El mar (3 page)

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Authors: John Banville

Tags: #Drama

—Quítate al abrigo, al menos —dijo.

Pero ¿por qué al menos? Hay que ver cómo es el discurso humano.

Le di el vaso de coñac, pero se lo quedó en la mano, sin beberlo. La luz que llegaba de la ventana, a mi espalda, se reflejaba en las lentes de sus gafas, colgándole ante la clavícula, provocando el misterioso efecto de que tenía delante, bajo la barbilla, una miniatura de ella con la mirada gacha. De repente se le aflojó el cuerpo y se dejó caer pesadamente en una silla, extendiendo los brazos sobre la mesa, ante ella, en un extraño gesto de apariencia desesperada, como si le suplicara a otra persona invisible que sostuviera una opinión contraria. El vaso que tenía en la mano se volcó sobre la madera y derramó la mitad de su contenido. La contemplé impotente. Durante un vertiginoso segundo se apoderó de mí la idea de que ya nunca más sabría qué decirle, de que seguiríamos así, en esa penosa inexpresividad, hasta el final. Me incliné y le besé la pálida zona de la coronilla del tamaño de una moneda de seis peniques donde su pelo, oscuro, brotaba en espiral. Durante un momento levantó la cara hacia mí con una mirada de odio.

—Hueles a hospital —me dijo—. Y debería ser yo quien oliera.

Anna seguía sentada, erguida, a la mesa, sin mirarme, los brazos extendidos con las manos inertes, las palmas extendidas hacia arriba, como si esperara que algo le cayera dentro.

—¿Y bien? —dijo sin volverse—. ¿Qué hacemos ahora?

Ahí va el coronel, arrastrándose de vuelta a su habitación. Ha tenido una larga sesión en el retrete. Estranguria, bonita palabra. La mía es la única habitación de la casa que, tal como lo expresa la señorita Vavasour con un leve puchero recatado, es en suite. También tengo vistas, o las tendría de no ser por esos malditos bungalows que hay al final del jardín. Mi cama es sobrecogedora, una pieza majestuosa y elevada de estilo italiano digna de un dux, con el cabezal con volutas y pulido como un Stradivarius. Debo preguntarle a la señorita V. de dónde la sacó. Esta debía de ser la habitación principal cuando los Grace vivían aquí. En aquellos días yo nunca pasaba del piso de abajo, excepto en mis sueños.

Me acabo de fijar en la fecha de hoy. Ha pasado exactamente un año desde esa primera visita que Anna y yo nos vimos obligados a hacerle al señor Todd en sus habitaciones. Qué coincidencia. O a lo mejor no; ¿hay coincidencias en el reino de Plutón, entre las inmensidades inexploradas por las que vago perdido, como un Orfeo sin lira? ¡Doce meses, hay que ver! Debería haber llevado un diario. Mi diario del año de la peste.

