El mar (8 page)

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Authors: John Banville

Tags: #Drama

—¿Morden? —dijo Chloe—. ¿Qué clase de nombre es ése?

Subimos lentamente por la calle de la Estación, Chloe y yo delante y Myles detrás, brincando, diría casi, en nuestros talones. Chloe dijo que vivían en la ciudad. No me habría costado adivinarlo. Chloe me preguntó dónde me alojaba. Respondí con un gesto vago.

—Ahí abajo —dije—. Pasada la iglesia.

—¿En una casa o en un hotel?

Qué rápida era. Se me ocurrió mentir —«El Hotel Golf, de hecho.»—, pero vi dónde podía llevarme una mentira.

—En un chalet —farfullé.

Ella asintió, pensativa.

—Siempre he querido alquilar un chalet —dijo.

Eso no me sirvió de consuelo. Al contrario, me provocó una imagen momentánea pero perfectamente nítida del pequeño y torcido retrete exterior que se veía entre los lupinos desde la ventana de mi dormitorio, e incluso me pareció captar el tufillo seco a madera de los cuadrados de papel de periódico empalados en el clavo oxidado que quedaba justo dentro de la puerta.

Llegamos a los Cedros y nos detuvimos en la verja. El coche estaba aparcado en la gravilla. Acababan de dejarlo, pues el motor, al enfriarse, aún chasqueaba la lengua en una quisquillosa queja. Desde el interior de la casa, débilmente, me llegó la empalagosa melodía de una orquestina de hotel que sonaba en la radio, y me imaginé a la señora Grace y a su marido bailando allí juntos, deslizándose en torno a los muebles, ella con la cabeza echada hacia atrás y la garganta al aire y él meneándose con afectación sobre sus peludas patas traseras de fauno y sonriendo con avidez a la cara de su mujer —él era unos cinco centímetros más bajo que ella—, enseñando sus dientes pequeños y afilados y sus ojos azul pálido encendidos de jovial lujuria. Chloe dibujaba en la gravilla con la punta del zapato. Tenía unos pelos bonitos y finos en las pantorrillas, pero las espinillas eran lisas y relucientes como una piedra. De repente Myles dio un saltito, o brincó, como de alegría, aunque fue algo demasiado mecánico para eso, como una figura a cuerda que súbitamente cobra vida, y por jugar me dio un golpecito en la nuca con la palma abierta, se volvió, y con una risa reprimida saltó ágilmente sobre los barrotes de la verja y cayó sobre la gravilla que había al otro lado, y giró hasta quedar de cara a nosotros, acuclillado, las rodillas y los codos flexionados, como un acróbata que invita a que le den su ración de aplausos. Chloe hizo una mueca, dejó caer una comisura de la boca.

—No le hagas caso —dijo Chloe en un tono de aburrida irritación—. No sabe hablar.

Eran gemelos. Nunca había conocido gemelos en carne y hueso, y me fascinaban al tiempo que me repelían un poco. Veía algo casi indecente en aquella situación. Cierto, eran hermano y hermana, por lo que no podían ser idénticos —la sola idea de que existieran gemelos idénticos me provocaba un escalofrío de secreta y misteriosa excitación por la espina dorsal—, pero aun así debía de existir entre ellos un enorme grado de intimidad. ¿Qué se debía sentir? ¿Era como tener una mente y dos cuerpos? De ser así, resultaba casi desagradable imaginarlo. Pensad en lo que sería conocer íntimamente, desde dentro, por así decir, cómo es el cuerpo de otro, sus distintas partes, sus diferentes olores, sus diversos impulsos. ¿Cómo, cómo sería eso? Me moría por saberlo. En la sala de cine improvisada, un domingo lluvioso por la tarde —ahora doy un salto hacia delante—, estábamos viendo una película en la que dos convictos de una cuerda de presos se escapan juntos y esposados, y Chloe, a mi lado, emitió un sonido apagado y un suspiro que fue medio carcajada.

—Mira —susurró—, somos Myles y yo.

