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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (17 page)

«¡Qué descuidados! ¡Se han dejado las luces encendidas!»

Después de un rato sacudió la cabeza y aspiró con desdén por la nariz, reprochándose su incertidumbre. Algunos guardias con parientes que habían trabajado en el museo durante los años treinta habían hecho circular rumores de que la tumba estaba maldita, de que si la habían tapiado era por algo y de que era un gran error volver a abrirla. Ah, pero ¿había alguna tumba egipcia que no estuviera maldita? Por otro lado, Mary Johnson se las daba de práctica y poco amiga de complicaciones en el trabajo. «A mí que me digan qué tengo que hacer y lo hago, sin pijadas, quejas ni excusas.»

¡Qué maldición ni qué leches!

Chasqueando la lengua, bajó por la ancha escalera que llevaba a la tumba. Las notas que salían de su boca reverberaron en el espacio cerrado.

«Stayin’alive, stayin’alive...»
.

Su peso descomunal hizo temblar el puente del pozo. Al llegar a la sala del fondo hizo una pausa. Ahí era donde esos chalados informáticos habían instalado mesas llenas de aparatos. Intentando no pisar los cables que cubrían sinuosamente el suelo, dedicó una mirada de reproche a las cajas de pizza manchadas de grasa amontonadas en una de las mesas, a las latas de Coca-Cola y a los envoltorios de chocolatinas tirados por el suelo. Los de mantenimiento no pasaban hasta las siete, pero no era problema suyo.

Durante las tres décadas que llevaba en el museo, Mary Johnson había visto de todo: unos que llegaban, otros que se iban, los asesinatos del museo, los del metro, la desaparición del doctor Frock, el asesinato del viejo señor Puck, el de Margo Green, frustrado,... Era el museo más grande del mundo, y con el tiempo Mary había descubierto que trabajar en él era un gran reto en todos los aspectos. La contrapartida eran unos pluses fantásticos, y unos permisos de vacaciones muy correctos. Por no hablar del prestigio.

Siguió caminando. Al entrar en la Sala de los Carros se paró a inspeccionarla por encima. Luego se asomó a la cámara sepulcral. Todo parecía normal. A punto de girarse, percibió un rastro de olor a podrido y buscó su origen, arrugando instintivamente la nariz. Uno de los pilares más próximos a ella estaba salpicado de algo húmedo, con grumos.

Cogió la radio.

—Mary Johnson llamando a Central. ¿Me oís?

—Aquí Central. Recibido, Mary.

—Que baje una brigada de limpieza a la tumba de Senef, a la cámara sepulcral.

—¿Qué pasa?

—Un vómito.

—¡Vaya! ¡No habrán vuelto a ser los vigilantes de noche!

—A saber. Igual los técnicos se han pegado una juerga.

:
—Ahora avisamos a mantenimiento.

Johnson apagó la radio y dio un rápido paseo por la cámara sepulcral. La experiencia le había enseñado que los vómitos no solían encontrarse en un solo lugar. Más valía hallar cuanto antes el resto. A pesar de su volumen, Johnson caminaba muy deprisa. Después de haber recorrido más de la mitad del circuito, resbaló con el zapato izquierdo en el suelo mojado y su propio impulso la hizo caer de lado, con lo que se dio un golpe considerable en la piedra pulida.

—¡Mierda!

Se quedó sentada. No se había hecho daño. Solo había sido un susto. La causa del resbalón era un charco de una sustancia oscura que olía a cobre. Johnson había parado la caída con las manos. Al levantarlas reconoció enseguida qué era: sangre.

—¡Dios bendito!

Se levantó con cuidado y buscó maquinalmente algo para limpiarse las manos, pero como no veía nada prefirió seguir caminando mientras se las restregaba en los pantalones. Total, ya estaban para el arrastre... Descolgó la radio.

—Johnson llamando a Central. ¿Me oís?

—Afirmativo.

—También hay un charco de sangre.

—¿Qué has dicho? ¿Sangre? ¿Cuánta?

—Bastante.

Silencio. Del gran charco de sangre donde había resbalado partía un rastro que llevaba hasta el enorme sarcófago abierto de granito del centro de la sala. En un lado, sobre los jeroglíficos en relieve, había una mancha de sangre que no podía pasar inadvertida. Era como si alguien hubiera levantado algo para echarlo en su interior.

De repente Johnson tuvo ganas de cualquier cosa menos de mirar dentro del sarcófago. Algo, sin embargo —tal vez su inveterado sentido del deber—, la hizo avanzar despacio. La radio, que aún llevaba en la mano sin darse cuenta, chisporroteó.

—¿Bastante? —graznó la voz aguda de la Central—. ¿Eso qué quiere decir?

Cuando estuvo al borde del sarcófago, Johnson se asomó. Había un cuerpo de espaldas. Era un cuerpo humano, seguro, pero no podía precisar más. Tenía la cara llena de cortes y desfigurada, y el esternón partido, con las costillas abiertas como una doble puerta. En vez de los pulmones, y del resto de los órganos, solo había una cavidad roja. Pero lo que se le quedó grabado, lo que le daría pesadillas durante muchos años, fueron las bermudas azul eléctrico de la víctima.

