El libro de los muertos (49 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

—Para apartar a toda esta gente necesitaremos veinte minutos —dijo Smithback—. Sin contar que de camino seguro que alguien tirará al suelo el matraz.

—Lo cual sería inaceptable.

«Qué eufemismo», pensó Smithback. .

—Entonces,
¿
qué plan tiene?

—Muy sencillo: habrá que dispersar a la multitud.

—¿Cómo? —Fue preguntarlo y ver aparecer una pistola en la mano de Pendergast—. ¡Caramba! ¡No me diga que piensa usarla!

—No, yo no, usted. Yo no me atrevería a disparar llevando esto. La proximidad de la detonación podría hacerlo explotar.

Smithback notó cómo le ponía la pistola en la mano.

—Dispare al aire, lo más arriba que pueda. Apunte hacia Central Park.

—Nunca he usado este modelo...

—Solo tiene que apretar el gatillo. Es un Colt 45 modelo 1911. Da coces de mula, o sea, que sujete la culata con las dos manos y doble ligeramente los codos.

—¿Sabe qué le digo? Que llevaré yo la nitroglicerina.

—Me temo que no, señor Smithback. En marcha, por favor.

Smithback se acercó a regañadientes a la multitud.

—¡FBI! —dijo con poca convicción—. ¡Abran paso!

La gente ni siquiera se fijó en él.

—¡He dicho que abran paso!

Algunos empezaron a mirarlo con indiferencia, pero sin moverse.

—Cuanto antes dispare, antes captará su atención —dijo Pendergast.

—¡Abran paso! —Smithback levantó la pistola—. ¡Es una emergencia!

Los pocos que se dieron cuenta de lo que iba a pasar provocaron cierto movimiento en las primeras filas, pero el grueso de la multitud que se interponía entre ellos y la boca del metro seguía en Babia.

Smithback se armó de valor y apretó el gatillo. Nada. Apretó más fuerte... y la pistola se disparó con un espantoso ruido que lo hizo tropezar.

Se levantó un coro de gritos. La multitud se abrió como el mar Rojo.

—¿Se puede saber qué están haciendo?

Dos policías que estaban cerca, apartando a la gente, se acercaron deprisa con las pistolas en la mano.

—¡FBI! —exclamó Pendergast, corriendo por la brecha—. Es una operación de emergencia federal. ¡No interfieran!

—¡Muéstreme la placa!

La gente del fondo ya empezaba a juntarse. Smithback se dio cuenta de que aún no había cumplido su misión.

—¡Abran paso! —vociferó.

Hizo otro disparo mientras caminaba, para añadir dramatismo.

Más gritos. Casi milagrosamente apareció otro camino.

—Pero tío, ¿estás loco? —exclamó alguien—. ¿De qué vas disparando así?

Smithback echó a correr; Pendergast lo seguía tan deprisa como podía. Los policías intentaron perseguirlos, pero la multitud ya se había cerrado a sus espaldas. Smithback oyó las palabrotas de los policías que intentaban apartar a la gente.

Un minuto después ya estaban en la boca del metro. Pendergast tomó la delantera y bajó por la escalera, deprisa pero sin sobresaltos, protegiendo el pequeño recipiente en una exhibición de pericia. Al llegar a la otra punta del andén vacío se metieron por un recodo que llevaba a la entrada subterránea del museo. A medio camino Smithback vio a dos personas: D’Agosta y Hayward.

—¿Por dónde entramos? —preguntó al llegar.

—Entre estas rayas —dijo Hayward, señalando dos líneas marcadas con pintalabios en las baldosas.

Pendergast se arrodilló y dejó el matraz con mucho cuidado al pie de la pared, entre las rayas. Después se levantó y se giró hacia el pequeño grupo.

—Tengan la amabilidad de colocarse al otro lado de la esquina. Mi arma, señor Smithback.

Justo cuando le daba la pistola al agente, Smithback oyó pasos por la escalera de la estación. Siguiendo a Pendergast, volvió al andén, donde se acurrucaron contra una pared.

—¡Policía! —exclamó una voz en la otra punta de la estación—. ¡Las armas al suelo! ¡No se muevan!

—¡Quédense donde están! —dijo Hayward a pleno pulmón, blandiendo su placa—. ¡Operación policial en marcha!

—¡Identifiqúese!

—¡Capitana Laura Hayward, de Homicidios!

Parecían perplejos.

Viendo que Pendergast apuntaba con su arma, Smithback se encogió aún más contra la pared.

—¡Agáchese, capitana! —gritó uno de los policías.

—¡Pónganse a cubierto ahora mismo! —fue la respuesta de Hayward.

—¿Preparados? —preguntó Pendergast sin levantar la voz—. A la de tres. Uno...

—Repito, capitana: ¡agáchese!

—Dos...

—¡Yo también repito, idiotas! ¡A cubierto!

—Tres...

Una enorme explosión siguió inmediatamente al disparo, haciendo temblar el suelo. La onda expansiva golpeó a Smithback en medio del pecho, tirándolo al suelo de cemento. En un abrir y cerrar de ojos toda la estación se llenó de polvo de cemento. Smithback se quedó boca arriba, atontado y sin poder respirar. Le llovieron encima trocitos de cemento.

