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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (35 page)

—¿Me deja solo? —exclamó el celador, presa del pánico.

—Volveré dentro de media hora o tres cuartos con el radiólogo. Hay algunos presos heridos y...

—¿Se ocupa antes de los presos que de mí? —gimió el enfermo.

—Es que es bastante urgente, ¿sabe?

Kidder no le contó nada de lo que acababan de comunicarle por radio. Se confirmaban sus temores: los celadores se habían cebado en varios fugitivos.

—¿Cuánto tendré que esperar?

Kidder suspiró de impaciencia.

—Ya se lo he dicho, unos tres cuartos de hora.

Preparó una jeringuilla con un sedante flojo y un analgésico.

—¡No me pinche! —exclamó el celador—. ¡Me dan pánico las agujas!

Kidder intentó disimular su mal humor.

—Es para que no le duela tanto.

—¡Bueno, tampoco me duele tanto! Ponga la tele, así me distraeré.

Kidder se encogió de hombros.

—Como quiera.

Dejó la jeringuilla y le dio el mando a distancia. El paciente sintonizó un concurso para idiotas y puso el volumen a tope. Kidder se alejó, sacudiendo la cabeza. Su opinión sobre los celadores acababa de empeorar aún más.

Cincuenta minutos más tarde, Kidder volvió a la enfermería de un humor de perros. Algunos celadores habían aprovechado la oportunidad para ajustar cuentas con un grupo de presos particularmente ingratos, y el resultado era media docena de huesos rotos.

Miró su reloj, pensando en el celador que había dejado esperando. De todos modos, en las urgencias de los grandes hospitales de Nueva York la espera habría sido como mínimo el doble. Apartó la cortina y lo vio acurrucado contra la pared, profundamente dormido a pesar del volumen del concurso, que seguía a tope.

«¿Estás segura de que te quedas con la puerta número 2, Joy? ¡Bien, pues vamos a abrirla! Lo que hay detrás de la puerta número 2 es... (grito contenido de todo el público)...»

—Tiene que hacerse las placas, señor... —Kidder echó un vistazo al portapapeles—. Señor Sidesky.

No hubo respuesta.

«¡... una vaca! ¿A que nunca habían visto una vaca Holstein tan bonita, señoras y señores? ¡Leche fresca todas las mañanas! ¡Imagínate, Joy!»

—¿Señor Sidesky? —dijo Kidder con más fuerza.

Cogió el mando a distancia para apagar la tele. El silencio fue un alivio.

—¡Las placas!

Nada.

Se acercó a darle un empujoncito en el hombro... y retrocedió con un grito ahogado. Estaba frío, incluso a través de las mantas.

No podía ser. Lo habían traído hacía apenas una hora, y estaba vivo y sano.

—¡Eh, Sidesky! ¡Despierte!

Tendió una mano temblorosa, le apretó el hombro... y volvió a notar el mismo frío vago y repelente.

Cogió aprensivamente un extremo de la manta, y al estirarla destapó un cadáver desnudo, morado, grotescamente hinchado. Un hedor repentino a muerte y a desinfectantes lo envolvió como una miasma.

Con la mano en la boca, sin poder respirar, estuvo a punto de caer, mientras sus pensamientos entraban en una vorágine de confusión e incredulidad. No solo estaba muerto, sino que había empezado a descomponerse. ¿Cómo era posible? Sus ojos desorbitados lo miraron todo. No, no había más pacientes. Tenía que ser un grave error, alguna absurda confusión.

Respiró hondo unas cuantas veces. Cuando estuvo más tranquilo cogió el cuerpo por un hombro y lo puso de espaldas. La cabeza se desplomó con los ojos muy abiertos; la lengua colgaba como la de un perro; la cara estaba horriblemente azul y abotargada y una especie de sustancia amarilla salía por su boca.

—¡Dios mío! —gimió Kidder, dando un paso hacia atrás.

No era el celador herido. Era el preso muerto del que se había ocupado el día anterior, ayudando al radiólogo a hacerle diversas placas forenses.

Llamó al médico jefe de Herkmoor, intentando que no le temblara la voz. Poco después el intercomunicador emitió una respuesta irritada.

—Estoy ocupado. ¿Qué ocurre?

Al principio Kidder no supo qué decir.

—¿Sabe el preso muerto del depósito...?

—¿Lacarra? Se lo han llevado hace un cuarto de hora.

—No. No se lo han llevado.

—¡Pues claro que sí! Yo mismo he firmado el traslado, y he visto cómo subían la bolsa al furgón. Estaba esperando al otro lado de la verja a que le dieran la autorización para entrar a buscar el cadáver.

Kidder tragó saliva.

—Me parece que no.

—¿Que no qué? ¿Se puede saber qué está diciendo, Kidder?