Me quedé estupefacto, sentí que me sonrojaba y me alegré de estar a oscuras. Fue como si hubiera admitido algo íntimo y vergonzoso. No obstante, la misma idea de que hubiera cometido una falta de decoro en ese momento de intimidad hizo que anhelara saber más, lo anhelara al tiempo que lo detestara. En otra ocasión —y éste es un salto aún mayor hacia delante—, cuando conseguí reunir el valor para pedirle directamente a Chloe que me lo contara, pues anhelaba saber cómo era ese estado de inevitable intimidad con su hermano —¡su otro yo!—, se lo pensó un momento y a continuación se puso las manos delante de la cara, las palmas muy juntas pero sin tocarse.

—Como dos imanes —dijo—, pero puestos al revés, atrayéndose y repeliéndose.

Después de decirlo cayó en un sombrío silencio, como si entonces fuera ella la que creyera que había dejado escapar un vergonzoso secreto, y me apartó la cara, y por un momento experimenté algo de ese vértigo-bordeando-el-pánico que sentía cuando contenía el aliento demasiado tiempo bajo el agua. Siempre tan alarmante, Chloe.

El vínculo entre ambos era palpable. Imaginé un hilo sutil e invisible de un material brillante y pegajoso, como la seda de una araña, o el reluciente filamento que deja colgando un caracol cuando pasa de una hoja a otra, o algo acerado y refulgente, quizá, y tenso, como una cuerda de arpa, o un garrote. Estaban atados entre sí, atados y vinculados. Sentían cosas en común, dolores, emociones, miedos. Compartían pensamientos. Se despertaban en mitad de la noche y se oían respirar mutuamente, sabiendo que habían soñado lo mismo. No se contaban lo que habían soñado. No hacía falta. Lo sabían.

Myles era mudo de nacimiento. O mejor dicho, simplemente no había hablado. Los doctores no hallaban causa alguna que explicara su obstinado silencio, y se confesaban perplejos, o escépticos, o las dos cosas. Al principio se pensó que era de los que empiezan tarde, y que con el tiempo se pondría a hablar como todos los demás, pero pasaron los años y seguía sin decir una palabra. Si tenía la capacidad de hablar y había decidido no hacerlo, eso no lo sabía nadie. ¿Es posible que tengamos una voz que nunca utilizamos? ¿Practicaba cuando no le oía nadie? Me lo imaginé esa noche, en la cama, bajo las sábanas, susurrando para sí y poniendo esa ávida sonrisa de elfo que tenía. O a lo mejor hablaba con Chloe. Cómo se reirían, frente con frente, rodeándose el cuello con los brazos, compartiendo su secreto.

—Hablará cuando tenga algo que decir —gruñía el padre, con su habitual y amenazante jovialidad.

Era evidente que el señor Grace no quería a su hijo. Lo evitaba siempre que podía, y se mostraba especialmente reacio a quedarse a solas con él. No era de extrañar, pues estar a solas con Myles era como estar en una habitación de la que alguien acababa de salir violentamente. Su mudez era una emanación empalagosa que lo invadía todo. No decía nada pero nunca estaba callado. Siempre estaba jugueteando con las cosas, las cogía e inmediatamente las devolvía a su sitio de cualquier manera, con estrépito. Emitía unos chasquiditos secos que le salían del fondo de la garganta. Le podías oír respirar.

Su madre procuraba no perderlo de vista, pero tampoco le prestaba mucha atención. En algunos momentos, cuando deambulaba un tanto distraída entre sus quehaceres diarios —aunque no era muy bebedora, siempre parecía poseerla esa afabilidad del que va un poco achispado—, se detenía y se fijaba en él sin reconocerlo del todo, y lo miraba ceñuda y sonriéndole al mismo tiempo, de una manera compungida, impotente.

Ni su padre ni su madre conocían ningún lenguaje de signos, y hablaban con Myles mediante una improvisada y brusca pantomima que parecía menos un intento de comunicarse que una manera de decirle que desapareciera de una vez de su vista. No obstante, él comprendía bastante bien lo que intentaban decirle, y a menudo mucho antes de que acabaran de decírselo, lo que hacía que se impacientaran e irritaran aún más con él. Estoy seguro de que, en el fondo, sus padres le tenían un poco de miedo. Tampoco es de extrañar. Debía de ser como vivir con un poltergeist demasiado visible, demasiado tangible.

