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Authors: John Banville

Tags: #Drama

El mar (9 page)

Así que ahí estoy, en ese momento edénico en lo que de repente era el centro del mundo, con ese rayo de luz y esas flores rudimentarias —¿guisante de olor?, de repente me parece que veo guisantes de olor— y la rubia señora Grace ofreciéndome una manzana que sin embargo no se veía por ninguna parte, y todo está a punto de ser interrumpido por un chirrido de ruedas dentadas y una horrible sacudida que me revuelve el estómago. Todo comenzó a ocurrir al mismo tiempo. A través de una puerta abierta entró resbalando un perrillo negro y lanudo —de alguna manera, ahora la acción ha pasado de la sala de estar a la cocina— y sus uñas producen frenéticos ruidos de bola de bolera en el suelo de pino tea. Tenía una pelota de tenis en la boca. Inmediatamente Myles pareció perseguirlo, y Rose lo perseguía a él. Myles tropezó o fingió tropezar con una arruga de la alfombra y salió proyectado hacia delante sólo para dar una voltereta y ponerse en pie de un salto, casi chocando con su madre, que soltó un grito en el que se mezclaron el sobresalto y una fastidiosa irritación —«¡Por amor de Dios, Myles!»—, mientras el perro, con las orejas gachas agitándose, cambió de táctica y se fue como una bala debajo de la mesa, aún con la pelota y una sonrisa en la boca. Rose hizo un amago de ataque al animal pero al final lo esquivó. A través de otra puerta, como el mismísimo Padre Tiempo, apareció Carlo Grace, en pantalón corto y sandalias y con una gran toalla de playa sobre los hombros, exhibiendo la barriga peluda. Al ver a Myles y al perro soltó un rugido de fingido horror y dio una amenazante patada en el suelo, y el perro soltó la pelota, y perro y muchacho desaparecieron a través de la puerta tan precipitadamente como entraron. Rose rió, un agudo relincho, y miró rápidamente a la señora Grace y se mordió el labio. La puerta pegó un golpe y en rápido eco se oyó otro portazo en el piso de arriba, donde un retrete, de cuya cadena habían tirado un momento antes, había comenzado su engullimiento de agua y sus gargarismos. La bola que el perro había dejado caer rodó lentamente, reluciente de saliva, hasta llegar al centro de la habitación. El señor Grace, al verme, un desconocido —debía haber olvidado el día del guiño—, puso una morisqueta de sorpresa, echó la cabeza hacia atrás, arrugó la cara en un lado y me miró burlonamente por el lateral de la nariz. Oí bajar a Chloe, las sandalias abofeteando los peldaños. Cuando entró en la cocina la señora Grace me presentó a su marido —creo que fue la primera vez en mi vida que me presentaron formalmente a alguien, aunque tuve que decir mi nombre, pues la señora Grace todavía no lo recordaba— y él me estrechó la mano con una teatral muestra de solemnidad, dirigiéndose a mí como
¡Querido señor!
e imitando el acento cockney y declarando que cualquier amigo de sus hijos siempre sería bienvenido en
nuastro amilde agar
. Chloe puso los ojos en blanco y soltó una vibrante exclamación de disgusto. «¡Cállate, papá!», dijo a través de los dientes apretados, y él, con fingido terror, me soltó la mano y se colocó la toalla-chal encima de la cabeza y se apresuró a salir de la cocina en cuclillas y de puntillas, emitiendo unos chilliditos de murciélago que pretendían ser de temor y consternación. La señora Grace estaba encendiendo un cigarrillo. Chloe, sin ni siquiera mirar en dirección a mí, cruzó la cocina hasta la puerta por la que había salido su padre.

—¡Necesito que me lleven! —le gritó—. Necesito que… —La portezuela del coche se cerró de un golpe, el motor se puso en marcha, los grandes neumáticos pisaron la gravilla—. Maldita sea —dijo Chloe.

