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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (18 page)

Hayward le cogió la mano.

—Es lo que pretendemos hacer, señor Lipper.

—¡Encuéntrenlo! ¡Encuéntrenlo!

Hayward miró a su alrededor hasta reconocer a una agente.

—¡Sargento Casimirovic!

La agente se acercó.

Hayward señaló al padre de Lipper con la barbilla y articuló en silencio:

—Ayúdeme.

La agente se llevó a Larry Lipper, pasándole un brazo por los hombros.

—Venga conmigo. Buscaremos un lugar tranquilo donde pueda sentarse a esperar.

Gritando, pero sin resistirse, el hombre se dejó llevar por la sargento Casimirovic.

Manetti había vuelto. Estaba al lado de Hayward con la radio en la mano.

—Tengo a Kelly.

La capitana cogió la radio y le dio las gracias con la cabeza.

—¿Doctora Kelly? Soy la capitana Hayward, de la policía de Nueva York.

—¿En qué puedo ayudarla? —contestó una voz.

—La Sala de Canopes de la tumba de Senef. ¿Qué función tiene?

—Era donde se almacenaban los órganos momificados del faraón.

—Explíquemelo un poco, por favor.

—Una de las partes del proceso de momificación es la extracción de los órganos internos del faraón para momificarlos por separado y guardarlos en canopes.

—¿Ha dicho los órganos internos?

—Exacto.

—Gracias.

Hayward devolvió la radio a Manetti. Lo hizo despacio, pensativa.

Veintitrés

Wilson Bulke miró el pasillo situado justo debajo del tejado del pabellón 12. Una luz sucia, amarronada, pugnaba por filtrarse a través de los cristales y la tela metálica de las claraboyas, revestidas con al menos un siglo de hollín de Nueva York. A cada lado, donde casi se juntaban el techo y el suelo, se acumulaban los conductos de aire y las cañerías. Ni a la izquierda ni a la derecha de aquel largo espacio quedaba un solo centímetro que no estuviera ocupado por colecciones antiguas, tarros con animales que flotaban en formol, montones descompuestos de revistas amarillentas y modelos en yeso de animales que dejaban un estrecho pasadizo en el centro. Era un espacio tan irregular e ilógico que a simple vista ya se apreciaban media docena de cambios de altura en el techo y el suelo, o de inclinación. Parecía la casa de la risa de un parque de atracciones, con la diferencia de que no tenía ninguna gracia.

—Tengo las piernas destrozadas —dijo Bulke—. Cinco minutos de descanso.

Se sentó en una caja vieja, poniendo a prueba la resistencia de la madera, que crujió bajo el exceso de tejido adiposo de sus muslos.

Su compañero, Morris, se sentó ágilmente al lado.

—Esto es una estupidez —dijo Bulke—. Casi es de noche y aún estamos trabajando. Aquí arriba no hay nadie.

Morris, para quien nunca tenía sentido llevar la contraria a los demás, asintió con la cabeza.

—Pásame otro traguito de Jim Beam.

Sacó la petaca del bolsillo para pasársela a Bulke, que bebió y se la devolvió, secándose la boca con el dorso de la mano. Morris también bebió, pero poco y con delicadeza. Luego volvió a guardarla.

—Ni siquiera tendríamos que trabajar —dijo Bulke—. Se supone que es nuestro día libre. Tenemos derecho a descansar un poco.

—Sí, yo también lo veo así —dijo Morris.

—Ha sido buena idea traerte la petaca.

—Siempre la llevo encima.

Bulke miró su reloj. Las cinco menos veinte. La luz que se filtraba por las claraboyas empezaba a apagarse, y la oscuridad, a acumularse en los rincones. Pronto sería de noche, lo cual, teniendo en cuenta que esa parte del desván estaba en obras y habían cortado el suministro eléctrico, significaba usar linternas, lo que entorpecía aún más la búsqueda.

