El libro de los muertos (40 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

—Muy bien.

En ese momento se levantó un hombre que parecía inquieto; llevaba un uniforme de enfermero.

—Señor, me llamo Kidder y soy el responsable de la enfermería del edificio B.

Imhof lo miró.

—Dígame.

—Por lo visto ha habido alguna confusión. Al principio del intento de fuga el equipo de urgencias ha traído a un celador herido que decía ser Sidesky; llevaba su insignia y su identificación en el uniforme. Ese hombre ha desaparecido.

—La explicación es muy sencilla —dijo Rollo—. A Sidesky lo hemos encontrado sin uniforme ni insignia. Evidentemente, debe de haberse ido de la enfermería antes de que uno de los presos lo haya dejado inconsciente y le haya quitado la ropa.

—Me parece lógico —dijo Imhof. Titubeó—. Aunque el caso es que todos los fugitivos iban vestidos de presos en el momento de su captura. No había ninguno uniformado.

Rollo se acarició la papada.

—Lo más probable es que el preso que le ha quitado la ropa a Sidesky no haya tenido tiempo de ponerse el uniforme.

—Sí, será eso —dijo Imhof—. Por favor, señor Rollo, haga constar la pérdida de los siguientes efectos: un uniforme, una insignia y una identificación pertenecientes a Sidesky. Sospecho que aparecerán en la basura, o en algún rincón oscuro. No podemos permitir que caigan en manos de alguno de los presos.

—Sí, señor.

—Misterio resuelto. Siga, señor Rollo.

—Perdone que lo interrumpa —dijo Kidder—, pero no estoy seguro de que se haya resuelto el misterio. El hombre que decía que era Sidesky se ha quedado en la enfermería esperando al radiólogo mientras yo me ocupaba de algunos de los fugitivos. Tenía varias costillas rotas, contusiones, una laceración facial, un...

—No necesitamos el diagnóstico completo, Kidder.

—Sí, señor. El caso es que no estaba en condiciones de irse, y cuando he vuelto me he encontrado con que Sidesky, bueno, el hombre que decía que era Sidesky, había desaparecido. En la cama estaba el cadáver del preso Carlos Lacarra.

—¿Lacarra?

Imhof frunció el entrecejo. Era la primera noticia que tenía al respecto.

—Efectivamente. Alguien ha llevado su cadáver a la cama de Sidesky

—¿Algún bromista?

—No lo sé, señor. He llegado a pensar que podría estar relacionado de algún modo con el intento de evasión.

Se quedaron todos callados.

—En tal caso —acabó diciendo Imhof— se trataría de un plan más elaborado de lo que habíamos supuesto. De todos modos, lo importante es lo siguiente: que hemos vuelto a capturar a todos los fugitivos y que todos los presos responden al recuento. En los próximos días los interrogaremos para averiguar exactamente qué ha pasado.

—Hay otra cosa que no cuadra —añadió Kidder—. Durante la evasión ha llegado un furgón del depósito de cadáveres para llevarse el cadáver de Lacarra, y ha tenido que esperar al otro lado de la verja hasta que se ha desactivado el Código Rojo.

—¿Y qué?

—Pues que cuando se ha desactivado el código ha entrado la ambulancia y se ha llevado el cadáver. El médico jefe ha presenciado la operación y ha firmado los papeles.

—No veo el problema.

—El problema, señor, es que un cuarto de hora más tarde he encontrado el cadáver de Lacarra en la cama de Sidesky.

Imhof arqueó las cejas.

—O sea, que con todo el jaleo se han equivocado de cadáver. Es comprensible. No se preocupe demasiado, Kidder. Llame al hospital y soluciónelo.

—Ya lo he hecho, señor, pero al hablar con ellos por teléfono me han dicho que el aviso de recogida de esta mañana ha sido anulado justo después de recibirlo. Aseguran que ni siquiera han enviado el furgón.

Imhof soltó un bufido.

—En ese hospital siempre la cagan. Tienen una docena de administradores que van cada uno por su lado y no se aclaran. Llame mañana por la mañana para decirles que les mandamos el cadáver que no era, y que valdría la pena que lo comprobasen.

Hizo un gesto de disgusto con la cabeza.

—Es que ese es el problema, señor, que en Herkmoor no había ningún otro cadáver. No entiendo cuál ha podido ir al hospital.

—¿Dice que los papeles los ha firmado el médico jefe?

—Sí. Ya ha terminado su turno y se ha ido a casa.

—Mañana le tomaremos declaración. Seguro que por la mañana aclararemos este lío. En todo caso es tangencial al intento de fuga. Sigamos con los partes.

Kidder se quedó callado, con cara de preocupación.

—Bien. La siguiente pregunta es por qué en el momento de la evasión no había nadie supervisando el patio. Según mis horarios, más o menos a la hora de la fuga en el patio 4 estaban Fecteau y Doyle. Fecteau, por favor, ¿puede explicar su ausencia?

En una punta de la mesa carraspeó un celador muy nervioso.

