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Authors: John Banville

Tags: #Drama

El mar (16 page)

Había otra razón por la que no había que permitir que un excesivo conocimiento de sí misma, o, de hecho, de mí, la manchara o la contaminara. Era su
diferencia
. En ella yo había tenido mi primera experiencia de la absoluta otredad de los otros. No resulta excesivo decir —bueno, sí lo es, pero lo diré de todos modos— que en Chloe el mundo se manifestó para mí por vez primera como una entidad objetiva. Ni mi padre ni mi madre, ni mis maestros, ni los demás niños, ni la propia Connie Grace, nadie había sido tan real de la manera en que lo era Chloe. Y si ella era real, entonces, repentinamente, yo lo era. Ella fue, creo, el verdadero origen de la conciencia de mí mismo. Antes había existido una sola cosa y yo era parte de ella; ahora estaba yo y todo lo que no era yo. Pero también aquí hay una torsión, una singular complejidad. Al separarme del mundo y hacerme ser consciente de mí mismo al quedar separado, me expulsó de la idea de la inmanencia de todas las cosas, y esas cosas me incluían a mí, en las cuales había morado hasta entonces, más o menos en una bendita ignorancia. Antes yo tenía una casa, y ahora vivía a la intemperie, en el calvero, sin refugio a la vista. No sabía que ya nunca volvería a entrar a través de esa puerta cada vez más angosta.

Nunca supe cuál era mi situación con ella, ni qué clase de trato debía esperar que me prodigara, y eso era, sospecho, lo que en gran parte me atraía de ella, tal es la naturaleza quijotesca del amor. Un día que paseábamos por la playa, en la orilla del agua, buscando una concha especial de color rosa que necesitaba para hacerse un collar, de repente se detuvo y se volvió hacia mí, y, sin hacer caso de los bañistas que estaban en el agua ni de los que estaban de picnic en la arena, me agarró de la pechera de la camisa, me acercó a ella de un tirón y me besó con tanta fuerza que mi labio superior quedó aplastado contra mis incisivos y sentí el sabor de la sangre, y Myles, detrás de nosotros, soltó su risita en la garganta. Al cabo de un momento me apartó de ella con altivo desdén, al parecer, y siguió andando, ceñuda, su mirada, como antes, moviéndose escrutadora por la orilla, donde la arena blanda y apelmazada inhalaba con avidez la invasión de cada ola intrusa aspirándola con un suspiro. Miré ansioso a mi alrededor. ¿Y si mi madre hubiera estado allí, o la señora Grace, o Rose, incluso? Pero a Chloe no parecía importarle. Todavía recuerdo la granulosa sensación mientras la suave pulpa de nuestros labios era aplastada entre nuestros dientes.

Le gustaba lanzar desafíos, pero le irritaba que se los aceptaran. Una misteriosa mañana, temprano, con nubes de tormenta en el lejano horizonte y el mar plano y de un brillo agrisado, yo estaba de pie delante de ella, sumergida en el agua templada hasta la cintura, y a punto de tirarme de cabeza y nadar entre sus piernas, si ella me lo permitía, cosa que a veces ocurría.

—Venga, rápido —me dijo apretando los ojos—, acabo de hacer un pipí.

No pude por menos que hacer lo que me pedía, un aspirante a caballerete como era yo. Pero cuando volví a salir a la superficie me dijo que yo era desagradable, y se metió en el agua hasta la barbilla y se alejó nadando.

Era propensa a desconcertantes arrebatos de violencia. Recuerdo una tarde de lluvia que estábamos solos en la sala de los Cedros. El aire era húmedo y gélido y nos rodeaba el triste olor a hollín y a cortinas de cretona de los días de lluvia. Chloe acababa de llegar de la cocina y se estaba acercando a la ventana y yo me levanté del sofá y me dirigí hacia ella, supongo que para intentar abrazarla. Inmediatamente, cuando me acercaba, se paró, levantó la mano, y formando un arco corto y rápido me soltó una bofetada en plena cara. Fue un golpe tan repentino, tan completo, que pareció la definición de algo pequeño, único y vital. Oí rebotar el eco en un rincón del techo. Nos quedamos un momento inmóviles, yo con la cara apartada, y ella dio un paso hacia atrás, y soltó una carcajada, y a continuación hizo un puchero mohíno y acabó de ir hacia la ventana, donde recogió algo de la mesa y lo miró con un ceño furioso.

