Desde su cama de hospital, Anna alargó ávidamente la mano con los dedos infantilmente extendidos y me quitó el sobre de la mano sin decir palabra. La habitación estaba sobrecalentada y húmeda, y había una película de reluciente sudor gris en la frente y el labio superior de Anna. El pelo había vuelto a crecerle, sin mucho entusiasmo, como si supiera que no lo necesitaría mucho tiempo; le salía a manchas, lacio, negro y grasiento, como la piel lamida de un gato. Me senté a un lado de la cama y la observé romper con las uñas, impaciente, la solapa del sobre. ¿Qué tienen las habitaciones de hospital que las hace tan seductoras, a pesar de lo que ocurre en ellas? No son como las habitaciones de hotel. Las habitaciones de hotel, incluso las más imponentes, son anónimas; todo en ellas muestra una absoluta indiferencia hacia los huéspedes: la cama, la neverita con las bebidas, incluso la prensa planchapantalones, colocada, de manera deferente, en posición de firmes de espaldas a la pared. A pesar de los tantísimos esfuerzos, de arquitectos, diseñadores y la dirección, las habitaciones de hotel siempre están impacientes por que nos vayamos. Las habitaciones de hospital, por el contrario, y sin que nadie se esfuerce en ello, están para que nos quedemos, para que queramos quedarnos y estemos contentos. Nos recuerdan el cuarto de los niños, con esa relajante y gruesa pintura color crema en las paredes, los suelos recubiertos de caucho, el lavamanos en miniatura en un rincón, con su recatada toallita en la barra que hay debajo, y la cama, naturalmente, con sus ruedas y palancas, que parece la complicada cama de un bebé, donde uno podría dormir y soñar, donde te vigilarán, te cuidarán, y nunca, nunca, morirás. Me pregunto si podría alquilar una, una habitación de hospital, quiero decir, y trabajar en ella, vivir en ella, incluso. Las diversiones serían maravillosas. Tendría la alegre llamada para que te despiertes de la mañana, la comida servida con férrea regularidad, la cama hecha, pulcra y sin arrugas, como un sobre blanco y largo, y todo un equipo médico preparado para enfrentarse a cualquier emergencia. Sí, aquí estaría contento, en una de estas grandes celdas blancas, con mi ventana con barrotes, no, no con barrotes, me estoy dejando llevar, mi ventana daría a la ciudad, las chimeneas, las concurridas calles, las casas encorvadas, y todas esas figurillas, corriendo interminablemente de un lado a otro.
Anna esparció las fotografías a su alrededor, sobre la cama, y las estudió ávidamente, los ojos iluminados, esos ojos que por entonces habían comenzado a parecer enormes, que comenzaban en el armazón del cráneo. La primera sorpresa fue que había utilizado película en color, pues siempre había preferido el blanco y negro. Luego estaban las fotos propiamente dichas. Podrían haber sido tomadas en un hospital de campaña durante la guerra, o en la sala de urgencias de una ciudad derrotada y devastada. Había un anciano al que le faltaba una pierna por debajo de la rodilla, con una gruesa línea de suturas, como el prototipo de un cierre de cremallera atravesando el reluciente muñón. Una obesa mujer de mediana edad había perdido un pecho, y la carne de donde acababan de sacárselo estaba arrugada e hinchada como si fuera una gigantesca cuenca de ojo vacía. Una madre sonriente y de grandes pechos, con un camisón de encaje, mostraba a un bebé hidrocéfalo con una mirada atónita en sus ojos saltones de nutria. Los dedos artríticos de una anciana, tomados en primer plano, se veían nudosos y llenos de bultos, como raíces de jengibre. Un muchacho con una úlcera en la mejilla, intrincada como un mándala, le sonreía a la cámara, alzaba los dos puños y levantaba los dos pulgares, sacando con descaro una gruesa lengua. Había una toma en picado de una papelera metálica llena de pegotes y tiras de una carne oscura, húmeda e inidentificable en su interior: ¿eran restos de la cocina o del quirófano?
Lo que más me sorprendía de la gente fotografiada era la manera serena y sonriente con que mostraban sus heridas, sus puntos, sus supuraciones. Recuerdo sobre todo un estudio grande y a primera vista formal, en tonos muy contrastados de rosas y morados plásticos y grises brillantes, tomada desde poca altura, al pie de la cama, de una mujer vieja y gruesa, de pelo alborotado, con las piernas fofas, surcadas de venas azules y rodillas separadas, exhibiendo lo que, presumí, era un prolapso de útero. La composición era tan sorprendente y meticulosa como el frontispicio de uno de los libros proféticos de William Blake. El espacio central, un triángulo invertido limitado en dos lados por las piernas dobladas de la mujer y en la parte superior por el dobladillo de su bata blanca, tensada de rodilla a rodilla, podría haber sido un trozo de pergamino a la espera de una furiosa inscripción, presagiando quizá el remedo de parto del objeto rosa y morado oscuro que ya le asomaba del regazo. Por encima del triángulo, la cabeza de Medusa de la mujer parecía, mediante un sutil truco de perspectiva, haber sido cercenada y levantada hacia delante, y por fin colocada en el mismo plano que las rodillas, mientras que el muñón limpiamente cortado del cuello parecía estar en equilibrio sobre la línea recta del dobladillo de la bata que formaba la base invertida del triángulo. A pesar de la posición en la que se encontraba, la cara estaba perfectamente serena, y es posible incluso que sonriera, con un humor despectivo, con cierta satisfacción y, sí, definitivamente con orgullo.