Bulke sintió el calor del whisky en las entrañas. Suspiró profundamente con los codos apoyados en las rodillas y miró a su alrededor.

—¿Has visto cuánta porquería? —Señaló unas estanterías metálicas bajas que contenían infinidad de tarros de cristal con medusas—. ¿De verdad las estudian?

Morris se encogió de hombros.

Bulke extendió el brazo y cogió un tarro para verlo de cerca. El líquido ambarino bañaba una especie de masa blanquecina rodeada de fofos tentáculos. Sacudió el tarro con fuerza. Cuando se calmó la turbulencia, la medusa era un simple remolino de trozos.

—Se ha deshecho. —Enseñó el tarro a Morris—. ¡Espero que no fuera importante!

Lo dejó en la estantería, carcajeándose con los ojos en blanco.

—En China se las comen —dijo Morris.

Como vigilante de tercera generación, creía saber bastante más sobre el museo que sus compañeros.

—¿El qué? ¿Las medusas?

Asintió sabiamente.

—¡Estos chinos se lo comen todo!

—Dicen que son crujientes.

Morris aspiró por la nariz y se sonó.

—¡Qué asco! —Bulke miró a su alrededor—. Esto es una estupidez —repitió—. Aquí arriba no hay nada.

—Lo que no entiendo —dijo Morris— es que reabran la tumba. Ya te conté que mi abuelo siempre decía que en los años treinta pasó algo.

—Sí, últimamente se lo cuentas hasta a las paredes.

—Algo malo de verdad.

—Ya me lo contarás otro día.

Bulke volvió a mirar su reloj. Si estuvieran convencidos de que arriba había algo habrían mandado a la policía, no a dos vigilantes desarmados.

—Tú no crees que el asesino haya arrastrado el cadáver hasta aquí arriba, ¿verdad? —preguntó Morris.

—¡Qué va, hombre! ¿Para qué?

—Pero los perros...

—¿Cómo quieres que huelan algo aquí arriba? ¡Con este hedor! Además, el rastro lo han perdido más abajo, en la cuarta planta.

—Supongo que tienes razón.

—Pues claro. Si de mí depende ya hemos acabado.

Bulke se levantó y se sacudió el polvo del culo.

—¿Y el resto de los desvanes?

—Ya hemos estado en todos. ¿No te acuerdas?

Bulke guiñó un ojo.

—Ah... ¡Ah, sí, es verdad!

—Más adelante no hay salida. En cambio si retrocedemos hay una escalera. Venga, vámonos abajo.

Bulke se giró y empezó a arrastrar los pies por donde habían venido. El pasillo del desván subía y bajaba de manera errática y estaba tan abarrotado que en algunos lugares había que pasar de lado. El museo estaba formado por varias decenas de edificios conectados entre sí, y en algunas de las transiciones la altura del suelo era tan dispar que habían tenido que poner escaleras metálicas. Cruzaron un espacio lleno de ídolos de madera que hacían muecas. La etiqueta decía: «pilares funerarios nutka». Los dos siguientes contenían moldes de yeso, en un caso de brazos y piernas y en el otro de caras.

Bulke se paró a respirar. Ya anochecía. Los moldes de caras ocupaban toda la pared, caras blancas con los ojos cerrados y un nombre en cada una de ellas. Por lo visto, todas eran de indios: «Cazador de antílopes», «Uña pequeña», «Dos nubes», «Escarcha en la hierba»...

—¿Tú crees que son máscaras mortuorias? —preguntó Morris.

—¿Máscaras mortuorias? ¿Eso qué es?

—Sí, hombre, cuando te mueres y te sacan un molde de la cara...

—Ni idea. ¿Te apetece otro traguito de Jim Beam?

Morris sacó la petaca sin hacerse de rogar. Bulke bebió y se la devolvió.

—¿Qué es eso? —preguntó Morris, señalando con la petaca.