Hubo un día, en la playa, en que le dio por meterse con un chaval de la ciudad. Era una tarde gris y borrascosa, hacia el final de las vacaciones, y ya flotaban en el aire levísimas notas de otoño, y estaba aburrida y de mal humor. El chaval de la ciudad era pálido, tembloroso, con un bañador negro que le estaba anchísimo, el pecho cóncavo y los pezones hinchados y descoloridos por el frío. Los tres lo acorralamos detrás de una escollera de cemento. Él era más alto que los gemelos, pero yo era aún más alto, y como estaba dispuesto a impresionar a mi chica, le solté un buen empujón y lo derribé contra la pared cubierta de cieno verde, y Chloe se plantó delante de él y en su tono más imperioso exigió saber su nombre y qué estaba haciendo allí. Él se acercó a ella lentamente, perplejo, incapaz de comprender, al parecer, por qué le habíamos elegido ni qué queríamos de él, cosa que, por supuesto, nosotros tampoco sabíamos.

—¿Y bien? —gritó Chloe, las manos en las caderas y dando golpecitos con el pie en la arena. Él le sonrió vacilante, más avergonzado que amedrentado. Dijo, en un murmullo, que había venido a pasar el día, con su madre, en tren—. Oh, ¿así que tu mami, eh? —dijo Chloe con sorna, como si ésa fuera la señal para que Myles diera un paso al frente y le soltara un sopapo a un lado de la cabeza con la mano plana, lo que produjo un
¡toc!
impresionantemente sonoro—. ¿Lo ves? —dijo Chloe con una voz chillona—. ¡Esto es lo que te pasa por hacerte el listillo con nosotros!

El chaval de ciudad, que no era más que un borreguillo corto de entendederas, simplemente se quedó estupefacto, y levantó una mano y se tocó la cara para verificar el asombroso hecho de que le habían soltado una galleta. Entonces sucedió un emocionante momento de silencio en el que podría haber pasado cualquier cosa. No pasó nada. El chaval de ciudad tan sólo se encogió de hombros de manera triste y resignada y se alejó con aire desgarbado, aún con la mano en la cara, y Chloe se volvió hacia mí con aire desafiante pero no dijo nada, mientras que Myles sólo reía.

Lo que permaneció dentro de mí de ese incidente no fue la cara iracunda de Chloe ni la risita de Myles, sino la mirada que me lanzó al final el chaval de ciudad, antes de alejarse con aire desconsolado. Me conocía, sabía que yo también era de ciudad, como él, a pesar de lo que yo quisiera aparentar. Si con esa mirada me hubiera acusado de traidor, o hubiera expresado cólera por haberme puesto del lado de unos desconocidos contra él, algo así, no me habría importado, sino que, de hecho, me habría sentido gratificado, aunque fuera con cierto bochorno. No, lo que me turbó fue la expresión de aceptación que hubo en su mirada, la ovina falta de sorpresa ante mi perfidia. Sentí el impulso de ir corriendo detrás de él y ponerle una mano en el hombro, no para disculparme ni para intentar excusarme por haber contribuido a humillarle, sino para obligarle a que volviera a mirarme, o mejor dicho, para hacerle retirar esa otra mirada, para negarla, para borrar de su cara el recuerdo de ella. Pues se me hacía intolerable que me conocieran de la manera que él parecía conocerme. Mejor que yo mismo. Peor.