Un sueño fue lo que me impulsó a venir aquí. En él yo caminaba solo por una carretera rural, eso era todo. Era invierno, al crepúsculo, o si no, se trataba de un extraño tipo de noche tenuemente radiante, la clase de noche que sólo existe en los sueños, y caía una nieve húmeda. Caminaba decididamente hacia alguna parte, al parecer volvía a casa, aunque no sabía cuál podía ser esa casa ni dónde estaba exactamente. A mi derecha había un espacio abierto, llano y homogéneo, sin casas ni chozas a la vista, y a mi izquierda se veía una ancha línea de árboles sombríamente amenazadores que flanqueaban la carretera. Las ramas no estaban desnudas a pesar de la estación, y las hojas gruesas y casi negras pendían en masa cargadas de una nieve que se había convertido en hielo suave y translúcido. Algo se había estropeado, un coche, no, una bicicleta, pues aunque tenía la edad que tengo ahora, también era un muchacho, un muchacho grande y torpe, sí, de camino a casa, debía de ir a casa, o a algún lugar que alguna vez hubiera sido mi casa, y que volvería a reconocer en cuanto llegara allí. Me quedaba un camino de horas, pero no me importaba, pues se trataba de un viaje de extraordinaria aunque inexplicable importancia, un viaje que debía emprender y completar. En mi interior estaba tranquilo, muy tranquilo, y seguro de mí, a pesar de no saber exactamente adónde iba, exceptuando que me iba a casa. Estaba solo en la carretera. La nieve que había ido cayendo lentamente todo el día no mostraba huellas de ningún tipo, ni de neumático, bota o pezuña, pues nadie había pasado por allí ni nadie pasaría. Algo me ocurría en un pie, el izquierdo, debía de habérmelo lastimado, pero hacía mucho, pues no me dolía, aunque a cada paso tenía que describir una especie de incómodo semicírculo, lo que me entorpecía el andar, no de una manera importante pero sí incómoda. Sentía pena de mí mismo, es decir, el soñador que era yo sentía pena del yo soñado, ese pobre torpón que avanza intrépido por la nieve al caer el día con sólo la carretera delante de él y sin ninguna promesa de llegar.

Ése era todo el sueño. El viaje no acababa, yo no llegaba a ninguna parte, y no pasaba nada. Simplemente caminaba por esa senda, solo y obstinado, caminando sin parar entre la nieve y el ocaso invernal. Pero me desperté en medio de la negrura del alba no como solía hacerlo en aquellos días, con la sensación de haberme despojado de otra capa de piel durante la noche, sino con la convicción de haber alcanzado, o al menos iniciado, algo. Entonces, inmediatamente, y por primera vez en no sé cuánto tiempo, me acordé de Ballyless y de la casa de la calle de la Estación, y de los Grace, y de Chloe Grace, no se me ocurre por qué, y fue como si de pronto hubiera salido de la oscuridad y entrado en una mancha de sol pálida y empapada de sal. La soporté sólo un minuto, menos de un minuto, esa feliz luminosidad, pero me dijo qué tenía que hacer.

La vi por primera vez, a Chloe Grace, en la playa. Era un día luminoso entorpecido por el viento, y los Grace se habían instalado en un hueco poco profundo que el viento y las mareas habían excavado en las dunas, al que su presencia muy poco distinguida daba un aire de proscenio. Iban magníficamente equipados, con un descolorido trozo de tela de rayas tendido entre postes para protegerse de las frías brisas, sillas plegables y una mesita plegable, y una canasta de paja grande como una maletita que contenía botellas y termos y latas con sandwiches y galletas; incluso tenían tazas de té de verdad, con platillos. Era una parte de la playa tácitamente reservada para los residentes del Hotel Golf, el césped del cual acababa justo detrás de las dunas, por lo que esa gente del pueblo, que se entrometía despreocupadamente, con su elegante mobiliario de playa y sus botellas de vino, recibían miradas indignadas, miradas de las que los Grace, si es que las percibían, hacían caso omiso. El señor Grace, Carlo Grace, papi, llevaba pantalones cortos, y un blazer de rayas sobre el pecho, pelado a excepción de dos grandes matas de tupidos rizos que tenía la forma de un par de alas en miniatura, extendidas y velludas. Nunca había visto, creo, ni he vuelto a ver desde entonces, a nadie tan fascinantemente peludo. Se cubría la cabeza con un sombrero de tela que parecía un cubo de niño para jugar en la arena vuelto del revés. Estaba sentado en una de las sillas plegables, con un periódico abierto delante, mientras que al mismo tiempo conseguía fumar un cigarrillo a pesar de las fuertes rachas de viento que llegaban desde el mar. El muchacho rubio, el que había visto apoyado en la verja —era Myles, también os puedo dar su nombre—, estaba acuclillado a los pies del padre, hacía pucheros enfurruñado y escarbaba en la arena con un pecio pulido por el mar. Un poco por detrás de ellos, al abrigo de la pared que formaba la duna, una niña, o una joven, estaba arrodillada en la arena, envuelta con una gran toalla roja bajo la cual intentaba, muy enfadada, librarse de lo que resultaría ser un bañador mojado. Era marcadamente pálida y con una expresión llena de sentimiento, con la cara larga y delgada y el pelo muy negro y tupido. Observé que no dejaba de mirar, al parecer con un aire rencoroso, la nuca de Carlo Grace. También observé que Myles, el muchacho, vigilaba de soslayo, con la evidente esperanza, que yo compartía, de que a la chica se le cayera la toalla protectora. No era probable que fuera su hermana, entonces.