—Sí, señor. Al agente Doyle y a mí nos tocaba patio...

—¿Los nueve presos fueron acompañados puntualmente al patio?

—Sí, señor. Salieron a las dos en punto.

—¿Ustedes dónde estaban?

—Donde teníamos que estar, en nuestros puestos del patio.

—Entonces, ¿qué ha pasado?

—Pues que unos cinco minutos después nos ha llamado el agente especial Coffey.

—¿Que les ha llamado Coffey?

Imhof se había quedado atónito. Era algo totalmente fuera de lugar. Miró a su alrededor. Coffey seguía sin aparecer.

—Explíquenos la llamada, Fecteau.

—Ha dicho que nos necesitaba enseguida. Nosotros le hemos respondido que nos tocaba patio, pero ha insistido.

Imhof sintió crecer su enfado. Coffey no le había comentado nada.

—Por favor, repítanos las palabras exactas del agente Coffey.

Fecteau vaciló y se sonrojó.

—Pues... Ha dicho algo así como «si no estáis aquí en noventa segundos os hago trasladar a Dakota del Norte». Yo he intentado explicarle que en el patio solo estábamos nosotros dos, pero me ha cortado.

—¿Los ha amenazado?

—Puede decirse que sí.

—¿O sea, que han dejado el patio sin supervisar pero no se lo han consultado ni al jefe de seguridad ni a mí?

—Lo siento, señor. He pensado que tenía su autorización.

—Pero bueno, Fecteau, ¿cómo quiere que autorice que se vayan los dos únicos celadores con turno de patio y dejen solos y a sus anchas a un grupo de presos?

—Lo siento, señor. He supuesto que era... por el preso especial.

—¿E1 preso especial? ¿Ahora con qué me viene?

—Pues... —Fecteau empezaba a hablar atropelladamente—. El preso especial tenía privilegios de ejercicio en el patio 4.

—Ya, pero no ha estado en el patio 4. Se ha quedado en su celda.

—Hum... No, señor, lo hemos visto en el patio 4.

Imhof respiró hondo. El lío era mayor de lo que había pensado.

—Se está confundiendo, Fecteau. El preso se ha quedado todo el día en su celda. No han llegado a acompañarlo al patio 4. Lo he verificado personalmente durante el código. Aquí tengo el registro electrónico, y según el control de tobilleras no ha salido ni una vez del bloque de aislamiento.

—Pues si no me falla la memoria, señor, el preso especial sí estaba.

Fecteau lanzó una mirada interrogante al otro celador, Doyle, que compartía su desconcierto.

—¿Doyle? —preguntó severamente Imhof.

—Sí, señor.

—Menos «sí, señor» y más decirme si hoy ha visto al preso especial en el patio 4.

—Sí, señor. Quiero decir... Me acuerdo de haberlo visto, señor.

Un largo silencio. La mirada de Imhof pivotó hacia Rollo, pero el director de seguridad ya estaba murmurando algo por la radio. Tardó muy poco tiempo en dejarla en la mesa y levantar la vista.

—Según el monitor electrónico, el preso especial sigue en su celda. No ha salido en todo el día.

—Será mejor mandar a alguien para que lo compruebe, por si acaso.

Imhof estaba furibundo con Coffey. ¿Se podía saber dónde estaba? Todo era culpa suya.

De repente se abrió la puerta, y allí estaban: el agente especial Coffey con Rabiner detrás.

—Ya era hora —dijo Imhof, muy serio.

—Ni que lo diga —contestó Coffey, entrando muy alterado en la sala—. Había dejado órdenes muy claras de que sacaran al preso especial al patio 4, y ahora me entero de que no lo han hecho. Cuando doy una orden, Imhof, quiero que se...

Imhof se levantó. Ya estaba harto de aquel imbécil. No pensaba dejarse pisotear, y menos en presencia de sus subordinados.

—Agente Coffey —dijo gélidamente—, supongo que ya sabe que hoy hemos sufrido un grave intento de fuga.

—Eso a mi no me...

—Estamos en plena sesión informativa sobre la fuga, y usted nos está interrumpiendo. Si hace el favor de sentarse y esperar su turno para hablar, proseguiremos.

Coffey se quedó de pie, mirándolo más furioso que antes.

—No me gusta que me hablen en ese tono.

—Se lo pido por segunda vez, agente Coffey: siéntese y deje que siga la sesión. Si insiste en hablar sin que le toque lo mandaré expulsar de la sala.

Se hizo un silencio tenso. La cara de Coffey se giró hacia Rabiner, crispada de rabia.

—¿Sabes? Creo que ya no hace falta que nos quedemos en la reunión. —Volvió a encararse con Imhof—. Tendrá noticias mías.

—Sí hace falta, y mucha. Aquí hay dos celadores que dicen haber recibido órdenes suyas, así como amenazas en caso de que no obedeciesen, a pesar de que su autoridad aquí en Herkmoor es nula. El resultado es que un grupo de presos se han quedado sin vigilancia y han intentado evadirse. El responsable del intento de fuga es usted. Lo digo para que conste en acta.

