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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (4 page)

—¿No se notaría mucho que es una maniobra de distracción? —preguntó Rocco.

—Según para quién. En todo caso, las críticas solo durarían un par de días, y luego tendríamos vía libre para lograr despertar el interés y conseguir publicidad positiva.

—¿Un proyecto de qué tipo? —preguntó Collopy.

—No he llegado tan lejos.

Rocco asintió despacio.

—Podría funcionar. Se podría anunciar con una gala sonada, el gran acontecimiento de la temporada. Así la prensa y los políticos, que lógicamente estarían invitados, serían más indulgentes con el museo.

—Promete —dijo Collopy.

Al cabo de un rato intervino Darling.

—La teoría está muy bien, pero ahora nos falta la expedición, el gran acontecimiento o lo que sea.

Justo entonces sonó el intercomunicador de Collopy, que pulsó el botón, enfurecido.

—No estamos para nadie, señora Surd.

—Ya lo sé, doctor Collopy, pero es que es algo... muy especial.

—Ahora no.

—Requiere una respuesta inmediata.

Collopy suspiró.

—¿Qué pasa, que no puede esperar ni diez minutos?

—Es un donativo por transferencia bancaria de diez millones de euros para...

—¿Un donativo de diez millones de euros? Pásemelo.

La señora Surd entró con el papel, eficiente y regordeta.

—Perdonen un momento. —Collopy se lo quitó de las manos—. ¿Quién lo manda? ¿Dónde tengo que firmar?

—Es de un tal conde Thierry de Cahors, que da diez millones de euros al museo para que restaure y vuelva a abrir la tumba de Senef.

—¿La tumba de Senef? ¿Qué demonios es eso? —Collopy dejó el papel sobre el escritorio—. Luego lo miraré.

—El problema es que, por lo visto, los fondos están esperando en custodia, y tienen que aceptarse o rechazarse en el plazo de una hora.

Collopy contuvo el impulso de retorcerse las manos.

—¡Por Dios, los fondos restringidos nos salen hasta por las orejas! Lo que necesitamos son fondos generales para pagar las facturas. Mándele un fax al conde, o lo que sea, a ver si puede convencerlo de que nos dé el donativo sin condiciones. Escríbale en mi nombre, con las zalamerías de costumbre. Pero si es dinero para sus caprichos no nos hace ni puñetera falta.

—Sí, doctor Collopy.

La señora Surd dio media vuelta. Collopy miró al grupo.

—Bueno, creo que le tocaba a Beryl.

La letrada abrió la boca, pero Menzies la interrumpió levantando la mano.

—Por favor, señora Surd, espere unos minutos antes de ponerse en contacto con el conde de Cahors.

La señora Surd titubeó y miró a Collopy en busca de confirmación. El director se la dio con un gesto. La señora Surd se fue tras cerrar la puerta.

—A ver, Hugo, ¿qué pasa? —preguntó Collopy.

—Estoy intentando acordarme de los detalles. La tumba de Senef... Me suena de algo. Ahora que lo pienso, el conde de Cahors también.

—¿Podemos seguir?—preguntó Collopy.

Menzies se irguió bruscamente.

—¡Es lo que hago, Frederick! Busca en tu memoria. Repasa la historia del museo. La tumba de Senef era un sepulcro egipcio que se expuso desde la inauguración del museo hasta la Depresión, que si no me equivoco fue cuando la cerraron.

—¿Y qué?

—Si no me falla la memoria la tumba fue robada y desmontada por los franceses durante la invasión napoleónica de Egipto. Luego se la quedaron los ingleses, la compró uno de los benefactores del museo y la montó en el sótano como una de las piezas originales del museo. Aún debe de estar en el mismo lugar.

—¿Y Cahors? ¿Quién es? —preguntó Darling.

—Cuando Napoleón invadió Egipto, aparte de soldados llevaba todo un ejército de naturalistas y arqueólogos. El grupo de arqueólogos lo encabezaba un tal Cahors. Supongo que es descendiente suyo.

Collopy frunció el entrecejo.

—¿Todo esto a qué viene?

—¿No lo entiendes? ¡Es justo lo que buscamos!

—¿Una vieja tumba?

—¡Exacto! Anunciaremos el donativo del conde a los cuatro vientos, haremos pública la fecha de la inauguración con una gala y con el resto del montaje y lo convertiremos en un gran acontecimiento mediático.

Menzies miró inquisitivamente a Rocco.

—Sí —dijo ella—. Sí, podría funcionar. Al gran público siempre le interesa Egipto.

—¿Que podría funcionar? ¡Funcionará seguro! Lo bueno es que la tumba ya está instalada. La exposición «Imágenes Sagradas» ya ha dado de sí todo lo que podía dar. Ha llegado el momento de ofrecer algo nuevo. Podríamos prepararlo en dos meses, o menos.

—En función del estado de la tumba.