—Pocho Lacarra... —Tragó saliva y se humedeció los labios resecos—. Aún está aquí.

Treinta kilómetros al sur, el furgón del depósito de cadáveres se dirigía hacia Nueva York por la Taconic State Parkway. El tráfico era fluido. Minutos después entró en un área de servicio y se paró.

Vincent d’Agosta se quitó el uniforme blanco del depósito de cadáveres, subió a la parte trasera y abrió la cremallera de la bolsa. Contenía el cuerpo largo, blanco y desnudo del agente especial Pendergast, que se incorporó parpadeando.

—¡Pendergast! ¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemos conseguido!

El agente levantó una mano.

—Por favor, querido Vincent, deje las demostraciones de afecto para cuando esté duchado y vestido.

Cuarenta y seis

A las seis y media de esa tarde, desde la acera de Museum Drive, William Smithback Jr. miraba la fachada intensamente iluminada del Museo de Historia Natural de Nueva York. La escalinata de granito estaba cubierta por una gran alfombra de terciopelo. Mientras una multitud de mirones y periodistas se agitaba al otro lado de las cuerdas de terciopelo —y de los guardias del museo—, las limusinas descargaban a estrellas de cine, políticos del ayuntamiento, reyes y reinas de las altas finanzas, grandes damas de la alta sociedad, lo último en modelos demacradas y de mirada perdida, socios gerentes, rectores de universidad y senadores: un regio desfile de dinero, poder e influencia.

Los poderosos subían por los escalones del museo en un pausado flujo de trajes negros, blancos y relumbres, sin mirar ni a izquierda ni a derecha; tras cruzar la gran puerta de bronce, entre los pilares de la fachada, se fundían en una intensa luz. Entretanto, el populacho, retenido por cuerdas y por manos, miraba boquiabierto, chillaba o hacía fotos. Arriba, sobre la fachada neoclásica del museo, una lona de cuatro pisos de altura ondeaba bajo una suave brisa. Representaba un Ojo de Horus gigante con una leyenda que imitaba la escritura egipcia:

Smithback se ajustó la corbata de seda del esmoquin y se alisó las solapas. No haber llegado en limusina, sino en taxi, lo había obligado a apearse a una manzana del museo y a abrirse paso por la multitud hasta las cuerdas. Enseñó su invitación a un guardia receloso, que llamó a otro. Tras varios minutos de conciliábulo, lo dejaron pasar a regañadientes justo en la estela perfumada de Wanda Meursault, la actriz que había montado un espectáculo en la inauguración de «Imágenes Sagradas». Smithback pensó en el disgusto que debía de haberse llevado por no ganar el Oscar a la mejor actriz del año anterior. Incorporándose a los poderosos con un escalofrío de satisfacción, cruzó la luminosa doble puerta.

Sería la madre de todas las inauguraciones.

Después de atravesar la Gran Rotonda, con sus dos dinosaurios reconstruidos, y la magnífica Sala Africana, la alfombra de terciopelo serpenteaba por media docena de salas con olor a humedad y pasillos dejados de la mano de Dios hasta llegar a los ascensores, donde se había formado una cola. Mientras esperaba su turno, Smithback pensó que quedaba muy lejos de la entrada. Claro que la tumba de Senef estaba en las mismísimas entrañas del museo, casi en el otro extremo de la entrada principal... Se arregló el nudo de la corbata. «A ver si la caminata les activa un poco la circulación a algunos de estos carcamales disecados —pensó—. Les convendría.»

Un timbre anunció la llegada del siguiente ascensor. Smithback se introdujo en lo que parecía una lata de sardinas blancas y negras. Tras el lento descenso hasta el sótano, se abrieron las puertas y fueron recibidos por otra orgía de luces y de animadas notas de una orquesta; allá al fondo, estaba ni más ni menos que la gran Sala Egipcia, cuyos murales del siglo XIX habían sido sometidos a una magnífica restauración. Las vitrinas de las paredes eran una explosión de oro, joyas y cerámica vidriada. El suelo de mármol estaba cubierto de mesas para el cóctel o para la cena, todas puestas con gran exquisitez, bajo el parpadeo de miles de velas. Pero lo más importante, pensó Smithback mientras admiraba el espectáculo, eran las mesas largas que había a los lados, de una resistencia puesta a prueba por auténticas montañas de esturión y salmón ahumado, crujiente pan artesanal, inmensas bandejas de jamón San Daniele, cuencos de plata repletos de caviar sevruga y beluga gris perla... En cada punta había un barreño de plata con una montaña de hielo picado erizada de botellas de Veuve Cliquot, como baterías de artillería esperando a ser disparadas y vertidas.