—¿Mary? —crujió la radio.

Tragó saliva sin poder responder. Acababa de fijarse en un reguero de gotas de sangre que iba hacia la entrada de una de las habitaciones pequeñas adyacentes a la cámara sepulcral. La entrada estaba oscura. No se veía nada.

—¿Mary? ¿Me oyes?

Levantó despacio la radio hasta sus labios, volvió a tragar saliva y recuperó la voz.

—Te oigo.

—¿Qué pasa?

Mary Johnson se apartó despacio del sarcófago con la mirada fija en el oscuro y pequeño rectángulo del fondo. No tenía por qué ir. Ya había visto bastante. Siguió retrocediendo. Justo después de hacer girar con precaución su voluminoso cuerpo, cuando ya se acercaba a la salida de la cámara, le ocurrió algo raro en las piernas.

—¡Mary! ¡Ahora mismo bajan los de seguridad! ¡Mary!

Dio otro paso, se tambaleó y sintió que caía, como si la empujara una fuerza irresistible. Rodó hasta quedarse sentada. Después fue inclinando la espalda como a cámara lenta y se quedó apoyada en el dintel de la puerta.

Así fue como la encontraron ocho minutos más tarde, totalmente despierta y mirando fijamente el techo con lágrimas en las mejillas.

Veintidós

La capitana de Homicidios, Laura Hayward, llegó cuando prácticamente ya estaba analizado el escenario del crimen. Lo prefería así. Ella, que había subido paso a paso por el escalafón de Homicidios, sabía que a la policía científica no le hacía ninguna falta el aliento de una capitana en la nuca para hacer bien su trabajo.

En la entrada de la galería egipcia, donde habían puesto el cordón, se encontró a un grupo de policías y empleados de seguridad del museo que intercambiaban fúnebres susurros. Al ver al jefe de seguridad, Jack Manetti, le hizo una señal con la cabeza para que la acompañara. Tras cruzar el umbral de la tumba se paró a evaluar la situación; el aire olía a cerrado y a polvo.

—Señor Manetti, ¿quién ha entrado durante la noche? —preguntó.

—Tengo una lista de trabajadores y subcontratados con autorización. Son bastantes, pero parece que los únicos que no se han identificado a la salida han sido dos técnicos, la víctima y el hombre que sigue desaparecido, Jay Lipper.

Hayward asintió con la cabeza y empezó a caminar por la tumba memorizando la secuencia de salas, escaleras y pasadizos para construir una imagen mental en tres dimensiones. Al cabo de unos minutos llegó a una gran sala con pilares. Se fijó rápidamente en todo: las mesas llenas de material informático, las cajas de pizzas, los cables que salían en todas las direcciones... Todo estaba lleno de etiquetas de la policía científica.

Vio que se acercaba un sargento unos diez años mayor que ella, un tal Eddie Visconti, si mal no recordaba. Parecía eficiente. Su mirada era despierta, iba bien vestido y era respetuoso pero sin exagerar. Hayward era consciente de que en el cuerpo había personas reacias a responder ante una mujer más joven que ellos, y el doble de experimentada, pero Visconti parecía haberlo asimilado.

—¿Ha llegado el primero, sargento?

—Sí, capitana, yo y mi compañero.

—Hágame un resumen rápido.

—Dos informáticos se han quedado a trabajar hasta muy tarde, Jay Lipper y Theodore DeMeo. Llevaban toda la semana saliendo a altas horas de la noche por la presión de inaugurar la exposición a tiempo.

Hayward se giró hacia Manetti.

—¿O sea?

—Dentro de ocho días.

—Siga.

—Hacia las dos DeMeo ha ido a buscar unas pizzas y Lipper se ha quedado. Hemos preguntado en la pizzería...

—No me cuente cómo ha averiguado lo que sabe, sargento. Cíñase a la reconstrucción, por favor.

—Sí, capitana. DeMeo ha vuelto con pizzas y bebidas. No sabemos si Lipper ya se había ido o si ha sido atacado en el ínterin. Lo que sabemos es que no han tenido tiempo de consumir la comida.

Hayward asintió con la cabeza.

—DeMeo ha dejado las pizzas y las bebidas en aquella mesa y ha entrado en la cámara sepulcral. Parece que el asesino ya estaba dentro y lo ha sorprendido.

Siguió al sargento hacia la cámara sepulcral.

—¿Arma? —preguntó.

—De momento no se sabe. En todo caso no estaba afilada. Los cortes y laceraciones son muy irregulares.

Penetraron en la cámara. Hayward reparó en la gran cantidad de sangre encharcada, en la mancha del sarcófago de piedra, en el rastro de sangre que conducía a otra habitación y en las etiquetas intensamente amarillas que lo llenaban todo como hojas secas en otoño. Un recorrido visual por la sala le permitió constatar la localización de cada mancha de sangre y calibrar la forma y el tamaño de las gotas.