—Sí, pero el caso es que está montada y lista. Es posible que solo haga falta limpiarla. Nuestros almacenes están llenos de piezas egipcias que podrían añadirse a la tumba para redondear la exposición. El conde ofrece mucho dinero; con él podrían hacerse todas las restauraciones necesarias.

—No lo entiendo —dijo Darling—. ¿Cómo es posible que una tumba egipcia haya pasado setenta años en el olvido?

—Probablemente la tapiaron, que es lo que hacían antiguamente para conservar este tipo de piezas. —Menzies sonrió con cierta pena—. La verdad es que a este museo le sobran piezas y le faltan dinero o conservadores para ocuparse de ellas. Por eso llevo años presionando para que se cree un cargo para un historiador del museo. ¡Quién sabe cuántos secretos duermen olvidados en algún rincón!

El breve silencio que se apoderó del despacho se rompió bruscamente por el impacto de la mano de Collopy en el escritorio.

—Manos a la obra. —Cogió el teléfono—. ¿Señora Surd? Dígale al conde que libere el dinero. Aceptamos sus condiciones.

Seis

En su laboratorio, Nora Kelly contemplaba una gran mesa de muestras cubierta de fragmentos de antigua cerámica de la cultura anasazi. Eran piezas de características inhabituales, que con la luz intensa del laboratorio casi parecían doradas a causa de la gran concentración de partículas de mica que contenía la arcilla de base. Había recogido aquellos fragmentos durante una expedición veraniega a la zona sudoeste de Four Corners, y ahora estaban distribuidos por un enorme mapa topográfico de Four Corners, con cada fragmento en las coordenadas exactas donde había aparecido.

Miró atentamente el conjunto mientras hacía otro esfuerzo por encontrarle un sentido. Era el eje de su gran proyecto de investigación para el museo: seguir la difusión de aquella alfarería micácea tan particular, desde su origen en el sur de Utah hasta los diversos intercambios cuya influencia se extendía más allá del sudoeste. El desarrollo de aquel tipo de cerámica se debía a un culto religioso kachina procedente del México azteca. Nora confiaba en que el estudio de su difusión por el sudoeste desvelase las vías de expansión del propio culto kachina.

Lo malo era que había tantos trozos, y tantas dataciones por C14, que cuadrar las variables era un problema espinoso, cuya solución estaba todavía lejana. Se concentró. La respuesta estaba delante. Solo había que encontrarla.

Suspiró y bebió un poco de café, contenta de que su laboratorio subterráneo le ofreciera un refugio contra la tormenta que arreciaba en el exterior del museo. Lo del día anterior, el susto del ántrax, había sido grave, pero no tanto como lo de hoy. Gran parte del mérito lo tenía su marido Bill, y su don especial para crear problemas. En
The Times
de la mañana, Bill había dado la noticia de que en realidad el polvo era la colección de diamantes robada del museo, millones de dólares pulverizados por el ladrón. Nora nunca había visto tanta indignación por una noticia. Al verse arrinconado frente a su despacho por las cámaras de televisión, el alcalde ya había atacado al museo y había exigido la destitución inmediata de su director.

Nora trató de concentrarse en el problema de los trozos de cerámica. Todas las líneas de difusión confluían en un solo punto: el origen de la arcilla, la base de la meseta de Kaiparowits, en Utah, donde había sido extraído y cocido por los habitantes de un gran poblado oculto en los cañones. Desde ese punto, su difusión comercial había llegado a zonas tan lejanas como el norte de México y el oeste de Texas. Pero ¿cómo? ¿Cuándo? ¿Por quién?

Se levantó para sacar de un armario la última bolsa hermética de trozos de cerámica. El silencio del laboratorio era sepulcral. Solo se oía el silbido del aire acondicionado. Al fondo del laboratorio propiamente dicho había un gran espacio de almacenamiento con armarios antiguos de roble y cristal ondulado llenos de potes, puntas de flecha, hachas y otras piezas arqueológicas. Por la puerta de al lado, la del almacén de momias indias, salía un vago olor a paradiclorobenceno. Nora empezó a repartir los fragmentos por el mapa hasta rellenar la última esquina vacía. Cada vez que colocaba un fragmento verificaba su número de adquisición.

De repente se paró. Había oído el chirrido de la puerta del laboratorio, y pisadas silenciosas por el suelo polvoriento. Pero había cerrado con llave, ¿no? Siempre lo hacía; era una costumbre tonta. Pero el sótano del museo era tan grande y silencioso, los pasillos estaban tan poco iluminados, había tantos objetos raros y espeluznantes en la oscuridad de los almacenes, que se le ponían los pelos de punta. Por otra parte no podía olvidar lo que le había pasado hacía pocas semanas a su amiga Margo Green dos pisos más arriba, en una oscura sala de exposiciones.

—¿Hay alguien? —dijo en voz alta.

Una figura salió de la penumbra. Primero vio la forma de una cara. Después una barba muy corta y un pelo plateado. Se relajó. Era Hugo Menzies, el director del departamento de antropología, su jefe inmediato, todavía algo pálido por su cálculo biliar y con los ojos algo enrojecidos, pero siempre joviales.