Siempre me ha desagradado que me fotografíen, pero me desagradaba enormemente que lo hiciera Anna. Resulta extraño decirlo, lo sé, pero cuando ella estaba detrás de la cámara era una persona ciega, algo moría en sus ojos, se extinguía una luz esencial. Parecía no mirar a través de la lente, a su objeto, sino escrutar su interior, mirar hacia adentro, en busca de alguna perspectiva definitoria, un punto de vista esencial. Sujetaba firmemente la cámara a nivel del ojo, asomaba a un lado su cabeza de ave de presa y se quedaba mirando un segundo, sin ver, posiblemente, como si tus rasgos estuvieran escritos en una especie de braille y ella fuera capaz de leerlo a distancia; cuando apretaba el disparador parecía que eso era lo menos importante, nada más que un gesto para aplacar a la máquina. En nuestros primeros días juntos fui lo bastante imprudente para dejar que me convenciera de posar para ella unas cuantas veces, los resultados fueron espantosamente descarnados, espantosamente reveladores. En esa media docena de fotos en blanco y negro de cabeza y torso que me sacó —y sacó es la palabra—, me vi más crudamente al descubierto de lo que habría estado en un estudio de cuerpo entero sin nada encima. Yo era joven, no tenía arrugas y no era feo —y soy modesto—, pero en esas fotos parecía un homúnculo que ha crecido demasiado. No es que ella me sacara feo o deformado. La gente que veía las fotos decía que me favorecían. Pero a mí no me parecía que me favorecieran, ni mucho menos. En ellas me veía como si me hubieran agarrado y sujetado cuando estaba a punto de huir, con gritos de
¡Alto, al ladrón!
resonando a mi alrededor. Mi expresión era uniformemente agradable y obsequiosa, la expresión de un bellaco que teme que estén a punto de acusarlo de un delito que sabe que ha cometido aunque no lo recuerda del todo, si bien de todos modos ya prepara sus atenuantes y justificaciones. Qué sonrisa tan desesperada y suplicante ponía, una mueca lasciva, muy lasciva. Ella enfocaba su cámara a un novato prometedor, pero lo que obtenía eran fotos de archivo policial de un avejentado timador. Descubierto, sí, ésa es también la palabra.

Era su don especial, su mirada desencantada, desencantadora. Me acuerdo de las fotos que tomó en el hospital, al final, al principio del final, cuando aún estaba sometida a tratamiento y tenía fuerzas para levantarse de la cama sin ayuda. Hizo que Claire buscara nuestra cámara, hacía años que no la usaba. La perspectiva de ese regreso a su antigua obsesión me hizo pensar, no sé por qué, que eso era un presagio de algo. También encontré perturbador, aunque, de nuevo, tampoco podría haber dicho exactamente por qué, el hecho de que le hubiera pedido a Claire, y no a mí, que le trajera la cámara, con el tácito acuerdo, además, de que yo no tenía que enterarme. ¿Qué significaba, tanto secretismo y clandestinidad? Claire, que acababa de regresar por una breve temporada de sus estudios en el extranjero —Francia, los Países Bajos, Vaublin, todo eso—, se quedó muy impresionada al encontrar a su madre tan enferma, y, naturalmente, se puso furiosa conmigo por no haberla hecho venir antes. No quise decirle que era Anna la que no la quería en casa. Era algo un tanto raro, pues en el pasado esa pareja siempre se había llevado muy bien. ¿Estaba celoso? Sí, un poco, de hecho, más que un poco, para ser honesto. Soy perfectamente consciente de lo que esperaba, de lo que espero, de mi hija, y del egoísmo y patetismo de esperar eso. Se le exige mucho a la hija del diletante. Ella hará lo que yo no pude hacer, y será una gran estudiosa, si tengo algo que decir acerca del asunto, y lo tengo. Su madre le dejó algo de dinero, pero no lo bastante. Yo soy la gran gallina, y me cuesta soltar los huevos de oro.

Pillé a Claire sacando a escondidas la cámara de la casa por casualidad. Quiso quitarle importancia, aparentar indiferencia, pero Claire no sabe fingir. Tampoco sabía, no más que yo, por qué tenía que ser un secreto. A Anna siempre le gustó hacerlo todo de manera subrepticia, incluso lo más sencillo, imagino que por la permanente influencia de su padre y la vida de truhanes que habían llevado juntos. Ella tenía un lado infantil. Quiero decir que era terca, reservada, y se mostraba profundamente rencorosa con la menor interferencia u objeción. Yo soy igual, lo sé. Creo que probablemente es que los dos éramos un par de críos. Eso suena raro. Quiero decir que los dos éramos hijos únicos. Eso también suena raro. ¿Da la impresión de que desapruebo su intento de ser artista, si es que sacar fotos se puede considerar un arte? De hecho, yo prestaba escasa atención a sus fotos, y ella no tenía ninguna razón para creer que quisiera esconderle la cámara. Todo esto es muy desconcertante.