Por mi parte, aunque me avergüenza decirlo, o al menos debería avergonzarme, lo que más me recordaba Myles era un perro que tuve una vez, un terrier irreprimiblemente entusiasta al que le tenían un gran cariño, pero al que de vez en cuando, si nadie miraba, golpeaba cruelmente, pobre Pongo, por el cálido y túmido placer de oír sus chillidos de dolor y cómo se retorcía suplicando. ¡Y los dedos de Myles, que parecían ramillas, y sus muñecas, quebradizas, como de chica! Siempre lo tenía detrás, tirándome de la manga, o pisándome los talones y asomando su sonriente cara repetidamente por debajo de mi brazo, hasta que al final lo atacaba y lo derribaba de un golpe, lo que era muy fácil, porque yo entonces era grande y fuerte, y le sacaba una cabeza. Pero cuando lo tenía en el suelo surgía la cuestión de qué hacer con él, pues, a menos que se lo impidieras, volvía a levantarse enseguida, girando sobre sí mismo como esas figuras que siempre quedan verticales y saltando sin esfuerzo para quedar sobre las puntas de los pies. Si me sentaba sobre su pecho podía sentir el movimiento de su corazón contra mi entrepierna, el tensarse de su caja torácica y el palpito del tegumento rígido y cóncavo que había debajo de su esternón, y él se reía de mí, jadeando y mostrándome su lengua húmeda e inútil. Pero ¿no le tenía yo también un poco de miedo, en el fondo de mi corazón, o sea donde sea que reside el miedo?

Siguiendo los misteriosos protocolos de la infancia —¿éramos niños?, creo que debería existir otra palabra para lo que éramos—, no me invitaron a su casa la primera vez, después de haberlos abordado en el Café Playa. De hecho, no recuerdo en qué circunstancias exactamente conseguí por fin entrar en los Cedros. Me veo, después de ese encuentro inicial, dando media vuelta, frustrado, ante la verja verde mientras los gemelos observan cómo me alejo, y luego me veo otro día dentro del mismísimo sanctasanctórum, como si, mediante una versión realmente mágica del salto de Myles por encima del barrote superior de la verja, yo hubiera sorteado todos los obstáculos para aterrizar en la sala de estar, junto a un rayo en ángulo y de aspecto sólido de sol dorado, con la señora Grace, enfundada en un vestido suelto azul claro con un dibujo oscuro de flores azules, apartando la mirada de una mesa y sonriéndome, deliberadamente distraída, evidentemente sin saber quién era yo, pero sabiendo no obstante que debería saberlo, lo que demuestra que ésta no era la primera vez que nos encontrábamos cara a cara. ¿Dónde estaba Chloe? ¿Dónde estaba Myles? ¿Por qué me habían dejado a solas con su madre? Me preguntó si me gustaría tomar un vaso de limonada, quizá.

—¿O —dijo en un tono de leve desesperación— una manzana…?

Negué con la cabeza. Su proximidad, el mero hecho de que estuviera allí, me llenaba de excitación y de un misterioso pesar. ¿Quién conoce las congojas que desgarran el corazón de un muchacho? Ella ladeó la cabeza, desconcertada, pero también divertida, comprendí, por la intensidad de mi muda presencia ante ella. Debí de parecerle una polilla palpitando ante la llama de una vela, o la llama misma, temblando en el calor que la consume.

