El mar (21 page)

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Authors: John Banville

Tags: #Drama

Pobre Rosie. Soy incapaz de acordarme de su nombre sin adjuntarle ese epíteto. Tenía, qué, diecinueve años, veinte a lo sumo. Bastante alta, extraordinariamente delgada, estrecha de cintura y larga de caderas, un garbo sedoso y repeloso la recorría desde la altura de su frente pálida y aplastada hasta sus pies hermosos y bien proporcionados y ligeramente planos. Supongo que alguien que no deseara mostrarse amable —Chloe, por ejemplo—, podría haber descrito sus facciones como angulosas. La nariz, con su forma de lágrima, sus fosas faraónicas, era prominente en el puente, y sobre el hueso la piel se tensaba, translúcida. Esta nariz está desviada un pelín a la izquierda, de modo que cuando se la mira de frente se tiene la ilusión de verla al mismo tiempo de cara y de perfil, como en uno de esos complejos retratos de Picasso. Este defecto, lejos de hacerla parecer desproporcionada, tan sólo contribuía a que la expresión de su cara fuera más conmovedora. En reposo, cuando no se daba cuenta de que la espiaban —¡y menudo espía estaba yo hecho!—, mantenía la cabeza muy inclinada hacia abajo, los párpados caídos y la barbilla, con un suave hoyuelo, pegada al hombro. Entonces parecía una madonna de Duccio, melancólica, distante, olvidada de sí, perdida en el sombrío sueño de todo lo por venir, de todo lo que, para ella, no iba a venir.

De las tres figuras centrales de ese tríptico veraniego decolorado por la sal, ella es, extrañamente, la más bien perfilada en la pared de mi memoria. Creo que la razón es que las dos primeras figuras de la escena, me refiero a Chloe y a su madre, son obra mía, mientras que Rose ha sido obra de otra mano desconocida. Sigo mirándolas de cerca, a las dos Grace, ahora la madre, ahora la hija, aplicándoles una nota de color aquí, difuminando un detalle allá, y el resultado de trabajarlas de cerca es que, en lugar de tenerlas más enfocadas, cada vez lo están menos, incluso cuando reculo para contemplar mi obra. Pero Rose, Rose es un retrato completo, Rose está acabada. Eso no significa que para mí sea más real o tenga más importancia que Chloe o su madre, desde luego que no, sólo que puedo retratarla con mucho mayor inmediatez. No ocurre porque siga aquí, pues la versión de ella que está aquí está tan cambiada que apenas es reconocible. La veo ataviada con sus zapatillas de bailarina, y sus pantalones totalmente negros y su blusa de un tono carmesí —aunque debía de tener otros conjuntos, esto es lo que lleva casi siempre que la recuerdo—, posando entre ese amasijo de accesorios arbitrarios del estudio, una cortina sin brillo, un sombrero de paja polvoriento con una flor en la cinta, un fragmento de pared musgosa que probablemente está hecha de cartón, y arriba, en un rincón, una entrada umbría en la que, misteriosamente, profundas sombras dan a un resplandor dorado-blanco de luz vacía. Su presencia no era tan viva para mí como la de Chloe o la señora Grace, cómo iba a serlo, no obstante había algo que le hacía distinta, con ese pelo negro medianoche que tenía y esa piel blanca, cuya lozanía pulverulenta ni siquiera el sol más fuerte ni la brisa del mar más cortante parecían capaces de manchar.

