El mar (2 page)

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Authors: John Banville

Tags: #Drama

Bajé por Station Road en la vacuidad soleada de la tarde. La playa que quedaba al pie de la colina era un resplandor beige bajo el añil. En la orilla del mar todo son estrechas franjas horizontales, el mundo reducido a unas cuantas líneas largas y rectas que se aprietan entre el cielo y la tierra. Me acerqué a los Cedros con cautela. ¿Cómo es que de niño todo lo nuevo que llamaba mi atención poseía la aureola de lo misterioso, teniendo en cuenta que, según todas las autoridades, lo misterioso no es algo nuevo, sino algo ya conocido que regresa en una forma diferente, convertido en fantasma? De tantas cosas sin respuesta, ésta es la menos importante. Mientras me acercaba oí un chirrido reiterado, áspero. Un muchacho de mi edad estaba apoyado en la verja verde, los brazos colgando inertes del travesaño superior, impulsándose lentamente con un pie adelante y atrás en un cuarto de círculo sobre la gravilla. Tenía el mismo pelo pajizo de la mujer del coche y los inconfundibles ojos azules del hombre. Mientras yo pasaba lentamente a su lado, y de hecho quizá incluso me detenía, o más bien titubeaba, clavó la punta de su playera en la gravilla para que la verja dejara de oscilar y me miró con una expresión de hostil interrogación. Era la manera en que los niños siempre nos mirábamos por primera vez. Detrás de él pude ver toda la extensión del estrecho jardín que había en la parte de atrás de la casa, y que llegaba hasta la hilera de árboles en diagonal que circundaban la vía del tren —ahora ya han desaparecido, esos árboles, talados para dejar paso a bungalows de color pastel que parecen casas de muñeca—, e incluso más allá, tierra adentro, la zona donde surgían los campos de labor y había vacas, y diminutos y brillantes estallidos de amarillo que eran matas de aulaga, y una solitaria y lejana aguja de iglesia, y luego el cielo, con las nubes blancas como volutas. De repente, y de manera sorprendente, el chaval me puso una mueca grotesca: bizqueó los ojos y dejó la lengua colgando sobre el labio inferior. Seguí andando, consciente de que sus ojos burlones me seguían.

Playera. Una palabra que ya no se oye, o rara, muy rara vez. Originalmente era calzado de marinero, y recibía su nombre de alguien,
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si no recuerdo mal, y tenía algo que ver con los barcos. El coronel ha vuelto a ir al lavabo. Apuesto a que tiene problemas de próstata. Cuando pasa junto a mi puerta amortigua el paso, va de puntillas haciendo crujir el suelo, por respeto a los allegados. Nuestro gallardo coronel es de los que observan las normas.

Bajo por la calle de la Estación.

Entonces, cuando éramos jóvenes, gran parte de la vida era quietud, o eso parece ahora; una permanente quietud; una vigilancia. Esperábamos en nuestro mundo, aun no formado, escrutando el futuro igual que el muchacho y yo nos habíamos escrutado el uno al otro, como soldados en el frente, a la espera de lo que va a ocurrir. Al pie de la colina me detuve y me quedé allí y miré en tres direcciones, calle de la Estación abajo, calle de la Estación arriba, y en la otra dirección, hacia el cine de estaño y las pistas de tenis públicas. Nadie. La carretera que había más allá de las pistas de tenis se llamaba el camino del Acantilado, aunque cualquier acantilado que pudiera haber habido allí hacía tiempo que se lo había llevado la erosión. Se decía que allí mismo había una iglesia sumergida en el lecho arenoso del mar, intacta, con la campana y el campanario, que antaño estuvo en lo alto de un cabo que también había desaparecido, derribados por las furiosas olas una noche inmemorial de tempestad y terrible inundación. Ésas eran las historias que contaban los del pueblo, gente como Duignan el lechero y el sordo Colfer, que se ganaba la vida vendiendo pelotas de golf que había recogido, para que los que estábamos de paso pensáramos que ese insulso y pequeño pueblo había sido antaño un lugar terrorífico. El pequeño cartel que había sobre el Café Playa, anunciando cigarrillos, Navy Cut, con una foto de un marinero barbudo dentro de un flotador, o un lazo de cuerda —¿lo era?—, chirriaba en la brisa marina sobre sus goznes oxidados por el salitre, un eco de la verja de los Cedros, sobre la cual, que yo supiera, aquel muchacho seguía balanceándose. Chirrían, esta verja presente, ese signo pretérito, hasta el día de hoy, hasta esta noche, en mis sueños. Sigo por la calle de la Playa. Casas, tiendas, dos hoteles —el Golf, el Beach—, una iglesia de granito, la tienda de comestibles-pub-oficina de correos de Myler, y luego el prado —el Prado— de chalets de madera, uno de los cuales fue nuestra residencia de vacaciones, la de mi padre, la de mi madre y mía.