Pensó que solo eran los entrantes. La cena aún estaba por servir. Mientras se frotaba las manos, gozando del maravilloso panorama, buscó con la mirada a su mujer, a Nora, a quien apenas había visto durante la última semana; sintió un ligero escalofrío al pensar en otros placeres más íntimos que quedarían para después, cuando la fiesta y todo el ajetreo y el agobio de una semana de vértigo hubieran terminado.

Mientras decidía a cuál de las mesas de comida dar prioridad, notó que le pasaban un brazo por la espalda.

—¡Nora! —Se giró para abrazarla. Llevaba un vestido negro muy elegante, con exquisitos bordados de plata—. ¡Estás espectacular!

—Tú tampoco tienes mal aspecto. —Nora levantó las manos para atusarle el eterno mechón rebelde, que se apresuró a erguirse nuevamente en desafío a la gravedad—. Mi precioso niño...

—Mi reina egipcia... A propósito, ¿qué tal el cuello?

—Muy bien. Haz el favor de no volver a preguntármelo.

—Estoy impresionado. ¡Qué banquete! —Smithback miró a su alrededor—. Y pensar que eres la comisaria... Que es tu exposición...

—Pero no tengo nada que ver con la fiesta.—Nora miró la entrada de la tumba de Senef, cerrada, con una cinta roja que esperaba el momento de ser cortada—. Mi exposición está allí dentro.

Pasó un camarero muy delgado con una bandeja de plata llena de flautas de champán. Smithback cogió dos al vuelo y le dio una a Nora.

—Por la tumba de Senef —dijo.

Hicieron chocar las copas y bebieron.

—Vayamos a buscar un poco de comida antes de que vuele —dijo Nora—. Solo tengo unos minutos. A las siete tengo que decir unas palabras. Luego habrá más discursos, la cena y el espectáculo. No me verás mucho, Bill. Lo siento.

—Ya tendré tiempo de verte, ya...

Al ir hacia las mesas, Smithback se fijó en una mujer alta y muy guapa, con el pelo de color caoba. Lo sorprendente eran sus pantalones negros y su camisa de seda gris abierta por el cuello, con un collar de perlas de una sola vuelta. La ropa en sí era el paroxismo de la sencillez, pero con su forma de llevarla le daba un toque de clase y hasta de elegancia.

—Te presento a la nueva egiptóloga del museo —dijo Nora, girándose hacia ella—, Viola Maskelene. Viola, te presento a mi marido, Bill Smithback.

Smithback se quedó de piedra.

—¿Viola Maskelene? ¿Usted no es la que...? —Se calló a tiempo y tendió la mano—. Encantado.

—Hola —dijo ella con un acento de clase alta, ligeramente divertida—. Estos últimos días lo he pasado muy bien trabajando con Nora. ¡Qué museo!

—Sí —dijo Smithback—, la verdad es que impresiona. Dígame una cosa, Viola... —A Smithback lo vencía la curiosidad—. ¿Cómo...? Hum... ¿Cómo ha venido a parar al museo?

—Ocurrió en el último momento. Después de la trágica muerte de Adrian el museo necesitaba urgentemente un egiptólogo especializado en el Imperio Nuevo y en las tumbas del Valle de los Reyes. Por lo visto, Hugo Menzies conocía mi trayectoria y propuso mi nombre. Acepté encantada.

Justo cuando Smithback abría la boca para hacer otra pregunta, vio una mirada de advertencia en los ojos de Nora. No era el momento de buscar información sobre el secuestro de Viola Maskelene. De todos modos, pensó que era extraño que hubiera vuelto tan pronto a Nueva York, ni más ni menos que al museo. Su olfato de periodista había despertado. Eran demasiadas coincidencias. Habría que investigarlo... mañana.

—Delicioso banquete —dijo Viola, girándose hacia las mesas de comida—. Me muero de hambre. ¿Vamos?

—Vamos —dijo Smithback.

Con ayuda de los codos llegaron a las mesas, rodeadas de un verdadero enjambre de hambrientos. Smithback apartó con suavidad a un conservador dócil y alargó el brazo para llenarse el plato con cincuenta gramos de caviar, una considerable cantidad de blinis y un cucharón de
crème fraîche.
Miró a Viola de reojo y se sorprendió al ver que casi llenaba aún más su plato. Parecía tan poco preocupada como él por el decoro.

Al sentirse observada, Viola se ruborizó un poco y le hizo un guiño.

—Es que me han hecho trabajar las veinticuatro horas.

—¡Adelante, sin complejos! —dijo Smithback, contento de tener una cómplice, mientras cogía otra montaña de caviar.

De repente se oyó música. Era la pequeña orquesta del fondo de la sala. Algunos aplausos saludaron la subida al podio de Hugo Menzies, que estaba espléndido con su corbata blanca y su frac. Sus ojos, azules y brillantes, observaban a la multitud, que fue quedándose callada.

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