¿Qué estaba haciendo en la mesa? Colocando flores en un jarrón… ¿o eso es demasiado fantasioso? En mi recuerdo de ese momento hay una zona de muchos colores, un abigarrado brillo bajo el revoloteo de sus manos. Permitidme que me quede un rato a su lado, antes de que aparezca Rose, y Myles y Chloe regresen de donde están, y su caprino marido entre con sus pezuñas en la escena; pronto quedará desplazada del palpitante centro de mis atenciones. Con qué intensidad brilla ese rayo de sol. ¿De dónde viene? Tiene una inclinación casi eclesial, como si, de manera imposible, cayera desde un rosetón que hay encima de nosotros. Más allá de esa luz que arde sin llama está la plácida penumbra del interior de una casa en una tarde de verano, donde mi memoria va a tientas en busca de detalles, objetos sólidos, los componentes del pasado. La señora Grace, Constance, Connie, sigue sonriéndome con su estilo desenfocado, que, ahora que lo pienso, es como miraba a todas partes, como si no estuviera del todo convencida de la solidez del mundo y medio esperara que, de un momento a otro, de una manera descabellada e hilarante, éste fuera a convertirse en algo completamente diferente.

Entonces habría dicho que era hermosa, de haber tenido a alguien a quien se me ocurriera decirle algo así, pero supongo que lo cierto es que no lo era. Era bastante recia, y tenía las manos gruesas y rojizas, le asomaba un bulto en la punta de la nariz, y los dos lacios mechones de pelo rubio que sus dedos no dejaban de colocar detrás de las orejas y que seguían cayendo una y otra vez eran más oscuros que el resto del pelo, y tenían un matiz levemente grasiento de roble barnizado. Caminaba lánguidamente, con los hombros caídos, y los músculos de sus ancas temblaban bajo la leve tela de sus vestidos de verano. Olía a sudor y a crema fría, y un poco a grasa de cocinar. Tan sólo otra mujer, en otras palabras, y otra madre, encima. No obstante, y a pesar de su vulgaridad, para mí era tan distante y tan distantemente deseable como cualquier dama pálida pintada en compañía de un libro y un unicornio. Pero no, debería ser justo conmigo mismo por niño que fuera, por incipiente romántico que pudiera haber sido. Ni siquiera para mí era pálida, ni estaba hecha de pintura. Era completamente real, de carne espesa, comestible, casi. Eso era lo más extraordinario de todo, que enseguida fue un espectro de mi imaginación y una mujer de ineludible carne y hueso, de fibra, almizcle y leche. Mis sueños de rescate y escarceos amorosos, hasta entonces rayanos en lo decoroso, se habían vuelto ahora desbocadas fantasías, vívidas y al mismo tiempo irremediablemente carentes de detalles esenciales, de ser voluptuosamente dominado por ella, de hundirme en el suelo bajo su peso cálido, de ser arrollado, de ser montado, entre sus muslos, los brazos apretados contra mi pecho y la cara encendida, a la vez su demonio amante y su hijo.

A veces su imagen surgía en mí de manera espontánea, como un súcubo interior, y un arrebato de deseo engullía la mismísima raíz de mi ser. Un verdoso crepúsculo, después de la lluvia, con una cuña de luz húmeda en la ventana y un tordo completamente fuera de estación trinando en los lupinos que goteaban, estaba yo echado boca arriba en la cama en tan intensa efusión de insaciable deseo —este deseo flotaba como un nimbo en torno a la imagen de mi amada, rodeándola por todas parte, aunque ninguna estuviera enfocada— que prorrumpí en sollozos, abundantes, sonoros y emocionado más allá de todo control. Mi madre me oyó y entró en la habitación, pero no dijo nada, cosa rara en ella —habría esperado una brusca interrogación, seguida de un cachete—, tan sólo recogió el almohadón que las sacudidas de mi dolor habían hecho caer de la cama, y, tras una brevísima vacilación, volvió a salir, cerrando la puerta tras ella sin hacer ruido. Me pregunté por qué se imaginaba que estaba yo llorando, y vuelvo a preguntármelo ahora. ¿Había reconocido de alguna manera mis extasiadas penas de amor por lo que eran? No me lo podía creer. ¿Cómo iba ella, que no era más que mi madre, a saber nada de esa tormenta de pasión en la que yo me hallaba irremediablemente suspendido, las frágiles alas de mis emociones quemadas y destruidas por la llama implacable del amor? Oh, mamá, qué poco te comprendí, pensando que tú comprendías muy poco.

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