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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (44 page)

"Por eso lo primero que hacían estos últimos era destruir todo el ajuar de la tumba, a fin de suprimir sus poderes mágicos."

Cuando los saqueadores se recuperaron de la impresión, empezaron a coger objetos y a tirarlos por el suelo. Su inicial timidez derivó en una orgía de destrucción de muebles, vasijas, armaduras y estatuas arrojadas contra las paredes, el suelo de piedra o los pilares cuadrados. Por todas partes volaban, resbalaban o saltaban imágenes inmateriales de gemas, oro y trozos de alabastro. Los saqueadores intercalaban gritos y maldiciones en su actividad. Algunos gateaban por el suelo, removiendo los destrozos y guardando los objetos de valor en sacos.

También esta escena destacaba por su realismo.

"Se destruía todo. Si se sacaba de la tumba algún objeto de valor, era a trozos, para desmenuzarlo aún más. Los metales se fundían para hacer lingotes, y las joyas e incrustaciones de lapislázuli, turquesa y jaspe se sacaban de sus engarces para volver a cortarlas. A continuación este tesoro se exportaba rápidamente fuera de Egipto, a otro lugar donde los objetos perdieran cualquier residuo del poder del divino faraón."

"Todos los objetos bellos y valiosos guardados en la tumba estaban condenados al mismo destino: la aniquilación total. Tantos años de trabajo, tantos miles de artesanos, para que en un solo día se redujese todo a escombros."

El frenesí de insultos, gritos y destrozos cada vez era mayor. Nora miró de reojo al alcalde y a su mujer. Ambos estaban boquiabiertos, asombrados, completamente absortos en la escena, como el resto del público. Nadie podía apartar la vista, ni siquiera los policías y los cámaras. Viola Maskelene sorprendió a Nora mirándola y le hizo una señal con la cabeza, a la vez que levantaba el pulgar.

Nora volvió a estremecerse. La tumba de Senef sería un éxito, un éxito sin precedentes. Y su principal conservadora —no pudo por menos que pensar— era ella. Era a ella a quien correspondía el mérito. Menzies estaba en lo cierto. Sería su consagración.

Volvió a sonar la voz en off.

"Tras destruir la Sala de los Carros y llevarse todos los tesoros de valor, los saqueadores penetraron en la parte más profunda de la tumba, la llamada Sala del Oro, o cámara sepulcral propiamente dicha. Se trataba de la parte más rica y peligrosa de la tumba, ya que era donde descansaba el propio faraón con el cuerpo momificado pero no muerto, según las creencias de la época."

Sin soltar las antorchas, sudorosas y exaltadas por la bacanal de destrucción, las figuras holográficas cruzaron el arco del fondo, que daba acceso a la cámara sepulcral. Una vez abierta la barrera, también el público cruzó la Sala de los Carros y se detuvo en la cámara sepulcral frente a otra barrera que bajó del techo. La voz en off reanudó sus explicaciones. El espectáculo se aproximaba al climax.

"La cámara sepulcral era el lugar de descanso del cuerpo momificado del faraón, que contenía el alma-Ba de este último, una de las cinco almas de los muertos."

"El robo se produjo en plena luz del día, tal como estaba planeado, ya que según las creencias egipcias el alma-Ba del faraón se ausentaba de la tumba a lo largo del día para viajar por el cielo con el sol. Llegado el crepúsculo, el alma-Ba se reunía con la momia del faraón, y ¡ay del saqueador sorprendido en la tumba tras el anochecer, cuando la momia volvía a la vida!"

"Estos saqueadores, sin embargo, han sido poco cuidadosos. Aún no existían los relojes mecánicos, y en la oscuridad de la tumba de nada servían los de sol. No disponen de ningún medio para llevar la cuenta del paso del tiempo. E ignoran que fuera de la tumba ya se está poniendo el sol..."

Los saqueadores se entregaron a otra orgía de violencia: rompieron los canopes, dispersaron los órganos momificados de Senef, abrieron cestas de grano y pan, arrojaron alimentos y animales momificados y decapitaron estatuas. Después se centraron en el gran sarcófago de piedra. Deslizaron troncos de cedro en un lado, movieron lentamente la tapa de una tonelada y la retiraron milímetro a milímetro hasta que cayó del sarcófago, partiéndose en dos trozos en el suelo. La magia de la proyección holográfica volvió a prestar un realismo excepcional a la escena.

Nora notó que le tocaban el codo. Al bajar la vista vio que era el alcalde, y que le sonreía.

—Esto es espectacular —susurró Schuyler, guiñándole el ojo—. Parece que al final se ha disipado la maldición de Senef.

Viéndolo tan calvo, y con la cara tan redonda y lustrosa, Nora no tuvo más remedio que sonreír. Estaba entusiasmado, como un niño grande. Todos lo estaban.

Ya no le cabía ninguna duda. La exposición era un enorme éxito.

Cincuenta y ocho

Los técnicos, que ahora trabajaban como desesperados, siguieron tecleando órdenes ante la mirada incrédula y horrorizada de D’Agosta.