Ella era lo que antiguamente, me refiero a una época incluso anterior a la gente de la que hablo, se habría denominado una institutriz. Una institutriz, sin embargo, habría tenido sus modestas esferas de poder, pero la pobre Rosie se veía superada por los gemelos y por los padres, que no le hacían ni caso. Para Chloe y Myles ella era el enemigo obvio, el blanco de sus bromas más crueles, un objeto de rencor e infinito ridículo. Tenían dos maneras de tratarla. O bien se mostraban indiferentes, hasta el punto de que era como si fuera invisible para los gemelos, o bien sometían todo lo que ella hacía o decía, por trivial que fuera, a un implacable análisis e interrogación. Mientras ella deambulaba por la casa, ellos la seguían, pisándole los talones, examinando atentamente cada uno de sus actos —colocar un plato, recoger un libro, procurar no mirarse al espejo—, como si lo que ella hacía se correspondiera con el comportamiento más estrafalario e inexplicable que hubieran presenciado. Rosie no les hacía caso, hasta que no podía soportarlo más y, enfadada, roja y temblando, les imploraba que por favor, por favor, la dejaran en paz, hablando en un susurro de angustia por temor a que los padres le oyeran perder el control. Ésa era justamente la reacción que esperaban los gemelos, naturalmente, y seguían insistiéndole, y la miraban fijamente a la cara, fingiendo asombro, y Chloe le acribillaba a preguntas —¿qué había en el plato?, ¿era un buen libro?, ¿por qué no quería verse en el espejo?— hasta que empezaban a salírsele las lágrimas y se le torcía la boca en una expresión de pesar y rabia impotente, y entonces los dos se alejaban corriendo, riendo como demonios.

Descubrí el secreto de Rose un sábado por la tarde que fui a los Cedros a buscar a Chloe. Cuando llegué estaba entrando en el coche con su padre, pues los dos se iban a la ciudad. Me detuve en la verja. Habíamos quedado para ir a jugar a tenis…, ¿se le habría olvidado? Naturalmente que sí. Me quedé consternado; que me dieran plantón de ese modo una vacua tarde de sábado no era algo para tomarse a la ligera. Myles, que abría la verja para que saliera su padre, vio mi consternación y sonrió, como el espíritu maligno que era. El señor Grace me observó desde detrás del parabrisas e inclinó la cabeza hacia Chloe y le dijo algo, y también sonrió. En aquel momento el propio día, luminoso y con brisa, parecía exudar escarnio y una alegría generalizada. El señor Grace apretó con fuerza el acelerador, y el coche, con el sonoro anuncio de sus cuartos traseros, salió proyectado hacia delante sobre la gravilla, de modo que tuve que quitarme rápidamente de en medio —aunque no compartían otra cosa, mi padre y Carlo Grace tenían el mismo sentido truculento del humor—, y Chloe, desde la ventanilla lateral, la cara desdibujada tras el cristal, me miró con una expresión de ceñuda sorpresa, como si acabara de verme allí en ese mismo momento, lo que, por lo que yo sabía, podía ser cierto. Saludé con la mano con toda la indiferencia que pude aparentar, y ella me sonrió con la boca caída, de una manera falsamente compungida, y encogió los hombros en un exagerado gesto de disculpa, llevándolos a la altura de las orejas. El coche frenó para que Myles se subiera y ella acercó la cara a la ventanilla y dijo algo, y levantó la mano izquierda en un gesto extrañamente formal, podría haber sido algún tipo de bendición, y qué podía hacer yo sino sonreír y encogerme también de hombros, y volver a saludarla, mientras ella se alejaba en un remolino de humo de tubo de escape, con la cabeza aparentemente decapitada de Myles en la ventanilla de atrás, que me dirigía una sonrisa de regodeo.

