —volvió a exclamar ella—. ¿Cómo se atreve a hablar de buena educación? ¡Usted, que ha matado a los amigos de mi tutor, le ha hecho caer en desgracia y lo ha echado de su propia casa!

De golpe se calló y empezó a forcejear, mientras brotaba de su garganta un gemido en el que se mezclaban la frustración y otra emoción más compleja.

Él siguió hablando con la misma calma y suavidad.

—Constance, por favor, no he venido a hacerte daño. Entiéndelo. Solo te sujeto para evitar que me lo hagas a mí.

Ella volvió a resistirse.

—¡Le odio!

—Constance, por favor. Tengo que decirte una cosa.

—¡Jamás lo escucharé! —dijo ella entrecortadamente.

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