—Hola, Nora —dijo, sonriendo amablemente—. ¿Te molesto?

—¡No, qué va!

El conservador se sentó al borde de un taburete.

—¡Qué bien se está aquí abajo! ¡Qué tranquilidad! ¿Estás sola?

—Sí. ¿Arriba qué tal?

—Cada vez hay más gente en la calle.

—Sí, ya los he visto al llegar.

—Se está poniendo feo. Cada vez que llega un empleado lo abuchean, y han bloqueado el tráfico en Museum Drive. Me temo que solo es el principio. Una cosa es que se quejen el alcalde y el gobernador y otra que se indignen los propios neoyorquinos. Pero por lo visto es lo que está pasando. Que Dios nos libre de la furia del
vulgus mobile
.

—Siento mucho que por culpa de Bill... —se lamentó Nora.

Menzies le puso amablemente una mano en el hombro.

—Bill solo ha sido el mensajero. En realidad le ha hecho un favor al museo denunciando el plan de encubrimiento antes de que se llevara a la práctica. Tarde o temprano se habría sabido la verdad.

—Con lo que cuesta robar unos diamantes, no entiendo que los hayan destruido.

Menzies se encogió de hombros.

—Es imposible saber cómo piensan los locos. En todo caso, demuestra un odio visceral hacia el museo.

—¿El museo? ¿Qué le puede haber hecho?

—Eso solo puede contestarlo una persona, pero no he venido a elaborar teorías sobre psicología criminal. Vengo por una razón muy concreta, relacionada con lo que pasa arriba.

—No entiendo.

—Acabo de salir de una reunión en el despacho del doctor Collopy. Hemos tomado una decisión que te concierne a ti.

Nora esperó con una sensación de alarma.

—¿Conoces la tumba de Senef?

—No me suena en absoluto.

—No me extraña. Ni a ti ni a casi nadie del museo. Fue una de las primeras piezas que se expusieron; una tumba egipcia del Valle de los Reyes vuelta a montar en estos sótanos. En los años treinta la clausuraron y la tapiaron, y ya no se ha vuelto a abrir.

—¿Y?

—Pues que en este momento el museo necesita una noticia positiva, algo que recuerde que seguimos haciendo cosas buenas. Una distracción, como quien dice. Esa distracción será la tumba de Senef. La reabriremos, y quiero que estés al frente del proyecto.

—¿Yo? Pero ¡si ya retrasé mi investigación varios meses para ayudar a montar la exposición «Imágenes Sagradas»!

En la cara de Menzies apareció una sonrisa irónica.

—Exacto. Por eso te lo pido, porque vi tu trabajo en «Imágenes Sagradas» y eres la única del departamento que puede hacerlo bien.

—¿En cuánto tiempo?

—Collopy está lanzado. Disponemos de seis semanas.

—¡No lo dice en serio!

—Se trata de una auténtica emergencia. Hace mucho tiempo que la situación económica del museo es penosa, y con este mazazo de publicidad negativa podría ocurrir cualquier cosa.

Nora no contestó.

—El desencadenante —siguió explicando Menzies en tono afable— es que acabamos de recibir diez millones de euros, trece millones de dólares, en concepto de fondos para el proyecto. No habrá problemas de dinero. Gozaremos del apoyo unánime del museo, desde el consejo de administración hasta los sindicatos. Como la tumba de Senef siempre ha estado sellada, en principio debería estar en bastante buenas condiciones.

—Por favor, no me lo pida a mí. Encargúeselo a Ashton.

—Ashton no sabe discutir, mientras que a ti te vi cómo te enfrentabas con los manifestantes de la inauguración de «Imágenes Sagradas». Nora, el museo se juega su supervivencia. Te necesito. Te necesita el museo.

Silencio. Nora se giró hacia los fragmentos de cerámica con el corazón en un puño.

—Pero si yo de egiptología no sé nada...

—Contrataremos temporalmente a alguna eminencia para que colabore contigo.

Comprendiendo que no había escapatoria, suspiró profundamente.

—Bueno, de acuerdo.

—¡Así me gusta! Es lo que quería oír. La idea todavía está muy verde, pero teniendo en cuenta que hace setenta años que no se puede visitar la tumba es evidente que habrá que remozarla un poco. Hoy en día no basta con montar una exposición estática. Hay que darle un contenido multimedia. También habrá una gala de inauguración, por supuesto, y cualquier neoyorquino con aspiraciones sociales querrá una entrada.

—¿Todo esto en seis semanas? —se alarmó Nora.

—Tenía la esperanza de que aportaras ideas.

—¿Cuándo las necesita?

—Me temo que ahora mismo. El doctor Collopy ha convocado una rueda de prensa dentro de media hora para anunciar la exposición.

—Oh, no... —Nora se dejó caer en la silla—. ¿Está seguro de que habrá que incluir efectos especiales? A mí el escaparatismo informático no me gusta nada. Distrae la atención de las piezas.

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