—¡Coño!

Era la voz de D’Agosta, aún estaba todo tan oscuro que no se lo veía.

Smithback oyó vagamente gritos confusos en la otra punta de la estación. Al incorporarse, a pesar del polvo en la garganta y un zumbido en los oídos, sintió el peso tranquilizador de una mano en el hombro, y a continuación la voz de Pendergast en el oído.

—¿Señor Smithback? Ahora entraremos y necesitaré su ayuda. Detenga el espectáculo. Arranque cables, eche al suelo pantallas, rompa bombillas... Lo que quiera, pero detenga el espectáculo. Es lo primero que debemos hacer, incluso antes de ayudar a la gente. ¿Me ha entendido?

—¡Pedid refuerzos! —se atragantó una voz en la otra punta del andén.

—¿Me ha entendido? —insistió Pendergast.

Smithback tosió y asintió con la cabeza. El agente lo ayudó a levantarse.

—¡Ahora! —susurró.

Corrieron hacia el otro lado de la esquina, seguidos muy de cerca por D’Agosta y Hayward. El polvo había bajado lo suficiente para que pudiera verse un boquete en la pared, del que salían nubes de niebla brillantemente iluminadas por un incesante parpadeo de luces estroboscópicas.

Smithback se preparó, aguantando la respiración, y penetró en el agujero.

Sesenta y seis

Se detuvieron justo al otro lado. La niebla era muy espesa en el agujero, como el agua por una presa rota; llenaba el túnel y la estación de metro. Dentro, como la niebla ya no llegaba a los ojos, pudieron ver la parte superior de la tumba. Smithback reconoció enseguida la cámara sepulcral por las descripciones de Nora. En todas partes había luces estroboscópicas de una intensidad extraordinaria, por no decir hiriente. También se oía una especie de trueno sostenido y brutal, junto a una nota desgarrada, aguda y palpitante que ponía los pelos de punta.

—Pero ¿se puede saber qué pasa? —preguntó D’Agosta detrás de Smithback.

Pendergast se internó en la niebla sin decir nada, apartándola con los brazos. Cerca del enorme sarcófago de piedra del centro de la sala, el agente se paró, miró el techo, apuntó y apretó el gatillo; reventó un aplique de un rincón y provocó una lluvia de chispas y cristales. Después pivotó un poco y disparó varias veces seguidas hasta que no quedó ni un foco estroboscópico encendido. Donde sí quedaban era en la sala de al lado. Los parpadeos se filtraban por la puerta, y el ruido seguía siendo igual de horrible.

Avanzaron. De repente el estómago de Smithback dio un vuelco. La niebla, al aclararse, había desvelado la presencia de diversos cuerpos que se movían débilmente por el suelo. Todo estaba encharcado de sangre.

—Oh, no... —Miró a su alrededor con desesperación—. ¡Nora!

Pero el muro sonoro, aquel ruido enloquecedor que penetraba hasta los huesos, hacía imposible oír nada. Dio algunos pasos apartando la niebla a manotazos. Otra detonación de la pistola de Pendergast, seguida por el pitido de un acople y por un arco eléctrico. Se había caído un altavoz, pero la intensidad del ruido no disminuyó. Smithback cogió unos cables sueltos y tiró.

Se acercó un policía de paisano, dando tumbos como si estuviera medio borracho. Tenía la cara ensangrentada, llena de arañazos, y la camisa hecha jirones. A cada paso su placa rebotaba en el cinturón. Llevaba la pistola en una mano, colgando, como si ya no se acordase de ella.

Hayward frunció el entrecejo de sorpresa.

—¿Rogerson? —preguntó.

Los ojos del policía la miraron fugazmente. Un segundo después les dio la espalda y se fue tropezando. Hayward lo siguió para quitarle la pistola, sin hallar resistencia.

—¿Qué diablos ha ocurrido aquí? —exclamó D’Agosta al ver el suelo sembrado de tiras de ropa, zapatos, sangre e invitados heridos.

—No tengo tiempo de explicárselo —dijo Pendergast—. Capitana Hayward, usted y el teniente D’Agosta vayan al principio de la tumba; encontrarán a la mayoría de los invitados apiñados en la entrada. Tráiganlos y sáquenlos por el boquete, pero tengan cuidado, el espectáculo de luz y sonido los ha trastornado y algunos podrían ser violentos. Mucho cuidado con provocar una estampida. —Se giró hacia Smithback—. Tenemos que encontrar el generador.

—¡Al diablo con él! Yo voy a buscar a Nora.

—Mientras siga este espectáculo infernal no podrá encontrar a nadie.

Smithback se paró.

—Pero...

—Hágame caso, sé lo que hago.

Vaciló, pero asintió a regañadientes.

Pendergast sacó otra linterna de su bolsillo y se la dio a Smithback. Avanzaron juntos por la niebla. El panorama era horrible, una carnicería. Gente herida por el suelo de mármol, gemidos, más de un cuerpo inmóvil y en una postura grotesca y antinatural, como si hubieran muerto pisoteados... El suelo estaba sembrado de trozos de cerámica. Smithback tragó saliva, intentando controlar los latidos desbocados de su corazón.