Bulke se giró. En el rincón había una cartera abierta con las tarjetas de crédito medio salidas. Se acercó a recogerla.

—¡Coño! ¡Aquí hay como mínimo doscientos dólares! ¿Qué hacemos?

—Ver de quién es.

—¿Qué más da? De algún conservador.

Bulke hurgó en la cartera y sacó un carnet de conducir.

—Jay Mark Lipper. —Miró a Morris—. Mierda. Es el desaparecido.

Notó algo raro, pegajoso, y se miró la mano. La tenía manchada de sangre.

Tiró la cartera y de una patada la mandó otra vez al rincón. De repente sintió náuseas.

—Joder... —dijo con una voz aguda y forzada—. Joder...

—¿Crees que la ha tirado el asesino? —preguntó Morris.

El corazón de Bulke latía desbocado. Miró a su alrededor. Todo estaba tan lleno de rincones oscuros, de muecas de muertos en las estanterías...

—Tenemos que llamar a Manetti —dijo Morris.

—Espera... Espera un poco. —Bulke hizo el esfuerzo de pensar, venciendo una bruma de sorpresa y miedo—. ¿Por qué no la hemos visto al venir?

—Igual no estaba.

—O sea, que ahí delante está el asesino.

Morris vaciló.

—No se me había ocurrido.

Bulke sentía su pulso en las sienes.

—Si está ahí delante estamos atrapados. No hay ninguna otra salida.

Morris no dijo nada. Con tan poca luz su cara se veía amarilla. Sacó la radio.

—Morris llamando a Central, Morris llamando a Central. ¿Me oís?

Un siseo continuo de estática.

Bulke probó con la suya, pero el resultado fue el mismo.

—¡Cuántos lugares sin cobertura tiene este museo! Con la de pasta que se gastaron en seguridad podrían haber puesto otro par de repetidores...

—Cambiemos de sala; quizá en otra haya cobertura.

Morris se puso en cabeza.

—¡Por ahí no! —dijo Bulke—. ¡Lo tenemos delante! ¿No te acuerdas?

—No lo sabemos. Puede que al venir no nos hayamos fijado en la cartera.

Bulke miró su mano ensangrentada, mientras las náuseas se adueñaban de su estómago.

—Aquí no podemos quedarnos —dijo Morris.

Bulke asintió.

—Bueno, de acuerdo, pero despacio.

En los desvanes casi era de noche. Bulke sacó su linterna de la funda y la encendió. Cruzaron la puerta del siguiente desván, que Bulke iluminó con su linterna. Estaba lleno de cabezas alargadas talladas en piedra volcánica negra; eran tan numerosas que casi no dejaban espacio para pasar por el centro.

—Prueba tu radio —dijo Bulke en voz baja.

Seguía sin oírse nada.

El pasillo dibujaba un ángulo recto y desembocaba en un tupido laberinto de cubículos con estanterías metálicas oxidadas y cajas de cartón rebosantes de cajitas de cristal. Bulke las iluminó. Cada caja contenía un enorme escarabajo negro.

Al llegar al fondo del tercer cubículo oyeron un ruido, como si se hubiera caído algo delante, en la oscuridad. El impacto dejó un eco de cristales rotos.

Bulke dio un respingo.

—¡Mierda! ¿Qué ha sido eso?

—No lo sé.

La voz de Morris era tensa, temblorosa.

—Lo tenemos delante.

Esperaron. Se oyó otro impacto.

—¡Madre mía! Parece que haya alguien destrozándolo todo.

Más ruido de cristales, seguido por un grito inarticulado y bestial.

Bulke retrocedió buscando a tientas la radio.

—¡Bulke llamando a Central! ¿Me oís?

—Aquí Seguridad Central, afirmativo.

¡Crac! Otro chillido gutural.

—¡Tíos, aquí arriba hay un loco! ¡Estamos atrapados!