Si la gente que iba en el coche eran sus padres, ¿habían dejado al muchacho solo en casa? ¿Y dónde estaba la chica, la chica que había reído?

El pasado late en mi interior como un segundo corazón.

El nombre del especialista era señor Todd.
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Esto sólo se puede considerar un chiste de mal gusto achacable a un destino políglota. Podría haber sido peor. Existe un nombre, De'Ath, con esa caprichosa mayúscula en medio y el apóstrofe apotropaico que no engaña a nadie. Este tal Todd se dirigía a Anna como señora Morden, pero a mí me llamaba Max. No tenía claro si me gustaba esa distinción, ni la grosera familiaridad de su tono. Su consulta, no, sus habitaciones, uno dice habitaciones, al igual que uno le llama señor y no doctor, a primera vista parecían un nido de águilas, aunque sólo estaban en la tercera planta. El edificio era nuevo, todo cristal y acero —incluso el hueco del ascensor era tubular, de cristal y acero, lo que sugería acertadamente el cilindro de una jeringa, a través del cual el ascensor subía y bajaba en medio de un zumbido, como un émbolo gigante que alternativamente se empuja y estira—, y las dos paredes de su consultorio principal eran láminas de cristal cilindrado desde el suelo hasta el techo. Cuando nos hicieron entrar a Anna y a mí, me quedé cegado por el resplandor del sol de principio de otoño que atravesaba esos inmensos cristales. La recepcionista, una mancha rubia con bata de enfermera y unos zapatos cómodos que chirriaban —en una ocasión así, ¿quién se fijaría en la recepcionista?—, dejó el historial de Anna sobre el escritorio del señor Todd y se retiró con sus chirridos. El señor Todd nos invitó a sentarnos. No podía tolerar la idea de acomodarme en una silla, por lo que me acerqué hasta la pared de cristal y me quedé allí de pie, asomándome. Justo debajo de mí había un roble, o quizá era un haya, nunca he distinguido muy bien esos árboles caducifolios tan grandes, desde luego no era un olmo, pues están todos muertos, pero algo noble, de todos modos, el verde veraniego de su amplia copa apenas había sido plateado por el aliento del invierno. Relucían los techos de los coches. Una joven con un vestido oscuro cruzaba rápidamente el aparcamiento, e incluso a esa distancia podía oír el sonido metálico de sus tacones sobre el asfalto. Anna se reflejaba pálidamente en el cristal que tenía delante de mí, sentada muy recta sobre la silla metálica, en un perfil de tres cuartos, comportándose como la paciente modelo, una rodilla cruzada sobre la otra y las manos juntas sobre el muslo. El señor Todd se sentaba de lado ante su escritorio, hojeando los papeles del historial médico de Anna; la cartulina rosa pálido de la carpeta me recordó esas gélidas mañanas de verano en la escuela después de las vacaciones de verano, el tacto de los flamantes libros de texto y el olor de la tinta y de los lápices afilados, lleno de presagios. Cómo divaga la mente, incluso en las ocasiones más concentradas.

Aparté la mirada del cristal, el exterior se me hizo intolerable.