La señora Grace apareció en la orilla. Había estado en el mar, y llevaba un traje de baño negro, ajustado y de un brillo oscuro, como una piel de foca, y encima de él una especie de falda cruzada hecha de una tela diáfana, que se sujetaba en la cintura con un solo botón y se abría a cada paso que daba para revelar sus piernas bronceadas y bastante gruesas, aunque torneadas. Se detuvo delante de su marido y se empujó las gafas de sol de pasta blanca hacia el pelo y esperó durante el instante que él dejó pasar antes de bajar el periódico y levantar la vista hacia ella, alzando la mano que sostenía el cigarrillo y haciendo visera contra la luz avivada por la sal. Ella dijo algo y él ladeó la cabeza y se encogió de hombros, y sonrió, mostrando numerosos dientes pequeños, blancos y nivelados. La chica, detrás de él, aún debajo de la toalla, se deshizo del bañador que por fin había conseguido quitarse, y, dando la espalda, se sentó en la arena con las piernas flexionadas y con la toalla formó una tienda de campaña alrededor de sí misma y colocó la frente sobre las rodillas, y Myles adentró su palo en la arena con una fuerza decepcionada.

Ahí estaban, pues, los Grace: Carlo Grace y su esposa Constance, su hijo Myles, la niña o la joven que, estaba seguro, no era la chica que había oído reír en la casa ese primer día, con todas las cosas desperdigadas a su alrededor, sus sillas plegables y sus tazas de té y sus vasos de vino blanco, y la reveladora falda de Connie Grace y el gracioso sombrero y el periódico y el cigarrillo de su marido, y el palo de Myles, y el bañador de la chica, tirado allí donde lo había arrojado, inerte y acolchado y atascado en un borde húmedo con un fleco de arena, como algo arrojado y ahogado sacado del mar.

No sé cuánto tiempo había pasado Chloe de pie en la duna antes de saltar. Es posible que hubiera estado ahí todo el tiempo, observando cómo observaba yo a los demás. Primero fue una silueta, con el sol detrás de ella convirtiendo en reluciente casco su pelo muy corto. A continuación levantó los brazos y con las rodillas apretadas saltó de la duna. El aire hizo que las perneras de sus pantalones cortos se hincharan un momento. Iba descalza, y aterrizó sobre los talones, levantando arena. La chica que había bajo la toalla —Rose, démosle también un nombre, pobre Rosie— soltó un breve chillido de temor. Chloe se tambaleó, los brazos aún levantados y los talones en la arena, y pareció que iba a caer o al menos a darse una buena culada, pero consiguió mantener el equilibrio, y sonrió de soslayo y maliciosamente a Rose, que tenía arena en los ojos y ponía cara de besugo y negaba con la cabeza y parpadeaba. «¡
Chlo
-e!», dijo la señora Grace, un gemido de reprobación, pero Chloe no le hizo caso y avanzó y se arrodilló en la arena al lado de su hermano e intentó arrebatarle el palo. Yo estaba echado boca abajo, sobre una toalla, con las mejillas apoyadas en las manos, fingiendo leer un libro. Chloe sabía que yo la estaba mirando y parecía no importarle. ¿Qué edad teníamos entonces, diez, once? Digamos que once, once está bien. Chloe tenía el pecho tan plano como el de Myles, y sus caderas no eran más anchas que las mías. Llevaba una camiseta blanca sobre sus pantalones cortos. Tenía el pelo casi blanco, descolorido por el sol. Myles, que había estado luchando por conservar su palito, por fin consiguió arrancarlo de manos de su hermana y le pegó en los nudillos y ella exclamó: «¡Au!», y le soltó un golpe en el esternón con su puño pequeño y puntiagudo.