La señora Grace volvía a apoyarse en la mesa —la que tenía encima guisantes de olor, pues mágicamente volvemos a estar en la sala—, fumando un cigarrillo al estilo en que lo hacían las mujeres entonces, un brazo doblado delante del diafragma y el codo del otro apoyado en la palma del primero. Me levantó una ceja, me sonrió irónicamente y se encogió de hombros, sacándose una brizna de tabaco del labio inferior. Rose se detuvo y arrugó la nariz, recogiendo reacia la pelota recubierta de saliva del suelo con el índice y el pulgar. Fuera de la verja la bocina del coche sonó alegremente dos veces y oímos alejarse el coche. El perro ladraba desaforadamente, pues quería que lo dejaran entrar para recuperar la pelota.

Por cierto, ese perro, nunca volví a verlo. ¿De quién podía ser?

Hoy me invade una extraña ligereza, una, cómo podría llamarla, volatilidad. Vuelve a soplar el viento, y está trayendo una tormenta, lo que debe de ser la causa del mareo que siento. Pues siempre he sido muy sensible al tiempo y sus efectos. De niño, en las tardes de invierno, me encantaba acurrucarme junto a la radio y escuchar la información meteorológica marítima, imaginándome a esos aguerridos lobos de mar tocados con sus suestes batallando contra olas altas como casas en Fogger y Disher y Jodrell Bank, o como fuera que se llamaran esas remotas zonas marítimas. A menudo también de adulto tenía la misma sensación, con Anna en nuestra vieja y bonita casa entre las montañas y el mar, cuando las galernas de otoño gruñían en las chimeneas y las olas batían contra el espigón levantando una hirviente espuma blanca. Antes de que aquel día, en las habitaciones del doctor Todd —que, ahora que lo pienso, tenían el aire de una barbería siniestramente lujosa—, se abriera un abismo a nuestros pies, a menudo me sorprendía pensando en cuántas de las cosas buenas de la vida se me habían concedido. Si a aquel niño que soñaba junto a la radio le hubieran preguntado qué quería ser de mayor, habría contestado que aquello en que más o menos me convertí, aunque de una manera entrecortada, de eso estoy seguro. Me parece algo extraordinario, incluso teniendo en cuenta mis actuales congojas. ¿Acaso la mayoría de hombres no se sienten decepcionados con su destino, languideciendo en sus cadenas con callada desesperación?

Me pregunto si los demás, de niños, tienen ese tipo de imagen, a la vez vaga y concreta, de lo que les gustaría ser de mayores. No hablo de esperanzas y aspiraciones, ni de vagas ambiciones, ese tipo de cosa. Desde el principio fui muy preciso y definido en mis expectativas. No quería ser maquinista de tren ni un explorador famoso. Cuando escudriñaba anhelante a través de las nieblas de lo sólidamente real de entonces a lo felizmente imaginado de ahora, así es, tal como he dicho, como habría predicho exactamente mi futuro yo: un hombre de pacientes aficiones y escasa ambición sentado en una habitación como ésta, en mi silla de capitán de barco, apoyado en mi mesita, justo en esta estación, el año encaminándose a su fin en un tiempo clemente, las hojas dibujando la luz, la luminosidad de los días apagándose de manera imperceptible y las farolas encendiéndose un poquito antes cada día. Sí, esto es lo que imaginaba que era la edad adulta, una especie de prolongado veranillo de San Martín, un estado de tranquilidad, de serena indiferencia, en la que no quedaba nada de la apenas soportable y brutal inmediatez de la infancia, donde todas las cosas que me habían desconcertado de pequeño quedaban resueltas, todos los misterios se aclaraban, todas las preguntas se respondían, y los momentos transcurrían gota a gota, casi sin darte cuenta, gotas doradas una tras otra, hacia el descanso eterno y definitivo, casi sin darte cuenta.

Naturalmente, había cosas que el chaval que yo era entonces no se habría permitido prever, en sus ansias de predicción, ni aunque hubiera sido capaz. La pérdida, el dolor, los días sombríos y las noches de insomnio, esas sorpresas tienden a no quedar registradas en la placa fotográfica de la imaginación profética.

