El libro de los muertos (30 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

Menzies hizo una pausa.

—Todavía queda un punto por analizar.

—¿Cuál? —preguntó Collopy.

—Que vendrá el alcalde, y que tiene pensado hacer un discurso importante. Es posible que aproveche esta ocasión para anunciar que volverá a presentarse a las elecciones.

Menzies sonrió y se quedó callado, observando la sala con sus ojos intensamente azules, que desafiaban a todos a dar una respuesta.

La primera en reaccionar fue Beryl Darling, que descruzó las piernas y dio unos golpecitos en la mesa con el lápiz.

—Hay que reconocer que es un punto de vista interesante, doctor Menzies.

—A mí no me gusta —dijo Rocco—. No podemos esconderlo debajo de la alfombra como si no pasara nada. Nos crucificarán.

—¿Quién ha hablado de esconderlo debajo de la alfombra? —dijo Menzies—. Al contrario. Facilitaremos todos los datos, sin esconder nada. Nos daremos golpes en el pecho y asumiremos toda la responsabilidad. Tenemos los hechos a nuestro favor, porque demuestran claramente el componente azaroso de los crímenes. Además, los culpables están muertos o en la cárcel. Caso cerrado.

—¿Y los rumores? —preguntó Rocco.

Menzies fijó en ella una mirada de sorpresa.

—¿Rumores?

—Los que dicen que la tumba está maldita.

Se rió.

—¿La maldición de la momia? ¡Genial! Ahora querrá venir todo el mundo.

Los labios rojos de Rocco se tensaron, agrietando su gruesa capa de carmín.

—Y no olvidemos el objetivo inicial de la exposición de la tumba de Senef: recordar a la ciudad que seguimos siendo el museo de historia natural más grande del mundo. Llamar la atención nos hace más falta que nunca.

Un largo silencio se apoderó del grupo, hasta que Collopy lo rompió.

—Has estado muy convincente, Hugo.

—Me veo en la curiosa situación de tener que cambiar de postura —dijo Darling—. Creo que estoy de acuerdo con el doctor Menzies.

Collopy miró a la jefa de relaciones públicas.

—¿Carla?

—Sigo teniendo mis dudas —contestó ella despacio—, pero vale la pena intentarlo.

—Pues nada, decidido —dijo Collopy.

Justo entonces abrieron la puerta sin llamar, como si fuera una señal, y apareció una policía con un elegante traje gris y una insignia dorada en el cuello. Collopy echó un vistazo a su reloj. Ni un segundo demasiado pronto ni un segundo demasiado tarde.

Se levantó.

—Les presento a la capitana de Homicidios Laura Hayward. Capitana, le presento a...

—Ya nos conocemos todos —dijo ella escuetamente, mirándolo con sus ojos de color violeta.

Desconcertado por su juventud, y su atractivo, Collopy se preguntó si estaba ante un ejemplo de discriminación positiva: alguien que había ascendido por encima de sus méritos, aunque al mirarla a los ojos lo dudó.

—Me gustaría hablar con usted en privado, doctor Collopy —dijo ella.

—Faltaría más.

La puerta se cerró después de que se despidiera Menzies, el último en salir. Collopy centró en Hayward su atención.

—¿Quiere sentarse, capitana?

Ella titubeó un poco y asintió con la cabeza.

—Creo que sí.

Se sentó en un sillón de orejas. Collopy constató que estaba pálida, y que parecía agotada, pero lo último que les faltaba a sus ojos era vivacidad.

—¿En qué puedo ayudarla, capitana? —preguntó.

Ella sacó del bolsillo un fajo de papeles doblados.

—Traigo el resultado de la autopsia de Wicherly.

Collopy arqueó las cejas.

—¿Autopsia? ¿Las circunstancias de su muerte tuvieron algo de misterioso?

A modo de respuesta, Hayward sacó otro papel.

—Y esto es un diagnóstico de Lipper. La conclusión es que ambos tenían lesiones en la misma zona del cerebro, el córtex ventromedial.

—¿En serio?

—Sí. En definitiva, que los dos enloquecieron exactamente de la misma forma, por usar otras palabras. En ambos casos la lesión provocó una psicosis repentina y violenta.

Collopy sintió frío en la base de la columna vertebral. Era exactamente lo que habían descartado, que existiese alguna relación entre los dos incidentes. Con aquel dato podía irse todo al garete.

—Las pruebas indican que la causa podría estar en el entorno, probablemente en el interior de la tumba de Senef o en los alrededores.

—¿La tumba? ¿Por qué lo dice?

—Porque es donde estuvieron los dos justo antes de que se les manifestaran los síntomas.

Collopy tragó saliva con dificultad y se estiró el cuello de la camisa.

—Me deja de piedra.

—Según el forense podría haber mil causas: una descarga eléctrica en la cabeza, veneno, gases o un fallo en el sistema de ventilación, un virus o bacteria desconocidos... No lo sabemos. A propósito, esta información es confidencial.

