Authors: Jack London
—Y, ¿por qué? —pregunté entre horrorizado y curioso.
De nuevo sus labios duros dibujaron una torcida sonrisa, cuando dijo:
—¡Oh, precisamente para vivir, para vivir y obrar para ser la porción mayor del fermento hasta el fin, para devorarte; todo menos morir así!
Encogió los hombros, o más bien intentó encogerlos pues sólo el izquierdo se movió. Su gesto, lo mismo que la sonrisa, había resultado torcido.
—Pero, ¿cómo se explica usted esto? ¿Dónde está la causa de su enfermedad?
—En el cerebro. Es consecuencia de aquellos malditos dolores de cabeza.
—¿Qué síntomas experimentó?
—No hallo explicación posible a eso. En mi vida estuve enfermo. Habrá debido formarse algo en el cerebro, un cáncer, un tumor o algo que me devora y destruye. Me ha atacado los centros nerviosos, royéndolos poco a poco, célula tras célula, y produciéndome aquellos dolores.
—¿Los centros motores también? —sugerí.
—Eso parece; y lo peor de todo es que he de permanecer aquí en perfecto estado mental y sintiendo cómo se rompe, cómo desaparece toda conexión con el mundo. Estoy imposibilitado de ver, voy perdiendo el oído y el tacto; a este paso, pronto cesaré de hablar y mientras esté aquí conservaré todas mis actividades, pero seré impotente.
—Cuando dice usted que está aquí, me hace pensar en la posibilidad del alma.
—¡Tonterías! —replicó—. Esto significa únicamente que los centros más importantes están ilesos. Puedo recordar, pensar y razonar, y cuando esto termine habré terminado yo, habré dejado de ser. Pero, ¿el alma?...
Estalló en una carcajada burlona y después apoyó la oreja izquierda en la almohada, dando a entender así que ya no deseaba más conversación.
Maud y yo continuamos trabajando, impresionados por la terrible desgracia que había caído sobre él de cuyo horror, que participaba del respeto que inspira el castigo, nos dábamos ahora exacta cuenta.
—Podrías quitarme las esposas —dijo Wolf Larsen aquella noche—. Estás en completa seguridad; ahora estoy paralítico. Lo que hay que temer es que de estar en la cama se me formen úlceras.
Sonrió con su torcida sonrisa, y Maud, con los ojos dilatados por el horror, se vio obligada a volver la cabeza.
—¿Sabe usted que su sonrisa es torcida? —dije, sabiendo que Maud habría de cuidarle y deseando evitarle desagradables impresiones.
—Pues ya no sonreiré más —dijo con calma—. Ya me figuraba algo así; todo el día tengo entorpecida la mejilla derecha. Hace ya tres días que lo sentía venir. A ratos parecía como si se me durmiese tan pronto el brazo y la mano, como el pie y la pierna de este lado... Así, pues, ¿resulta torcida mi sonrisa?... Bueno, en adelante, supón que sonrío interiormente, con el alma si lo prefieres. Considera que ahora mismo estoy sonriendo.
Y durante varios minutos permaneció quieto entregado a su fantasía.
El hombre no había cambiado, continuaba siendo el antiguo Wolf Larsen, terrible e indomable, aprisionado en aquella carne que en otros tiempos fue tan espléndida e invencible. Ahora le sujetaba con insensibles cadenas, encerrando su alma en la oscuridad y el silencio y separándola del mundo en que había cometido tantos excesos. Ya no volvería a conjugar el verbo "obrar" en todos los modos y tiempos. Sólo le quedaba el "ser" sin movimiento, que es como él había definido la muerte; querer, pero no ejecutar; pensar y razonar y seguir espiritualmente tan vivo como antes, pero materialmente estar muerto, bien muerto.
Aunque le quité las esposas, continuaba para nosotros con toda su potencialidad. No sabíamos qué podíamos esperar de él, qué cosa horrible sería capaz de realizar, elevándose por encima de la carne. La experiencia nos autorizaba a sentir este temor, y nos pusimos de nuevo al trabajo, siempre bajo el peso de la misma inquietud.
Yo había resuelto el problema que habían planteado las escasas dimensiones de las cizallas, pero para efectuar mi tarea, fueron necesarios dos días de trabajo, y hasta una mañana del tercero no pude levantar de la cubierta el palo. En eso si que demostré mi. torpeza. Tuve que aserrar, cortar y cincelar la madera hinchada por la humedad hasta que pareció roída por una rata gigantesca; pero al fin se ajustó.
—Esto trabajará, yo sé que trabajará —grité.
—¿Conoce usted el último juicio sobre la verdad del doctor Jordán? —preguntó Maud.
Sacudí la cabeza y me detuvo en la acción de quitar las virutas que se habían deslizado sobre mi espalda.
—¿Podemos hacerlo trabajar? ¿Podemos fiarle nuestras vidas?", dice el juicio.
—¿Es uno de sus favoritos?—dije.
—Cuando renové mi antiguo Panteón y eché fuera de él a Napoleón, a César y a todos sus compañeros, di entrada inmediatamente a otros, y el doctor Jordán fue el primero que instalé en él.