Y luego, además, cuando considero el asunto atentamente, veo que la versión del futuro que concebí de niño tenía una forma extrañamente anticuada. El mundo en el que vivo ahora habría sido, al imaginármelo entonces, a pesar de toda mi perspicacia, diferente de lo que es de hecho, aunque diferente de un modo sutil; habría sido, entiendo, todo sombreros inclinados y abrigos, y grandes coches cuadrados con maniquíes alados saltando del capó. ¿Cuándo había conocido yo estas cosas, que podía imaginármelas con tanta claridad? Lo que creo es que, al ser incapaz de imaginar exactamente qué aspecto tendría el futuro, pero con la certeza de que yo sería en él una persona de cierta eminencia, debo de haberlo vestido de los símbolos del éxito tal como lo veía entre los grandes hombres de nuestra población, médicos y abogados, industriales provincianos para los que mi padre trabajaba humildemente, los restos de la aristocracia terrateniente protestante que aún se aferraba a sus Mansiones, que se veían en las boscosas carreteras secundarias del interior.

Pero no, tampoco es eso. Eso no explica adecuadamente la atmósfera un tanto démodé que invadía mi sueño de lo que iba a venir. Esas imágenes precisas que albergaba de mí mismo de adulto —sentado, digamos, con terno de raya diplomática y un sombrero de ala curva ladeado en el asiento trasero de mi Humber Hawk con chófer con una manta sobre la rodillas— eran imbuidas, me doy cuenta, por esa elegancia lánguida, hastiada del mundo, ese porte enfermizo, que asociaba, o al menos asocio ahora, con una época anterior a mi infancia, esa reciente antigüedad que era, por supuesto, sí, el mundo de entreguerras. De modo que lo que preveía para el futuro era, de hecho, si acababa siendo un hecho, una imagen de lo que sólo podía ser un pasado imaginado. Yo estaba, podría decirse, no tanto previendo el futuro sino sintiendo nostalgia de él, pues lo que en mis fantasías estaba por venir en realidad ya había pasado. Y de repente esto ahora me parece de alguna manera significativo. ¿Era de hecho el futuro lo que yo anhelaba, o algo que estaba más allá del futuro?

La verdad es que todo ha comenzado a ocurrir al mismo tiempo, el pasado y el posible futuro y el imposible presente. En las cenicientas semanas de temor diurno y terror nocturno que tuvieron lugar antes de que Anna se viera obligada a reconocer por fin la inevitabilidad del doctor Todd y sus pinchazos y pócimas, me pareció habitar unas crepusculares regiones inferiores en las que apenas era posible distinguir el sueño de la vigilia, pues sueño y vigilia poseían la misma textura permeable y oscuramente aterciopelada, y en ella yo deambulaba en un estado de febril letargía, como si fuera yo y no Anna el que estaba destinado a ser pronto otra ya de las numerosas sombras. Era una horripilante versión de ese embarazo fantasma que experimenté cuando Anna se enteró de que estaba embarazada de Claire; ahora yo parecía sufrir una enfermedad fantasma pareja a la suya. De todas partes llegaban presagios de la muerte. Me asolaban las coincidencias; de repente recordaba cosas largamente olvidadas; aparecían objetos que llevaban años perdidos. Mi vida parecía transcurrir ante mí, no en un fogonazo, como se dice de aquellos que están a punto de ahogarse, sino en una especie de pausada convulsión, vaciándose de sus secretos y de sus misterios cotidianos en preparación para el momento en el que debo subirme al negro barco del río en sombras con la moneda para el viaje fría en mi mano ya enfriándose. No obstante, y por extraño que parezca, ese lugar imaginado de prepartida no me era del todo desconocido. Algunas veces, en el pasado, en momentos de inexplicable éxtasis, en mi estudio, quizá, en mi escritorio, inmerso en las palabras, por insignificantes que éstas puedan ser, pues incluso el mediocre está a veces inspirado, había sentido como rompía la membrana de la mera conciencia para acceder a otro estado, uno que no tenía nombre, en el que las leyes ordinarias no actuaban, donde el tiempo se movía de manera diferente, si es que se movía, donde yo no estaba ni vivo ni lo otro, y sin embargo más vívidamente presente de lo que podía estar en lo que llamamos, porque debemos, el mundo real. E incluso años antes de eso, hallándome, por ejemplo, en compañía de la señora Grace en esa sala iluminada por el sol, o sentado con Chloe en la oscuridad del cine improvisado, estaba y no estaba allí, era yo y mi fantasma, incrustado en el momento y sin embargo de algún modo a punto de partir. A lo mejor todo lo que nos ocurre en la vida no es más que una larga preparación para abandonarla.

