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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (8 page)

—Esta tumba es algo fuera de serie —dijo Wicherly, moviendo la linterna—. Jamás lo habría imaginado. Cuando hablamos por teléfono, doctor Menzies, pensé que sería algo pequeño pero con encanto. Esto es increíble. ¿De dónde lo sacó el museo?

—Es una historia interesante —respondió Menzies—. En 1798, al conquistar Egipto, Napoleón incorporó esta tumba a su botín. Mandó desmontarla piedra a piedra y transportarla a Francia, pero cuando Nelson derrotó a los franceses en la batalla del Nilo un capitán de barco escocés escamoteó la tumba y la volvió a montar en su castillo de las Highlands. En el siglo XIX, su último descendiente, el séptimo barón de Rattray, se vio en apuros económicos y la vendió a uno de los primeros benefactores del museo, que la hizo transportar al otro lado del Atlántico e instalarla mientras se construía el museo.

—Hay que decir que el barón se desprendió de uno de los tesoros nacionales británicos.

Menzies sonrió.

—A cambio de mil libras.

—¡Esto ya pasa de castaño a oscuro! ¡Espero que Ammut castigue la venta comiéndosele el corazón, al muy avaricioso!

Entre risas, Wicherly enfocó sus ojos intensamente azules en Nora, que sonrió por educación. Cada vez era más evidente el interés del joven, a quien no parecía disuadir la alianza del dedo de Nora.

McCorkle, impaciente, empezó a dar golpes en el suelo con el pie.

—Esto es la cámara sepulcral —explicó Wicherly—, antiguamente llamada Sala del Oro. Estas antesalas debían de ser la Sala de Ushabti, la Sala de Canopes, donde se guardaban en vasijas todos los órganos conservados del faraón, el Tesoro del Fin y el Lugar de Descanso de los Dioses. ¿A que es maravilloso, Nora? ¡Cómo nos divertiremos!

Nora no contestó enseguida. Estaba pensando en las enormes dimensiones de la tumba, en la cantidad de polvo que había y en todo el trabajo que tenían por delante.

Menzies debió de pensar lo mismo, porque se giró hacia ella con una sonrisa medio de entusiasmo medio de contrición.

—En fin, Nora —dijo—, parece que se nos presentan seis semanas interesantes.

Once

Gerry Fecteau cerró la celda de aislamiento 44 con un portazo que hizo temblar todo el segundo piso de la penitenciaría Herkmoor 3. Después él y su compañero se quedaron al lado de la puerta intercambiando guiños y sonrisas de satisfacción, mientras oían cómo se apagaban lentamente los ecos del impacto por los amplios espacios de cemento.

El preso de la 44 era un gran misterio, la comidilla de todos los guardianes. Estaba claro que era un preso importante, porque había recibido varias visitas de agentes del FBI y el director se había interesado personalmente por él, pero lo que más impresionaba a Fecteau era la poca información que se filtraba. Casi siempre que había un preso nuevo, la fábrica de rumores tardaba poco en desvelar el crimen del que se le acusaba, en sus detalles más truculentos. En cambio en ese caso nadie sabía nada, no ya el delito del preso, sino ni siquiera su nombre. Se limitaban a llamarlo con una letra: «A».

Además, daba miedo. No exactamente por su empaque físico, ya que era un hombre alto y delgado, tan blanco de piel que parecía nacido en una celda de aislamiento. Hablaba poquísimo, y para oír lo poco que decía había que inclinarse. No, no era por eso. Era por los ojos. En sus veinticinco años de experiencia carcelaria, Fecteau nunca había visto unos ojos de una frialdad tan absoluta, como dos trozos de hielo brillantes y plateados, gélidos hasta el extremo de que casi desprendían vaho.

¡Caray! ¡Sentía escalofríos solo de pensarlo!

No le cabía duda alguna de que el preso había cometido un crimen espantoso, o toda una serie, a lo Jeffrey Dahmer. Un asesino en serie que mataba a sangre fría. Quizá por eso daba tanto miedo, y por eso había sido una gran satisfacción recibir la orden de trasladarlo a la celda de aislamiento 44. No había nada más que decir. Era adonde enviaban a los hombres duros, los que había que ablandar. En realidad la 44 no era peor que el resto de las celdas del bloque de aislamiento de Harkmoor 3, todas idénticas —catre de metal, váter sin asiento y agua exclusivamente fría—, pero tenía una particularidad especialmente útil para doblegar a un preso: la presencia del recluso de la 45. El percusionista.

Fecteau y su compañero, Benjy Doyle, se quedaron en silencio a ambos lados de la puerta, esperando que volviera a empezar. El percusionista había hecho una pausa de unos minutos, como cada vez que llegaba un preso nuevo, pero nunca duraban mucho.

Dicho y hecho. De pronto Fecteau oyó el rítmico roce de un zapato en el suelo de la celda 45. Siguieron varios «pop» con los labios, y el suave tamborileo de unos dedos golpeando la baranda metálica del catre. Un poco más de claqué, algunas notas tarareadas... y la batería. Empezaba despacio, pero rápidamente adquiría velocidad, un redoble veloz que se quebraba en
riffs
sincopados con algún que otro «pop» o roce de la suela, formando una corriente sonora infinita, de una hiperactividad inagotable.