De todos modos, un día o dos después de pillar a Claire con la cámara, me llamaron del hospital para informarme, enfadados, de que mi esposa había estado sacando fotos a los demás pacientes y había habido quejas. Me sonrojé en nombre de Anna, de pie, delante del escritorio de la enfermera jefe y sintiéndome como un alumno al que han llevado a ver al director por una travesura cometida por otro. Al parecer, Anna se había estado paseando por los pabellones, descalza, con su bata blanca y blanqueada proporcionada por el hospital, arrastrando el suero —ella lo llamaba su mesita rodante— en busca de los enfermos más señalados y mutilados, junto a cuya mesilla aparcaba el suero, sacaba su Leica e iba sacando fotos hasta que alguna enfermera la descubría y le ordenaba volver a su habitación.

—¿Te han dicho quién se ha quejado? —me preguntó enfurruñada—. Los pacientes no, sólo los parientes, ¿y qué saben ellos?

Me hizo llevar a revelar la película a su amigo Serge. Su amigo Serge, que posiblemente, en algún momento del pasado remoto, fue más que un amigo, es un tipo fornido, cojo, con una melena de hermoso pelo negro que se aparta de la frente con un elegante movimiento de sus manos grandes y toscas. Tiene su estudio en lo alto de una de esas casas altas, estrechas y antiguas de Shade Street, junto al río. Es fotógrafo de modas, y se acuesta con sus modelos. Afirma ser refugiado de algún país, y habla con un ceceo que, dicen, las chicas encuentran irresistible. No utiliza apellido alguno, e incluso Serge, que yo sepa, podría ser un
nom-d'appareil
. Es la clase de personas que solíamos conocer, Anna y yo, en los viejos tiempos, que entonces aún eran nuevos. Ahora no entiendo por qué soportaba a ese tipo; nada como un desastre para poner al descubierto la vulgaridad y fraudulencia del propio mundo, de mi antiguo mundo.

Hay algo en mí que Serge encuentra irresistiblemente divertido. Es una fuente inagotable de chistecillos sin gracia, que, estoy convencido, son un pretexto para reír sin que parezca que se ríe de mí. Cuando fui a recoger las fotos reveladas se puso a buscarlas entre el pintoresco desorden de su estudio —no me sorprendería que se tratara de un desorden estudiado, como lo que se exhibe en un escaparate—, abriéndose paso con agilidad sobre sus pies desproporcionadamente delicados a pesar de que se escoraba bruscamente a la izquierda a cada paso. Bebía café de una taza al parecer sin fondo y me hablaba por encima del hombro. El café es otra de sus señales distintivas, junto con el pelo, la cojera y esas tolstoianas camisas holgadas que tanto le gustan.

—¿Cómo está la hermosa Annie? —me preguntó. Me miró de soslayo y se echó a reír. Siempre la llamaba Annie, cosa que nadie más hacía; reprimí el pensamiento de que quizá la llamaba así cuando eran amantes. Yo no le había hablado de su enfermedad, ¿por qué iba a hacerlo? Él estaba escarbando en el caos de la gran mesa que utiliza como escritorio. El hedor avinagrado de los líquidos de revelado, que llegaba del cuarto oscuro, me irritaba la nariz y los ojos—.
Alguna noticia de Annie
—canturreó para sí, como si fuera le melodía de un anuncio, y soltó otra risa por la nariz, como un bufido. Me vi corriendo hacia él con un grito en la garganta y empujándolo hacia la ventana y lanzándolo de cabeza a la calle adoquinada. Exhaló un gruñido de triunfo y apareció con un grueso sobre color manila, pero cuando alargué el brazo para cogerlo, lo retiró, estudiándome con una mirada alegremente especulativa, la cabeza ladeada—. Estas fotos que está sacando son buenas de verdad —dijo, levantando el sobre con una mano y sacudiendo la otra, inerte, arriba y abajo con su estudiado estilo mitteleuropeo. A través de una claraboya que quedaba sobre nuestras cabezas, el sol se derramaba de pleno sobre su mesa de trabajo, por lo que el papel fotográfico que había desperdigado ardía con un brillo blanco y cálido. Serge negó con la cabeza y soltó un silbido sordo a través de sus labios fruncidos—. ¡Menudas fotos!

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