—¿Qué ocurre? —preguntó Hayward.

Enderby se secó nerviosamente la frente.

—No lo sé. El terminal no acepta mis órdenes.

—¿Y si lo pasa al modo manual? —preguntó Hayward.

—Ya lo he intentado.

Hayward se giró hacia Manetti.

—Avise a los vigilantes de la tumba. Dígales que vamos a cerrar la exposición.

Sacó la radio, pero cuando estaba a punto de comunicarse con los policías del interior vio que Manetti palidecía.

—¿Qué pasa?

—Estoy intentando hablar con mis hombres de la tumba pero no hay cobertura. Nada de nada.

—¿Cómo es posible? ¡Si solo están a cincuenta metros!

—La tumba está protegida contra radiofrecuencias —murmuró Pendergast.

Hayward bajó la radio.

—Use el sistema de megafonía. Tiene cableado directo, ¿no?

Enderby volvió a teclear como un poseso.

—Tampoco funciona.

Hayward se quedó mirándolo.

—Corte la electricidad de las puertas. Hay un sistema de apertura manual por si falla la corriente.

Enderby pulsó algunas teclas y levantó las manos, haciendo un gesto de impotencia.

De repente Pendergast señaló uno de los monitores que transmitían imágenes de la sala.

—¿Lo han visto? Rebobine un poco, por favor.

Uno de los técnicos reprodujo las imágenes en sentido inverso.

—Aquí.

Pendergast estaba señalando una figura borrosa en un lado oscuro del plano.

—¿Puede enfocar la imagen? —pidió con urgencia—. ¿Y acercarla?

D’Agosta vio que la imagen se hacía más nítida. Todos observaron que el hombre metía una mano en el bolsillo de su frac, sacaba un antifaz negro y se lo ponía. Después se puso unos auriculares.

—Menzies —susurró Hayward.

—Diógenes —dijo Pendergast como si hablara solo, con voz glacial.

—Tenemos que pedir refuerzos —dijo Manetti—. Que venga una unidad de las fuerzas especiales y...

—¡No! —lo interrumpió Pendergast—. No tenemos tiempo. Lo retrasaría todo. Querrían montar un centro móvil de control, habría que cumplir todo tipo de normas... Tenemos diez minutos. Como mucho.

—¡Me parece imposible que no se abran las puertas! —dijo Enderby, aporreando el teclado—. Habíamos programado dos backups independientes. No tiene sentido. No hay nada que responda...

—Ni responderá —dijo Pendergast—. Las puertas seguirán cerradas hagan lo que hagan. Seguro que Menzies, es decir, Diógenes, ha saboteado los sistemas de control tanto del espectáculo como de la sala. —Se giró hacia Enderby—. ¿Puede sacar una lista de todos los procesos en marcha?

—Sí.

Enderby tecleó diversas órdenes. D’Agosta echó un vistazo a la pantalla. Se había abierto una pequeña ventana con una lista de misteriosas palabras en minúsculas como
asmcomp, rutil, syslog
o
kcron
.

—Examine todos los nombres de procesos —dijo Pendergast—, especialmente los del sistema. ¿Ve alguna anomalía?

—No.—Enderby miraba atentamente la pantalla—. Sí, este que se llama
kernel_con_fund_o
.

—¿Sabe para qué sirve?

Enderby parpadeó.

—Por el nombre debe de ser una especie de archivo de consola que accede al núcleo del sistema. El cero del final querría decir que es una versión beta.

—Si puede analice el código y averigüe aproximadamente cuál es su función. —Pendergast se giró hacia Hayward y D’Agosta—. Aunque me temo que ya sé la respuesta.

—¿Cuál es? —preguntó Hayward.

—Lo del final no es un cero, sino la letra
o:
«confundo». Seguro que se trata de una rutina de sistema incorporada por Diógenes para sabotear el espectáculo. —Señaló todo el equipo informático de la sala—. O mucho me equivoco o ahora estos dispositivos los controla Diógenes, como todo lo demás.

Enderby seguía muy atento a la pantalla.

—Parece que ahora mismo el espectáculo lo gestiona otro servidor desde el interior de la tumba. Todo lo que hay aquí, los sistemas de la sala de control, depende de él.

Pendergast se inclinó por encima del hombro del técnico.

—¿Podría desactivarlo de algún modo?

Más ruido de teclas.

—No. Ahora mis órdenes ni siquiera pasan.

—Corte todo el suministro eléctrico de la tumba —dijo Pendergast.

—Se encenderá el auxiliar.

—Pues corte el auxiliar.

—Se quedarán a oscuras.

—Hágame caso.

Más ruido de teclas y una palabrota.

—Nada.

Pendergast miró a su alrededor.

—Pues entonces la caja de fusibles.

Se acercó en un par de zancadas, abrió la caja y accionó el general.

La pequeña habitación quedó inmediatamente a oscuras, pero los ordenadores no se apagaron. En cuestión de segundos se oyó un fuerte clic. Era el suministro auxiliar, que hizo que se encendieran varias hileras de fluorescentes de emergencia.