La casa tenía un aspecto abandonado. Pasé por delante de la puerta principal y me dirigí a donde la hilera diagonal de árboles señalaba el final del jardín. Más allá estaban las vías del tren, pavimentadas con pizarra azul suelta e irregular, que emitían sus vapores mefíticos de ceniza y gas. Los árboles, plantados demasiado juntos, eran ahusados y deformes, y sus ramas más altas se movían confusamente, como brazos levantados que saludaran en completo desorden. ¿Qué eran? Robles no…, quizá sicómoros. Antes de darme cuenta de lo que hacía estaba trepando al que quedaba más en medio. Eso no era propio de mí, yo no era atrevido ni aventurero, y no me iban, ni me van, las alturas. Y sin embargo trepé, y subí y subí, con la mano y el arco del pie, el arco del pie y la mano, de rama en rama. La escalada resultó eufóricamente fácil, a pesar de que el follaje susurraba en escandalizada protesta a mi alrededor y las ramillas me golpeaban la cara, y pronto alcancé la altura máxima de la copa a la que se podía llegar. Allí me agarré, intrépido como cualquier marinero a horcajadas en las jarcias, la cubierta que era la tierra alejándose suavemente de mí, ahí abajo, mientras, en lo alto, un cielo bajo de color perla apagado parecía tan cercano que casi se podía tocar. A esa altura, la brisa era un flujo continuo de aire sólido que olía a cosas de tierra adentro, a terrón, a humo y animales. Veía los tejados del pueblo en el horizonte, y a lo lejos, y más arriba, como un espejismo, un diminuto barco de plata inmóvil y apoyado en una mancha de mar pálido. Un pájaro aterrizó sobre una ramilla y me miró sorprendido, y a continuación se alejó rápidamente con un gorjeo ofendido. En ese momento ya me había olvidado de que Chloe se había olvidado de mí, tan exultante estaba y tan rebosante de frenética euforia por haber llegado tan alto, tan lejos de todo, y no me di cuenta de que abajo estaba Rose hasta que la oí sollozar.

Estaba de pie junto al árbol que quedaba al lado del que yo había trepado, los hombros caídos y los codos apretados a los lados como para mantenerse erguida. Sus dedos agitados agarraban un pañuelo hecho un guiñapo, pero su pose era tan de novela rosa, llorando en medio de los suspirantes aires de la tarde, que al principio pensé que lo que tenía entre manos era una arrugada carta de amor, y no un pañuelo. Qué pinta tan rara tenía, encogida hasta formar un disco irregular de cabeza y hombros —la raya del pelo era del mismo tono color hueso que el pañuelo empapado que tenía en la mano—, y cuando se volvió apresuradamente al oír una pisada a su espalda, se bamboleó como un bolo que la bola ha golpeado tan sólo de refilón. La señora Grace se acercaba por el sendero que se había formado en la hierba bajo el tendedero, la cabeza inclinada y los brazos entrelazados de manera cruciforme sobre sus pechos aplastados, agarrándose los hombros con la mano del lado opuesto. Iba descalza y llevaba pantalón corto, y una de las camisas blancas de su marido, que le quedaba enorme de una manera que la favorecía. Se detuvo a cierta distancia de Rose y permaneció un momento en silencio, girando de un lado a otro a cuartos sobre el pivote de sí misma, aún agarrándose los hombros con las manos, como si también ella, al igual que Rose, se sujetara para mantenerse erguida, como si fuera un niño al que sus propios brazos mecían.

—Rose —dijo en un tono traviesamente engatusador—, oh, Rose, ¿qué te pasa?

Rose, que de nuevo había vuelto la cara de manera resuelta hacia los campos que había a lo lejos, emitió un bufido líquido de no-risa.

—¿Qué me pasa? —gritó, alzando la voz sobre la última palabra y desbordándola sobre sí misma—. ¿Qué me pasa?

Se sonó la nariz con indignación con el borde de un pañuelo, que ahora formaba una bola, y acabó con una sorbición de nariz que le sacudió el pelo. Incluso desde ese ángulo me di cuenta de que la señora Grace estaba sonriendo y mordiéndose el labio. Detrás de mí, a lo lejos, se oyó un silbido. El tren de la tarde procedente del pueblo, una locomotora negra mate y media docena de vagones verdes de madera, avanzaba a trompicones hacia nosotros a través de los campos como un juguete grande y enloquecido, expulsando anillos bulbosos de humo blanco y espeso. La señora Grace avanzó sin hacer ruido y con la punta del dedo tocó el hombro de Rose, pero ésta apartó el brazo en un gesto violento, como si el tacto la quemara. Una ráfaga de viento aplastó la camisa de la señora Grace contra su cuerpo y le marcó claramente los gruesos contornos de sus pechos.