—¿Localización, Bulke? —dijo con calma la voz.

—¡Desván del pabellón 12! Sección 5 o 6. ¡Hay alguien destrozándolo todo! También hemos encontrado la cartera del desaparecido, Lipper. ¿Qué hacemos?

La respuesta se perdió tras un ruido de estática.

—¡No te oigo!

—... atrás... no os enfren... tras...

—¿Cómo que atrás? ¿No te he dicho que estamos atrapados?

—... no os acere...

Otro impacto ensordecedor, más cercano. Un hedor de alcohol y especímenes muertos llenó la oscuridad. Bulke retrocedió pegando gritos por su radio.

—¡Mandad a la policía! ¡Que suban las fuerzas especiales! ¡Estamos atrapados!

Más estática.

—¡Morris, prueba con la tuya!

Como Morris no contestaba, Bulke se giró. La radio estaba en el suelo. Morris corría como un loco en dirección contraria al ruido, perdiéndose en la oscuridad de los recodos del pasillo.

—¡Morris! ¡Espera!

Bulke intentó guardarse la radio, pero se le cayó. Salió detrás de Morris jadeando, en un esfuerzo desesperado por vencer la inercia de su cuerpo mastodóntico moviendo alternativa y lentamente sus enormes muslos. Oyó que aquella cosa se acercaba, con su rastro de gritos, golpes y destrozos.

—¡Espera! ¡¡Morris!!

A sus espaldas, una estantería llena de tarros de especímenes chocó con el suelo. Bruscamente lo asaltó un olor insoportable a alcohol y pescado podrido.

—¡No!

Bulke se bamboleaba con la misma agilidad que una morsa, gimiendo de miedo y de cansancio, mientras cada nuevo paso hacía temblar sus brazos carnosos y su pecho.

Otro aullido animal, tan inhumano que ponía los pelos de punta, desgarró la oscuridad. Al girarse hacia él, lo único que vio Bulke fueron destellos de metal y un movimiento borroso.

—¡Noooo!

Tropezó y cayó. La luz de la linterna, que al chocar con el suelo se alejó rodando, rebotó en las filas de tarros hasta detenerse al pie de uno que contenía un pez panza arriba con la boca abierta. Bulke intentó levantarse clavando los dedos en el suelo, pero la cosa se le echó encima sin dejar de gritar, veloz como un murciélago. Mientras Bulke daba débiles manotazos, oyó un ruido de tela rota y sintió el brusco pinchazo de algo que cortaba su carne.

—¡Noooooooo...!

Veinticuatro

Nora esperaba sentada en una cámara abierta del Área de Seguridad, frente a una mesita forrada de paño. Le sorprendía lo fácil que había sido el acceso. La ayuda de Menzies con el papeleo había sido decisiva. A decir verdad los conservadores a quienes se permitía acceder a la reserva sin tener que superar toda clase de trabas burocráticas eran una minoría, incluso en el más alto nivel. El Área de Seguridad no solo se usaba para almacenar las colecciones más valiosas y polémicas, sino para guardar algunos de los documentos más delicados del museo. El hecho de que Nora hubiese obtenido tan deprisa la autorización era una prueba de la importancia que acordaba el museo a la tumba de Senef.

¡Y a las cinco, sin que se hubiera desactivado el estado de alerta máxima!

La encargada salió de la penumbra del archivo y le puso delante una carpeta amarilla.

—Aquí está.

—Perfecto.

—Firme aquí.

—Estoy esperando a un colega, el doctor Wicherly —dijo Nora tras rubricar el formulario y devolvérselo a la archivera.

—Ya tengo preparados los papeles.

—Gracias.

La archivera asintió con la cabeza.

—Ahora la dejaré encerrada.

Cerró la puerta con llave. Nora contempló en silencio la fina carpeta con un hormigueo de curiosidad. Solo ponía «Tumba de Senef: correspondencia y documentos, 1933-1935».

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