Enderby no daba crédito a lo que veía en la pantalla.

—Increíble. En el interior de la tumba aún tienen todo el suministro. El espectáculo ha seguido como si nada. Dentro debe de haber un generador, pero no estaba en ninguno de los planos que me...

—¿Dónde está la fuente auxiliar de esta sala? —lo interrumpió Pendergast.

Manetti señaló con la cabeza un rincón con un armario metálico grande y gris.

—Dentro están los relés que conectan los cables de alimentación principales de la tumba con el generador auxiliar del museo.

Pendergast retrocedió, apuntando la pistola de Manetti hacia el armario, y vació todo el cargador. Como la habitación estaba insonorizada, las detonaciones fueron ensordecedoras. Los grandes agujeros negros de los proyectiles hicieron saltar la pintura gris de un lado a otro del armario. Se oyó un chisporroteo de electricidad. Apareció un gran ajeo azul. Los fluorescentes se apagaron después de algunos parpadeos, dejando el brillo de los monitores y un olor a cordita y a aislante derretido.

—Los ordenadores siguen encendidos —dijo Pendergast—. ¿Por qué?

—Tienen batería propia.

—Pues reinícielos a la fuerza. Desenchufe los cables de la electricidad y vuélvalos a enchufar.

Enderby se puso a gatas debajo de la mesa y empezó a arrancar cables hasta dejarlo todo a oscuras y en silencio. Se oyó un clic y se encendió una luz. Era la linterna de Hayward.

De repente se abrió la puerta y entró un hombre alto, con una bufanda roja y unas gafas negras redondas.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó con voz chillona—. ¿Estoy dirigiendo una retransmisión simultánea para millones de personas y ustedes ni siquiera pueden evitar que se vaya la luz? ¡Por Dios, solo tengo generador para un cuarto de hora!

D’Agosta reconoció al famoso director Randall Loftus; tenía manchas rojas de rabia en la cara.

Pendergast se giró hacia D’Agosta y le dijo, muy cerca:

—¿Sabe qué hay que hacer, Vincent?

—Sí—dijo D’Agosta. Se giró hacia el director—.Ahora lo ayudo.

—¡Sería todo un detalle!

Loftus dio media vuelta y salió con pasos rígidos, seguido por D’Agosta.

Al otro lado, en la oscuridad del gran salón, que solo los cientos de velitas de las mesas impedían que fuera total, los invitados se movían con agitación, pero todavía no parecían inquietos. Parecían tomárselo como una aventura. Los vigilantes del museo iban de aquí para allá explicando que el corte eléctrico no duraría mucho. D’Agosta siguió al director hasta el fondo de la sala, donde estaba instalado su equipo. Todos trabajaban con rapidez y eficacia, murmurando por micros u observando pequeños monitores montados en cámaras.

—Dentro ya no nos oyen —dijo un técnico—, pero parece que aún tienen electricidad. Todavía retransmiten y la conexión con la parabólica funciona bien. No creo ni que sepan que nos hemos quedado sin luz.

—¡Menos mal! —dijo Loftus—. Antes morir que estar en directo y sin nada que retransmitir.

—Oiga, eso que ha dicho de una conexión... —comentó D’Agosta—. ¿Dónde está?

Loftus señaló con la cabeza un cable grueso, con revestimiento de goma y fijaciones de cinta aislante, que salía sinuosamente de la sala.

—Ah... —dijo D’Agosta—. ¿Y si se cortara el cable?

—¡Dios no lo quiera! —dijo Loftus—. Nos quedaríamos sin retransmisión, pero tranquilo, no se cortará. No es un cable que pueda romperse por un simple tropiezo.

—¿No tienen ningún cable de refuerzo?

—No hace falta. Este cable tiene una funda de caucho, epoxi y malla de acero. Es indestructible. En fin, agente...

—Teniente D’Agosta.

—Parece que al final no lo necesitamos. —Loftus se giró y señaló a otro miembro del equipo—. ¡Oye, estúpido! ¡Los monitores encendidos siempre hay que vigilarlos!

D’Agosta miró a su alrededor. La preceptiva boca de incendios estaba al fondo de la sala, cerca de la entrada, con una manguera enrollada y un hacha grande Pulaski detrás de un cristal rompible. Se acercó, dio una patada al cristal y sacó el hacha. Luego caminó hacia el punto en que el cable, que estaba rodeado con cinta aislante, salía en ángulo recto de la sala, plantó bien los pies en el suelo y levantó el hacha por encima de la cabeza.

—¡Eh! —exclamó uno de los técnicos—. ¿Qué hace ese tío?

D’Agosta dio un golpe seco con el hacha y seccionó el cable con limpieza, provocando una lluvia de chispas.

Randall Loftus emitió un aullido inarticulado de rabia.

D’Agosta volvió rápidamente a la sala de control. Pendergast y los técnicos seguían obcecados con el sistema informático, que aún se negaba a aceptar órdenes, aunque lo hubieran reiniciado.

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