El señor Todd era un hombre corpulento, no alto ni pesado, sino muy ancho: daba la impresión de estar cuadrado. Cultivaba una actitud tranquilizadora y anticuada. Llevaba un traje de tweed con chaleco y leontina, y unos zapatos color castaño parecidos a los del coronel Blunden. El pelo lo tenía engominado con un estilo de otras épocas, muy repeinado hacia atrás, y lucía un bigote hirsuto que le daba un aspecto malhumorado. Comprendí, con cierta inquietud, que a pesar de esos efectos calculadamente venerables no podía tener mucho más de cincuenta años. ¿Desde cuándo los médicos habían empezado a parecer más jóvenes que yo? Siguió escribiendo, ganando tiempo; no le culpaba, en su lugar, yo habría hecho lo mismo. Al final dejó la pluma sobre la mesa, pero no parecía muy dispuesto a hablar, y daba toda la impresión de no saber por dónde empezar ni cómo. En su vacilación había algo estudiado, algo teatral. También lo comprendo. Un médico ha de saber actuar tanto como curar. Anna se agitó impaciente en la silla.

—Y bien, doctor —dijo un poco demasiado fuerte, asumiendo el tono duro y vivo de las estrellas de cine de los años cuarenta—, ¿es la sentencia de muerte, o viviré?

La consulta estaba en silencio. Su ingeniosa salida, seguramente ensayada, cayó en saco roto. Sentí el impulso de precipitarme hacia ella y cogerla entre mis brazos, a la manera de los bomberos, y sacarla en volandas de allí. No me moví. El señor Todd la miró con un leve pánico de ojos muy abiertos, las cejas quedando a mitad de camino de la frente.

—Oh, todavía no vamos a dejarla marchar, señora Morden —dijo el médico, mostrando una terrible sonrisa de dientes grandes y grises—. No, desde luego que no.

Siguió otro intervalo de silencio. Anna tenía las manos en el regazo. Las miró, puso ceño, como si no las hubiera visto antes. Mi rodilla derecha se asustó y se puso a temblar.

El señor Todd emprendió una convincente disquisición, perfeccionada de tanto repetirla, acerca de algunos tratamientos prometedores, nuevos medicamentos, el poderoso arsenal de armas químicas que tenía a su disposición; tanto hubiera dado que hablara de pociones mágicas, el médico alquimista. Anna seguía mirándose las manos ceñuda; no estaba escuchando. Al final el médico calló y se la quedó mirando con la misma expresión desesperada y leporina de antes, respirando sonoramente, los labios recogidos en una especie de expresión lasciva y mostrando de nuevo los dientes.

—Gracias —dijo ella educadamente con una voz que parecía proceder de muy lejos. Asintió para sí—. Sí —dijo desde un lugar aún más remoto—, gracias.

Tras esas palabras, como liberado, el señor Todd se dio una rápida palmada a las rodillas con las dos palmas, se puso en pie de un salto y casi nos llevó a empujones hasta la puerta. Cuando Anna hubo salido, se volvió hacia mí y me lanzó una animosa sonrisa de hombre a hombre, y un apretón de manos seco, enérgico y decidido, que estoy seguro que reserva para los cónyuges en momentos como ése.

El pasillo alfombrado amortiguó nuestras pisadas.

El ascensor, tras apretar el botón, bajó.

Salimos a la luz del día como si pisáramos un nuevo planeta en el que sólo viviéramos nosotros.

Al llegar a casa, nos quedamos un buen rato sentados fuera, en el coche, resistiéndonos a aventurarnos en lo conocido, sin decir nada, de repente desconocidos para nosotros mismos y para el otro. Anna miraba en dirección a la bahía, en cuyas aguas unos yates con las velas recogidas estaban clavados en el mar bajo un sol resplandeciente. Tenía la barriga hinchada, un bulto redondo y duro le apretaba la pretina de la falda. Había dicho que la gente creía que estaba embarazada —«¡A mi edad!»— y nos habíamos reído sin mirarnos. Las gaviotas que anidaban en nuestras chimeneas se habían ido todas al mar, o habían emigrado, o lo que hagan normalmente. Se habían pasado aquel deprimente verano dando vueltas todo el día sobre los tejados, mofándose de nuestros intentos de fingir que todo iba bien, que no pasaba nada, el mundo sigue. Pero ahí estaba, acuclillado en su regazo, el bulto que era el gran bebé De'Ath, floreciendo en su interior, esperando el momento.