—Es un héroe moderno.
—Y porque es moderno es más grande —añadió ella.
—Como críticos, estamos de acuerdo —dije riendo.
—Lo mismo que como calafate y aprendiz —contestó ella, con otra carcajada.
En aquellos días, sin embargo, teníamos poco tiempo para reír, a causa de lo pesado del trabajo y de la horrible enfermedad de Wolf Larsen, que era como vivir muriendo.
Había sufrido otro ataque, a consecuencia del cual parecía haber perdido la voz; sólo a ratos podía hacer uso de ella. A veces, en medio de una frase, perdía el habla, y en ocasiones tardaba varias horas en restablecer la comunicación. Se quejaba de agudos dolores de cabeza, y durante este período fue cuando ideó un sistema para comunicarnos, en previsión de que llegara un día en que le sería absolutamente imposible hablar. Consistía el sistema en un apretón de la mano para decir "sí" y dos para decir "no". Este convenio fue muy oportuno, pues por la tarde había perdido la palabra para siempre. Desde entonces contestaba a nuestras preguntas con apretones de mano, y cuando deseaba decir algo, escribía con la mano izquierda sobre una hoja de papel con letra perfectamente legible.
Mientras tanto, había llegado el invierno. Los temporales se sucedían incesantemente, acompañados de nieve y lluvias. Las focas ya habían emigrado hacia el Sur y el criadero estaba completamente desierto. A despecho del mal tiempo y del viento, que es lo que especialmente me molestaba, trabajaba yo febrilmente y estaba sobre cubierta, desde el amanecer hasta la noche, haciendo notables progresos.
Mientras yo me afanaba en sujetar el aparejo al palo de trinquete, Maud cosía lona, pero siempre estaba dispuesta a dejarlo todo y venir en mi ayuda cuando hacían falta más de dos manos. La lona era dura y pesada y cosía con el rempujo y la aguja triangular que usan los marineros. Pronto tuvo las manos llenas de ampollas, pero seguía trabajando valerosamente, guisando y cuidando del enfermo por añadidura.
Cuando, siempre ayudado por Maud, quedó al fin colocado el palo en su sitio, después de grandísimos esfuerzos, ella acudió a mi lado para verlo. A la luz amarilla de la linterna contemplamos nuestra obra. Nos miramos y nuestras manos se buscaron y se unieron. Creo que ambos teníamos los ojos húmedos por la alegría de nuestro éxito.
—En realidad, esto era bien fácil —advertí—. La dificultad estaba en la preparación.
—Y la maravilla en el conjunto —añadió Maud—. Aún no acabo de creer que este mástil tan grande esté colocado como lo está; que lo haya subido del agua, y lo haya podido poner en su sitio. Es una verdadera obra de titanes.
Un olor extraño me llamó la atención. Eché una ojeada a la linterna y vi que no despedía humo.
—Algo se quema —dijo súbitamente Maud.
Saltamos juntos a la escalera, pero le pasé delante en la cubierta. Por la puerta de la bodega salía una densa columna de humo.
—Todavía no ha muerto el Lobo —dije para mis adentros, y me lancé por la escalera.
Era tan espeso el humo abajo, que tuve que ir buscando el camino a tientas, y tan grabada estaba en mi mente la poderosa imagen de Wolf Larsen, que esperaba de un momento a otro que el gigante, a pesar de hallarse impotente, me cogiera por el cuello y me estrangulara. Casi me dominó el deseo de volver a cubierta; Pero me acordé de Maud. Ante mí pasó la visión de aquella mujer tal como la había visto hacía un momento a la luz de la linterna, con los ojos encendidos de alegría, y comprendí que no debía retroceder.
Cuando llegué a la litera de Wolf Larsen estaba sofocado, me ahogaba; alargué la mano buscándole. Allí estaba sin movimiento, pero se agitó ligeramente al tocarle. Palpé las mantas: no había señales de fuego. Sin embargo, aquel humo que me cegaba y me hacía toser debía proceder de algún sitio. Durante un momento perdí la cabeza y me precipité frenético por la bodega. Un golpe dado contra una mesa me volvió a la realidad. Me dije que un hombre paralítico no podía prender fuego muy lejos de donde yacía.
De nuevo volví al lado de Wolf Larsen, y allí encontré a Maud. No podía adivinar el rato que estaría en aquella atmósfera sofocante.
—¡Suba a cubierta! —le dije.
—Pero, Humphrey... —comenzó a protestar con voz extraña y ronca.
—¡Por favor, por favor!—le grité enérgicamente.
Obedeció sumisa, pero entonces pensé: "¿Y si no puede hallar la salida?" Seguí tras ella hasta el pie de la escalera, y entonces la oí gritar débilmente:
—¡Oh, Humphrey, me he perdido!
Estaba tanteando la pared del mamparo; la conduje, casi llevándola en vilo, y la subí por la escalera. Se hallaba sólo desvanecida, la dejé acostada en la cubierta y volví a sumergirme en la bodega.