—Oh, vamos, Rosie —dijo de nuevo en tono engatusador, y esta vez consiguió acercar una mano a la parte interior del codo de la chica, y con una serie de tirones suaves, la hizo volverse, aunque Rosie seguía rígida y reacia, y juntas echaron a andar bajo los árboles. Rose avanzaba trastabillando, hablando y hablando, mientras la señora Grace mantenía la cabeza gacha, como antes, y parecía incapaz de decir palabra; por su caída de hombros y por la manera en que arrastraba los pies sospeché que estaba reprimiendo el impulso de echarse a reír. De las trémulas palabras de Rose, que le salían a hipidos, capté amor y tonta y señor Grace, y de las respuestas de la señora Grace sólo un gritado ¿Carlo?, seguido de un chillido de incredulidad. De repente el tren había llegado, y el tronco que yo tenía entre las rodillas se puso a temblar; cuando la locomotora pasó, miré dentro de la cabina y vi claramente el blanco de un ojo que me miraba bajo una frente reluciente y ennegrecida de humo. Cuando me volví hacia ellas, las dos habían parado de andar y estaban cara a cara en medio de las altas hierbas, la señora Grace sonriendo con la mano en el hombro de Rose, y ésta, con las fosas nasales bordeadas de rosa, hurgando en sus ojos llorosos con los nudillos de ambas manos, y entonces el humo del tren me llegó violentamente a la cara y no vi nada, y cuando se disipó, las dos habían dado media vuelta y volvían a subir el sendero que llevaba a la casa.

Así que era eso. Rose estaba enamorada del padre de los niños que tenía a su cargo. Era la historia de siempre, aunque no sé cómo podía calificarla yo de «historia de siempre», siendo tan joven. ¿Qué pensé, qué sentí? Recuerdo con toda claridad el pañuelo abullonado en las manos de Rose y la filigrana azul de sus incipientes venas varicosas en la parte posterior de las pantorrillas desnudas y fuertes de la señora Grace. Y la locomotora a vapor, naturalmente, que se había detenido en la estación con un ruido metálico, y ahora borboteaba y jadeaba y lanzaba chorros de agua hirviente de sus partes inferiores fascinantemente intrincadas, como si esperara impaciente a volver a ponerse en marcha. ¿Qué son los seres vivos, comparados con la perdurable intensidad de los simples objetos?

Cuando Rose y la señora Grace hubieron desaparecido, me bajé del árbol, operación más difícil que subirse, y pasé en silencio por delante de la casa silenciosa e invisible y bajé la calle de la Estación en la lustrosa luz color peltre de la tarde vaciada. El tren había salido de la estación y ahora ya estaba en otra parte, en una parte completamente distinta.

Naturalmente, enseguida le conté a Chloe mi descubrimiento. Su reacción no fue en absoluto la que yo esperaba. Cierto que al principio pareció afectada, pero rápidamente asumió un aire escéptico, e incluso pareció irritada, quiero decir irritada conmigo, por habérselo contado. Desconcertante. Yo había supuesto que saludaría mi relato de la escena bajo los árboles con una risa de satisfacción, lo que a su vez me habría permitido tratar el asunto como una broma, y en lugar de eso ahora debía contemplarlo bajo una luz más seria y sombría. Una luz sombría, imaginaos. Pero ¿por qué una broma? ¿Porque la risa, para los jóvenes, es una fuerza neutralizadora y atenúa los terrores? Rose, aunque casi tenía el doble de edad que nosotros, seguía en este lado del abismo que nos separaba del mundo de los adultos. Ya era bastante horrible tener que pensar en ellos, los verdaderos adultos, sus aventurillas furtivas, pero la posibilidad de que Rose tonteara con un hombre de la edad de Carlo Grace —esa tripa, esa abultada entrepierna, ese pecho peludo con sus reflejos grises— era algo que apenas cabía en una sensibilidad tan delicada, tan inmadura como era aún la mía. ¿Le había declarado su amor al señor Grace? ¿Él le había correspondido? Las imágenes que pasaban ante mí de la pálida Rose reclinada en el tosco abrazo de su sátiro me excitaban y alarmaban en la misma medida. ¿Y qué pasaba con la señora Grace? Con qué calma había recibido la atropellada confesión de Rose, con qué despreocupación, divertida, incluso. ¿Por qué no había arañado los ojos de la chica con sus relucientes garras bermellonas?

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