Al final entramos, pues no había otro lugar al que ir. La brillante luz de mediodía se adentraba por la ventana de la cocina y todo tenía un resplandor vítreo, contrastado, como si yo examinara la habitación con la lente de una cámara. Había una sensación de incomodidad general, hermética, de que todos esos objetos cotidianos —los tarros de las estanterías, las cacerolas sobre los fogones, la tabla de cortar el pan con el cuchillo mellado— desviaban la mirada de nuestra presencia de repente intrusa y afligida allí en medio. Comprendí tristemente que así serían las cosas a partir de entonces, que allí donde Anna fuera le precedería el mudo repicar de la campana del leproso.
¡Qué buen aspecto tienes!, exclamarían, ¡vaya, nunca te había visto tan bien!
Y ella poniendo su brillante sonrisa, su cara de valor, pobre señorita Enloshuesos.

Se quedó en mitad del suelo con el abrigo y la bufanda puestos, las manos en las caderas, mirando a su alrededor con una expresión irritada. Seguía siendo guapa, los pómulos salidos, la piel translúcida, fina como el papel. Yo siempre admiré en particular su perfil ático, con la nariz formando una línea de marfil tallado cayendo en vertical desde la frente.

—¿Sabes lo que es? —dijo con amarga vehemencia—. Es inapropiado, eso es lo que es.

Aparté rápidamente la mirada por temor a que mis ojos me delataran; los ojos de uno son siempre los de otro, el enano loco y desesperado agazapado en el interior. Sabía a qué se refería. Era algo que no debía haberle ocurrido, que no debería habernos ocurrido. Nosotros no éramos de ésos. La desdicha, la enfermedad, la muerte prematura, esas cosas les pasan a la buena gente, a los humildes, a la sal de la tierra, no a Anna, ni a mí. En mitad del avance imperial que era nuestra vida juntos, un sonriente bribón había salido de la multitud que nos vitoreaba, y, esbozando una parodia de una reverencia, le había entregado a mi trágica reina la orden de arresto.

Puso el hervidor al fuego y hurgó en un bolsillo de su abrigo hasta encontrar las gafas y se las puso, colocándose la cadena en la nuca. Comenzó a sollozar, puede que distraídamente, sin hacer ruido. Avancé torpemente hacia ella para abrazarla, pero ella reculó bruscamente.

—¡Por amor de Dios, no montes el número! —me soltó—. Después de todo, soy yo la que se está muriendo.

El hervidor comenzó a bullir y se apagó, y el agua que se agitaba en su interior se tranquilizó con un ruido malhumorado. Me quedé maravillado, y no por primera vez, ante la cruel complacencia de los objetos cotidianos. Pero no, ni cruel, ni complacencia, sólo indiferencia, ¿cómo iba a ser de otro modo? En lo sucesivo tendría que tratar a las cosas como son, no como me las imaginaba, pues ésta era una nueva versión de la realidad. Cogí la tetera y el té, e hicieron ruido, pues me temblaban las manos, pero ella dijo que no, había cambiado de opinión, era coñac lo que quería, coñac y un cigarrillo, ella no fumaba, y casi nunca bebía. Me lanzó la apagada mirada iracunda de un niño desafiante, quedándose junto a la mesa, con el abrigo puesto. Había dejado de llorar. Se quitó las gafas y las dejó caer. Quedaron colgándole de la cadena, bajo la garganta, y se frotó los ojos con la base de las manos. Encontré una botella de coñac, y temblando le serví una medida en un vaso, y el cuello de la botella y el borde del vaso castañetearon uno contra el otro como dientes. En la casa no había cigarrillos, ¿adónde iba a ir yo para conseguirlos? Dijo que no importaba, que tampoco quería fumar de verdad. El hervidor de acero resplandecía, y una lenta columna de vapor brotaba del pitorro, sugiriendo vagamente un genio y su lámpara. Oh, concédeme un deseo, sólo el más importante.

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