Una sonrisa apareció en la cara de Fecteau, que intercambió una mirada con Doyle.

El percusionista era el preso perfecto. Nunca gritaba, chillaba o tiraba la comida. Nunca decía palabrotas. Tampoco amenazaba a los guardias ni daba patadas por la celda. Era un dechado de pulcritud y orden. Se cuidaba el pelo y se lavaba, pero tenía dos características particulares que explicaban su permanencia en el bloque de aislamiento: que casi nunca dormía, y que todas las horas que pasaba despierto, literalmente todas, las dedicaba a tocar la batería. Nunca lo hacía muy fuerte ni era para provocar. Despreciaba totalmente el mundo exterior, incluidos los insultos y amenazas que se le dirigían, y que no eran pocos. Ni siquiera parecía consciente de que hubiera algo fuera de la celda. Él seguía con lo suyo, sin variaciones, sin alterarse, totalmente concentrado. Curiosamente, lo más insoportable de los sonidos del percusionista era su suavidad, como en la tortura china de la gota de agua.

Además de la orden de trasladar al preso llamado A al bloque de aislamiento, Fecteau y Doyle habían recibido la de quitarle todas sus pertenencias, incluidos —sobre todo, y por expresa indicación del director— los utensilios de escritura. Se lo habían quedado todo: libros, dibujos, fotos, periódicos, cuadernos de notas, plumas, tinta... Ahora el preso no tenía nada, ni más remedio que escuchar.

Taca taca chiqui chiqui pum bop biribop teque teque pim pom pim pom chiqui chiqui ¡pum! Chiqui ¡PUM! Chiquitiqui pam pum pam pum ta ta ta ta ¡PUM! ¡Tacataca pom! ¡Taca pom! Chiqui chiqui teque shhh... shhh... chiqui ta ta ¡pim! Chiqui shhh... tac shhh... tac tacatac ta ta ta ta ¡pom! ¡Chic chiqui chic chiqui tac! Chic chiqui...

Fecteau no quiso seguir escuchando. Empezaba a estar hasta las narices. Indicó la salida con un gesto del mentón y se fueron rápidamente por el pasillo, alejándose del ruido del percusionista.

—Le doy una semana —dijo.

—¿Una semana? —contestó Doyle con un bufido—. ¡Pobre, si no durará ni veinticuatro horas, el muy desgraciado!

Doce

De bruces en el suelo, el teniente Vincent D’Agosta soportaba una gélida llovizna en una colina pelada desde donde se dominaba la penitenciaría federal de Herkmoor, Nueva York. El hombre que estaba a su lado, vestido de oscuro y en cuclillas, se llamaba Proctor. Era medianoche. La cárcel se les ofrecía en toda su extensión, ocupando el fondo llano del valle, con la intensa luz amarilla de sus focos y un surrealismo industrial propio de una refinería gigante.

D’Agosta volvió a examinar la disposición general del recinto con sus prismáticos digitales de alta potencia. De nueve o diez hectáreas de extensión —haciendo un cálculo a simple vista—, estaba compuesto de tres enormes bloques de cemento no muy altos que formaban una U rodeada de patios asfaltados, torres de vigilancia, áreas de servicio valladas y casetas para los guardias. D’Agosta sabía que el primer edificio era la Unidad Federal de Máxima Seguridad, donde estaban los peores delincuentes violentos que era capaz de engendrar Estados Unidos en aquella época, lo cual, pensó sombríamente, no era poco decir. La segunda zona, mucho menor, llevaba el nombre oficial de Centro Federal de Retención y Traslado de Condenados a Muerte. En el estado de Nueva York no existía la pena de muerte, pero sí a nivel federal, y era ahí donde se recluía a los pocos presos condenados a muerte por los tribunales federales.

La tercera unidad también tenía un nombre que solo se le podía ocurrir a un funcionario de los servicios penitenciarios: Centro de Detención Preventiva de Delincuentes Violentos de Alto Riesgo. Sus inquilinos estaban en espera de juicio por una breve lista de delitos federales, a cuál más odioso. Eran hombres que no habían obtenido la libertad bajo fianza y a quienes se atribuía un riesgo particularmente alto de evasión. Los reclusos del centro eran peces gordos del narcotráfico, terroristas nacionales, asesinos en serie que habían ejercido su profesión en más de un estado y presos acusados de haber matado a agentes federales. En la jerga de Herkmoor era «el agujero negro».

Y era donde en ese momento estaba el agente especial A. X. L. Pendergast.

Entre todos los centros federales, solo Herkmoor podía presumir de un historial como el de las cárceles de estado más famosas, como Sing Sing y Alcatraz: no haber sufrido jamás una fuga.

Los prismáticos de D’Agosta siguieron recorriendo el recinto prestando atención a todos los detalles, hasta los más pequeños, que ya había estudiado durante tres horas sobre el papel. Desplazó lentamente su mirada desde los edificios centrales hasta los exteriores, y desde estos hasta la cerca.