—Me alegro.

Collopy notó que la sensación de frío empezaba a expandirse. Si se divulgaba aquella noticia, podía contradecir su declaración y destruir lo que les había costado tanto trabajo elaborar.

—Desde que he recibido esta información, hace dos horas, he enviado a la tumba a un equipo forense especializado en toxicología. Llevan una hora trabajando, pero de momento no han encontrado nada; claro que aún es pronto...

—Todo esto es muy inquietante, capitana —contestó Collopy—. ¿Hay alguna manera de que pueda ayudarlos el museo?

—A eso venía. Quiero que retrasen la inauguración hasta que hayamos encontrado la causa.

Ni más ni menos que lo que temía Collopy. Dejó pasar unos segundos.

—Perdone que se lo diga, capitana, pero me parece que se precipita en dos conclusiones de importancia capital: la primera, que la lesión cerebral se debe a una toxina, y la segunda, que esa toxina está presente en la tumba. Podría deberse a mil razones, y haber ocurrido en cualquier lugar.

—Es posible.

—Y se le olvida otra cosa: que hay gente, mucha gente, que ha pasado bastante más tiempo en la tumba de Senef que Lipper y Wicherly sin manifestar ningún síntoma.

—No se me olvida, doctor Collopy.

—En todo caso aún faltan cuatro días para la inauguración. Tendrán tiempo de sobra para analizar la tumba, digo yo...

—No quiero arriesgarme.

Collopy respiró hondo.

—Yo la entiendo, capitana, pero la cuestión es que no podríamos retrasarlo aunque quisiéramos. Hemos invertido millones. Dentro de menos de una hora llegará un nuevo egiptólogo que viene especialmente desde Italia. Ya están enviadas las invitaciones, ya hemos recibido las confirmaciones, ya está pagado el cátering, ya están contratados los músicos... Está todo hecho. Ahora mismo costaría una fortuna dar marcha atrás, y además daría una impresión errónea en la ciudad: la de que estamos asustados y paralizados y que es peligroso visitar el museo. Eso no puedo permitirlo.

—Aún no se lo he contado todo. Creo que Diógenes Pendergast, la persona que atacó a Margo Green y que robó la colección de diamantes, tiene una segunda identidad como empleado del museo. Lo más probable es que sea un conservador.

Collopy la miró, atónito.

—¿Qué?

—También creo que esa persona guarda alguna relación con lo ocurrido a Lipper y Wicherly.

—Son acusaciones muy graves. ¿De quién sospecha?

Hayward vaciló.

—De nadie en concreto. Le he pedido al señor Manetti que busque en los archivos de personal, sin decirle para qué, lógicamente, pero no han aparecido antecedentes penales ni nada sospechoso.

—Naturalmente que no. Todos nuestros empleados tienen una trayectoria intachable, sobre todo el equipo de conservación. Todas estas hipótesis me ofenden personalmente. En cuanto a mi postura respecto a la inauguración, le aseguro que esto no la cambia para nada. Retrasarla sería fatal para el museo. Absolutamente fatal.

Hayward lo observó un buen rato; sus ojos delataban cansancio pero también atención. También expresaban cierta tristeza, como si la capitana ya supiera el desenlace.

—No retrasarla es arriesgarse a que haya muchas vidas en peligro —dijo con calma—. Debo insistir.

—Entonces estamos en un punto muerto —se limitó a decir Collopy.

Hayward se levantó.

—Esto no quedará así.

—Efectivamente, capitana. La decisión tendrá que tomarla alguien que está por encima de nosotros.

Asintió y salió del despacho sin añadir ningún otro comentario. Collopy vio cómo se cerraba la puerta. Sabía tan bien como Hayward que al final todo dependería del alcalde, en cuyo caso Collopy tenía muy claro de qué lado caería la moneda.

El alcalde no era de los que se perdían una buena fiesta, ni la oportunidad de dar un buen discurso.

Treinta y ocho

Doris Green se quedó en la puerta abierta de la unidad de cuidados intensivos. Filtrándose por las ventanas, cuyas persianas estaban parcialmente bajadas, la luz de la tarde proyectaba plácidas franjas de luz y sombra en la cama de su hija. Tras pasear ante la fila de aparatos médicos, que suspiraban y pitaban en suave y regular cadencia, su mirada se posó en la cara de su hija. Estaba pálida y chupada, y un mechón le caía por la frente y la mejilla. La señora Green dio unos pasos por la habitación y puso suavemente el mechón en su sitio.

—Hola, Margo —dijo en voz baja.

Las máquinas seguían pitando y suspirando.

Se sentó en un lado de la cama y cogió la mano de su hija. Estaba fría y pesaba menos que una pluma. La estrechó con suavidad.

—Fuera hace un día muy bonito. Ha salido el sol y parece que está pasando el frío. En mi jardín ya han empezado a florecer los azafranes. De momento solo se asoman los brotecitos verdes. ¿Te acuerdas de que de pequeña, cuando solo tenías cinco años, no podías evitarlo y los cogías? Un día me trajiste un puñado medio deshecho. No dejaste ni uno en todo el jardín. Me llevé un disgusto...