Pendergast enfocó la luz de la linterna en el techo. Al encontrar una larga moldura de piedra apuntó y disparó, haciendo saltar una esquina y dejando a la vista un cable eléctrico que soltó humo y chispas.

—Seguro que no les dejaron empotrar cables en las paredes de la tumba —explicó—. Tenemos que buscar más falsas molduras.

Movió despacio la linterna, siguiendo la moldura, que era de yeso con texturas y pintado imitando la piedra. Al llegar a un rincón se le juntaba otra moldura, formando una de mayores dimensiones que cruzaba la puerta de la sala de al lado.

Penetraron en la siguiente cámara esquivando varios cuerpos amontonados justo antes del umbral. Las luces estroboscópicas deslumbraron a Smithback, que hizo una mueca de dolor, pero Pendergast las apagó con cuatro disparos bien dirigidos.

Mientras el último disparo reverberaba en la oscuridad, se dibujó una silueta en la niebla, que cada vez era menos densa. Caminaba dando tumbos, levantando los pies y dejándolos caer como si estuviera encadenado a un gran peso. Su boca se movía como si profiriera toda clase de improperios, pero había tanto ruido que Smithback no oyó nada.

—¡Cuidado! —exclamó Smithback, justo en el momento en que el hombre se lanzaba sobre Pendergast sin avisar.

Con gran agilidad, el agente se apartó, le hizo la zancadilla y lo empujó. El hombre cayó pesadamente al suelo, donde rodó sin poder levantarse.

Pasaron a otra sala, la tercera. Pendergast aún seguía el perfil de la moldura con la linterna. Por lo visto todas convergían en una media pilastra falsa de la pared del fondo, al lado de un gran arcón de la XX Dinastía, dorado y cubierto de intrincados relieves. El arcón estaba en una vitrina, intacta a pesar de la carnicería.

—¡Allí!

Pendergast se acercó, cogió una rueda rota de carro y la arrojó a la vitrina, rompiendo el cristal. Después retrocedió y volvió a levantar la pistola para hacer saltar la antigua cerradura de bronce del arcón. Tras enfundarse la pistola, apartó la cerradura y los cristales rotos y levantó la tapa del macizo arcón. Dentro zumbaba y vibraba un gran generador. Sacó una navaja del bolsillo y cortó un cable. El generador se atascó, dio algunas sacudidas y se quedó inmóvil, dejando la tumba en una oscuridad y un silencio absolutos.

Pero el silencio no era total. Smithback percibió gritos y chillidos que llegaban de la parte delantera de la tumba. Pura histeria colectiva. Se levantó y enfocó la linterna en la oscuridad.

—¡Nora! —gritó—. ¡Nora!

De repente la luz encontró a alguien. Era un hombre de pie, medio escondido en un nicho del fondo. Al verlo, Smithback se llevó una sorpresa. Por un lado parecía un hombre elegantísimo, con corbata blanca y frac; sin embargo llevaba un antifaz, auriculares y un pequeño aparato en la mano, con aspecto de mando a distancia. Viendo lo quieto que estaba, Smithback pensó que quizá era otra proyección holográfica, pero justo entonces, como si le leyera el pensamiento, el hombre levantó una mano y se quitó el antifaz.

Sobre Pendergast, que había estado mirando fijamente al desconocido, el efecto del desenmascaramiento fue espectacular. Se puso rígido y sufrió una convulsión, como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Su cara, siempre tan blanca, enrojeció de repente.

Smithback tuvo la impresión de que la reacción del hombre del frac aún era más fuerte. Primero se puso en cuclillas con un gesto brusco y maquinal, como si quisiera saltar. Después se serenó y volvió a erguirse lentamente en toda su estatura.

—¡Tú! —dijo.

Recuperó un momento su inmovilidad. Acto seguido se quitó los auriculares y los tapones con una mano larga y fina y los dejó caer al suelo, muy despacio.

Smithback se llevó otra gran sorpresa. Acababa de reconocerlo. Era el jefe de Nora, Hugo Menzies, pero estaba muy cambiado. Tenía los ojos intensamente rojos, y le temblaban los brazos y las piernas. Su cara no estaba menos roja que la de Pendergast. Roja de ira.

La mano de Pendergast se acercó a la pistola, pero solo la desenfundó a medias, como si el agente se hubiera quedado paralizado.

—Diógenes... —dijo con voz ahogada.

Al mismo tiempo, Smithback oyó su nombre en un rincón del fondo, y al girarse vio a Nora, que se levantaba con dificultad apoyándose en Viola Maskelene. Pendergast, que también las había visto, las miró.

Justo entonces Menzies echó a correr con una rapidez inverosímil y desapareció en la oscuridad, por un lateral. Pendergast dio media vuelta, tensando el cuerpo para perseguirlo... pero volvió a girarse hacia Viola, con la cara crispada de indecisión.

Smithback corrió hacia las dos mujeres y las ayudó a levantarse. Pronto tuvo a su lado a Pendergast, que tomó a Viola en brazos.

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