Para Anna, en su enfermedad, las noches eran peores. Eso ya era de esperar. Había tantas cosas que ya eran de esperar, ahora que había llegado lo definitivamente inesperado. En la oscuridad, toda la incredulidad sin aliento del día —
¡esto no me puede estar pasando!
— daba paso en ella a un asombro tardo y sin emoción. Mientras permanecía echada a mi lado casi podía oír su miedo, girando imperturbable en su interior, como una dínamo. Algunas veces, en la oscuridad, se reía en voz alta, era una especie de carcajada, en renovada y absoluta sorpresa ante la triste situación en la que la habían colocado de manera tan despiadada e ignominiosa. Sobre todo, sin embargo, se mantenía en silencio, de lado y en posición fetal, como un explorador en su tienda de campaña, medio dormitando, medio aturdida, igualmente indiferente, al parecer, a la perspectiva de sobrevivir o extinguirse. Hasta ese momento todas sus experiencias habían sido temporales. Las penas se habían mitigando, aunque sólo fuera con el tiempo, las alegrías se habían tornado costumbre, su cuerpo había curado sus propios achaques. Esto, no obstante, era algo absoluto, una singularidad, un fin en sí mismo, y sin embargo no podía comprenderlo, no podía asimilarlo. Si sintiera dolor, me decía, al menos serviría de corroboración, eso le diría que lo que le había pasado era más real que cualquier realidad que hubiera conocido antes. Pero no sentía dolor, aún no; sólo había lo que ella describía como una sensación general de zozobra, una especie de efervescencia interior, como si su propio y perplejo cuerpo escarbara en su interior, levantando desesperadamente defensas contra un invasor que ya se le había colado por una entrada secreta, chasqueando sus negras y relucientes pinzas.

En esas interminables noches de octubre, echados el uno junto al otro en la oscuridad, estatuas derribadas de nosotros mismos, buscábamos escapar de un presente intolerable en el único tiempo verbal posible, el pasado, es decir, el pasado remoto. Revivíamos nuestros primeros días juntos, recordábamos, corregíamos, nos ayudábamos mutuamente, como dos ancianos que caminan tambaleándose por las murallas de una ciudad en la que vivieron hace muchos años.

Evocábamos especialmente el humeante verano londinense en el que nos conocimos y nos casamos. La primera vez que me fijé en Anna fue en una fiesta en el piso de alguien, una asfixiante tarde, con todas las ventanas abiertas de par en par y el aire azul por el humo de los tubos de escape de la calle y los bocinazos de los autobuses que pasaban sonando incongruentemente como sirenas de niebla a través del estruendo y la penumbra de las habitaciones abarrotadas. Lo que primero me llamó la atención fue su tamaño. No es que fuera una mujer muy grande, pero estaba hecha a una escala distinta de la de cualquier mujer que había conocido antes. Hombros grandes, brazos grandes, pies grandes, ese cabezón con su mata de pelo tupido y oscuro. Estaba de pie entre yo y la ventana, con un vestido de estopilla y sandalias, hablando con otra mujer, con ese gesto tan suyo, a la vez intenso y abstraído, de enroscarse con aire soñador un mechón de pelo en torno a un dedo, y por un momento me costó fijar una distancia de enfoque, pues parecía que, de las dos, Anna, al ser mucho más grande, estaba mucho más cerca de mí que la mujer con la que hablaba.

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