A primera vista la cerca de Herkmoor no tenía nada especial. Las medidas de seguridad seguían el estándar de la triple barrera. La primera de ellas, una tela metálica de ocho metros con una alambrada en la parte superior, estaba iluminada por los millones de candelas de potencia de unos focos de xenón dignos de un gran estadio. Tras diversos espacios de veinte metros con suelo de grava se llegaba a la segunda barrera, un muro de casi quince metros construido con bloques de hormigón y coronado por púas y alambres. Cada cien metros de muro había una torre con un vigilante armado. D’Agosta los veía circular, muy atentos. Después de una separación de treinta metros recorrida por dóbermans se llegaba a la última barrera, una tela metálica idéntica a la primera de donde arrancaban trescientos metros de césped que llegaban hasta el principio del bosque.

Lo excepcional de Herkmoor era lo que no se veía: un sistema de seguridad electrónico de última generación que tenía la fama de ser el mejor del país. D’Agosta había visto sus especificaciones —de hecho llevaba varios días repasándolas—, pero seguía sin entender prácticamente nada. Tampoco lo consideraba un problema. Lo importante era que Eli Glinn, su extraño y silencioso socio, que esperaba en la carretera, a un kilómetro y medio, a bordo de una camioneta de vigilancia de alta tecnología, sí que lo entendía.

Se trataba de algo más que de un sistema de seguridad. Era un estado mental. En Herkmoor había habido varias tentativas de fuga, algunas de ellas de una inteligencia extraordinaria, pero ninguna se había saldado con el éxito, algo sabido —y ensalzado— por todos sus vigilantes y trabajadores. En un lugar así no se podían esperar torpezas burocráticas ni excesos de confianza. Tampoco vigilantes que se quedaran dormidos, ni fallos en las cámaras de seguridad.

Esa era la gran preocupación de D’Agosta.

Acabó la inspección y miró a Proctor. El chófer estaba justo al lado, boca abajo, haciendo fotos con una Nikon digital dotada de un trípode en miniatura, un objetivo de 260 milímetros y chips CCD exclusivos tan sensibles a la luz que podían captar la aparición de fotones sueltos.

D’Agosta repasó la lista de preguntas cuya respuesta quería saber Glinn. La importancia de algunas era evidente: cuántos perros había, cuántos vigilantes en cada torre y cuántos guardias a cargo de las puertas. Glinn también había pedido una descripción de las entradas y salidas de todos los vehículos, con el máximo de información sobre cada uno de ellos. Quería fotos detalladas de las antenas, parabólicas y transmisores de microondas de los tejados del edificio. Otras peticiones eran más discutibles, como saber si la zona entre el muro y la valla exterior era de tierra, de hierba o de gravilla. Glinn, por otro lado, había pedido una muestra de agua del arroyo que pasaba al lado del recinto, una muestra tomada más abajo en el sentido de la corriente. Pero lo más raro que había encargado a D’Agosta era recoger toda la basura que pudiera encontrar en determinado tramo del arroyo. Además de todo ello les había pedido que vigilaran la cárcel durante veinticuatro horas completas y anotaran todas las actividades que pudieran: horario de los ejercicios de los presos, movimiento de los guardias y entradas y salidas de proveedores, contratistas y transportistas. Glinn quería saber a qué horas se encendían y se apagaban las luces. Y lo quería todo registrado al segundo.

D’Agosta murmuró unas observaciones en la grabadora digital que le había dado Glinn, mientras oía el zumbido casi imperceptible de la cámara de Proctor y los golpecitos de la lluvia en las hojas. Se desentumeció.

—Solo de imaginarme a Pendergast ahí dentro me mata.

—Debe de ser muy duro, señor —dijo Proctor, tan impenetrable como siempre.

No era un simple chófer. D’Agosta se había dado cuenta al ver cómo desmontaba y guardaba un CAR-I5/XM-177 Commando en menos de sesenta segundos, pero nunca lograba traspasar su opacidad a lo Jeeves
[4]
. La cámara siguió emitiendo suaves clics y zumbidos.

La radio del cinturón de D’Agosta lanzó un chisporroteo.

—Un vehículo —dijo la voz de Glinn.

Poco más tarde brillaron dos faros entre las ramas desnudas de los árboles; se aproximaban por la única carretera que llevaba a Herkmoor desde el pueblo, situado a dos kilómetros. Proctor giró rápidamente el objetivo de su cámara. D’Agosta miró por los prismáticos, que se ajustaron automáticamente para compensar el cambio de contraste entre la oscuridad y la luz.

El camión salió del bosque, exponiéndose a la luz de los focos que rodeaban la cárcel. Parecía un servicio de entrega de comida. Cuando giró, D’Agosta pudo leer el logotipo en uno de sus laterales: Helmer. Productos y derivados de la carne. El camión paró en la garita para enseñar unos documentos. Le indicaron que pasara. Las tres puertas se abrieron de modo sucesivo y automático, nunca antes de que se hubiera cerrado la anterior. Seguía oyéndose el suave clic del obturador de la cámara. D’Agosta miró su cronómetro, murmuró algo en la grabadora y se giró hacia Proctor.

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