Otro silencio eléctrico. Coffey miró a su alrededor con una expresión que fue volviéndose menos imperiosa a medida que se daba cuenta de la gravedad de la acusación. Sus ojos se detuvieron en la grabadora del centro de la mesa y los micrófonos que había delante de cada silla.

Se sentó rígidamente y tragó saliva.

—Estoy seguro de que podremos resolver este... malentendido, señor Imhof. No hay necesidad de formular acusaciones precipitadas.

En el silencio subsiguiente sonó la radio de Rollo. Era el parte del control de la celda del preso especial. Mientras Imhof lo observaba, el director de seguridad se acercó la radio a la oreja y palideció gradualmente durante la escucha, hasta quedar de un blanco mortecino.

Cincuenta y dos

Glinn miró al agente especial Pendergast. Estaba tumbado en el diván de cuero de color burdeos, sin moverse, con los brazos en el pecho y los tobillos cruzados. Llevaba casi veinte minutos en la misma postura. Si a ello se le sumaba la anómala palidez de su piel, y lo demacrado de sus facciones, guardaba un notable parecido con un cadáver. Las únicas señales de vida eran las gotas de sudor que habían aparecido en su frente, así como un leve temblor en sus manos.

De pronto su cuerpo sufrió una sacudida, tras la que recobró la inmovilidad. Los ojos se abrieron lentamente. Estaban muy rojos, con las pupilas reducidas a unos simples puntitos en los iris plateados.

Glinn se acercó en su silla de ruedas y se inclinó hacia el agente. Había ocurrido algo. El viaje por la memoria había terminado.

—Quédese. Solo usted —dijo Pendergast, ronco—. Haga salir al teniente D’Agosta y al doctor Krasner.

Glinn cerró suavemente la puerta y echó el cerrojo.

—Ya está.

—Lo que ahora ocurra... debe desarrollarse como un interrogatorio. Usted me hará preguntas y yo responderé. Es la única forma. No... —El susurro se apagó en una larga pausa—. No puedo hablar de lo que acabo de presenciar. Al menos voluntariamente.

—Entiendo.

Pendergast se quedó callado. Fue Glinn quien volvió a hablar al cabo de un momento.

—Tiene algo que contarme.

—Sí.

—Sobre su hermano, Diógenes.

—Sí.

—El Acontecimiento.

Una pausa.

—Sí.

Glinn miró el techo, donde había una cámara minúscula y un micrófono escondidos, y metió una mano en el bolsillo para desactivarlos mediante la pulsación de un pequeño mando a distancia. Tenía la corazonada de que lo que estaba a punto de ocurrir debía quedar restringido al ámbito común de la memoria de él y Pendergast.

Hizo avanzar un poco la silla de ruedas.

—Usted estaba presente.

—Sí.

—Usted y su hermano Diógenes. Nadie más.

—Nadie más.

—¿En qué fecha fue?

Otra pausa.

—La fecha no es importante.

—Déjeme que lo decida yo.

—Era primavera. Fuera ya habían florecido las buganvillas. Es lo único que sé.

—¿Usted cuántos años tenía?

—Nueve.

—Entonces su hermano tenía siete. ¿Me equivoco?

—No.

—¿Localización?

—La Maison de la Rochenoire, la vieja casa de mi familia, en la calle Dauphine de Nueva Orleans.

—¿Qué hacían?

—Explorar.

—Siga.

Pendergast no dijo nada. Glinn recordó sus palabras: «Usted me hará preguntas y yo responderé».

Carraspeó suavemente.

—¿Exploraban la casa a menudo?

—Era una gran mansión. Tenía muchos secretos.

—¿Cuánto tiempo llevaba en poder de la familia?

—Fue construida como monasterio, pero la compró un antepasado mío en la década de 1750.

—¿De qué antepasado se trata?

—De Augustos Robespierre Pendergast. Tardó varias décadas en reformarla.

Naturalmente, Glinn ya lo sabía casi todo, pero le había parecido mejor que Pendergast pudiera explayarse con preguntas fáciles antes de ir más lejos. Había llegado el momento de profundizar.

—¿Ese día en concreto qué exploraban? —preguntó.

—Los sótanos.

—¿Formaban parte de los secretos?

—Mis padres no sabían que habíamos encontrado la manera de entrar.

—Descubrieron una.

—Diógenes.

—Y se la contó a usted.

—No. Lo... lo seguí un día.

—Que fue cuando él se lo contó.

Una pausa.

—Se lo sonsaqué a la fuerza.

La capa de sudor de la frente de Pendergast se había hecho más gruesa. Glinn no insistió.

—Descríbame los sótanos.

—Se entraba por una falsa pared del sótano.

—¿Al otro lado había una escalera?

—Sí.

—¿Hacia dónde bajaba esa escalera?

Otra pausa.

—A una necrópolis.

Glinn esperó, para dominar su sorpresa.

—¿Y esa necrópolis es lo que estaban explorando?

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