Un día, Anna, después de que se le cayera el pelo, vio pasar por la acera de enfrente una mujer que también era calva. No sé si Anna me vio mirando la mirada que intercambiaron, las dos perplejas y al mismo tiempo perspicaces, ladinas, cómplices. En los interminables doce meses de su enfermedad no creo que me sintiera más distante de ella que en ese momento, apartado por la fraternidad de los afligidos.
—¿Y bien? —me decía ahora, los ojos fijos en las fotos y sin molestarse en mirarme—. ¿Qué te parecen?
Le daba igual lo que yo pensara. Yo y mis opiniones ya no la afectábamos.
—¿Se las enseñarás a Claire? —le pregunté. ¿Por qué fue eso lo primero que se me pasó por la cabeza?
Fingió no haberme oído, o quizá no me había estado escuchando. En algún lugar del edificio sonaba un timbre, como un pequeño e insistente dolor que se ha hecho audible.
—Son mi dossier —dijo—. Mi acusación.
—¿Tu acusación? —dije sin poder evitarlo, presa de un oscuro pánico—. ¿Contra qué?
Se encogió de hombros.
—Oh, contra todo —dijo en voz baja—. Contra todo.
Chloe, su crueldad. La playa. Nadar a medianoche. Su sandalia perdida, aquella noche en la puerta de la sala de baile, el zapato de Cenicienta. Todo ha desaparecido. Todo se ha perdido. Tanto da. Cansado, cansado y borracho. Tanto da.
Tuvimos una tormenta. Duró toda la noche y a media mañana aún seguía, una cosa extraordinaria, no he visto nada semejante, en estas zonas templadas, ni en violencia o duración. Disfruté de lo lindo, incorporado en mi adornada cama como si fuera un catafalco, si ésa es la palabra que quiero, la habitación sumida en un parpadeo de luz y el cielo a patada limpia, rompiéndose los huesos. ¡Por fin, me dije, por fin los elementos han alcanzado un extremo de magnificencia acorde con mi torbellino interior! Me sentía transfigurado, me sentía como uno de los semidioses de Wagner, flotando sobre una nube tronante y dirigiendo los estruendosísimos acordes, el choque de los címbalos celestiales. En este estado de euforia histriónica, en medio de la efervescencia de los vapores del coñac y de la electricidad estática, consideré mi posición bajo una luz nueva y crepitante. Me refiero a mi posición en general. Siempre he poseído la convicción, inmune a todas las consideraciones racionales, de que en algún momento futuro y sin especificar, el permanente ensayo que es mi vida, con sus numerosas malinterpretaciones, sus deslices y pifias, terminará, y la obra propiamente dicha, para la que me he estado preparando siempre y con tanto ahínco, comenzará por fin. Es una ilusión muy corriente, lo sé, todo el mundo la tiene. No obstante, ayer por la noche, en mitad de esa espectacular exhibición de petulancia valhalliana, me pregunté si sería inminente el momento de mi entrada, de mi adelante, por así decir. No sé cómo será, este salto dramático al meollo de la acción, ni qué se espera que tenga lugar exactamente en escena. No obstante, preveo algún tipo de apoteosis, algo imponente y climatérico. No estoy refiriéndome a ninguna transfiguración póstuma. No contemplo la posibilidad de que haya otra vida, ni que exista ninguna deidad capaz de ofrecerla.
Dado el mundo que Dios creó, sería una impiedad contra él creer en su existencia. No, lo que anhelo es un momento de expresión terrenal. Eso es, eso es exactamente: seré expresado, totalmente. Seré pronunciado, como un noble discurso de clausura. Seré, en una palabra, dicho. ¿Acaso no ha sido siempre mi objetivo, no es, de hecho, el objetivo secreto de todos nosotros, dejar de ser carne y transformarnos por completo en la sutileza del espíritu que ya no sufre? Pum, bam, barrabum, las paredes tiemblan. Por cierto: la cama, mi cama. La señorita Vavasour insiste en que siempre ha estado aquí. Los Grace, padre y madre, ¿era la suya, es aquí donde dormían, en esta mismísima cama? Menuda ocurrencia, no sé qué pensar. Dejar de darle vueltas a la cabeza será lo mejor; es decir, menos desasosegante.
Ha acabado otra semana. Qué rápido pasa el tiempo a medida que la estación avanza, la tierra lanzada a toda velocidad sobre sus raíles hacia el brusco descenso del arco final del año. A pesar de la continuada clemencia del tiempo, el coronel percibe la llegada del invierno. Últimamente no se ha encontrado muy bien, ha pillado lo que llama un resfriado de riñón. Le digo que ésa era una de las dolencias de mi madre —
una de sus favoritas, de hecho
, no añado—, pero me lanza una extraña mirada, pensando que me burlo, quizá, y quizá es cierto. A fin de cuentas, ¿qué es un resfriado de riñon? Mamá no era más concreta que el coronel al mencionarlo, y ni siquiera el
Diccionario Médico de Black
nos ilumina. A lo mejor quiere que piense que ésa es la razón de sus frecuentes excursiones al retrete, día y noche, y no ese algo más serio que sospecho.