—Escuchad este anuncio —dijo el padre a nadie en concreto, y lo leyó en voz alta del periódico, riendo—:
Se necesitan hurones vivos para vender persianas venecianas. Se exige carnet de coche. Mandar solicitud al apartado veintitrés
. —Volvió a reírse, y tosió, y al toser, rió—. ¡Hurones vivos! —gritó—. Por favor.

Qué apagado suena todo a la orilla del mar, apagado y sin embargo enfático, como el sonido de disparos oídos a lo lejos. Debe de ser el efecto amortiguador de tanta arena. Aunque no recuerdo haber oído nunca disparar un arma o armas de fuego.

La señora Grace se sirvió vino, lo probó, hizo una mueca, se sentó en una silla plegable y colocó una de sus robustas piernas sobre la otra, y su zapato playero quedó colgando. Rose se estaba vistiendo a tientas bajo la toalla. Ahora era Chloe la que se apretaba las rodillas contra el pecho (¿es algo que hacen todas las chicas, o hacían, al menos, sentarse formando una zeta que ha caído hacia delante?) y se sujetó los pies con las manos. Myles le clavó el palito en el costado.

—Papi —dijo Chloe con apática irritación—, dile que pare.

Su padre siguió leyendo. El zapato que Connie Grace tenía colgando se movía al compás de algún ritmo que le rondaba por la cabeza. La arena que tenía a mi alrededor, con aquel sol tan fuerte que le daba, emitía su olor misterioso, como a gato. En la bahía, un velero blanco temblequeaba a bandazos a sotavento, y por un segundo el mundo se inclinó. En la playa, a lo lejos, estaban llamando a alguien. Niños. Bañistas. Un perro de pelo hirsuto y anaranjado. La vela volvió a girar a barlovento y oí claramente, llegándome desde el agua, el vuelo y el chasquido de la tela. Entonces se paró la brisa y por un momento todo quedó en silencio.

Jugaban, Chloe, Myles y la señora Grace, los niños se lanzaban la pelota por encima de la cabeza de su madre y ella corría y saltaba para cogerla, casi siempre en vano. Cuando corre la falda se le hincha por detrás y no puedo apartar la mirada de ese tenso bulto negro del vértice invertido de su regazo. Salta, coge aire y suelta unos gritos sin aliento y ríe. Le saltan los pechos. Es una imagen casi alarmante. Una criatura que acarrea tantos montículos y bolas de carne no debería darse estos meneos, se hará daño por dentro, podría perjudicar algún trozo delicado de tejido adiposo y cartílago nacarado. Su marido ha bajado el periódico y también la mira, se pasa los dedos por la barba, bajo la barbilla, y sonríe fríamente, los labios retirados un poco de sus dientes finos y pequeños y las aletas de la nariz ensanchadas como las de un lobo, como si intentara captar su perfume. Se le ve excitado, divertido y un tanto desdeñoso; es como si quisiera verla caer en la arena y hacerse daño; me imagino que le pego, le doy un puñetazo en el centro exacto de su pecho peludo igual que Chloe le ha dado un puñetazo a su hermano. Ya conozco a estas personas, soy uno de ellos. Y me he enamorado de la señora Grace.

Rose sale de la toalla, con una blusa roja y pantalones negros, como el ayudante de un mago aparece bajo la cama forrada de escarlata de un mago, y se esfuerza en no mirar hacia ninguna parte, sobre todo a la mujer y a los niños que juegan.

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