Le falló la voz y se quedó callada. Poco después entró la enfermera; su presencia enérgica y alegre aportó una brusca nota de eficacia a un ambiente neblinoso, poblado de recuerdos agridulces.

—¿Qué tal, señora Green? —preguntó mientras arreglaba las flores de un jarrón.

—Bien, gracias, Jonetta.

La enfermera revisó los aparatos y tomó notas rápidas en un portapapeles. Luego ajustó el gotero, examinó el tubo de oxígeno y siguió moviéndose de un lado a otro para ahuecar algún ramo de flores y poner rectas las tarjetas de buenos deseos que llenaban la mesa y las estanterías.

—El médico no debería tardar, señora Green —dijo con una sonrisa mientras iba hacia la puerta.

—Gracias.

Volvió a reinar la paz. Doris Green acarició la mano de su hija casi sin rozarla. Los recuerdos acudían en tropel, sin seguir ningún orden aparente: ella y su hija tirándose de cabeza al lago desde el embarcadero, abriendo el sobre con las notas del examen de acceso a la universidad, haciendo el pavo al horno el día de Acción de Gracias, cogiéndose la mano ante la tumba de su marido...

Tragó saliva y siguió acariciando la mano de Margo. De repente sintió una presencia a sus espaldas.

—Buenas tardes, señora Green.

Se giró. Era el doctor Winokur, un hombre guapo y moreno con una bata blanca perfectamente planchada y que desprendía seguridad y simpatía. Doris Green sabía que no era una simple fachada para los pacientes, sino que se tomaba su trabajo a pecho.

—¿Quiere que hablemos en la sala de espera? —preguntó el doctor.

—Yo preferiría quedarme aquí. Si pudiera oírnos Margo, y no estoy segura de que no nos oiga, le gustaría enterarse de todo.

—De acuerdo. —El doctor Winokur hizo una pausa y se sentó en la silla para las visitas con las manos en las rodillas—. La conclusión es la siguiente: no tenemos diagnóstico. Así de simple. Hemos hecho todas las pruebas que se nos han ocurrido y hemos consultado a los mejores especialistas del país en coma y neurología, del Doctor’s Hospital de Nueva York y del hospital Mount Auburn de Boston, pero algo se nos sigue escapando. Margo está en coma profundo y no sabemos por qué. La buena noticia es que no tenemos pruebas de que el cerebro haya sufrido lesiones permanentes. Por otro lado, sus constantes vitales no mejoran, mientras que algunas de las importantes se reducen lentamente. La verdad es que no responde a los tratamientos y terapias habituales. Podría aburrirla con explicaciones sobre la docena de teorías que hemos manejado y la docena de tratamientos que hemos probado, pero al final todo se reduciría a una sola conclusión: no responde. También podríamos trasladarla a Southern Westchester, pero si quiere que le diga la verdad allá no tienen nada que nosotros no tengamos, y el traslado podría ser perjudicial.

—Yo prefiero que se quede aquí.

Winokur asintió con la cabeza.

—Tengo que decirle que ha sido una madre de paciente admirable, señora Green. Sé que es un momento muy duro para usted.

Ella sacudió despacio la cabeza.

—Creí que la había perdido. Creí que la había enterrado. Después de eso no puede haber nada peor. Sé que se recuperará. Lo sé.

El doctor Winokur esbozó una sonrisa.

—Es posible que tenga razón. La medicina no tiene la respuesta a todo, y menos en un caso así. Los médicos son más falibles, y las enfermedades mucho más complicadas de lo que cree la mayoría de la gente. Margo no es la única. Hay miles como ella en el país, enfermos sin diagnóstico. Más que para consolarla, se lo digo para darle toda la información de la que dispongo. Intuyo que es lo que prefiere. .

—Intuye bien. —La señora Green miró al médico, después a Margo y otra vez al médico—. Es curioso. No soy muy religiosa, pero ahora rezo por ella cada día.

—Cuanto más tiempo llevo ejerciendo de médico, más creo en el poder curativo de la oración. —Winokur hizo una pausa—. ¿Tiene alguna pregunta? ¿Puedo ayudarla de algún modo?

Ella titubeó.

—Sí. Me ha llamado Hugo Menzies. ¿Lo conoce?

—Sí, claro, es su jefe en el museo. El que estaba con ella cuando le dio el ataque, ¿verdad?

—Exacto. Me llamó para contarme qué había pasado y qué había visto. Sabía que querría enterarme.

—Claro.

—¿Usted ha hablado con él?

—Sí. Se ha portado muy bien. Desde la recaída de Margo ha pasado más de una vez para ver cómo estaba. Parece muy preocupado.

La señora Green sonrió ligeramente.

—Es una suerte tener un jefe tan atento.

—Sin duda.

El doctor se levantó.

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