—No estoy muy bien —dice—, y eso va a misa.
A la hora de comer ha comenzado a llevar bufanda. Se vuelve hacia su plato con aire apático y recibe cualquier intento de frivolidad con una mirada conmovedora y doliente que cae fatigosa con acompañamiento de un leve suspiro que es casi un lamento. ¿He descrito el fascinante cromatismo de su nariz? Cambia de tono con la hora del día y a la menor variación del tiempo, pasando de un pálido lavanda a borgoña y luego a un intensísimo morado imperial. ¿Es eso rinofima, me pregunto de repente? ¿Son éstas las famosas flores del ponche del doctor Thomson? La señorita Vavasour no se acaba de creer sus quejas, y me lanza una mirada sardónica a sus espaldas. Creo que cada vez pone menos interés en sus intentos de cortejarla. Con ese chaleco amarillo vivo que lleva, siempre con el botón de abajo puntillosamente desabrochado, y las puntas abiertas sobre su pequeña barriga, se le ve tan concentrado y circunspecto como esas estrafalarias y emplumadas aves macho, los pavos reales o los faisanes, que se pavonean con chulería a distancia, ansiosos porque les miren pero aparentando indiferencia, mientras la gallina de sosos colores picotea desinteresada la gravilla en busca de comida. La señorita V. esquiva sus tímidas y torpes atenciones con una mezcla de irritación y nerviosa incomodidad. Por las miradas ofendidas que él le lanza, conjeturo que anteriormente ella le dio pie a albergar esperanzas, que fueron inmediatamente barridas cuando yo llegué para ser testigo de su locura, y que ahora ella está enfadada consigo misma y deseosa de que yo me convenza de que lo que él podría haber tomado como coqueteo en realidad no era más que una muestra de la cortesía profesional de una casera.
A menudo, cuando ya no sé en qué ocupar el tiempo, me pongo a compilar las actividades diarias de la jornada típica del coronel. Se levanta temprano, porque no duerme bien, y mediante expresivos silencios y encogimientos de hombros con los labios apretados nos insinúa un caudal de pesadillas de campos de batalla que le provocarían insomnio a un narcoléptico, aunque tengo la impresión de que esos malos recuerdos que le acechan no proceden de las lejanas colonias sino de algún lugar más cercano a su ciudad natal, como por ejemplo los caminillos y las carreteras secundarias llenas de cráteres de South Armagh.
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Desayuna solo, en una mesita situada en un rincón de la chimenea de la cocina —no, no recuerdo que hubiera ninguna chimenea—, pues la soledad es el estado en que prefiere compartir lo que denomina a menudo y de manera solemne
la comida más importante del día
. La señorita Vavasour se alegra de no importunarle, y le sirve sus lonchas de tocino, los huevos, y la morcilla en un sardónico silencio. El coronel guarda su propia provisión de condimentos, frascos sin etiquetar de viscosas sustancias marrones, rojas y verde oscuro, que distribuye sobre su comida con la meticulosidad de un alquimista. También hay un unto que se prepara él mismo, y que llama zambombazo, una pasta de color caqui en la que hay anchoas, curry en polvo, mucha pimienta y otras cosas inidentificables; curiosamente, huele a perro.
—Es lo mejor para limpiar la talega —dice.
Tardo un poco en comprender que esa talega de la que habla a menudo, aunque nunca en presencia de la señorita V., es el estómago e inmediaciones. Siempre está muy atento al estado de la talega.
Después del desayuno viene el paseo matinal, que emprende haga el tiempo que haga bajando por Station Road y siguiendo el camino del Acantilado, pasando por el Bar del Embarcadero, para regresar dando un rodeo por las casitas que hay junto al faro y la Gema, donde se para a comprar el periódico de la mañana y un paquete de los caramelos de menta que chupa todo el día, cuyo olor ligeramente repugnante invade toda la casa. Camina con un paso vivo que, estoy seguro, pretende hacer pasar por un porte militar, aunque la primera mañana que le vi ponerse en marcha observé con sorpresa que a cada paso su pie izquierdo describe una breve curva lateral, exactamente igual que mi padre, fallecido hace ya mucho. Durante las dos primeras semanas de mi estancia aquí, aún le traía a la señorita Vavasour, al volver de esas marchas, un pequeño obsequio, nada rebuscado, nada amariconado, un ramillete de hojas rojizas o unas ramillas, nada que no pueda presentarse meramente como un objeto de interés horticultural, que colocaba sin más comentarios sobre la mesa de la sala, junto a los guantes de jardinería de la señorita V. y su gran manojo de llaves. Ahora vuelve con las manos vacías, exceptuando su periódico y sus caramelos de menta. Es obra mía; mi llegada ha puesto fin a la ceremonia de los ramilletes.