—La dirección de las salpicaduras indica que el asesino se ha acercado a la víctima por la izquierda con el arma en alto, y que el recorrido descendente del arma ha seccionado de manera parcial el cuello y la yugular. La víctima ha caído al suelo, pero el culpable ha seguido clavándole el arma con ensañamiento. Se han encontrado más de cien cortes en el cuello, la cabeza, los hombros, el abdomen, las piernas y las nalgas de la víctima.

—¿Algún indicio de móvil sexual?

—No había semen ni otros fluidos corporales. Los órganos sexuales estaban intactos y el frotis anal ha dado negativo.

—Siga.

—Parece que el culpable ha destrozado el esternón de la víctima con una mezcla de cortes y golpes con el arma, y que a continuación ha sacado algunos órganos para llevarlos a la Sala de Canopes y echarlos en un par de vasijas muy grandes.

—¿Qué dice? ¿Que se los ha sacado?

—Las visceras no estaban cortadas, sino arrancadas.

Hayward se asomó a la habitación contigua. Un técnico fotografiaba a gatas las manchas del suelo con una macro. También había una hilera de recipientes para sustancias húmedas apoyados en una pared, en espera de que se los llevaran.

Lo miró todo intentando imaginar el ataque. Ya sabía que se enfrentaban con un asesino desorganizado, un perturbado con muchas probabilidades de padecer una sociopatía.

—Después de extraer los órganos —siguió explicando el sargento Visconti— el culpable ha vuelto a buscar el cadáver lo ha arrastrado hasta el sarcófago y lo ha depositado en su interior. Luego ha debido de salir por la puerta principal de la tumba.

—Debía de tener todo el cuerpo manchado de sangre.

—Sí. De hecho hemos seguido su pista con un perro y hemos llegado hasta la cuarta planta.

Hayward levantó bruscamente la cabeza. Era un dato que desconocía.

—¿Sin salir del museo?

—Sí.

—¿Está seguro?

—Bueno, no podemos estar totalmente seguros, pero hemos encontrado otra cosa en la cuarta planta, un zapato del técnico desaparecido, Lipper.

—¿En serio? ¿Creen que el asesino lo tiene prisionero?

Visconti hizo una mueca.

—Podría ser.

—¿Y si ha arrastrado su cadáver?

—Lipper no era gran cosa, un metro setenta y unos sesenta kilos. Es otra posibilidad.

Hayward titubeó, pensando fugazmente en el suplicio que podía estar viviendo Lipper, a menos que ya lo hubiera vivido. Se giró hacia Manetti.

—Quiero que precinten el museo —dijo.

El jefe de seguridad sudaba.

—Faltan diez minutos para abrir. Esto tiene doscientos mil metros cuadrados de superficie de exposición, dos mil empleados... Supongo que no lo dice en serio.

Hayward respondió sin alterarse.

—Si tan difícil es puedo llamar al jefe de policía, Rocker; así hablará por teléfono con el alcalde y la decisión podrá seguir las vías oficiales, con el correspondiente revuelo.

—No hace falta, capitana. Ahora mismo doy la orden de precintar el museo. Temporalmente.

Hayward miró a su alrededor.

—Ahora encargaremos un perfil de asesinos.

—Ya está hecho —dijo el sargento.

Hayward lo miró con interés.

—Nunca habíamos trabajado juntos, ¿verdad?

—No, capitana.

—Es un placer.

—Gracias.

Dio media vuelta y salió rápidamente de la sala y de la tumba, seguida por los demás. Tras recorrer la galería egipcia en toda su extensión se acercó al grupo del otro lado del cordón policial, a la vez que hacía señas al sargento Visconti.

—¿Aún están aquí los perros?

—Sí.

—Quiero que se registre el edificio desde el primer piso hasta el último, y que participe todo el personal disponible, tanto si es de la policía como de la seguridad del museo. Prioridad número uno: encontrar a Lipper. Suponiendo que esté vivo y secuestrado. Segunda prioridad: coger al asesino. Los quiero a ambos antes de que acabe el día. ¿Está claro?

—Sí, capitana.

Hayward hizo una pausa, como si se hubiera acordado de algo.

—¿Quién es el responsable de la tumba?

—Una conservadora, Nora Kelly —contestó Manetti.

—Avísenla por megafonía, por favor.

De repente vio que pasaba algo en el grupo de vigilantes y policías. Se oían súplicas y gritos de angustia. Un hombre delgado y caído de hombros, con uniforme de conductor de autobús, escapó de dos policías y corrió en línea recta hacia Hayward con una mueca de dolor.

—¡Oiga, usted! —exclamó—. ¡Ayúdeme! ¡Encuentre a mi hijo!

—¿Quién es usted?

—Larry Lipper. Soy Larry Lipper. Mi hijo es Jay Lipper. Ha desaparecido y hay un asesino suelto. ¡Quiero que lo encuentren! —El hombre rompió a llorar—. ¡Encuéntrenlo!

La intensidad de su dolor hizo que los dos policías se inhibieran de salir en su persecución.

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