El origen del humo debía estar muy cerca de Wolf Larsen. Mientras tanteaba por allí, cayó algo caliente sobre mi mano. Me quemaba. Entonces lo comprendí todo; haba prendido fuego a la colchoneta de la litera superior, pues para esto conservaba todavía bastante vigor en su brazo izquierdo. La paja húmeda de la colchoneta, falta de aire, no había prendido bien.
Al sacarla de la litera y ponerse en contacto con el aire, ardió. Quité los restos de paja encendida y salí un momento a cubierta en busca de aire.
Unos cuantos cubos de agua bastaron para apagarlo todo, y diez minutos después, cuando el humo se hubo disipado, consentí que bajara Maud. Wolf Larsen estaba desvanecido, pero el aire fresco no tardó en devolverle el sentido.
Pidió por señas papel y lápiz.
«Les ruego que no me interrumpan —escribió—estoy sonriendo". "Como ven, todavía soy una porción de fermento", añadió, un poco más tarde.
—Me alegro de que sea usted una porción tan pequeña —dije.
"Gracias —escribió—; pero piensa en lo que habré de reducirme antes que me muera. Y sin embargo, sigo todo aquí, Hump —añadió como una rúbrica final—. Ahora puedo pensar con más claridad que en toda mi vida. Nada me distrae, la concentración es perfecta. Estoy todo aquí y más que nunca."
Esto era un mensaje desde las sombras de la tumba, pues el cuerpo de aquel hombre se había convertido en su mausoleo. Allí, en tan extraño sepulcro, vivía y revoloteaba su espíritu y seguiría así hasta que desapareciera el último medio de comunicación. Y aún después de esto, ¿quién sabe cuánto tiempo seguiría viviendo y revoloteando?
"Me parece que estoy perdiendo el lado izquierdo —escribió Wolf Larsen la mañana que siguió a su tentativa de incendiar el barco—. La torpeza física aumenta. Apenas puedo mover la mano. Tendréis que hablar más fuerte. Desaparecen los últimos medios de comunicación."
—¿Siente usted dolor? —le pregunté.
Tuve que repetir la pregunta en voz más alta antes de que contestara:
"No siempre."
La mano izquierda resbaló lenta y penosamente por el papel, y desciframos los garabatos con gran dificultad. Parecía un mensaje de los espíritus, como los que dan en las reuniones de espiritistas a un dólar la entrada.
"Pero continúo aquí, todo aquí", garrapateó con más lentitud y dificultad que antes.
Se le cayó el lápiz y tuvimos que volver a colocárselo en la mano.
"Cuando no tengo dolor gozo de una paz y tranquilidad perfectas. Nunca he discurrido con tanta claridad. Puedo ponderar la vida y la muerte como un filósofo indio."
—¿Y la inmortalidad? preguntó Maud a gritos en su oído.
Tres veces trató de escribir, pero la mano le resbaló desesperadamente. Se le cayó el lápiz, y en vano nos esforzamos en volver a colocárselo en la mano. Los dedos no podían cerrarse sobre él. Entonces Maud se los apretó alrededor del lápiz con su propia mano, y pudo trazar en letras grandes y tan lentamente, que cada una le costó varios minutos:
T—O—N—T—E—R—I—A.
Esta fue la última palabra de Wolf Larsen, "tontería", dando así buena prueba hasta el fin de un escepticismo invencible. El brazo y la mano se relajaron. El tronco se agitó ligeramente; después ya no hubo más movimiento. Maud soltó la mano. Los dedos se abrieron un poco, separándose por su propio peso, y el lápiz cayó rodando.
—He notado que los labios se movían ligeramente —advirtió Maud—. Preguntémosle algo.
—¿Tiene usted hambre? —le dijimos.
Los labios se movieron bajo sus dedos, transmitiendo la respuesta "sí".
—¿Quiere usted carne?
Contestó que no.
—¿Té?
—Sí, quiere té —dijo Maud—. Mientras oiga, podremos comunicar con él; pero después...
Maud fijó sus ojos en mí de una manera extraña. Vi cómo le temblaban los labios y cómo las lágrimas estaban a punto de rodar por sus mejillas. Se inclinó hacia mi y yo la cogí en mis brazos.
—¡Oh, Humphrey! —sollozaba.
Hundió la cabeza en mi hombro, mientras el llanto le sacudía su frágil cuerpo.
Después volvimos al trabajo. Una vez colocado el palo de trinquete, adelantó rápidamente todo. Casi antes de que me hubiese dado cuenta, coloqué el palo mayor en su sitio. Días después, todos los estays y obenques estaban en su lugar y todo dispuesto para la marcha. Las gavias habrían de ser un estorbo y un peligro para una tripulación compuesta sólo de dos personas, por lo que subí los masteleros a la cubierta y los sujeté.
Se invirtieron varios días más en preparar las velas y colocarlas. Sólo habían tres acortadas y deformadas, resultando ridículo para una embarcación tan elegante como el Ghost.
—¡Pero haremos trabajar todo esto —exclamó Maud, muy animada—, y le confiaremos nuestras vidas!
El día que terminamos de sujetar las velas, perdió Wolf Larsen por completo el oído y se extinguió el movimiento de sus labios.